La Habana, 2004
– Descansa en paz -fueron las últimas palabras del pastor.
Si alguna vez esa frase gastada, tan impúdicamente teatral en la boca de aquel personaje, había tenido algún sentido fue en ese preciso instante, mientras los sepultureros, con despreocupada habilidad, bajaban hacia la fosa abierta el ataúd de Ana. La certeza de que la vida puede ser el peor infierno, y de que con aquel descenso se esfumaban para siempre todos los lastres del miedo y el dolor, me invadió como un alivio mezquino y pensé si de algún modo no estaba envidiando el tránsito final de mi mujer hacia el silencio, pues hallarse muerto, total y verdaderamente muerto, puede ser para algunos lo más parecido a la bendición de ese Dios con el que Ana, sin demasiado éxito, había tratado de involucrarme en los últimos años de su penosa vida.
Apenas los sepultureros terminaron de correr la losa y se dedicaron a colocar sobre la lápida las coronas de flores que los amigos sostenían en sus manos, di media vuelta y me alejé, dispuesto a escaparme de nuevos apretones en el hombro y de las consabidas expresiones de condolencia que siempre nos sentimos obligados a soltar. Porque en ese momento todas las demás palabras del mundo sobraban: solo la fórmula manida del pastor tenía un sentido y yo no quería perderlo.Descanso y paz: lo que Ana al fin había obtenido y lo que yo también reclamaba.
Cuando me senté dentro del Pontiac a esperar la llegada de Daniel, supe que estaba al borde del desmayo y tuve el convencimiento de que si mi amigo no me sacaba del cementerio, yo habría sido incapaz de encontrar una salida hacia la vida. El sol de septiembre quemaba el techo del auto, pero no me sentí en condiciones de moverme hacia otro sitio. Con las pocas fuerzas que me quedaban cerré los ojos para controlar el vértigo de extravío y fatiga, mientras percibía cómo un sudor de emanaciones acidas bajaba desde mis párpados y mis mejillas, manaba de mis axilas, mi cuello, mis brazos, encharcaba mi espalda calcinada por el asiento de vinil, hasta convertirse en una corriente cálida que fluía por el precipicio de las piernas en busca del pozo de los zapatos. Pensé si aquella sudoración fétida y el inmenso cansancio no serían el preludio de mi desintegración molecular, o por lo menos del infarto que me mataría en los próximos minutos, y me pareció que ambas podían resultar soluciones fáciles, incluso deseables, aunque francamente injustas: no tenía derecho a obligar a mis amigos a soportar dos funerales en tres días.
– ¿Te sientes mal, Iván? -la pregunta de Dany, asomado a la ventanilla, me sobresaltó-. Cojones, mira eso, cómo estás sudando…
– Quiero irme de aquí… Pero no sé cómo coño…
– Ya nos vamos, mi socio, no te preocupes. Espera un minuto, déjame darles unos pesos a los sepultureros esos… -dijo, y pude recibir de las palabras de mi amigo un patente sentido de realidad y vida que me resultó extraño, decididamente remoto.
Otra vez cerré los ojos y me quedé inmóvil, sudando, hasta que el auto se puso en marcha. Solo cuando el aire que se filtraba por la ventanilla empezó a refrescarme, me atreví a alzar los párpados. Antes de salir del cementerio pude observar las últimas hileras de tumbas y mausoleos, carcomidos por el sol, la intemperie y el olvido, tan muertos como sus inquilinos, y (con o sin razón alguna para hacerlo en ese instante) volví a preguntarme por qué, entre tantas posibilidades, unos científicos distantes habían escogido precisamente mi nombre para bautizar a la que sería la novena tormenta tropical de aquella temporada.
