A lo largo de todos estos años, muchos detalles de mi relación con el hombre que amaba a los perros se fueron diluyendo en mi memoria, aunque no creo que haya olvidado nada esencial. Lo que están leyendo, en cualquier caso, es la reconstrucción, según mis recuerdos y desde la perspectiva maléfica del tiempo, de unas conversaciones y unos pensamientos que solo comenzaría a anotar, a modo de apuntes, cinco años después de aquellos encuentros en la playa durante el año 1977. En ese lapso, yo me había convertido en un Iván muy diferente del que había sido cuando me encontré con Jaime López, y lo era, entre otras causas y como comprenderán fácilmente, porque de la historia que me contaría aquel hombre oscuro -Raquelita tenía razón, como casi siempre- nadie podía escapar siendo la misma persona que había sido antes de escucharlo.
A mediados de noviembre, justo el primer día en que regresé a la playa después de nuestro último encuentro, volví a toparme con López y creo que por primera vez tuve la sospecha de que quizás aquel hombre me estaba esperando. Pero ¿por qué?, ¿para qué?, me dije, y también creo que de inmediato olvidé esas preguntas. En esa ocasión -para acabar de completar los factores de la ecuación necesaria, como después sabría- yo había ido sin Raquelita, que solía tener trabajo por las tardes y en el fondo no era demasiado adicta a aquellos viajes invernales a la playa.
Después de los saludos, caímos en el tema del viaje a París y de la salud de López, pero él resolvió el trámite diciéndome que los médicos franceses tampoco le habían encontrado nada y que el clima en París había sido todo lo aborrecible que era de esperar de aquella ciudad. No sé por qué aquella abrupta interrupción de una posible charla sobre algo que me motivaba -París, el sueño de los viajes- me impulsó a preguntarle la razón por la cual siempre llevaba vendada la mano derecha. Aun cuando sabía que con aquella pregunta rozaba los límites de lo permisible en una relación superficial, de conversaciones intrascendentes, en ese momento sentía una incisiva necesidad de saber algo definitivo sobre su persona, quizás movido por la impresión que el hombre le había producido a Raquelita y por la constatación de que su salud no parecía ser un problema grave.
– Es una quemadura muy fea -respondió López, sin pensarlo demasiado-. Me la hice hace unos años, pero es desagradable verla.
Percibí en su voz un tono de lamento que no le conocía. No debía de ser, pensé, que le molestara hablar de la mano quemada: quizás le disgustaba habérsela quemado, como si todavía le ardiera. Lamenté en ese instante mi indiscreción y nunca he sabido bien si, a modo de compensación o porque necesitaba vomitar mi rabia en-quistada, hice algo inhabitual en mí y le conté los avatares sufridos por mi familia en los últimos dos meses, desde que emergió conflictivamente la homosexualidad de mi hermano menor. Solté todo el resentimiento que sentía hacia mis padres por haber castigado de un modo tan cruel al muchacho y, mientras hablaba, me di cuenta de que había sido tan obtuso que hasta ese preciso momento, cuando le confiaba a aquella persona apenas conocida detalles y sentimientos que no le había revelado ni siquiera a mi mujer, había concentrado mi resquemor en la actitud de mis padres porque en realidad me había estado escamoteando el verdadero origen de lo ocurrido: la persistencia de una homofobia institucionalizada, de un fundamentalismo ideológico extendido, que rechazaba y reprimía lo diferente y se cebaba en los más vulnerables, en quienes no se ajustasen a los cánones de la ortodoxia. Entonces comprendí que tanto mis padres como yo habíamos sido juguetes de prejuicios ancestrales, de presiones ambientales del momento y, sobre todo, víctimas del miedo, tanto o más (sin duda más) que William. En mí, además, había influido cierto rencor hacia mi hermano, por ser precisamente mi hermano el que se había declarado maricón: yo podía entender y hasta aceptar que dos profesoras fuesen invertidas, pero no era lo mismo saber -y que los demás lo supieran- que el invertido es tu propio hermano. De todas formas, me callé aquellas elucubraciones que, en manos de López (¿quién coño era López, para quién trabajaba en Cuba, a santo de qué podía ir a verse con unos médicos en París?) o de cualquiera que decidiera utilizarlas, podían volverse en mi contra, como se encargó de recordármelo mi propio pasado.
