Jacques sintió cómo retrocedía en el tiempo: apenas lo vio, recordó el encuentro con Kotov, dos años antes, en la todavía apacible plaza de Cataluña. Ahora Tom, con el cuello de su cazadora abierto y sosteniendo en una mano el pañuelo estampado con que solía abrigarse el cuello, tomaba el sol raquítico de la mañana de marzo con avidez de oso recién despertado del letargo invernal. Pero en aquellos dos años todo había cambiado para la vida y las esperanzas de Ramón. Aquel encuentro, en un banco de los Jardines de Luxemburgo, era una prueba de muchas transformaciones, que incluían la difuminación del sueño español y los kilos perdidos por el asesor desde la última vez que se vieran.
– ¡Qué bendición!, ¿no? -dijo Tom, sin moverse de su posición.
– Menos mal que tú prefieres los parques y no los cementerios -comentó y se acomodó junto a su jefe. Ante él quedó una amplia vista del estanque, el palacio y los jardines, donde algunas flores amarillas de corazón púrpura, nacidas incluso en los últimos islotes de nieve, pugnaban por anunciar el fin del invierno. Con el regalo del primer sol primaveral, los ancianos y las nodrizas se habían apropiado de los bancos y Tom parecía ufano y feliz.
– Moscú era un témpano de hielo.
– ¿Vienes de allá?
El soviético asintió apenas. Jacques encendió un cigarrillo y esperó. Ya conocía aquellos ritos.
– Quise irme a Madrid con lo que queda de la República pero me ordenaron salir. Bueno, ya no hay mucho que hacer. El final es cuestión de días…Bliat'!
Jacques sintió que la indignación de Ramón otra vez lo asediaba, pero supo contener un arranque de ira que podía resultar inapropiado. Desde hacía varios días vivía arrastrando la rabia que le produjo saber que Gran Bretaña y Francia llegaban al extremo del cinismo con el reconocimiento del caudillo fascista como legítimo gobernante español. Y ahora los franceses, siempre orgullosos de su democracia republicana, no solo internaban a los refugiados en campos de concentración, sino que llegaban al extremo de nombrar a Pétain su embajador ante el gobierno de Franco cuando aún existía la República. Lo que más le dolía, sin embargo, era haber leído en los periódicos parisinos que los soviéticos también se habían desentendido de España cuando vieron llegar el desastre final.
– ¿Qué dicen en Moscú? -se atrevió a preguntar.
– Lo que tú y yo sabemos: que sin unidad no se puede vencer al enemigo. Y es verdad: ahora mismo los republicanos se están matando entre ellos en Madrid, mientras Franco se hace limpiar las botas para ir a desfilar por la Gran Vía. Pobre España, no es fácil lo que le espera…
Jacques lamentó haber preguntado. Para las derrotas, invariablemente había un argumento y un culpable previsible, siempre el mismo.
Tom permaneció en silencio, todavía inmóvil, como si lo único importante fuese recibir aquellos desleídos rayos de sol.
– Me reuní en Moscú con Beria y Sudoplátov, el oficial operativo que va a servirnos de enlace. Stalin nos pidió que echáramos a andar la máquina.
– ¿Salimos para México? -Jacques Mornard lamentó de inmediato que su ansiedad lo traicionara.
– Tú no vas a ningún lado, todavía no. Yo salgo en unos días. El Pato se compró una casa y va a mudarse. Tengo que reconocer el terreno, hacer ajustes, organizar algunas cosillas… El juego de ajedrez.
– ¿Y yo qué hago?
– Esperar, mi querido Jacques, esperar. Y, entretanto, que no se te ocurra hacer otra locura… Eso de exhibirte en Le Perthus y andar repartiendo golpes… -Tom había bajado lentamente la cabeza y, luego de pasarse el pañuelo por la cara, como si quisiera limpiarse del sol, posó una mirada fría y distante en Jacques Mornard, que sintió cómo se helaba por dentro-. Yo siempre lo sé todo,múdak… No juegues conmigo. Nunca. Un día te puedo arrancar los cojones y…
El joven se mantuvo en silencio. Cualquier argumento podía empeorar su situación.
