En el instante en que atravesó el umbral blindado de la fortaleza de Coyoacán y vio, en el centro del patio, la mesa cubierta con un mantel de vivos colores mexicanos, sintió cómo recuperaba el control de sí mismo. La ira que lo había acompañado durante todo el día se esfumó, como polvo barrido por el viento.
Desde que la noche anterior Ramón regresara al hotel, el regusto pastoso del coñac y el amargo de una rabia explosiva se le habían instalado en el estómago, induciéndolo al vómito. La conciencia de que su voluntad, la capacidad de decidir por sí mismo, se habían evaporado comenzaba a asediarlo y le llevaba a sentirse un instrumento de designios poderosos en cuyos mecanismos había sido engarzado, negándosele cualquier posibilidad de retroceso. La certeza de que dentro de tres, cuatro, cinco días entraría en la corriente turbia de la historia convertido en un asesino le provocaba una malsana mezcla de orgullo militante por la acción que realizaría y de repulsión hacia sí mismo por el modo en que debía acometerla. Varias veces se preguntó si no habría sido preferible, para él y para la causa, que su vida hubiera terminado bajo las orugas de un tanque italiano a las puertas de Madrid, como su hermano Pablo, antes que pensar que su misión solo sería la de drenar el odio que otros habían acumulado y, alevosamente, habían inoculado en su espíritu.
Aquella mañana, cuando despertó, ya Sylvia había ordenado el desayuno, pero él apenas probó el café y, sin decir palabra, se había metido en la ducha. Desde el último viaje a Nueva York, la mujer había notado que el carácter afable de su amante se había comenzado a torcer, y el temor a que la fantástica relación pudiera resquebrajarse la hacía temblar de pavor. Él le había explicado que los negocios no marchaban bien, que la reforma de las oficinas se demoraba y costaba demasiado, pero el instinto femenino le gritaba que otros problemas lastraban el alma de su querido Jacques.
Sin hablar, se vistió, dispuesto a salir. Ella, con su refajo negro, lo observaba en silencio, hasta que se atrevió a preguntar:
– ¿Cuándo me vas a decir qué te pasa, querido?
Él la miró, casi con asombro, como si solo en ese instante reparara en su existencia.
– Ya te lo he dicho, los negocios.
– ¿Nada más que los negocios?
El dejó de ajustarse la corbata.
– ¿Me puedes dejar en paz? ¿Te puedes callar un rato?
Sylvia pensó que nunca, en casi dos años de relaciones, Jacques le había hablado con aquel tono hostil, como cargado de odio, pero prefirió guardar silencio. Cuando él abrió la puerta, se decidió a volver a hablarle.
– Recuerda que hoy nos esperan en Coyoacán.
– Claro que me acuerdo -dijo él, golpeándose con violencia en la sien, y salió.
Ramón vagó por las calles del centro. En dos ocasiones bebió café y, casi a mediodía, el cuerpo le reclamó un golpe efectivo y entró en el Kit Kat Club. Contra su costumbre, bebió una copa del coñac Hennessy que se anunciaba desde el espejo colocado tras el mostrador. A las dos de la tarde abrió el segundo paquete de cigarrillos del día. No sentía hambre, no quería hablar con nadie, solo deseaba que el tiempo transcurriera y la pesadilla en que se sentía envuelto llegara a su fin.
Poco después de las tres había recogido a Sylvia en el hotel y a las cuatro en punto observaba el colorido mantel dispuesto sobre la mesa de hierro fundido en la cual pronto servirían el té. En ese instante percibió cómo recuperaba su capacidad de confinar a Ramón bajo la piel de Jacques Mornard.
Jack Cooper los había acompañado hasta la mesa, había contado un par de chistes y confirmado la cita para cenar el martes 20, su día libre. Quedaron en verse en el Café Central, a las siete, pues Cooper quería aprovechar el día paseando con Jenny por la zona del Zócalo y los mercados. El mutismo que Jacques había mantenido hasta ese momento parecía haberse esfumado y Sylvia le diría esa noche que, evidentemente, visitar la casa fortificada de Coyoacán había sido como un bálsamo para sus preocupaciones.
Apenas cinco minutos después, el renegado y su esposa salieron de la casa. Jacques Mornard observó que el viejo parecía agotado y se puso de pie para estrecharle la mano. En ese instante comprendió que por primera vez tocaba la piel increíblemente suave del hombre al que debía matar.
– Y por fin…, ¿Jacson o Mornard? -preguntó el exiliado, con una
sonrisa irónica en sus labios carnosos y un brillo inquieto en sus ojos de águila.
– No seas impertinente, Liovnochek -lo reprendió Natalia.
– Como le sea más fácil, señor. Jacson es un accidente que me va a acompañar no sé por cuánto tiempo.
– Por bastante tiempo -dijo el viejo-. Esta guerra tiene para unos cuantos años. ¿Y sabe qué? Cuantos más años dure, cuanto más devastadora sea, más posibilidades hay de que los trabajadores por fin entiendan que solo la acción revolucionaria puede salvarlos como clase -dijo, como si bajo los pies le hubieran colocado una tribuna.
– ¿Y qué papel puede desempeñar la Unión Soviética en esa acción? -se atrevió a preguntar Jacques.
– La Unión Soviética necesita hacer una nueva revolución, propiciar un gran vuelco social y político, pero no económico -empezó el renegado-. Aunque la burocracia se haya hecho con el poder, la base económica de la sociedad sigue siendo socialista. Y ésa es una ganancia que no se puede perder.
Sylvia tosió, como pidiendo turno en la conversación.
– Liev Davídovich…, yo creo, como muchos, que desde que Stalin firmó el pacto de amistad con Hitler, la Unión Soviética no puede considerarse un país socialista, sino un aliado del imperialismo. Por eso está invadiendo todo el este de Europa.
La llegada de la criada con la bandeja, las tazas, la tetera y la fuente de dulces detuvo por un instante al exiliado. Pero apenas la mujer colocó la bandeja sobre la mesa, el hombre saltó, como un resorte.
– Querida Sylvia, eso es lo que dicen los anticomunistas de siempre y ahora también Burnham y Shachtman para justificar su ruptura con la IV Internacional. Yo sigo sosteniendo que el deber de todos los comunistas del mundo es defender a la Unión Soviética si es agredida por los fascistas alemanes o por cualquier imperialismo, porque las bases sociales del país siguen siendo en sí mismas un progreso inmenso en la historia de la humanidad. A pesar de los crímenes y los campos de confinamiento, a pesar de los pactos…, sí, la Unión Soviética tiene el derecho de defenderse y los comunistas la responsabilidad moral de estar junto a los trabajadores soviéticos para preservar la esencia de la revolución… Pero si se produce la explosión social que espero y la revolución socialista triunfa en varios países, esos mismos trabajadores tendrán la misión de ayudar a sus camaradas soviéticos a liberarse de los gángsters de la burocracia estalinista. Por eso es tan importante que se fortalezca nuestra Internacional y tan lamentable la actitud de tus amigos…
Jacques Mornard observó cómo Natalia Sedova servía el té. Por un momento el olor de los dulces recién horneados había alterado su estómago en pena, pero las palabras del exiliado le habían cortado el apetito. Aquel hombre tenía una única pasión y siempre hablaba como si se dirigiera a una multitud, empujado por una vehemencia desproporcionada con respecto a su reducido auditorio, pero con una lógica muy convincente y seductora. Ramón concluyó que oírlo por mucho tiempo podía ser peligroso y se refugió en la evidencia de que la última puerta hacia el cumplimiento de su misión empezaba a conformarse ante sus ojos, y decidió concentrarse en forzarla. Con una efusión que Sylvia le desconocía, se lanzó entonces a apoyar la teoría del exiliado y a criticar la actitud veleidosa de Burnham y Shachtman, quienes se apartaban en un momento en el cual se precisaba de la unión. A dos voces con su anfitrión, criticó a Stalin pero defendió la idea de que la URSS mantenía su carácter socialista, y coincidió con el exiliado en la necesidad de la revolución universal, hasta que por algún vericueto de la conversación cayeron en las dificultades de la resistencia francesa ante un ejército alemán que prácticamente dominaba todo el país.
Natalia Sedova le pidió a la criada una segunda tetera en el momento en que la puerta de entrada se abría y el joven Sieva accedía al patio, precedido por el jubiloso Azteca, que, sin hacer caso de los visitantes, fue hacia el exiliado. El viejo sonrió, acariciando al animal y ha-blándole en ruso al oído.
– ¿Siempre le habla en ruso? -sonrió Jacques, luego de saludar a Sieva, al que incluso le pasó un brazo por los hombros.
– Sieva le habla en francés, en la cocina le hablan en español, y yo le habló en ruso -comentó el anciano. Y nos entiende a todos. La inteligencia de los perros es un misterio para los humanos. Muchas veces creo que son intelectualmente muy superiores a nosotros, pues tienen la capacidad de entendernos, incluso en varios idiomas, y somos nosotros los que no tenemos inteligencia para captar su lenguaje.
– Creo que tiene razón… Dice Sieva que usted siempre ha tenido perros.
– Stalin me quitó muchas cosas, hasta la posibilidad de tener perros. Cuando me expulsaron de Moscú tuve que dejar a dos, y cuando me desterraron, quisieron que me fuera sin mi perra preferida, la única que me pude llevar a Alma Ata. Pero Maya vivió con nosotros en Turquía, y allá la enterramos. Con ella Sieva aprendió a amar a los perros. Lo cierto es que siempre he amado a los perros. Tienen una bondad y una capacidad de ser fieles que superan a las de muchos humanos.