López me había escuchado en silencio, como apenado.Ix y Dax, cansados de corretear, se habían echado a unos metros de su amo, y el negro alto y flaco, en su sitio entre las casuarinas, también se había sentado sobre unas raíces. En mi memoria, ese instante ha quedado grabado como una fotografía, como si el mundo se hubiera detenido por unos segundos, minutos incluso, hasta que López dijo:
– Siempre joden a alguien… Lo siento por tu hermano -y me pidió que lo ayudara a ponerse de pie.
Esta vez se mareó menos y me confirmó que en los últimos días se sentía mucho mejor. Cuando ya comenzaba a alejarse, López se detuvo y me pidió que me acercara. Apenas estuve a su lado, el hombre que amaba a los perros comenzó a desenrollarse la venda de la mano derecha y me mostró la piel plana y brillosa que desde el nacimiento del pulgar subía hacia el centro de la mano.
– Es bien fea, ¿verdad?
– Como todas las quemadas -le dije, sorprendido de que solo fuera una cicatriz antigua.
– Hay días en que todavía me duele… -y permaneció en silencio hasta que me miró a los ojos y me dijo-: No estuve en París. Fui a Moscú.
Aquella confesión me sorprendió: ¿por qué me había mentido y ahora me confiaba la verdad? ¿Por qué yo debía saber que había estado en Moscú? ¿No iban todos los días a Moscú decenas, cientos de cubanos, por cualquier motivo? Permanecí en silencio, sin poder responderme a mí mismo, haciendo lo único que podía hacer: esperar. Entonces López empezó a vendarse la mano de cualquier manera y me preguntó:
– ¿Te parece que podríamos vernos pasado mañana?
Despegué la mirada de la mano otra vez cubierta y descubrí en los ojos del hombre una humedad brillante. Hasta ese día -al menos que yo supiera- nuestros encuentros habían sido cruces más o menos casuales, más o menos propiciados por la costumbre y los caprichos del clima, pero nunca establecidos con antelación. ¿Por qué López me pedía otro encuentro después de mostrarme aquella quemadura hasta entonces oculta y de confesarme que había estado en Moscú y no en París?
– Sí, creo que sí.
– Pues nos vemos en dos días… Mejor si tu mujer no está -advirtió él y se golpeó las perneras del pantalón para queIx y Dax caminaran a su lado hacia donde el negro alto y flaco los esperaba.
La costa se había llenado de algas grises y marronas, cadáveres hinchados de medusas violáceas, maderas gastadas y piedras vomitadas por el mar la noche anterior, durante la entrada de un frente frío. En toda la franja de arena que abarcaba la mirada no se veía una sola persona. El sol entibiaba el ambiente y aunque en la playa el aire del norte batía fresco, sostenido, se podía resistir con el jácket ligero que yo llevaba ese día. Como me había adelantado a la hora fijada para la cita, caminé un rato por la orilla. Medio ocultos por unas algas felpudas, vi entonces aquellos pedazos de madera renegrida que parecían formar una cruz y que, de hecho, eran los brazos de una cruz. La madera, corroída, advertía que tal vez aquella cruz -de unos cuarenta por veinte centímetros- llevaba mucho tiempo a merced del mar y la arena, pero a la vez resultaba evidente que recién había arribado a la costa, empujada por el oleaje del último frente frío. Nada la hacía particular: eran solo dos piezas de madera oscura, muy densa, erosionadas, devastadas seguramente con una gubia, cruzadas y fijadas entre sí por dos tornillos oxidados. Sin embargo, aquella cruz rústica, quizás por su desgastada madera, quizás por estar donde estaba (¿de dónde había venido, a quién había pertenecido?), me atrajo tanto que, a pesar de mi ateísmo, decidí cargar con ella luego de lavarla en el mar. La cruz del naufragio, la llamé, aun cuando no tenía idea de su origen y sin sospechar por cuánto tiempo me acompañaría.
Como si fuera inmune a la temperatura, López apareció vestido solo con una camisa gris, de mangas cortas, adornada con unos bolsillos enormes. Los borzois, hechos para temperaturas siberianas, parecían más que felices. El negro, siempre entre las casuarinas, se arropaba en un capote militar y en algún momento pareció quedarse dormido.