– Yo sé que es duro para un hombre como tú -siguió Tom, mientras se anudaba el pañuelo en el cuello-, pero la disciplina y la obediencia son lo primero. Creí que lo habías aprendido… -dijo y volvió a mirar a su pupilo-. ¿Qué es más importante, un impulso personal o la misión?
Jacques sabía que era una pregunta retórica, pero la pausa de Tom lo obligó a responder.
– La misión. Pero yo no soy de hielo…
– ¿Qué es más importante -continuó el otro, subiendo el tono-, conservar el terreno ganado o perder á alguien de quien esperamos tanto? No me respondas, no me respondas, solo piensa… -Tom le dio tiempo para pensar, como si realmente fuera necesario, y agregó-: Vamos a abrir otras líneas en México. Casi tenemos que empezar desde el principio, plantar los operativos posibles y decidir en unos meses cuál de ellos vamos a utilizar. Pero tú irás por tu propio rumbo, sigues siendo mi arma secreta. Y no me puedo dar el lujo de perderte. Ya sé que no eres un pedazo de hielo… Le hablé de ti al camarada Stalin y está de acuerdo en que te conservemos como nuestra carta de triunfo.
Ramón no podía creerlo: ¿el camarada Stalin sabía de él?, ¿conocía su existencia?, ¿entre sus infinitas preocupaciones también estaba él? A duras penas consiguió controlar su orgullo para ponerse a la altura de las circunstancias, confesando lo que consideraba su mayor debilidad:
– Disculpa, Tom, pero es que hay días en que no puedo dejar de ser Ramón Mercader.
– Eso ya lo sé, y es lógico que así sea. Pero Jacques Mornard tiene que saber controlar a Ramón Mercader. Ese es el punto. ¿Podrás soltar o retener a voluntad a Ramón Mercader?
– No sé…
Tom movió el torso y las nalgas por primera vez. Buscó la mejor posición para mirar al joven y le sonrió.
– Ahora viene un momento importante para ti: vas a ser a la vez Ramón Mercader y Jacques Mornard. Tienes que aprender a sacar a uno y a otro en cada momento específico, porque si te llega la ocasión, debes salir de Jacques para entrar en Ramón casi sin pensarlo. Para los que te conocen en París seguirás siendo Jacques Mornard. Mientras, Ramón va a relacionarse otra vez con Caridad, con sus hermanos, y para ese círculo íntimo va a ser un comunista español lleno de odio contra los fascistas y los trotskistas quintacolumnistas y traidores burgueses que acabaron con la República y que darían cualquier cosa por hacer desaparecer a la Unión Soviética.
– No te preocupes. Tengo ese odio clavado aquí -y se señaló el pecho, donde sentía latir el odio, muy cerca de donde palpitaba el orgullo.
– Desde ahora Caridad es parte de la operación. Ella, tú y yo formamos un equipo. Lo que hagamos nada más lo sabremos nosotros. George Mink queda fuera de ese círculo… Óyeme bien, muchacho: estamos en el centro de algo muy grande, algo histórico, y tal vez la vida te dé la oportunidad de prestar un servicio impagable a la lucha por la revolución y el comunismo. ¿Estás listo para hacer algo que puede ser la mayor gloria para un comunista y la envidia de millones de revolucionarios en el mundo?
Ramón Mercader observó unos instantes los ojos de Tom: eran tan transparentes que casi podía ver a través de ellos. Recordó entonces el cadáver de Lenin y los vidrios en que se había visto a sí mismo, superpuesto al rostro del Gran Líder. Y se supo un privilegiado.
– No lo dudes un segundo -dijo-. Estoy listo.