– Yo también amo a los perros -dijo Jacques, como si se avergonzara-. Pero hace años que no tengo ninguno. Cuando todo esto acabe, me gustaría tener dos o tres.
– Búsquese un borzoi, un galgo ruso.Maya era un borzoi. Son los perros más fieles, hermosos e inteligentes del mundo… con la excepción de Azteca, por supuesto -dijo, guiñando el ojo, y acarició más las orejas del perro, para luego apretarlo contra su pecho.
– ¿Sabe?, usted es la segunda persona que me habla de esos perros. Un periodista inglés al que conocí me dijo que tenía uno.
– Óigame bien, Jacson, si alguna vez tiene un borzoi, nunca se olvidará de mí -sentenció el viejo y miró su reloj. De inmediato palmeó el flanco deAzteca y se puso de pie-. Debo ocuparme de mis conejos y tengo trabajo atrasado. De verdad ha sido un placer conversar con usted y con la testaruda de Sylvia.
– ¿Quiere que lo ayude con los conejos? -se ofreció Jacques.
Sylvia y Natalia sonrieron, pues quizás conocían la respuesta.
– No se preocupe, gracias. Los conejos no son tan inteligentes y se ponen nerviosos con los extraños.
Jacques se levantó. Miró hacia el suelo, como si se le hubiera perdido algo, y de pronto reaccionó.
– Señor Trotski…, estaba pensando…, es que me gustaría escribir algo sobre los problemas de los partidos políticos y de la resistencia francesa. Conozco muy bien Francia, pero sus ideas me han hecho entender las cosas de otra manera y… ¿me haría usted el favor de revisarlo?
El viejo se volteó hacia las conejeras. La tarde comenzaba a caer. Con gestos que parecían mecánicos soltó los botones de los puños para enrollarse las mangas de su blusón ruso.
– Le prometo no robarle mucho tiempo -siguió Jacques-. Dos o tres folios. Si usted los lee, estaría más seguro de no cometer un error de análisis.
– ¿Cuándo me lo traería?
– ¿Pasado mañana, el sábado?
– Solo quiero que no me robe mucho tiempo.
– Se lo prometo, señor Trotski.
Con el borde del blusón, el exiliado se limpió los cristales de las gafas. Dio un paso hacia Jacques y, ya con las gafas puestas, lo miró a los ojos.
– Jacson…, usted no parece belga. El sábado a las cinco. Hágame leer algo interesante. Buenas tardes.
El renegado se dirigió hacia las conejeras. Jacques Mornard, con una sonrisa congelada en los labios, fue incapaz de responder a la despedida. Solo esa noche, cuando colocó un folio tras el rodillo de la máquina de escribir, comprendió que, con sus últimas palabras, el hombre al que debía matar le había lanzado su soplo en la nuca.
Despertó con dolor de cabeza y de mal humor. Apenas había dormido a pesar del agotamiento en que lo lanzaron aquellas tres horas de esfuerzo, al final de las cuales solo había logrado escribir un par de párrafos farragosos y con las ideas mal hilvanadas. ¿De dónde sacar algo que le resultara interesante al viejo? Ahora tenía la certeza de haber soñado otra vez con una playa y unos perros que corrían por la arena, y recordó que había despertado en la noche abrazado por la angustia. La convicción de que todo terminaría al día siguiente, cuando hundiera el piolet en el cráneo del traidor renegado, lejos de calmarlo lo llenaba de desasosiego. Con el café se tragó un par de analgésicos y, cuando Sylvia le preguntó adónde iba, le susurró algo de la oficina y los albañiles, y con las cuartillas emborronadas salió a la calle.
Su mentor lo esperaba en el departamento de Shirley Court y, tras contarle los detalles de la visita de la tarde anterior, su ansiedad explotó.
– ¡Sé cómo tengo que matarlo, pero no puedo escribir un puto artículo! ¡Me pidió que fuera algo interesante! ¿Qué cosas interesantes voy a escribirle?
Tom recibió los folios que, casi implorante, Ramón le tendía, y le dijo que no se preocupara por el artículo.
– Tengo que hacerlo mañana, Tom. Prepara las cosas para ayudarme a escapar. No puedo esperar más. Lo mataré mañana -repitió.
Caridad los escuchaba, sentada en uno de los butacones, y Ramón, en su aturdimiento, creyó ver en las manos de la mujer un ligero temblor. Tom, las cuartillas en la mano, miraba las líneas mecanografiadas, llenas de tachaduras y añadidos. Entonces estrujó las hojas, las lanzó a un rincón y comentó, como si no fuera importante:
– No vas a matarlo mañana.
Ramón creyó haber oído mal. Caridad se inclinó hacia delante.
– Si hemos trabajado tres años -siguió- y hemos llegado hasta donde estamos, es para que todo salga bien. No eres el único que se está jugando la vida. Stalin me perdonó el desastre de los mexicanos porque nunca confiamos demasiado en ellos, pero no me va a perdonar un segundo fracaso. Tú no puedes fallar, Ramón, por eso no vas a hacerlo mañana.
– Pero ¿por qué no?
– Porque yo sé lo que hago, siempre lo sé… Cuando estés solo con el Pato tendrás todos los hilos en las manos, pero debes tenerlos bien agarrados.
Ramón inclinó la cabeza. Sintió que, como siempre, el aplomo de Tom lo tocaba y hasta la angustia comenzaba a desvanecerse.
Tom encendió un cigarrillo y se puso al frente de su pequeña tropa: le pidió a Caridad que hiciera café y ordenó a Ramón que fuese al monte de piedad a comprar una máquina de escribir, de un modelo portátil.
Cuando regresó con la máquina, Caridad le ofreció el café y le dijo que Tom lo esperaba en el cuarto. Ramón lo encontró inclinado sobre el gavetero que había escogido como escritorio y vio que en el piso había hojas arrugadas, escritas con caracteres cirílicos. El asesor exigió silencio con un gesto, sin dejar de repetirbliat'!, bliat'! De pie, Ramón esperó hasta que el otro se volvió.
– Vamos, voy a dictarle a Caridad el artículo y la carta que debes llevar encima.
– ¿Qué carta?
– La historia del trotskista desencantado.
– ¿Qué tengo que hacer mañana?
– Digamos que un ensayo general. Vas a ir a la casa del traidor con todas las armas encima, para que veas cómo puedes entrar y salir sin que nadie sospeche nada. Le vas a dar el artículo y vas a estar a solas con él. El artículo será tan lamentable que tendrá que hacer muchas correcciones y él mismo te dará la posibilidad de regresar para otra revisión. Entonces será el momento, porque ya tendrás calculada la manera en que lo vas a golpear, la forma de salir… Tienes que estar seguro de que harás cada cosa con mucha calma y con mucha seguridad. Ya sabes que si pones un pie en la calle, yo te garantizo el escape, pero mientras estés dentro de la casa, tu suerte y tu vida dependen de ti.
– No fallaré. Pero déjame hacerlo mañana. ¿Y si no puedo volver a verlo?
– No fallarás y no lo harás mañana: y de alguna forma volverás a verlo, eso es seguro -dijo Tom, tomándolo por la cara y obligándolo a mirarle a los ojos-. De ti depende el destino de muchas gentes. Y depende que le callemos la boca a los que no confiaron en vosotros, los comunistas españoles, ¿te acuerdas? Vas a demostrar de lo que es capaz un español con dos cojones y una ideología en la cabeza -y con la mano derecha golpeó la sien izquierda de Ramón-. Vas a vengar a tu hermano muerto en Madrid, las humillaciones que tuvo que soportar tu madre, vas a ganarte el derecho a ser un héroe y vas a demostrarle a África que Ramón Mercader no es un tipo blando.
– Gracias -dijo Ramón, sin saber por qué lo decía, mientras sentía cómo la presión de las manos de su tutor se convertía en un calor sudoroso sobre su rostro. En ese instante se convenció de que la historia de las humillaciones de Caridad, mencionadas de pasada por Tom, en realidad formaban parte de una estrategia urdida por su madre y por el agente para apuntalar su odio: solo así se explicaba que Tom hubiese tenido noticias de la conversación en el Gillow. Pero ¿cómo era posible que Tom también supiera que África lo acusaba de ser demasiado blando?
– Arriba, a trabajar -Tom lo palmeó en el hombro y le sacó de sus pensamientos-. Tienes que aprenderte de memoria la carta que vamos a escribir. Cuando termines, la dejas caer al suelo y sales. Pero si te atrapan, esa carta es tu escudo. Siempre tienes que decir que te llamas Jacques Mornard y repetir lo que diga esa carta. Pero no te van a coger, no. Tú eres mi muchacho y vas a salir. Te lo digo yo…
Regresaron a la sala. Caridad, de pie, fumaba. La tensión había hecho desaparecer a la mujer mundana que había sido durante los últimos meses y sus rasgos volvían a ser afilados, duros, andróginos, como si ella también se preparara para la guerra.
– Siéntate y escribe -le ordenó Tom y ella lanzó la colilla a un rincón y se acomodó frente a la máquina colocada sobre la mesa. Hizo correr una hoja por el rodillo y miró al hombre.
– ¿Qué vas a escribir?