Desde el instante en que el hombre me había convocado para aquella conversación, apenas había podido pensar en otra cosa. Había hecho un resumen mental de lo poco que conocía de él y no encontré un resquicio para filtrar alguna especulación sobre el origen de aquella necesidad de verme y, era de esperar, hablarme de algo presumiblemente importante (que él prefería, o exigía, que Raquelita no oyera). Hasta el momento en que nos encontramos estuve barajando muchas posibilidades: que el hijo de López también fuera maricón; que López tuviera alguna buena influencia para ayudar a William en su reclamación; y, por supuesto, casi de oficio pensé que tal vez López ocultaba la intención de comentar mis opiniones en algún sitio y se preparara para regresar con alguna persona capaz de complicarme la vida, justo cuando yo había eliminado todos mis sueños y ambiciones (creo que incluso mis cada vez más moribundas pretensiones literarias) y nada más deseaba un poco de paz, como el pájaro adoctrinado que acepta gustoso la rutina segura de su jaula… Fuera por la razón que fuese, lo que iba a ocurrir debía ocurrir, había concluido, y poco antes de las cuatro de la tarde había llegado a Santa María del Mar, sin mi raqueta de tenis y hasta sin un libro para leer.
López sonrió al verme con la cruz de madera en la mano. Le expliqué cómo la había hallado y él me pidió verla.
– Parece muy vieja -dijo, mientras la estudiaba-. Este tipo de tornillos ya no se fabrica.
– Es de un naufragio -comenté, por decir algo.
– ¿De los que se van de Cuba en palanganas? -su pregunta destilaba una burlona ironía.
– No sé. Sí, puede ser…
– La cruz estaba ahí, esperando a que tú la encontraras -dijo, ahora con toda seriedad, mientras me la devolvía, y la idea me gustó. Si hasta ese momento había tenido alguna duda de qué hacer con la cruz, la posibilidad de que el hallazgo fuese algo más que una casualidad me convenció de que tenía que cargar con ella, pues solo en ese instante tuve la certeza de que debía de haber sido muy importante para alguien a quien nunca conocería. ¿Se me ocurrían cosas así porque todavía, a pesar de los pesares, yo podía reaccionar como un escritor? ¿Cuándo perdí esa capacidad y tantas, tantas otras?
En lugar de sentarnos en la arena, aprovechamos unos bloques de hormigón situados muy cerca del mar. Esa tarde López había traído una bolsa con un termo lleno de café y dos pequeños vasos plásticos, en los que sirvió varias veces de la infusión. En cada ocasión que bebía café, extraía de un bolsillo de su camisa una cajetilla de cigarros y su pesada fosforera de bencina, capaz de imponerse a los soplos de la brisa.
Además del café, el hombre que amaba a los perros traía también una mala noticia.
– Tenemos que sacrificar aDax -me dijo cuando nos acomodamos y miró hacia donde los borzois corrían, chapoteando en el agua.
Sorprendido por aquellas palabras, volteé la cabeza para ver a los animales.
– ¿Qué pasó? -pregunté.
– Hace dos días lo vio el veterinario…
– ¿Cómo un veterinario puede decirle que sacrifique a un perro como ése? ¿Mordió a alguien? ¿No ve cómo corre, que está normal?
López se tomó su tiempo para responder.
– Tiene un tumor en la cabeza. Morirá en cuatro o cinco meses, y en cualquier momento va a empezar a sufrir y puede volverse incontrolable.
Entonces fui yo quien permaneció en silencio.
– Lo que lo ponía agresivo era eso, no el calor… -agregó López.
– ¿Le hicieron placas? -volví a mirar hacia los animales.
– Y otros análisis. No hay posibilidades de que estén equivocados… Esto me tiene destrozado. Nadie se puede imaginar lo que quiero a esos perros.
– Me lo imagino -musité, recordando la muerte de Curry, un ratonero mocho que vivió conmigo toda mi niñez y parte de mi juventud.
– En Moscú y aquí en La Habana ellos han sido como dos amigos. Me gusta hablar con ellos. Les cuento mis cosas, mis recuerdos, y siempre les hablo en catalán. Y te juro que me entienden… CuandoDax empiece a empeorar y yo me haya hecho a la idea… ¿tú serías capaz de ayudarme en esto?