Aunque a estas alturas de la vida he aprendido (más bien me han enseñado, y no de modos muy amables) a no creer en las casualidades, fueron demasiadas las coincidencias que empujaron a los meteorólogos a decidir, con varios meses de anticipación, que llamaríanIván (nombre comenzado por la novena letra del alfabeto, en castellano, masculino y nunca antes utilizado para tales fines) a aquella tormenta. El feto de lo que sería Iván había engendrado como una reunión de nubes agoreras en las inmediaciones de Cabo Verde, pero solo unos días después, ya bautizado y convertido en un huracán con todos sus atributos, se asomaría al Caribe para colocarnos en su devorador punto de mira… Y ya verán por qué pienso que me sobran razones para creer que únicamente un azar retorcido pudo haber determinado que aquel ciclón, uno de los más feroces de la historia, llevara mi nombre, justo cuando otro huracán se acercaba a mi existencia.
Aun cuando desde hacía bastante tiempo -quizás demasiado- Ana y yo sabíamos que su final estaba decretado, los muchos años en que arrastramos sus enfermedades nos habían acostumbrado a convivir con ellas. Pero el anuncio de que su osteoporosis (probablemente provocada por la polineuritis avitaminosa destapada en los años más duros de la crisis de los noventa) había terminado por evolucionar hacia un cáncer óseo, nos había enfrentado a la evidencia de un desenlace cercano, y a mí a la macabra constatación de que solo un designio retorcido podía encargarse de minar a mi mujer justamente con aquel padecimiento.
Desde principios de año el deterioro de Ana se había acelerado, aunque fue a mediados de julio, tres meses después del diagnóstico definitivo, cuando se desató su agonía final. Aunque Gisela, la hermana de Ana, vino con frecuencia a ayudarme, yo prácticamente tuve que dejar de trabajar para atender a mi mujer y si sobrevivimos esos meses fue gracias al apoyo de amigos como Dany, Anselmo o el médico Frank, que con frecuencia pasaban por nuestro pequeño apartamento del barrio de Lawton a dejarnos algunos refuerzos, sacados de las menguadas cosechas que, para sus propias subsistencias, ellos lograban obtener por las más sinuosas vías. Más de una vez Dany se ofreció también para venir a ayudarme con Ana, pero yo rechacé su gesto, pues entre las pocas cosas que repartidas siempre tocan a más, están el dolor y la miseria.
El cuadro que se vivió entre las paredes agrietadas de nuestro apartamento resultó todo lo deprimente que es posible imaginar, aunque lo peor, en esas circunstancias, fue la extraña fuerza con que el cuerpo roto de Ana se aferró a la vida, incluso contra la propia voluntad de su dueña.
En los primeros días de septiembre, cuando el huracán Iván, cargado ya de su máxima potencia, terminaba de cruzar el Atlántico y se acercaba a la isla de Granada, Ana tuvo un inesperado período de lucidez y un imprevisible alivio en sus dolores. Como por decisión suya habíamos rechazado el ingreso en el hospital, una vecina enfermera y nuestro amigo Frank se habían encargado de suministrarle los sueros y las dosis de morfina que la mantenían en un sobresaltado letargo. Al ver aquella reacción, Frank me advirtió que ése era el epílogo y me recomendó darle a la enferma solo los alimentos que ella pidiera, sin insistir con sueros y, siempre que no se quejara de dolores, suspenderle las drogas para así regalarle unos días finales de inteligencia. Entonces, como si su vida hubiese regresado a la normalidad, una Ana con varios huesos quebrados y los ojos muy abiertos volvió a interesarse por el mundo que la rodeaba. Con el televisor y la radio encendidos, fijó su atención, de manera obsesiva, en el rumbo del huracán que había. iniciado su danza mortífera arrasando la isla de Granada, donde había dejado más de veinte muertos. En varias ocasiones, a lo largo de aquellos días, mi mujer me hizo una disertación sobre las características del ciclón, uno de los más fuertes que recordara la crónica meteorológica, y achacó su poder exagerado al cambio climático que estaba sufriendo el planeta, una mutación de la naturaleza que podría acabar con la especie humana si no se tomaban las medidas necesarias, me dijo, con todo su convencimiento. Comprobar que mi mujer moribunda pensaba en el futuro de los demás fue un dolor adicional a los que ya me colmaban.