– La carta -Tom se dejó caer en un butacón, con un rictus de dolor en la cara. Deslizó su cuerpo por el asiento, leyó algo en los papeles que había llenado de caracteres cirílicos y cerró los ojos-. Después le ponemos fecha. ¡Empieza!: Señores: Al escribir esta carta no me propongo otro objetivo, en el caso de que me ocurriera un accidente, que aclarar, no, espera… -y extendió la mano como un ciego que busca a tientas-, mejor…, que explicar a la opinión pública los motivos que me inducen a ejecutar el acto de justicia que me propongo.
Tom se interrumpió, con los ojos todavía cerrados y unas hojas en las manos, decidiendo sus próximas palabras. Ramón fumaba, de pie, y observó a su mentor y a su madre, y vio a dos seres distantes, concentrados, que hacían responsablemente un trabajo. Las frases que iba fabricando el hombre y que la mujer imprimía sobre el papel eran la sentencia de un ser humano y la confesión de su asesino, pero la actitud de Tom y Caridad resultaba tan familiar con la idea de la muerte que parecían dos actores en una representación.
Por boca de Tom, Jacques Mornard empezaba a hablar sobre su origen, su profesión, las inclinaciones políticas que lo llevaron a militar en organizaciones trotskistas.
– Fui un devoto adepto de Liev Trotski y hubiera dado hasta mi última gota de sangre por la causa. Me puse a estudiar cuanto se había escrito sobre los diferentes movimientos revolucionarios a fin de instruirme y de esta manera ser más útil a la causa. Punto.
– ¿Y seguido? -preguntó Caridad y Tom negó con la cabeza-. Un momento -dijo ella y deslizó una nueva hoja en el rodillo.
– Léeme lo que está escrito -pidió Tom y Caridad lo complació. Al fin el asesor abrió los ojos y miró a Ramón-. ¿Qué te parece?
– Sylvia lo desmentirá.
– Cuando Sylvia hable, tú vas a estar muy lejos. Caridad, lee de nuevo.
Tom volvió a cerrar los ojos y, en cuanto Caridad terminó la lectura, comenzó a armar la historia de un miembro del Comité de la IV Internacional que, después de varias conversaciones en París, le había propuesto a Jacques un viaje a México con el fin de conocer a Trotski. Mornard, entusiasmado, aceptó, y el miembro de la Internacional (nunca supiste su nombre, le aclaró a Ramón; eso no es verosímil, replicó éste; yo me cago en lo verosímil, suspiró el otro) le facilitó dinero y hasta un pasaporte con el que salir de Europa.
De pronto Tom se puso de pie, rasgó las hojas que aún llevaba en las manos y soltó una de sus palabrotas en ruso. Ramón notó que la cojera, esfumada en los últimos meses, había regresado. En ese instante tuvo la sensación de que era el extinto Kotov quien se dirigía a la cocina y regresaba con una botella de vodka recién sacada del frigorífico. Colocó un vaso sobre la mesa en la que trabajaba Caridad y se sirvió una dosis exagerada. De un trago la hizo desaparecer.
– Hay que dar la idea de que Trotski ya esperaba a Jacques porque quería algo de él. Y Jacques tiene que parecer muy sentimental, un poco tonto…
– Ramón tiene razón. Nadie se tragará esta historia -dijo Caridad.
– ¿Cuándo nos hemos preocupado por la inteligencia de la gente? Hay que decirles lo que nos interesa. De que lo crean se ocuparán otros. Lo que tiene que quedar claro es que Trotski es un traidor, un terrorista de la peor especie, que está financiado por el imperialismo…
Tom volvió a su butaca y continuó el dictado. Ramón sintió cómo se extraviaba en el laberinto de mentiras que su mentor urdía con facilidad, como si contara una verdad con la que hubiera convivido. Recuperó el hilo de la historia cuando Tom entraba en el capítulo del desencanto del joven trotskista: el célebre revolucionario se revelaba como un ser mezquino y ambicioso al proponerle, sin apenas conocerlo, que viajara a la URSS para cometer actos de sabotaje y, sobre todo, para asesinar a Stalin. Tom agregó un dato precioso: aquella acción antisoviética contaría con el apoyo de una gran nación extranjera, la cual, evidentemente, financiaba al traidor. Ramón sintió que aquellas palabras le resultaban conocidas, como si ya las hubiera leído o escuchado.
– Esa es la táctica: eliminar al enemigo, pero además cubrirlo de mierda, de mucha, mucha mierda, que lo desborde la mierda -se exaltó Tom, y se extendió en las intrigas del exiliado contra el gobierno de México y sus líderes, buscando la desestabilización del país que lo había acogido. Pero Trotski debía de ser aún más ruin: le había expresado a Jacques su desprecio por todos los miembros de su propia banda que no pensaban exactamente como él y hasta le había confiado la idea de la posible eliminación física de esos disidentes. Aunque Mornard no tenía constancia de ello, estaba seguro de que el dinero para comprar y fortificar la casa donde vivía Trotski no provenía de aquellos seguidores ciegos, sino que tenía otro origen y quien lo conocía era el cónsul de esa gran nación imperialista que le hacía muy frecuentes visitas.
– ¿Alguien ha visto a ese cónsul? -preguntó Caridad.
– Este es un país de ciegos… -respondió Tom- y vamos a darles ahora de lo que les gusta.
Tom penetró en el terreno del melodrama: Jacques había viajado a México con una joven a la que amaba y con la cual deseaba casarse. Si iba a Rusia a cometer los crímenes planeados por Trotski, tendría que romper su compromiso, a lo cual lo alentó el exiliado, pues consideraba a la joven una traidora a la verdadera causa trotskista. Y remataba la carta con un giro inesperado:
– Es probable que esta joven, después de mi acto, no quiera saber más de mí. No obstante, también por ella decidí sacrificarme quitando de en medio a un jefe del movimiento obrero que no hace más que perjudicarlo, y estoy seguro de que no solo el Partido, sino la Historia, me darán la razón cuando vean desaparecer al más encarnizado enemigo del proletariado mundial… En caso de que me ocurra una desgracia, pido la publicación de esta carta. Punto final.
Con el último golpe de tecla, se hizo el silencio en el apartamento. Ramón, siempre de pie, sintió un temblor que le brotaba del fondo del alma. Ya no tenía la impresión de que había oído antes aquellas palabras, pues las mentiras amontonadas por su mentor tenían el mismo tono que las acusaciones que, durante años, en sucesivos procesos, artículos, discursos, se habían lanzado contra Trotski y otros hombres juzgados y sentenciados. ¿No existían acaso verdades, hechos reales sobre los cuales apoyar la trascendente decisión de un joven revolucionario, desencantado al extremo de sacrificarse y cometer un crimen para librar al proletariado del influjo de un traidor? Algo turbio emanaba de cada una de las palabras de aquella carta, y Ramón Mercader comprendió que su temblor no se debía solo al miedo provocado por el acto de falseamiento al que acababa de asistir: había descubierto que temía tanto a quienes lo enviaban a ajusticiar a un hombre como a las consecuencias que su acto podía acarrearle. Si aún lo necesitaba, aquella carta fue la última comprobación de que, para él, no había otra salida en el mundo que la de convertirse en un asesino.
Detuvo el auto en las inmediaciones de Coyoacán. Abrió el maletero, extrajo la gabardina y se la colocó sobre los hombros. En ese instante, como si el peso del impermeable se propusiera hundirlo, Jacques Mornard sintió la revulsión y apenas tuvo tiempo de inclinarse para evitar que el vómito lo manchara. El líquido, mezcla de café y bilis, olía a tabaco rancio, y su fetidez le provocó una nueva serie de arcadas secas, mientras su piel se cubría de sudor frío. Cuando su estómago se hubo sosegado, se limpió con el pañuelo y abrió la bolsa donde guardaba el puñal inglés y el piolet y los acomodó en los sacos interiores de la gabardina. El revólver Star de nueve balas se lo colocó en la espalda, contra el fajín del pantalón. Comprobó que las cuartillas del artículo estaban en el bolsillo lateral izquierdo de la gabardina y regresó al auto.
Recordaba que en el camino había una farmacia y, al divisarla, detuvo la marcha. Compró un frasco de desinfectante bucal, otro de colonia y una caja de analgésicos. En la calle hizo varios buches con el desinfectante, para quitarse el sabor del vómito, y masticó un par de píldoras. Nunca sufría cefaleas y sospechó que tal vez su tensión arterial era la responsable de aquella presión en el cráneo que no lo abandonaba desde hacía dos días. Con la colonia se frotó el cuello, la frente y las mejillas, y volvió al volante.
Cuando tomó la polvorienta avenida Viena, Ramón comprendió que aún no había recuperado el dominio de Jacques Mornard. La convicción de que se trataba solo de un ensayo, de que entraría y saldría de la casa lo más rápido posible, no le proporcionaba el alivio esperado. Todavía dudaba si no hubiese sido preferible que Tom le permitiera realizar aquel mismo día su trabajo. Lo que iba a suceder, sucedería y, cuanto antes, mejor, se decía. El odio contra el renegado, que debía ser su mejor arma, estaba diluyéndose entre el miedo y las dudas, y ya no sabía si actuaba movido por las órdenes irreversibles (el apresamiento del pintor Siqueiros y la posibilidad de un juicio público habían alarmado a Moscú, según Tom) o por una convicción profunda, cada vez más difícil de rescatar en su mente. Por eso, al ver la mole ocre de la fortaleza, Ramón lo decidió: aquélla sería su última visita a Coyoacán.