En un primer momento no entendí la pregunta. Después comprendí que López me pedía que lo ayudara a sacrificar aDax y reaccioné.
– No, yo no soy veterinario… Y aunque lo fuera, no, no podría hacerlo.
El hombre se mantuvo en silencio. Se sirvió más café y buscó uno de sus cigarros.
– Claro, no sé por qué te he pedido eso… Es que no sé cómo coño voy a…
En ese instante creí percibir que algo más terrible que la suerte de un perro enfermo rondaba al hombre, y casi de inmediato obtuve la confirmación.
– Si a mí me dijeran que estoy enfermo como Dax, me gustaría que alguien me ayudara a salir rápido del trance. Los médicos a veces son increíblemente crueles. Cuando llega lo inevitable deberían ser más humanos y tener una mejor idea de lo que es el sufrimiento.
– Los médicos sí lo saben, pero no pueden hacerlo. Los veterinarios también lo saben y tienen esa licencia para matar. Busque a uno que…
Sentí que me introducía en un terreno pantanoso y perdía movilidad, posibilidades de escape. Pero aún estaba muy lejos de imaginar hasta qué niveles me hundiría en una fosa que resultó estar rebosante de odio y sangre y frustración.
– Yo también voy a morirme -me dijo al fin el hombre.
– Todos vamos a morirnos -traté de salir del trance con una obviedad.
– Los médicos no me encuentran nada, pero yo sé que me estoy muriendo. Ahora mismo me estoy muriendo -insistió.
– ¿Por los mareos? -yo seguí aferrado a mi lógica y a mi papel de bobo-. La cervical… Hasta hay parásitos tropicales que provocan vértigos.
– No jodas, muchacho. No te hagas el tonto y escucha lo que te estoy diciendo: ¡que me estoy muriendo, coño!
Me pregunté qué carajo estaba pasando: ¿por qué, si apenas nos conocíamos, aquel hombre me escogía para confiarme que se estaba muriendo y que deseaba tener una persona capaz de abreviarle los sufrimientos? ¿Para eso me había citado? Entonces sentí miedo.
– No sé por qué usted…
López sonrió. Movió el talón del zapato en la arena hasta hacer un surco. En ese momento yo temía aún más las palabras que aquel hombre podría decirme.
– El pretexto para ir a Moscú fue que me invitaban a la celebración del sesenta aniversario de Octubre. Pero necesitaba ir para ver a dos personas. Pude verlas y tuve con ellas unas conversaciones que están acabando conmigo.
– ¿Con quién habló?
El hombre detuvo el movimiento del pie y miró su mano vendada.
– Iván, yo he visto la muerte tan de cerca como tú no eres capaz de concebirlo. Creo que lo sé todo sobre la muerte.
Lo recuerdo como si me hubiera ocurrido ayer: en ese preciso momento fue cuando verdaderamente sentí miedo, miedo real, además del lógico asombro ante aquellas impensables palabras. Porque nunca en mi vida pudo habérseme ocurrido que alguien confesara su capacidad de saberlo todo sobre la muerte. ¿Qué se hace en una situación así? Yo miré al hombre y dije:
– Cuando estuvo en la guerra, ¿no?
Él asintió en silencio, como si mi precisión no fuera importante, y luego dijo:
– Pero soy incapaz de matar a un perro. Te lo juro.
– La guerra es otra cosa…
– La guerra es una mierda -soltó el hombre, casi con furia-. En la guerra o matas o te matan. Pero yo he visto lo peor de los seres humanos, sobre todo fuera de la guerra. Tú no puedes imaginarte de lo que es capaz un hombre, de lo que pueden hacer el odio y el rencor cuando los han alimentado bien…
Más o menos a esas alturas pensé: está bueno ya de rodeos y tonterías. Lo mejor que podía hacer era ponerme de pie y terminar aquella conversación que no podía conducir a nada agradable. Pero no me moví de mi piedra, como si en realidad hubiera deseado saber adónde iría a parar aquella disquisición del hombre que amaba a los perros. ¿Me interesaba?: hasta aquel instante lo que me había movido era pura inercia. Pero entonces el hombre encendió los motores:
– Hace unos años un amigo me contó una historia -de pronto la voz de López me pareció la de otra persona-. Es una historia que conocieron a fondo muy pocas personas, y casi todas están muertas. Por supuesto, me pidió que no la contara, pero hay algo que me preocupa.