Ramón se sintió más cómodo desde que pudo convivir con Jacques Mornard como si fuera un traje que se usa solo para ciertas ocasiones.
Durante las semanas de espera, que se convirtieron en meses, obligó al belga a escribir con frecuencia a Sylvia, prometiéndole siempre un cercano reencuentro, paseó con él por París y frecuentó las amistades de la mujer, especialmente a la librera Gertrude Allison y a la joven Marie Crapeau, con la que varias veces fue al cine a ver las comedias de los hermanos Marx, que los dos disfrutaban hasta llorar de la risa. Jacques acudió al hipódromo, convertido en punto de encuentro de los centenares de espías, de todas las banderas imaginables, que pululaban por la ciudad, y al famoso Café des Deux Magots y otros sitios predilectos de una bohemia parisina pasmosamente ajena a los peligros que se advertían en el horizonte.
Mientras, Ramón, en compañía de Caridad, viajó con el joven Luis, recién regresado de España, y con la reaparecida Lena Imbert hasta Amberes, donde los jóvenes embarcaron con destino a la Unión Soviética para que Luis continuara sus estudios y creciera como revolucionario en la patria del proletariado y entre los comunistas españoles acogidos al exilio. En varias ocasiones visitaron a su hermana Montse, radicada en París con su recién adquirido esposo, Jacques Dudouyt, cuya única característica notable, según Caridad, era su calidad como cocinero.
Buscando señales de los nuevos tiempos, Ramón y Caridad siguieron con interés las informaciones que llegaban desde Moscú, donde el camarada Stalin protagonizaba un nuevo Congreso del Partido ante el cual, con su valentía habitual, se atrevía a criticar los excesos de ciertos funcionarios durante las purgas y procesos de los años anteriores. Como ya esperaban, la cabeza de Yézhov recibió las mayores reprimendas y le auguraron un desenlace similar al de su antecesor, Yagoda. Pero lo más importante para el país de los Soviets, en aquel tiempo de definiciones ante las amenazas de guerras imperialistas, era conseguir la unidad perfecta del pueblo en torno a un partido monolítico, como el que emergió de un congreso en el cual el Secretario General destituyó a más de tres cuartas partes de los miembros del Comité Central elegido cuatro años antes, y los sustituyó por hombres de incombustible fe revolucionaria. Las exigencias del presente se imponían y el camarada Stalin preparaba al país para la más férrea resistencia ideológica.
Ramón descubrió en ese tiempo que su relación con Caridad comenzaba a tomar un cariz diferente. El hecho de que ahora fuese él quien estuviera en el centro de una misión cuyas proporciones ella no pudo ni siquiera vislumbrar la madrugada en que se presentó en la Sierra de Guadarrama, lo colocaba a una altura a la que su madre no podía acceder: su tendencia a controlar destinos tuvo que replegarse ante poderes que la desbordaban. Tal vez la influencia de Tom había contribuido a aquel cambio, exigiéndole a la mujer mantenerse en el sitio que ahora ocupaba en una relación triangular que tanto dependía del equilibro de las partes. Ver que Caridad dejaba de ser una presencia opresiva lo alivió y contribuyó a que su forzada inactividad no se complicara con roces innecesarios.
Fiel a su movilidad trepidante, Tom había partido hacia Nueva York y México a principios de abril, poco después de la entrada definitiva de las tropas franquistas en Madrid. Cuando regresó, a finales de julio, el agente traía consigo una mezcla de satisfacción y preocupaciones por el progreso de una operación que todavía se deslizaba a un ritmo cauteloso.