Detuvo el auto luego de hacer un giro y colocarlo en dirección a la carretera de México. Anegó el pañuelo en colonia y volvió a limpiarse el rostro. Respiró hondo varias veces y abandonó la máquina. Desde la torre frontal, Jack Cooper le dio la bienvenida y le preguntó por Sylvia. Jacson le respondió que solo venía por unos minutos y, con lo habladora que podía ser Sylvia, había preferido dejarla en el hotel. Cooper, sonriente, le confirmó que su esposa llegaba el lunes en la noche.
– Pues nos vemos el martes -gritó Jacques y la puerta blindada se abrió ante él.
Joe Hansen, secretario del renegado, le estrechó la mano y le cedió el paso.
– Mi madre siempre usaba esa colonia alemana -comentó-. ¿El Viejo te esperaba más temprano?
– Llego diez minutos tarde. Me he retrasado por culpa de Sylvia.
– Ahora está trabajando. Déjame preguntarle si todavía te puede recibir.
Hansen lo dejó en el patio. Él se quitó la gabardina y la dobló cuidadosamente sobre su brazo. En un ángulo del jardín, cerca de la tapia que daba al río, vio a Melquíades, el empleado que trabajaba en la casa. Las habitaciones ocupadas por los secretarios y guardaespaldas tenían las ventanas abiertas, pero no se observaba movimiento alguno. Tuvo entonces un fortísimo presentimiento: sí, definitivamente, aquél era su día. Para no pensar, se concentró en la contemplación de las huellas de los disparos en las paredes de la casa, hasta que percibió una presencia muy cerca de él. Se volvió y encontró aAzteca, que olisqueaba sus zapatos, y vio que estaban salpicados de vómito. Cuidando de la posición de la gabardina se acuclilló junto al animal y con la mano libre le acarició la cabeza y las orejas. Por unos minutos Jacques perdió el sentido del tiempo, del lugar donde estaba y de lo que se proponía cometer: la pelambre del animal corría bajo sus dedos, provocándole una sensación de bienestar, confianza y tranquilidad. Su mente estaba en blanco cuando escuchó la voz del hombre y reaccionó con un sobresalto.
– Estoy muy ocupado -había dicho el renegado, mientras se limpiaba las gafas con un pañuelo rojo que llevaba bordadas en un ángulo una hoz y un martillo.
– Perdón, me había entretenido -dijo, ya erguido, al tiempo que buscaba las cuartillas mecanografiadas en el bolsillo exterior de la gabardina, cuidando de que la prenda no fuera a caer de su brazo, arrastrada por el peso de las armas-. No le robaré mucho tiempo.
Jacques le tendió los folios, todavía asolado por la lamentable calidad del texto. Sin tomarlos, el exiliado dio media vuelta.
– Venga, veamos el artículo.
Jacques Mornard traspuso por primera vez las puertas de la casa. Desde la cocina venían ruidos de actividad y olores de sofritos, pero no vio a nadie. Tras el renegado atravesó el comedor, donde había una larga mesa con un frutero en el centro, y pasaron al cuarto de trabajo. Observó que sobre el escritorio había papeles, libros, estilográficas, una lámpara y un voluminoso dictáfono, que el hombre movió hacia atrás para hacer espacio.
– ¿Y su esposa? -se atrevió a preguntar.
– Debe de estar en la cocina -fue la respuesta seca del renegado, ya sentado frente al escritorio-. A ver ese artículo.
Jacques le pasó las hojas y el hombre, con un lápiz de creyón grueso, comenzó a recorrer, deprisa, las primeras líneas. Ramón logró colocarse detrás de su presa y observó la habitación. A sus espaldas, contra la pared, había un gavetero largo y bajo sobre el que se acumulaban papeles mecanografiados y descansaba un globo terráqueo. En la pared, un mapa de México y Centroamérica. Sobre el escritorio había una carpeta con un rótulo en cirílico que logró leer: «Privado». Desde su posición, atisbo en la gaveta entreabierta el brillo oscuro de un revólver, quizás un 38, y pensó lo poco que importaba el calibre de un arma que no defendería a su dueño. Dejó de inspeccionar el sitio y se impuso pensar en lo que debía: estaba tres pasos detrás del hombre, y la cabeza condenada quedaba unos centímetros por debajo de su hombro. Siempre creyó que tendría una posición más elevada, pero aun así, si lograba levantar mucho el brazo, podía descargar un golpe brutal en medio de aquel cráneo en cuya coronilla comenzaba a clarear el pelo. Metió la mano en la gabardina y tocó la parte metálica del piolet. Podría sacarlo con facilidad, en unos pocos segundos, y acertar con fuerza en el sitio exacto donde la escasez de cabello permitía entrever la piel blanca, casi refulgente, provocadora. Cerró la mano sobre el mango recortado, dispuesto a extraer el arma, en el momento en que descubrió que no se había quitado el sombrero y el sudor se le acumulaba en la frente y amenazaba llegarle a los ojos. Pensó en buscar su pañuelo, pero desistió, para evitar un gesto brusco. La ventana que daba al jardín estaba abierta, para aprovechar la brisa de la tarde, y desde aquel ángulo solo se veían los canteros de cactus y unas buganvilias florecidas. Calculó que, si golpeaba con precisión, necesitaría apenas un minuto para, con pasos rápidos, alcanzar la puerta de salida y allí pedir que le abrieran, hablar unos segundos con el custodio de turno y abandonar la casa. Hasta abordar el auto, serían dos, tal vez tres minutos en los que su salvación dependería de su sangre fría y de que nadie descubriera el cuerpo del Pato. Pero si el hombre no moría al primer golpe o si sus nervios flaqueaban y se apresuraba demasiado, la casa fortificada se convertiría en una tumba de la cual nunca escaparía. Entonces aferró con fuerzas el piolet y se concentró en el cráneo que estaba frente a él. El viejo trabajaba, usando con frecuencia el lápiz: tachaba o añadía palabras, mientras su garganta emitía sonidos de desaprobación. Su cabeza, sin embargo, seguía allí, al alcance del brazo de Ramón.
– Pobres franceses -musitó el exiliado.
En ese instante, a través de la ventana, Ramón pudo ver borrosamente a Harold Robbins. El jefe del cuerpo de guardaespaldas miraba hacia el estudio y luego dirigía la vista hacia la torre de vigilancia. Lentamente sacó la mano de la gabardina y decidió buscar el pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón. Sus gafas se habían humedecido con el sudor y, sin soltar el abrigo, se secó la cara y, con dificultad, se quitó las gafas y las limpió.
La cabeza del renegado volvió a hacerse nítida. Seguía inmóvil, retándolo. En aquella cabeza estaba todo lo que aquel hombre poseía, todo lo que significaba, y ahora la tenía allí, a su merced. ¿Por qué Kotov no le había dado la carta que debía soltar mientras salía? A Ramón, con la vista fija en el sitio donde iba a clavar el pico de acero, lo deslumbró una nueva certeza: lo mejor era olvidarse de la maldita carta, no podía seguir pensando, estaba desperdiciando la oportunidad de oro fabricada durante años, una ocasión quizás irrepetible. Pero al mismo tiempo comprendió que en aquel momento no era capaz de ejecutar el mandato, aunque su confusión le impedía saber por qué: ¿miedo?, ¿obediencia a las órdenes de Tom?, ¿la carta que no tenía?, ¿necesidad de prolongar aquel enfermizo juego de poder?, ¿dudas sobre las probabilidades de llegar a la calle? Desechó esto último, pues, a pesar de la soledad de que disfrutaba con el renegado, era evidente que las posibilidades de escape tantas veces mencionadas por Tom nunca habían llegado al treinta por ciento. Solo si se producía una milagrosa conjunción de casualidades lograría salir de la casa tras asestar el golpe, y tuvo la certidumbre de que, si se atrevía a darlo, algo ocurriría y se le troncharía aquella ínfima opción. La próxima vez que entrara en la fortaleza, tal vez conseguiría sobreponerse y matar al hombre más perseguido del mundo, el anciano cuya respiración podía escuchar, a dos pasos de él, cuyo cráneo seguía invitándolo. Sin embargo, ahora estaba completamente seguro de que él no lograría escapar. En realidad, ¿estuvo alguna vez prevista la fuga? Se convenció de que sus jefes sin duda preferirían que lograse salir de la casa, pero que lo consiguiera o no, eso carecía de importancia, y Ramón comprendió que lo habían destinado a cometer un crimen que, a la vez, sería un acto suicida. Más aún: su mentor había diseñado aquel montaje con tal maestría que, en el desenlace, el propio condenado se encargaría de fijar la fecha de su muerte y, para alcanzar la máxima perfección, también la de su victimario. Y comprendió que su inmovilidad respondía a aquella macabra coyuntura, capaz de dominar su cuerpo y su voluntad.
– Esto necesita mucho trabajo -dijo el exiliado, sin levantar la vista.
– ¿Le parece muy malo? -preguntó Jacques Mornard, después de unos segundos, temiendo que la voz le fallara.
– Tiene que reescribirlo completo y…
– Está bien -lo interrumpió y se acercó a la mesa-. Lo reescribiré el fin de semana. Ahora tengo que irme, Sylvia me espera para ir a cenar y…
Jacques necesitaba salir de aquel espacio opresivo. Pero el exiliado había decidido conservar los folios revisados en la mano y se había vuelto hacia el visitante, al que lanzó una mirada incisiva.
– ¿Por qué no se quitó el sombrero?