Yo había decidido no volver a hablar, pero López me conminaba.
– ¿Qué cosa?
– Mi amigo murió… Y cuando yo muera, y cuando muera la otra única persona que, según sé, conoce casi todos los detalles, esa historia se perderá. La verdad de la historia, quiero decir.
– ¿Y por qué no la escribe?
– Si ni siquiera debo contársela a mis hijos, ¿cómo voy a escribirla?
Asentí, y me alegré de que el hombre buscara otro cigarro: la acción me liberaba del compromiso de hacer alguna pregunta.
– Te he pedido que vinieras hoy porque quiero contarte esa historia, Iván -me dijo el hombre que amaba a los perros-. Lo he pensado mucho y estoy decidido. ¿Quieres oírla?
– No sé -dije, casi sin pensarlo, y era totalmente sincero. Después me preguntaría si aquélla había sido la respuesta más inteligente a una de las preguntas más insólitas que me habían hecho en la vida: ¿uno puede querer o no querer que le cuenten una historia que no conoce, de la cual no tiene ni la más puta idea? Pero en ese momento era la única respuesta a mi alcance.
– Es una historia tremenda, ya verás como no exagero. Pero antes de contártela voy a pedirte dos cosas.
Esta vez conseguí mantener la boca cerrada.
– Primero, que no me trates más de usted. Así será más fácil explicártelo todo. Y después, que no se la cuentes a nadie, ni siquiera a tu mujer, por eso te pedí que vinieras solo. Pero, sobre todo, no quiero que la escribas.
Miré fijamente al hombre. El miedo no me abandonaba y mi cerebro era un fárrago de ideas, pero había una que sacaba la cabeza.
– Si no debe hablar de eso…, ¿por qué quiere contármela a mí? ¿qué va a resolver con eso?
El hombre apagó el cigarro hundiéndolo en la arena.
– Necesito contarla aunque sea una vez en mi vida. No puedo morirme sin contársela a alguien. Ya verás por qué… Ah, y no me trate más de usted, ¿vale?
Asentí, pero mi mente iba desbocada por un solo sendero.
– Sí, está todo muy bien, pero ¿por qué me la quieres contar a mí. Tú sabes que yo escribí un libro -agregué, como si levantara un escudo de papel bajo el filo de una espada de acero.
– Porque no tengo otra persona mejor a quien contársela, aunque a veces me parece que te he conocido para poder contártela. Además, creo que a ti te enseñará algo.
– ¿De la muerte?
– Sí. Y de la vida. De las verdades y las mentiras. A mí me enseñó mucho, aunque un poco tarde…
– ¿De verdad no tienes a nadie a quien contarle esa historia? Un amigo, no sé… ¿Y tu hijo?
– No, a él no… -la reacción fue demasiado ríspida, como defensiva, pero de inmediato su tono cambió-. El sabe algo, pero… A uno de mis hermanos le conté una parte, no todo… Y hace mucho tiempo que no tengo amigos, lo que se entiende por amigos… Pero a ti casi ni te conozco, y así es mejor. Yo sé lo que me digo… Hace un rato, cuando llegué, todavía no estaba convencido, pero después me di cuenta de que tú eras la mejor persona posible… Entonces, ¿me prometes que no vas a escribirla ni a contársela a nadie?
De más está decir que, sin tener una idea clara de por qué lo hacía ni a lo que me exponía, le dije que sí y me comprometí con él. Si yo hubiera dicho que no quería oír ningún cuento o que no podía prometer que no saldría a contarlo ese mismo día, quizás toda esta historia, en sus detalles más profundos y sórdidos, se hubiera perdido con la muerte de Jaime López y del otro individuo que, según él, era el único que la conocía y tampoco iba a contarla. Pero repasando la suma imprevisible de coincidencias y los juegos del azar que me llevaron a estar sentado frente al mar, aquella tarde de noviembre, junto a un individuo que me había exigido una respuesta que me sobrepasaba, solo podría llegar a una conclusión: el hombre que amaba a los perros, su historia y yo, andábamos persiguiéndonos por el mundo, como astros cuyas órbitas están destinadas a cruzarse y provocar una explosión.
Después de escuchar mi respuesta afirmativa, el hombre bebió otro trago de café y encendió el cigarro que tenía en la mano.