Durante la semana que, por sugerencia de Tom, fueron a pasar en Aix-en-Provence, además de recorrer la ruta de Cézanne y disfrutar de las sutilezas de la comida provenzal, que el asesor adoraba, Ramón y Caridad conocieron los detalles del mecanismo puesto en marcha. Por una vía paralela a la suya, les explicó Tom, el camarada Griguliévich (desde el principio Ramón se preguntaría si aquél no sería el nuevo nombre de George Mink) se había establecido en México y comenzado a trabajar con la tribu local que eventualmente realizaría una acción contra el Pato. Valiéndose de un enviado del Komintern, habían comenzado por recabar el apoyo del Partido, para descubrir (sin demasiada sorpresa) que dos de sus líderes, Hernán Laborde y Valentín Campa, no se atrevían a sumarse a una posible acción, esgrimiendo el pretexto de que consideraban a Trotski un cadáver político y que cualquier acto violento en su contra podría complicar las relaciones del Partido con el presidente Cárdenas. Aquel titubeo de los dirigentes no había impedido establecer otros dos objetivos: la posibilidad de encontrar un grupo de militantes dispuestos a realizar una acción armada contra el renegado, y la preparación de una campaña masiva de rechazo a la presencia de Trotski en México, con la que se buscaba crear un estado de opinión adverso, incluso agresivo, contra el exiliado.
Mientras, en Estados Unidos, los colegas de Tom habían logrado infiltrar a varios jóvenes comunistas entre las filas de los trotskistas con la intención de conseguir que alguno de ellos fuera enviado como guardaespaldas a la madriguera del Pato. Ese hombre, si lograba ser colocado en el interior de la casa del renegado, tendría la misión de informar sobre sus movimientos y, según uno de los planes previstos, facilitar incluso la entrada de un comando o un agente solitario encargado de perpetrar el atentado. Como el propio Tom había podido comprobar, la nueva casa de Trotski era prácticamente inexpugnable: a las características del edificio (altos muros, portones blindados, el río que corría a su lado y hacía casi imposible el acceso por ese flanco) se habían añadido un sistema de vigilancia compuesto por siete hombres armados, a los que se sumaban los policías mexicanos que protegían la residencia, y un mecanismo eléctrico que activaba luces y disparaba alarmas.
– Hasta que tengamos a ese hombre ahí dentro, la cocinera que trabaja en la casa del Pato nos va a mantener informados. Es una agente del Partido.
– ¿Y dónde encaja Jacques en esos planes? -quiso saber Ramón, que no se encontraba en aquel tablero mortal, dibujado en todos sus detalles, y donde la figura del renegado parecía perfectamente rodeada, sin la mínima posibilidad de escape.
– Todos tienen su sitio. Jacques va a seguir avanzando, no te preocupes -dijo el asesor y bebió de su copa de vino.
Tom, Caridad y Ramón ocupaban una de las mesas que los dueños del restaurante, aprovechando la estación veraniega, habían colocado en la acera aneja al paseo principal de la ciudad. Ya habían escogido los platos -Ramón, por pura coincidencia, se había decantado por una receta de pato- y ordenado un vino ligero y fresco que les despertaba el apetito. Su imagen era la de tres apacibles burgueses en plan turístico y las maneras en la mesa de Caridad y Ramón, el sombrero panameño de Tom, los mundanos gustos gastronómicos de cada uno de ellos, los hubiera colocado en la categoría de burgueses ilustrados, conocedores de los placeres de la vida que se compran con dinero.
– Cuando me den la orden, los tres nos vamos a México -dijo Tom y miró a Ramón-. El papel de Jacques Mornard en esta cacería depende de muchas cosas todavía lejanas. Pero sería crucial que Sylvia pudiera introducirlo en la casa. Todavía no sabemos si conseguiremos meterles al espía americano, así que la posibilidad de que Jacques esté cerca podría ser importante. Y si fuera necesario, si todo lo que estamos planeando fallara o no resultara seguro por una u otra razón, entonces Jacques entraría en acción.
– ¿Y por qué no utilizan a la cocinera? -preguntó Caridad-. Lo puede envenenar…
– Ése sería el último recurso. Stalin ha pedido algo que suene, un castigo ejemplar.
– ¿Y no podría hacerlo el americano? -insistió la mujer. Tom la miró y se sirvió más vino.