Jacques se llevó la mano a la frente y trató de sonreír.
– Como voy con prisas…
El viejo lo miraba aún más intensamente, como si deseara penetrarlo.
– Jacson, usted es el belga más extraño que conozco -dijo, y le alargó al fin las cuartillas, para reclamar en voz alta-. ¡Natasha!
Jacques tomó las hojas y las dobló de cualquier modo, mientras percibía cómo la humedad fría de sus manos se adhería al papel. Preparando la sonrisa para la llegada de la mujer, consiguió devolver los folios al bolsillo de la gabardina, que estuvo a punto de rodársele por el peso de los instrumentos de muerte que cargaba. Mecánicamente movió la mano hasta tocar la empuñadura del puñal. El sonido de pasos que se acercaban advertían de la eficiencia del llamado. Natalia Sedova, con un delantal cubriéndole el pecho y el regazo, se asomó al estudio y, al ver a Jacques, sonrió.
– No sabía que…
– Buenas tardes, madame Natalia -dijo y aferró el puñal.
– Jacson se va, querida. Por favor, acompáñalo.
Ramón sintió que, en lugar de una despedida, las palabras del exiliado sonaban como una orden de expulsión. Tenía el puñal fundido a su mano derecha, pero solo pensó que al fin ocurría lo que tenía que ocurrir: porque no era posible que aquel hombre, acosado por la muerte desde hacía tantos años, fuese a permanecer impávido en el fondo de la red donde lo habían envuelto, como si desde allí él mismo llamara a su muerte. No era lógico, casi resultaba increíble que con su inteligencia y su conocimiento de los métodos de sus perseguidores se hubiese tragado toda esa historia de un belga desertor, dedicado a hacer negocios que nadie sabía a ciencia cierta cuáles eran, que trabajaba en una oficina inexistente y se reunía con un jefe fantasma, que decía cosas inapropiadas y cometía errores de bulto, o aseguraba ser periodista y escribía un artículo lleno de obviedades: un belga que, para colmos, de visita en una casa y ya bajo techo, olvidaba descubrirse. Ramón soltó el puñal y, como estaba decretado, puso su vida y su destino en la pregunta que, sin mirarle a los ojos, dirigió al exiliado desde la puerta de acceso al comedor:
– ¿Cuándo podemos vernos de nuevo?
El silencio se extendió durante un tiempo agónico. Si el renegado decía «Nunca», su vida tendría el regalo de una prolongación y la de Ramón Mercader un futuro impredecible, sin gloria, sin historia, quizás sin demasiado tiempo; si daba una fecha, pondría día y hora a su muerte, y a la casi segura muerte de Ramón. Pero si decía «Nunca», también pensó, el revólver podía ser la alternativa más expedita: dos disparos al viejo, uno a su mujer, otro para sí mismo, contó, y concluyó: el trabajo estaría hecho y sobrarían cinco balas.
– Estoy muy ocupado. El tiempo no me alcanza -dijo el condenado y movió la balanza hacia sí.
– Solo unos minutos, ya conoce el artículo -farfulló el presunto verdugo, y con aquella súplica la vida de ambos cayó en un punto de equilibrio precario.
El exiliado se tomó unos segundos para decidir su suerte, como si intuyera la tremenda implicación que tendrían palabras. Su futuro asesino se llevó la mano derecha a la cintura, decidido a sacar el revólver.
– El martes. A las cinco. Y no me haga como hoy… -dijo.
– No, señor -musitó Ramón y, sin respirar, arrastró a Jacques Mornard hacia el jardín, en busca de la calle y del aire fresco que reclamaban sus pulmones, congestionados por la desesperación. La muerte no se daba prisa, se tomaba tres días para regresar de la mano de Ramón Mercader hasta aquella casa fortificada de Coyoacán.
Ramón tendría que esperar veintiocho años para obtener respuestas a las más inquietantes preguntas que, desde entonces, habían empezado a enquistarse en su mente. A lo largo de esos años, vividos bajo pieles cada vez más desgarradas, como le correspondía a una criatura nacida del engaño y la manipulación de los sentimientos, siempre recordaría aquellas setenta horas, las del plazo abierto por el condenado, como las de un tránsito turbio hacia el acto que consumaría la irreversibilidad de su destino, puesto en manos ajenas desde aquella madrugada en la Sierra de Guadarrama, cuando Caridad lo requirió y él dijo que sí.
Esa noche, cuando el agotamiento lo venció, logró dormir unas horas sin el asedio de las pesadillas. Al despertar vio a Sylvia, sentada junto al tocador, con su refajo negro y sus gafas de miope y rogó por que la mujer no le hablara. Temía que su miedo y su rabia se desbordaran sobre aquel ser patético cuya vida había utilizado, también para destruirla. Desde la tarde anterior había descubierto que su odio, lejos de difuminarse, en realidad se había multiplicado, y ahora podía expandirse en direcciones imprevisibles: odiaba al mundo, a cada una de las personas que veía, con sus vidas (al menos aparentemente) regidas por sus voluntades y decisiones y, sobre todo, se odiaba a sí mismo. Al regreso de Coyoacán había provocado una discusión con un conductor que trató de rebasarlo en el acceso a Reforma. En el siguiente semáforo, cuando los detuvo la luz roja, se había bajado de su auto y, con la Star en la mano, totalmente alterado, había corrido hasta el otro auto y colocado el cañón del revólver en la cabeza del tembloroso conductor, mientras le gritaba improperios, como si necesitara liberar la violencia explosiva que combustionaba en su interior. Ahora, al recordar aquella escena, sentía una profunda vergüenza por un descontrol que pudo haber echado por tierra la obra moldeada a lo largo de tres años.
– Pide café, voy a trabajar -le dijo y se fue al baño. Cuando regresó, el desayuno estaba sobre el tocador y se bebió el café y encendió el primero de los muchos cigarrillos que fumaría en el día. Sylvia lo miraba desconcertada, los ojos húmedos, y él le advirtió-: No me hables, estoy preocupado.
– Pero, Jacques…
Su mirada debió de tener una violencia tal que la mujer se alejó de él, llorosa, y se encerró en el baño.
Ramón había decidido no ver a Tom ni a Caridad, al menos ese día. Con las cuartillas corregidas por el renegado, se sentó frente a la máquina portátil que Tom le había exigido usar y sintió cuánto odiaba al hombre prepotente que había llenado el texto de signos de interrogación y palabras entre admiraciones: ¡tonto!, ¡obvio!, ¡insostenible!, como si le restregara en el rostro su inteligencia superior.
Lentamente trató de poner en limpio lo escrito por Tom, cambiando apenas algunas palabras. Sabía que ya no era importante lo que decía, ni siquiera cómo lo decía, sino que tuviera la apariencia de ser el resultado de una revisión, para obtener del renegado los pocos minutos de atención que él necesitaba. Sin embargo, sus dedos entrenados para apretar cuellos, sostener armas, herir y matar, se enredaban en las teclas y lo obligaban a romper cuartillas y comenzar de nuevo.
Sylvia había salido del baño completamente vestida y, sin hablar, había abandonado la habitación. Cuando Ramón logró concluir un primer folio mínimamente limpio, se sintió agotado, como si hubiese talado un bosque a hachazos. Se comió unas galletas, bebió el resto del café frío y se tiró en la cama, con un nuevo cigarrillo en los labios.
En algún momento se quedó dormido y despertó con un sobresalto cuando la puerta del cuarto se abrió. Sylvia Ageloff, más delgada y desguarnecida que nunca, lo miraba desde los pies de la cama.
– Mi amor, ¿qué te pasa? ¿Es por mí? ¿Qué fue lo que hice?
– No digas estupideces. Estoy preocupado. ¿No puedo estar preocupado? ¿Y tú no puedes estar callada? ¿Eres tan imbécil que no entiendes lo que quiere decir estar ca-lla-da?
Sylvia rompió en llanto y Jacques sintió deseos de golpearla. Mientras se vestía, recordó a África. ¿Cómo habría sido si ella hubiese estado junto a él en aquel trance? ¿Conseguiría reforzar la convicción que se le estaba resquebrajando? ¿Habría tenido ella la fuerza necesaria para sacarlo de aquel hoyo de dudas, miedos, odios mal dirigidos? Sólo conseguía apuntalarlo el pensar que África, estuviera donde estuviese, seguramente vibraría de orgullo cuando supiera que había sido él quien cumpliera aquella misión por la cual tantos comunistas del mundo, ella incluida, habrían estado dispuestos a dar su vida. Con esa imagen en la mente salió a la calle y deambuló hasta extenuarse. Por primera vez en tres días volvía a tener hambre y entró en un restaurante donde pidió el pescado de Pátzcuaro y una copa de vino blanco francés. Más tarde anduvo hacia la catedral y observó a los mendigos arracimados en sus pórticos, como seres desechados por la tierra y por el cielo. El aire fresco de la noche y el firmamento despejado donde clavó la vista consiguieron sosegarlo, y Ramón recordó la playa con la que había soñado unas noches antes y deseó estar sobre la arena, frente al mar cristalino de aquella caleta.
Cuando volvió al hotel, Sylvia dormía. Encendió la luz, se sentó otra vez frente a la máquina y al cabo de dos horas tenía listo el artículo que lo devolvería a la fortaleza de Coyoacán.