– ¿Alguna vez has oído hablar de Ramón Mercader?
– No -admití, casi sin pensarlo.
– Es normal -musitó el otro, con un convencimiento profundo y una pequeña sonrisa, más bien triste, en los labios-. Casi nadie lo conoce. Y otros hubieran preferido no conocerlo. ¿Y qué sabes de León Trotski?
Yo recordé mi contacto fugaz con el nombre y algunos momentos de la vida de aquel personaje turbio, medio desaparecido de la historia, impronunciable en Cuba.
– Poco. Que traicionó a la Unión Soviética. Que lo mataron en México -rebusqué un poco más en mi memoria-. Claro, que participó en la revolución de Octubre. En las clases de marxismo nos hablaron de Lenin, un poco de Stalin, y nos dijeron que Trotski era un renegado y que el trotskismo es revisionista y contrarrevolucionario, un ataque a la Unión Soviética…
– Veo que aquí os enseñan bien -admitió López.
– ¿Y quién es Ramón Mercader? ¿Por qué debo conocerlo?
– Pues deberías saber quién fue Ramón Mercader -dijo y abrió una larga pausa, hasta que se decidió a continuar-. Ramón fue mi amigo, mucho más que mi amigo… Nos conocimos en Barcelona y después estuvimos juntos en la guerra… Hace unos años volvimos a encontrarnos en Moscú. Los tanques soviéticos ya habían entrado en Praga y todo el mundo volvía a hablar en voz baja -el hombre miraba al mar, como si tras las olas estuvieran las claves de su memoria-. La ciudad de los susurros. La última acción contra el deshielo de Jruschov, contra un socialismo que soñó que todavía podía ser diferente. Con rostro humano, decían… -recordó y se frotó el dorso de la mano cubierto por la banda de tela-. Volvimos a vernos, el día de la primera nevada del año 1968… Ramón tenía cincuenta y cinco años, más o menos, pero parecía tener diez, quince más. Estaba gordo, había envejecido. Desde la guerra no nos veíamos… -Enmudeció, como si meditara en todo aquel tiempo transcurrido.
– ¿Cuál guerra?
– La nuestra. La guerra civil española.
– ¿Y se encontraron así, por casualidad? -ya me había picado la curiosidad.
– Fue como si de alguna manera estuviéramos esperándonos y de pronto los dos saliéramos a buscarnos, precisamente ese día en que cayó la primera nevada del año en Moscú… -ahora sonrió al evocarlo, pero solo muchos años después entendería por qué en ese momento volvió a mirarse la mano vendada-. Nos encontramos en el malecón Frunze, donde él vivía, frente al parque Gorki. Ramón había engordado, ya te lo he dicho, pero además estaba muy blanco, y a otro que no fuera yo le hubiera sido muy difícil reconocer en aquel hombre el mozo del que me había despedido en una trinchera de la Sierra de Guadarrama, con el puño en alto, confiados los dos en la victoria -hizo una pausa y encendió otro cigarro-. Después, cuando Ramón y yo empezamos a hablar, descubrí que de aquella época tan hermosa, lo único que le quedaba, sin ninguna fisura, era la imagen de la felicidad. Una imagen que siempre había utilizado como un remedio capaz de ayudarlo a sobrevivir. Y por eso, cuando decidió contármelo todo, me confió el sueño de su vida: más que nada en el mundo, deseaba volver a aquella playa catalana, al menos una vez antes de morir. Y creo que él ya sabía que se iba a morir…
Entonces el hombre que amaba a los perros, con la vista otra vez fija en el mar, empezó a contarme las razones de por qué su amigo Ramón Mercader recordaría, por el resto de sus días, que apenas unos segundos antes de pronunciar unas palabras que cambiarían su existencia había descubierto la malsana densidad que acompaña al silencio en medio de la guerra. El estrépito de las bombas, los disparos y los motores, las órdenes gritadas y los alaridos de dolor entre los que había vivido durante semanas se habían acumulado en su conciencia como los sonidos de la vida, y la súbita caída a plomo de aquel mutismo espeso, capaz de provocarle un desamparo demasiado parecido al miedo, se convirtió en una presencia inquietante cuando comprendió que tras aquel silencio precario podía agazaparse la explosión de la muerte.