Mientras la tormenta se acercaba a Jamaica, con clarísimas intenciones de penetrar después por el oriente de Cuba, Ana adquirió una especie de excitación meteorológica capaz de mantenerla en una alerta perenne, una tensión de la cual solo escapaba cuando el sueño la vencía por dos o tres horas. Todas sus expectativas estaban relacionadas con las andanzas deIván, con las cifras de muertos que dejaba a su paso (uno en Trinidad, cinco en Venezuela, otro en Colombia, cinco más en Dominicana, quince en Jamaica, sumaba, auxiliándose de sus dedos deformados) y, sobre todo, con los cálculos de lo que destruiría si penetraba en Cuba por cualquiera de los puntos marcados bajo el cono de posibles trayectorias deducidas por los especialistas. Ana vivía una suerte de comunicación cósmica, en el vértice de la confluencia simbiótica de dos organismos que se sabían destinados a devorarse a sí mismos en el plazo de unos pocos días, y llegué a especular si la enfermedad y las drogas no la habían enloquecido. Y también pensé que si el huracán no pasaba pronto y Ana no se calmaba, quien terminaría por enloquecer sería yo.
La etapa más crítica, para Ana y, como resultó lógico, para cada uno de los habitantes de la isla, se abrió cuando Iván, con vientos sostenidos de alrededor de doscientos cincuenta kilómetros por hora, empezó a pasearse por los mares al sur de Cuba. El ciclón se movía con indolente prepotencia, como si estuviera escogiendo, con toda perversión, el punto donde daría el inevitable giro al norte y partiría en dos el país, dejando una enorme trocha de ruinas y muerte. Con una sofocación sostenida, los sentidos aferrados a la radio y al televisor en colores que nos había prestado un vecino, la Biblia al alcance de una mano y nuestro perroTruco bajo la otra, Ana lloró, rió, maldijo y rezó con unas fuerzas que no le correspondían. Durante más de cuarenta y ocho horas se mantuvo en aquel estado, observando el avance sigiloso de Iván, como si sus. pensamientos y oraciones fuesen imprescindibles para mantener al huracán lo más lejos posible de la isla, estancado en aquel casi increíble rumbo oeste del que no se decidía a salir para torcer al norte y arrasar el país, como lo predecían todas las lógicas históricas, atmosféricas y planetarias.
La noche del 12 de septiembre, cuando la información de satélites y radares y la experiencia unánime de los meteorólogos del mundo daban por seguro queIván movería su proa al norte y con sus ráfagas como arietes, sus olas gigantescas y sus golpes de lluvias se regocijaría en la demolición final de La Habana, Ana me pidió que descolgara de la pared del cuarto la corroída cruz de madera oscura que veintisiete años atrás el mar me había regalado (la cruz del naufragio) y la pusiera a los pies de la cama. Después me rogó que le preparara un chocolate bien caliente y unas tostadas con mantequilla. Si ocurría lo que debía ocurrir, aquélla sería su última cena, porque el techo herido de nuestro apartamento no resistiría la fuerza del huracán y ella, de más estaba decirlo, se negaba a moverse de allí. Luego de beber el chocolate y mordisquear una tostada, Ana me exigió que acostara la cruz del naufragio junto a ella y comenzó a rezar, con los ojos fijos en el techo y en los soportes de madera que garantizaban su equilibrio y, quizás, con su imaginación dedicada a construir las imágenes del Apocalipsis que acechaba a la ciudad.
La mañana del 14 de septiembre los meteorólogos anunciaron el milagro:Iván al fin había torcido al norte, pero lo había hecho tan al oeste de la zona prevista que apenas llegó a rozar el extremo más occidental de la isla, sin provocar mayores daños. Al parecer, el huracán se había compadecido de las muchas calamidades que ya acumulábamos, y nos había dejado a un lado, convencido de que su tránsito por el país habría sido un exceso de la providencia. Agotada de tanto rezar, con el estómago estragado por la falta de alimentos, pero satisfecha por lo que consideraba su victoria personal, Ana se quedó dormida después de escuchar la confirmación de aquel capricho cósmico, y en el rictus que se había hecho habitual en sus labios se formó algo muy parecido a una sonrisa. La respiración de Ana, tantos días acezante, volvió a ser reposada y, junto a las caricias que sus dedos hacían en la pelambre de Truco, aquéllas fueron, por dos días más, las únicas señales de que seguía con vida.