Tal vez por la prolongada siesta que había echado al mediodía, el sueño no lo protegió hasta pasadas las cuatro de la mañana. Las horas de vigilia se convirtieron en un desquiciante trasiego de visiones sobre el momento de la ejecución que su cerebro iba creando, incontrolablemente. Para lo que ocurriría después, en cambio, apenas tenía una imagen: un vacío oscuro que solo podía asociar con su propia muerte.
Despertó cuando amanecía, y percibió su cuerpo desarticulado, casi inerte. Maldijo al tiempo, que no transcurría, que parecía detenido en aquelimpasse torturante, como empecinado en hacerlo perder la razón. Se vistió y bajó al restaurante del hotel, donde tomó café y fumó hasta que dieron las ocho y abordó el Buick para dirigirse a Shirley Court.
Tom estaba recién levantado, los ojos todavía inflamados por el sueño. Le ofreció café y Ramón se negó: si bebía otra taza su corazón explotaría. Caridad salió de la habitación, envuelta en una bata y con el pelo húmedo. Mientras Tom se duchaba, Caridad y Ramón se sentaron en la sala, mirándose a los ojos.
– Sé que van a matarme -dijo él-. No tengo opciones de escape.
– No pienses en eso. Nosotros estaremos esperándote. Solo tienes que poner un pie en la calle y nosotros nos ocuparemos del resto. A tiros si hace falta…
– No vuelvas a repetirme eso, ¡no me lo digas ni una vez más! Tú sabes que es mentira, que todo es mentira.
– ¡Estaremos ahí, Ramón! ¿Cómo puedes pensar que voy a abandonarte?
– Ni que fuera la primera vez.
– Esto es distinto.
– Claro que lo es: no saldré vivo de allí.
La puerta de la habitación se abrió y Tom asomó la cabeza, aunque Ramón pudo ver todo su cuerpo, desnudo, y su pubis, cubierto de unos rizos azafranados.
– ¡Basta ya de tonterías, carajo!…
Ramón y Caridad permanecieron en silencio hasta que Tom regresó vestido y tomó a Ramón de un brazo.
– Andando -le exigió y casi lo arrancó del butacón.
Abordaron el Chrysler verde oscuro y Tom enfiló por Reforma, hacia Chapultepec. La mañana era cálida, pero, al entrar en el bosque, por la ventanilla del coche se filtró una brisa fresca y perfumada. Dejaron el auto y anduvieron hasta encontrar un tronco caído sobre el que se sentaron.
– ¿Por qué no viniste a verme ayer?
– No quería ver a nadie.
– No irá a darte un ataque de histeria, ¿no?
Ramón permaneció en silencio.
– Cuéntame lo que pasó.
– Quedamos en que volvería mañana martes, a las cinco.
– Eso ya lo sé. Dame los putos detalles -exigió el asesor y, con la vista fija en la hierba, escuchó el relato de Ramón, que se atuvo a los hechos y obvió sus pensamientos.
Tom se puso de pie y dio dos pasos renqueantes.
– Suka! Esta pierna de los cojones… Se me entumece a cada rato -del bolsillo de su saco extrajo la carta escrita tres días antes-. Fírmala como Jac, para que sea más confuso: Jacques, Jacson… y ponle la fecha de mañana. Cuando tengas que hablar de la carta, dices que la escribiste antes de entrar en la casa y que botaste la máquina por el camino. Tienes que deshacerte de ella…
Ramón guardó la carta y se mantuvo en silencio.
– ¿Ya no confías en mí? -le preguntó Tom.
– No lo sé -respondió Ramón, con toda su sinceridad.
– Vamos a ver: como te imaginarás, nunca te he dicho toda la verdad, porque no puedes ni debes saberla. Por tu propio bien y por el de muchas personas. Pero todo lo que te he dicho es verdad. Cada cosa que hemos planificado se ha cumplido de la manera en que te he ido diciendo. Hasta hoy mismo. Y mañana ocurrirá lo que queremos que ocurra. Nunca te aseguré que escaparías de esa casa, ni que saldrías indemne después de matar al Pato. Te hablé de una misión histórica y de mi responsabilidad de sacarte de este país si lograbas salir de la casa. Tienes mi palabra de que te sacaré, pero si ya no crees en ella, olvídala y piensa en la necesidad: lo importante es matar a ese hombre y, si es posible, que tú no caigas en manos de la policía. Mi confianza en ti es infinita, pero has visto con tus propios ojos cómo hombres de los más curtidos del mundo, que parecían poder resistirlo todo, confiesan incluso lo que no han hecho. Así que lo mejor sería que salieras, porque no puedo estar totalmente seguro de tu silencio. De lo que sí estoy seguro es de que si hablas, tu vida valdría menos que un gargajo -dijo y escupió sobre la hierba-. Y la de tu madre menos, por no hablar de la mía, que sería el primero en perder la cabeza. Si no hablas, siempre estaremos contigo y te garantizamos nuestro apoyo, en todo momento, estés donde estés… Más claro no puedo ser.
El joven miraba hacia el bosque, tratando de procesar aquellas palabras.
– Quisiera ser el Ramón que era hace tres años, antes de que empezaran las mentiras -dijo, sin percatarse de que había comenzado a hablar en castellano-. Quisiera poder entrar mañana en esa casa y reventarle la vida a un traidor renegado y estar seguro de que lo hago por la causa. Ahora no sé dónde empieza la causa y dónde las mentiras.
Tom encendió un cigarrillo y se concentró en las briznas de hierba que movía con una rama seca. Cuando habló, siguió haciéndolo en francés.
– La verdad y la mentira son demasiado relativas, y en este trabajo que hacemos tú y yo no hay fronteras entre una y otra. Esta es una guerra oscura y la única verdad que importa es cumplir las órdenes. Da igual si, para llegar a ese momento, nos subimos sobre una montaña de mentiras o de verdades.
– Eso es cínico.
– Tal vez… ¿Tú quieres una verdad? Te recuerdo una: la verdad es que el Pato es ahora mismo una amenaza para la Unión Soviética. Estamos en un punto donde todo el que no esté con Stalin está a favor de Hitler, sin medias tintas. ¿Qué importan unas cuantas mentiras si sirven para salvar nuestra gran verdad?
Ramón se puso de pie. Tom descubrió que el miedo y las dudas habían hecho una mella evidente en el alma de su pupilo. Pero tuvo la seguridad de que Ramón había entendido la esencia de su situación: para él no existía el regreso.
– Lo que me dijiste de África, eso de que yo era blando… ¿Te lo dijo ella?
Tom soltó la rama con la que removía la tierra.
– África es una fanática, una máquina, no una mujer. ¿No te das cuenta de que una persona así no puede querer a nadie? Para ella todo es una puta competencia a ver quién dice más consignas. Y si alguna vez esa loca pensó que eras blando, ahora va a saber cuánto se equivocó…
Ramón sintió el efecto que surtían en él aquellas palabras. Sus músculos recibieron una benéfica relajación.
– Muchacho, vete a tu hotel, come algo, trata de dormir. Piensa nada más en que vas a salir vivo de esa casa y en que cuando llegues a Moscú serás un héroe… Yo me encargo del resto. Te vamos a llevar a Santiago de Cuba. Yo prefería sacarte por Guatemala, pero Caridad quiere ir contigo a Santiago, porque no ha vuelto allí desde que se la llevaron a España. Cuenta toda una historia de que su padre fue el primero en liberar a los negros esclavos.
– Otro embuste -dijo Ramón y casi sonrió. Tom movió la cabeza, sonriendo-. Mis abuelos eran unos explotadores desvergonzados y por eso se hicieron tan ricos… ¿Cuándo volveremos a vernos?
– Tengo que arreglar muchas cosas. Espero que nos veamos mañana cuando termines el trabajo en la casa del Pato. Por cierto, ¿sabes cómo te vas a llamar cuando salgas de allí? Juan Pérez González. Original, ¿no?
Ramón no contestó. Tom se puso de pie y, en silencio, descendieron hasta donde habían aparcado el Chrysler. El asesor condujo hacia el centro de la ciudad, la mirada fija en la calle. Cuando entró en el estacionamiento de Shirley Court, buscó con la vista el Buick de Ramón y se detuvo a su lado.
– He trabajado contigo lo mejor que he podido. Te he llevado hasta el despacho del hombre más protegido de la Tierra y te he demostrado que es posible hacerlo. Ahora todo queda de tu parte, y el resto depende de la suerte. Por eso te deseo toda la fortuna del mundo. Nos vemos mañana a la salida de la casa… Por cierto, dice Caridad que en Santiago de Cuba se bebe el mejor ron del mundo y que tu abuelo, el que liberó a los esclavos, fue socio comercial de los primeros Bacardí. Ojalá podamos comprobarlo los tres juntos. Lo del ron, claro.
Ramón recordó la conversación que había tenido con su madre unos días atrás. Volvió a preguntarse si Tom había ordenado a Caridad que le contara aquella sórdida historia de la que, si era cierta, había nacido el odio que marcaría sus vidas.
– Nos vemos mañana -dijo y, cuando fue a salir del auto, sintió que la mano de Tom se aferraba a su brazo. El asesor se inclinó hacia él y Ramón se dejó besar en las dos mejillas y, finalmente, sintió sobre los suyos los labios del hombre. Tom lo soltó y le dio una palmada en el hombro.
Ramón Mercader tuvo que esperar veintiocho años para volver a recibir un beso del hombre que lo había conducido hasta la orilla de la historia.
Sylvia insistió: deberían ir al hospital. Jacques se tomó otros dos analgésicos y, con un pañuelo húmedo sobre los ojos, apoyó la cabeza en la almohada y le suplicó que lo dejara en paz. El cansancio, el dolor y, al fin, el alivio que le trajeron los comprimidos lo sumieron en el sueño y, cuando despertó, a la mañana siguiente, no supo dónde estaba ni quién era. El cuarto de hotel, Sylvia, la máquina de escribir sobre la cual había colocado las cuartillas del artículo lo devolvieron a su realidad y al alma de Jacques Mornard.
Se duchó largamente y, a pesar de su inapetencia, logró ingerir el café con leche, los panes frescos untados con mantequilla y mermelada de fresa y mordisqueó una loncha de tocino frito. Tomó café y se vistió. Todo el tiempo Sylvia lo había observado, como un animalito asustado, sin atreverse a hablar. La mujer se decidió cuando lo vio tomar el sombrero.
– Querido, yo…
– Voy a la oficina a ver qué hacen esos malditos albañiles.
– ¿A qué hora quedamos con Jack Cooper y su mujer?
– A las siete.
– ¿Adonde piensas llevarlos? ¿No te gustaría Xochimilco?
– No es mala idea -dijo-. Ah, se me había olvidado… Mañana tenemos que viajar a Nueva York.
– Pero…
– Prepara las maletas. En Nueva York volveré a ser el de siempre. Creo que la altura y la comida de este infierno de país me ponen enfermo… -y se acercó a Sylvia. La besó en los labios, apenas un roce, pero la mujer no pudo contenerse y se abrazó a él.
– Querido, querido…, no me gusta verte así.
– A mí tampoco. Por eso nos vamos mañana. ¿Me sueltas, por favor?
Ella aflojó la presión de sus brazos y Jacques Mornard dio un paso atrás. Tomó los folios mecanografiados y la máquina portátil, dispuesto a salir de la habitación. Observó a Sylvia Ageloff, su cara de pájaro asustado, y recordó los días despreocupados de París, cuando todo parecía un juego de cazadores y gacelas, de cálculos fríos que cuando encajaban en el sitio previsto encendían unas luces de colores, mientras iban dando forma a una historia que, paso a paso, lo conduciría a un climax heroico. Sin saber por qué, dijo entonces:
– A las doce te recojo y vamos a comer algo.
Faltaban ocho horas para la cita con el condenado. ¿Qué podría hacer hasta las cinco de la tarde, el momento fijado para que matara a un hombre llamado Liev Davídovich Trotski? Condujo el Buick hacia las afueras de la ciudad y volvió a pensar en África. También, por primera vez en muchos meses, en su hija, Lenina, de cuya vida y destino nunca había vuelto a tener noticias. Ya debía de tener seis años y tal vez todavía vivía en España, sin la menor idea de quién era su padre. ¿Cómo habría sido vivir con su hija? Los malditos fascistas y la condenada guerra habían truncado esa posibilidad.
Guió en dirección al campo de turistas donde había vivido varios meses. Buscó el sendero en el que había ocultado el piolet y detuvo el auto junto a las rocas porosas. Abrió el maletero, sacó la máquina portátil y el sobre en el que guardaba la carta escrita por Tom. Se sentó a la sombra de un árbol y comenzó a leerla. Le faltaba concentración, cada palabra lo conducía a evocaciones extraviadas en su mente, le molestaba el canto de los pájaros, hasta el rumor del arroyo cercano, y por eso tuvo que volver varias veces sobre el escrito hasta sentir que, como otras mentiras, éstas también podía asumirlas, meterlas en su sangre y sacarlas a voluntad de su cerebro. A su lado se acumulaban las colillas y el estómago se le había convertido en una caldera hirviente. Por fortuna la cefalea que tanto lo enervaba no volvió a atenazarlo.
Recitó la carta de memoria y reprodujo en su mente, con sumo cuidado, la cadena de acciones que tendría ejecutar aquella tarde. El cráneo y el pelo ralo de su víctima eran el punto al cual siempre llegaba; luego, se perdía en la confusión. En realidad ya no sabía siquiera si intentaría escapar. Temía que las piernas no le respondieran y que, si lograba salir al patio, él mismo se delataría con su prisa y su turbación. Lo que más le molestaba era no poder discernir con claridad sus sentimientos, pues estaba convencido de que no sería un miedo común y corriente lo que podría paralizarlo o lanzarlo a una carrera delatora. Se trataba de un temor nuevo y más punzante, que no dejaba de crecer dentro de él: el pavor por la certeza de haberlo perdido todo, no ya su nombre y el arbitrio sobre sus decisiones, sino la solidez de su fe, su único asidero. Y el maldito tiempo no pasaba…
Ramón siempre recordaría aquel final de mañana y principio de la tarde del 20 de agosto de 1940, aquellas horas agónicas y borrosas. Todo el arsenal de recursos psicológicos con que lo habían armado en Malájovka se había atascado en su mente y lo único que quedaba de su aprendizaje era el odio, pero no ya del odio epicéntrico y fundamental que le habían inculcado, sino uno cada vez más disperso y difícil de conducir: un odio total, más grande que él mismo, visceral y autofágico. Casi a la una, se acordó de que había quedado con Sylvia. Supo que una extraña anticipación lo había llevado a concertar la cita. Si no quería enloquecer, necesitaba llenar su tiempo, y Sylvia volvía a serle útil. Se incorporó y golpeó la máquina de escribir contra las piedras, lanzó sus fragmentos hacia el arroyo y regresó al auto.
Sylvia lo esperaba en la puerta del hotel, acompañada por Jack Cooper y la que debía de ser su esposa, una joven tan rubia que parecía amarilla. Ramón siempre consideraría que jamás había logrado ejercer mayor autocontrol que durante la conversación que sostuvo por unos minutos con Jack, Jenny y Sylvia. Después de presentarle a su mujer, Cooper le explicó que casualmente habían pasado y visto a Sylvia. Ramón recordaría vagamente que había sonreído, quizás hasta hizo algún chiste, y que había ratificado con la pareja la cita que tenían para esa tarde, a las siete. Los despidió y se fue con Sylvia al restaurante Don Quijote, en el hotel Regis, donde servían comida española. Apenas hizo el pedido, encendió un cigarrillo, le dijo a la mujer que le dolía la cabeza y cayó en el mutismo.
Sylvia le contó algo relacionado con Cooper y su mujer, habló de unas visitas que tenía que hacer en Nueva York y le dijo que antes de partir le gustaría despedirse de Liev Davídovich. Jacques, que apenas había probado la comida (nunca podría recordar qué le habían servido, solo que casi no podía tragar), le dijo que la recogería a las cinco para que pasara unos minutos por la casa de Coyoacán. Entonces sintió una apremiante necesidad de estar solo. Calculó que en menos de tres horas mataría a un hombre. Sacó unos billetes y se los entregó a la mujer.
– Paga tú. Yo voy a ver lo de los tickets de avión -dijo y bebió hasta el fondo su vaso de agua. Se puso de pie y miró a Sylvia Ageloff. En ese instante Ramón percibió cómo lo recorría un cálido alivio. Se inclinó y rozó con sus labios los de la mujer. Ella trató de tomarle una mano, pero él lo evitó con un gesto rápido. Sylvia había cumplido su última función y ya no le servía para nada. Sylvia Ageloff pertenecía al pasado.
A las cuatro de la tarde, atormentado por un latido persistente en las sienes y una sudoración que iba y venía, decidió que era tiempo de poner fin a la agonía. Salió del cine, donde había pasado casi dos horas pensando y fumando, y regresó al auto, aparcado en un garaje. Buscó la gabardina en el maletero, se acomodó la Star en la cintura y comprobó que las otras armas estaban en su sitio. Colocó las cuartillas del artículo en el bolsillo exterior y guardó las hojas de la carta en el saco veraniego que había escogido esa mañana. Con la gabardina en el asiento del copiloto, condujo con la mayor atención de que era capaz, convencido de que le sobraba tiempo para llegar a Coyoacán. Al pasar frente a una pequeña capilla de piedra estuvo tentado de detenerse y entrar en ella. Fue una idea fugaz, surgida de lo más remoto de su inconsciente, y la desechó de inmediato. Dios no tenía nada que hacer en aquella historia; además, él no poseía la fortuna de creer en ningún dios. En realidad, ya no creía en muchas cosas.
Faltaban ocho minutos para las cinco cuando dobló por Morelos y dio media vuelta en la avenida Viena antes de detener el auto frente a la casa-fortaleza, otra vez orientado hacia la carretera de México. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo la carta: con su pluma de fuente escribió la fecha en la primera hoja -20 de agosto de 1940- y su firma -Jac- en la última. Dobló los papeles y se oprimió las sienes, dispuestas ya a reventar, y repitió dos veces que él era Jacques Mornard, respiró profundamente, guardó la carta, se secó el sudor de la frente y bajó del auto. Charles Cornell, el encargado de la guardia de la torre, lo saludó, y él trató de sonreírle mientras le hacía un gesto con la mano. El policía mexicano apostado junto a la puerta blindada le hizo una pequeña venia, que él no se dignó responder. El mecanismo de la puerta se accionó y Harold Robbins, con un fusil terciado al hombro, le extendió la mano. Cuando Robbins le dejó pasar, Ramón recordó algo. Dio un paso atrás y miró hacia el lado derecho de la calle. A unos ciento cincuenta metros vio un Chrysler verde oscuro, aunque no pudo distinguir a sus ocupantes.