El 16 de septiembre, casi al caer la noche, mientras el huracán comenzaba a degradarse en territorio norteamericano y a perder la ya menguada fuerza en sus vientos, Ana había parado de acariciar a nuestro perro y, unos minutos después, dejó de respirar. Al fin descansaba, quiero creer que en paz eterna.
En su momento entenderán por qué esta historia, que no es la historia de mi vida, aunque también lo es, empieza como empieza. Y aunque todavía no saben quién soy, ni tienen idea de lo que voy a contar, quizás ya habrán entendido algo: Ana fue una persona muy importante para mí. Tanto que, en buena medida, por ella existe esta historia, en blanco y negro, quiero decir.
Ana se cruzó en mi camino en uno de esos momentos, tan frecuentes, en que yo me balanceaba en el borde de un foso. La gloriosa Unión Soviética había lanzado ya sus estertores y sobre nosotros empezaban a caer los rayos de la crisis que devastaría el país en los años noventa. Como era previsible, una de las primeras consecuencias de la debacle nacional había sido el cierre por falta de papel, tinta y electricidad de la revista de medicina veterinaria donde, desde hacía siglos, yo fungía como corrector. Al igual que decenas de trabajadores de la prensa, desde linotipistas hasta jefes de redacción, yo había ido a parar a un taller de artesanía donde se suponía que nos dedicaríamos, por un tiempo muy indefinido, a realizar tejidos de macramé y adornos de semillas barnizadas que, todo el mundo lo sabía, nadie podría ni se atrevería a comprar. A los tres días de estar en mi nuevo e inútil destino, sin ni siquiera dignarme pedir la baja, huí de aquel panal de abejas enfurecidas y frustradas y, gracias a mis amigos los médicos veterinarios cuyos textos tantas veces revisé o hasta reescribí, poco después pude empezar a trabajar como una especie de ayudante ubicuo en la también por entonces paupérrima clínica de la Escuela de Veterinaria de la Universidad de La Habana.
A veces soy tan exageradamente suspicaz que puedo llegar a pensar si todo aquel montaje de decisiones mundiales, nacionales y personales (se hablaba incluso del «fin de la historia», justo cuando nosotros comenzábamos a tener una idea de lo que había sido la historia del siglo XX) solo tuvo como objetivo que fuese yo quien recibiera, al final de una tarde lluviosa, a la joven desesperada y chorreante que, cargando entre sus brazos un poodle desgreñado, se presentó en la clínica y me suplicó que salvara a su perro, aquejado de una obstrucción intestinal. Como eran más de las cuatro y los doctores ya se habían fugado, le expliqué a la muchacha (ella y el perro temblaban de frío y, observándolos, sentí que la voz no quería salirme) que allí no se podía hacer nada. Entonces la vi deshacerse en llanto: su perro se le moría, me dijo, los dos veterinarios que lo habían visto no tenían anestesia para operarlo, y como no había guaguas en la ciudad, ella había venido caminando bajo la lluvia y con su perro en brazos desde La Habana Vieja, y yotenía que hacer algo, por amor de Dios. ¿Algo? Todavía me pregunto cómo es posible que me atreviera, o si en realidad yo estaba deseando atreverme, pero después de explicarle a la muchacha que yo no era veterinario y de exigirle que escribiera su ruego en un papel y lo firmara, liberándome de toda responsabilidad, el moribundo Tato se convirtió en mi primer paciente quirúrgico. Si el Dios invocado por la muchacha alguna vez ha decidido proteger a un perro, tuvo que haber sido esa tarde, pues la operación, sobre la cual tanto había leído y que había visto realizar más de una vez, resultó un éxito en la práctica…
Según se mire, Ana era la mujer que yo más necesitaba o la que menos me convenía en aquel momento: quince años más joven que yo, demasiado poco exigente en lo material, horrible y derrochadora como cocinera, amante apasionada de los perros y dotada de un extraño sentido de la realidad que la hacía ir de las ideas más alucinadas a las decisiones más firmes y racionales. Desde el principio de nuestra relación ella tuvo la capacidad de hacerme sentir que hacía muchísimos años que yo la andaba buscando. Por eso no me extrañé cuando, a las pocas semanas de una sosegada y muy satisfactoria relación sexual que se había iniciado el primer día que fui a la casa donde Ana vivía con una amiga para colocarle un suero aTato, la muchacha cargó sus pertenencias en dos mochilas y, con la baja de la libreta de abastecimientos, un cajón de libros y su poodle casi restablecido, se instaló en mi apartamentico húmedo y ya agrietado de Lawton.