– El señor Trotski me espera -le dijo a Robbins, como justificándose.
Jacques acomodó nuevamente la gabardina sobre su brazo izquierdo, buscando el equilibrio entre el largo de la tela y el peso de los instrumentos.
– Ya lo sé… Está en las conejeras -dijo Robbins y le indicó hacia donde el exiliado, cubierto con un sombrero de fibra, atendía a los animales.
– Sylvia y yo nos vamos mañana a Nueva York.
– ¿Los negocios? -preguntó Robbins.
– Eso es -dijo Jacques y Robbins regresó a la puerta.
Ramón miró el patio. Solo se veía la figura del Pato y del perroAzteca. Se acercó a ellos lentamente.
– Buenas tardes.
El viejo no se volvió. Acabó de colocar la hierba fresca en la cesta metálica de uno de los compartimentos.
– He traído el artículo -y sacó las hojas mecanografiadas como si fuesen un salvoconducto.
– Sí, claro… Déjeme terminar -pidió el condenado.
Jacques Mornard dio unos pasos hacia el centro del patio. Un vértigo comenzaba a acecharlo y pensó sentarse en el banco metálico. En ese momento Natalia Sedova salió de la cocina y se dirigió hacia él. En el umbral de la puerta Jacques vio a Joe Hansen, que le hizo un gesto de saludo y volvió al interior de la casa.
– Buenas tardes, madame Natalia.
– ¿Y eso que lo tenemos de nuevo por acá?
– El artículo, ¿no se acuerda? -dijo y de inmediato agregó-: Mañana nos vamos a Nueva York.
Azteca se había acercado y él miró al perro como si no lo viera. Un ardor le abrasaba el estómago, de nuevo sudaba, y temía perder la concentración.
– Si me lo hubiera dicho antes, le habría dado correspondencia para unos amigos -se lamentó la mujer.
– Puedo volver mañana temprano.
Natalia lo pensó un instante.
– No, no se preocupe… ¿Entonces trajo el artículo?
– Sí -dijo y lo extendió hacia la mujer.
– Menos mal que está mecanografiado. A Liev Davídovich no le gusta leer cosas escritas a mano -dijo y señaló la gabardina-. ¿Por qué anda con eso?
– Pensé que iba a llover. Aquí el tiempo cambia en unos minutos…
– En Coyoacán ha hecho sol y calor todo el día. Usted está sudando.
– Es que no me encuentro bien. El almuerzo me ha sentado mal.
– ¿Quiere una taza de té?
– No, aún tengo la comida en la boca del estómago. Me está ahogando. Pero sí bebería un poco de agua.
El condenado se había aproximado y escuchó el final de la conversación.
– Voy por el agua -dijo Natalia y regresó a la casa.
Jacques se volvió hacia el viejo.
– Es la altura y los condimentos. Van a matarme.
– Tiene que cuidarse la salud, Jacson -dijo el exiliado, sacándose los guantes-. No tiene usted buen aspecto…
– Por eso nos vamos a Nueva York. Para ver a un buen médico.
– Un estómago enfermo puede ser una maldición, se lo digo yo que acabé con el mío por maltratarlo durante años.
El renegado se golpeó las piernas para que Azteca se aproximara a él. El perro se alzó y apoyó las patas sobre los muslos del viejo, que le acarició con las dos manos debajo de las orejas.
– Sylvia está al llegar, viene a despedirse.
– La pequeña Sylvia está muy confundida -dijo el exiliado mientras se limpiaba las gafas con el borde del blusón azul claro que llevaba esa tarde.
Natalia Sedova regresó con el vaso de agua, colocado sobre un pequeño plato, y Jacques le dio las gracias y bebió dos sorbos.
– Veamos el dichoso artículo -dijo el renegado y, sin esperar más, se dirigió a la entrada del comedor, pero se detuvo y Jacques casi chocó con él. Se dirigió en ruso a su mujer-: Natasha, ¿por qué no los invitas a cenar? Se van mañana.
– No creo que quiera comer -respondió ella también en ruso-. Mírale la cara, está casi verde.
– Debió tomarse un té -dijo el hombre, ahora en francés, y reinició la marcha.
Jacques lo siguió hacia el cuarto de trabajo. Al pasar por el comedor vio la mesa dispuesta para la cena, y le resultó una imagen incongruente. Cuando entró en el despacho, encontró el dictáfono movido hacia un ángulo del escritorio, pues frente a la silla que solía ocupar el renegado había casi una decena de libros, todos gruesos, de aspecto pesado. La ventana del jardín permanecía abierta, como en la ocasión anterior, y se veían las plantas, azotadas por el sol todavía fuerte a aquella hora de la tarde. El condenado limpió otra vez los cristales de sus gafas y, como si estuviera molesto, las miró a trasluz. Finalmente movió su silla y Jacques le entregó las cuartillas. El hombre atrajo hacia sí la carpeta rotulada con caracteres cirílicos que estaba sobre el escritorio, tal vez para utilizarla como soporte.
– ¿Esas letras quieren decir «Privado»? -preguntó Jacques, sin saber por qué.
– ¿Usted sabe ruso? -preguntó el exiliado.
– No… pero…
– Son unos apuntes. Como un diario que escribo cuando puedo…
– ¿Y dice algo de mí?
El condenado se sentó y dijo:
– Es posible.
Ramón se preguntó qué podría decir aquel hombre de alguien como Jacques Mornard, y se dio cuenta de que se preocupaba por algo intrascendente. Por unos segundos casi había olvidado su misión, aunque la conversación le había servido para desplazar definitivamente a Jacques y que su mente ahora solo estuviera ocupada por Ramón. No obstante, unos punzantes deseos de leer aquellos papeles lo hicieron pensar en la posibilidad de llevárselos consigo en su intento de ruga: sería como alcanzar el último grado de la perfección al apropiarse del cuerpo y también del alma de su víctima.
Ramón Mercader recuperó el control cuando, desde su posición, volvió a ver la cabeza, la piel blanca entre el cabello escaso, que, pensó fugazmente, siempre parecía necesitar un corte en la nuca. Casi sin percatarse, su mente empezó a funcionar de manera automática, con razonamientos simples, encaminados a un único propósito: por más que se esforzara, durante varios años no recordaría haber pensado en otra cosa que en la mecánica destinada a ubicarlo detrás del hombre sentado, a su merced. Ni siquiera recordaría si los latidos en las sienes y la asfixia lo atenazaban en ese instante. Días más tarde comenzaría a recuperar detalles y hasta creyó haber acariciado, en algún momento, el sueño de lograr escapar y ponerse a salvo. Quizás pensó también en África y su incapacidad de amar. Tal vez en el modo estrepitoso en que, en cuestión de segundos, iba a entrar en la historia. Si no era un juego de su memoria, por su mente pasó la imagen de una playa por donde corrían dos perros y un niño. En cambio, siempre recordaría con asombrosa nitidez la sensación de libertad que comenzó a recorrerlo cuando vio que el renegado se disponía a leer los folios mecanografiados. Percibió cómo una especie de ingravidez invadía su cuerpo y su cerebro. No, ya no le latían las sienes, ya no sudaba. Entonces trató de recuperar el odio que debía provocarle aquella cabeza y enumeró las razones por las cuales él estaba allí, a unos centímetros de ella: aquélla era la cabeza del mayor enemigo de la revolución, del peligro más cínico que amenazaba a la clase obrera, la cabeza de un traidor, un renegado, un terrorista, un restaurador, un fascista. Aquella cabeza albergaba la mente de un hombre que había violado todos los principios de la ética revolucionaria y merecía morir, con un clavo en la frente, como la res en el matadero. El condenado leía y, otra vez, tachaba, tachaba, tachaba con gestos bruscos y molestos. ¿Cómo se atrevía? Ramón Mercader extrajo el piolet. Lo percibió caliente y preciso en su mano. Sin dejar de mirar la cabeza de su víctima, colocó la gabardina sobre el estante bajo, a sus espaldas, junto al globo terráqueo, que se tambaleó y estuvo a punto de caer. Ramón notó que sus manos se bañaban otra vez de sudor, su frente ardía, pero se convenció de que para terminar con aquella tortura solo necesitaba levantar la pica metálica. Observó el punto exacto donde golpearía. Un golpe y todo habría terminado. Volvería a ser libre: esencialmente libre. Aunque los guardaespaldas lo mataran, pensó, la liberación sería total. ¿Por qué no golpeaba ya? ¿Tenía miedo?, se preguntó. ¿Esperaba que ocurriera algo que le impidiera hacerlo?: ¿que entrara un guardia, que acudiera Natalia Sedova, que el viejo se volviera? Pero nadie acudió, el globo terráqueo no se cayó, el piolet no resbaló en su mano sudorosa y el viejo no se volteó en ese momento, pero dijo en francés algo definitivo:
– Esto es basura, Jacson -y cruzó con su lápiz la cuartilla, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha.
En ese instante Ramón Mercader sintió que su víctima le había dado la orden. Levantó el brazo derecho, lo llevó hasta más atrás de su cabeza, apretó con fuerza el mango recortado y cerró los ojos. No pudo ver, en el último momento, que el condenado, con las cuartillas tachadas en la mano, volvía la cabeza y tenía el tiempo justo de descubrir a Jacques Mornard mientras éste bajaba con todas sus fuerzas un piolet que buscaba el centro de su cráneo.
El grito de espanto y dolor removió los cimientos de la fortaleza inútil de la avenida Viena.