Asediados por el hambre, los apagones, la devaluación de los salarios y la paralización del transporte -entre otros muchos males-, Ana y yo vivimos un período de éxtasis. Nuestras respectivas delgadeces, potenciadas por los largos desplazamientos que hacíamos en las bicicletas chinas que nos habían vendido en nuestros centros de trabajo, nos convirtieron en seres casi etéreos, una nueva especie de mutantes, capaces, no obstante, de dedicar nuestras últimas energías a hacer el amor, a conversar por horas y a leer como condenados -Ana poesía; yo, después de mucho tiempo sin hacerlo, otra vez novelas-. Fueron unos años como irreales, vividos en un país oscuro y lento, siempre caluroso, que se desmoronaba todos los días, aunque sin llegar a caer en las cavernas de la comunidad primitiva que nos acechaba. Pero fueron también unos años en los que ni la más asoladora escasez consiguió vencer el júbilo que nos provocaba a Ana y a mí vivir el uno al lado del otro, como náufragos que se atan entre sí para salvarse juntos o perecer en compañía.
Fuera del hambre y las carencias materiales de toda índole que nos asediaban -aunque entre nosotros las considerábamos exteriores e inevitables, y por tanto ajenas-, los únicos episodios tristemente personales que vivimos en esa época fueron la revelación de la polineuritis avitaminosa que empezó a sufrir Ana y, más adelante, la muerte deTato, 2l los dieciséis años cumplidos. La falta del poodle afectó tanto a mi mujer que, un par de semanas después, yo traté de aliviar la situación con la recogida de un cachorro callejero, infectado de sarna, al que de inmediato Ana comenzó a llamar Truco por su habilidad para ocultarse y al cual se dedicó a curar y a alimentar con raciones arrancadas de nuestras exiguas dietas de sobrevivientes.
Ana y yo habíamos logrado un nivel tan sanguíneo de compenetración que, una noche de apagón, de hambre apenas adormecida, desasosiego y calor (¿cómo es posible que siempre hubiese aquel cabrón calor y que hasta la luna iluminase menos que antes?), como si solo cumpliera una necesidad natural, comencé a contarle la historia de los encuentros que, catorce años antes, había tenido con aquel personaje a quien desde el mismo día que lo conocí, siempre había llamado «el hombre que amaba a los perros». Hasta esa noche en que, casi sin prólogo y como un exabrupto, decidí contarle aquella historia a Ana, jamás le había revelado a nadie de qué habíamos hablado aquel hombre y yo y, menos aún, mis deseos, postergados, reprimidos y muchas veces olvidados durante todos esos años, de escribir la historia que él me había confiado. Para que ella tuviera una mejor idea de cómo me había afectado la cercanía con aquel personaje y con la revulsiva historia de odio, engaño y muerte que me había entregado, incluso le di a leer unos apuntes que varios años antes, desde la ignorancia que me cubría en aquel momento y casi contra mi voluntad, no había podido dejar de escribir. Apenas terminó de leerlos, Ana se quedó mirándome hasta que el peso de sus ojos negros -aquellos ojos que siempre parecerían lo más vivo de su cuerpo- comenzó a escocerme en la piel y al fin me dijo, con una convicción espantosa, que no entendía cómo era posible que yo, precisamente yo, no hubiese escrito un libro con aquella historia que Dios había puesto en mi camino. Y mirándole a los ojos -a esos mismos ojos que ahora se están comiendo los gusanos- yo le di la respuesta que tantas veces me había escamoteado, pero la única que, por tratarse de Ana, le podía entregar:
– No lo escribí por miedo.