– En principio, sí. Podría ser un trotskista desencantado que se peleó con su líder… Pero ¿y si falla y lo detienen? ¿Quién garantiza el silencio de ese hombre? -Tom abrió una pausa expectante, para responderse a sí mismo-. Ese es un riesgo que no podemos correr… Nunca, en ningún caso, la Unión Soviética y el camarada Stalin pueden verse involucrados en la acción. ¿Me estás oyendo, Ramón? -la voz del hombre había quebrado su ritmo monótono para tornarse enfática-. Por eso estamos trabajando con el personal mexicano, para que parezca una cosa de política y rencillas locales. Los mexicanos no tendrán información ninguna de la conexión de Griguliévich conmigo y menos de la mía con Moscú. Estamos pensando que algún hombre nuestro, supuesto republicano español que los conoció en la guerra, ayude a Griguliévich y los controle desde dentro. Si ellos hacen bien las cosas, pues felicidades, el trabajo estaría cumplido y nosotros habríamos tenido unas vacaciones en el trópico.
– La Ciudad de México no es muy tropical que digamos -se atrevió a rectificarlo Caridad y Tom rió, ruidosamente.
– Querida, el trópico está en cualquier lugar donde no haya que vivir la mitad del año cagándose de frío y caminando entre la puta nieve.
París parecía a punto de fundirse bajo el sol y el miedo: las temperaturas bélicas, increíblemente altas durante aquel caluroso agosto, habían deshecho al fin las displicencias de los políticos y dado paso a una nerviosa preocupación por la creciente agresividad de los discursos nazis, que ya habían provocado la movilización del ejército y los reservistas. Circulaban noticias alarmantes de grandes concentraciones de tropas en Alemania, y se discutía sobre cuáles podían ser los próximos objetivos de un imperio agresivo que ya se había tragado a Austria y parte de Checoslovaquia y contaba ahora con un aliado agotado pero fiel al sur de los Pirineos. Después de muchas dilaciones y auto-engaños, la inminencia de la guerra se instalaba en el miedo de los parisinos.
Tom había desaparecido de nuevo, sin anunciar cuál era su destino. Ramón, empleando con más frecuencia a Jacques Mornard, merodeó con insistencia el mundo que había compartido con Sylvia, pues encontró en los círculos trotskistas unos niveles de alarma que rozaban la histeria. Desde México, el exiliado se había lanzado a una campaña de advertencia sobre lo inminente de una conflagración militar y en cada ocasión volvía a expresar su temor por la debilidad defensiva soviética a consecuencia de las purgas a que fuera sometido el Ejército Rojo durante los dos años anteriores. Jacques Mornard, siempre ajeno a las pasiones políticas, escuchaba aquellos argumentos y no podía dejar de advertir en ellos una subterránea incitación a los enemigos de la Unión Soviética a aprovechar aquella coyuntura sobre la que tanto insistía el renegado.
La mañana del 23 de agosto, cuando una Caridad desencajada y nerviosa, como devuelta a los días turbios del pasado, llegó al departamento de Jacques, el joven, que bebía el tazón de café con el cual trataba de despejar los efectos del champán consumido la noche anterior, adivinó la gravedad de unos acontecimientos que de inmediato la mujer le revelaría y terminarían de despertarlo de pura conmoción.
– La Unión Soviética y los nazis han firmado un pacto -susurró Caridad, en español, y aunque el joven no entendió qué significaban aquellas palabras, a qué locura se referían, sintió que era Ramón quien, ya totalmente lúcido, escuchaba a su madre-. Lo están diciendo en todas las emisoras. Los periódicos van a sacar ediciones al mediodía. Lo han firmado Molotov y Ribbentrop. Un pacto de amistad y no agresión. Pero ¿qué coño está pasando?
Ramón trató de procesar la información, pero sentía que algo se le escapaba. ¿El camarada Stalin pactaba con Hitler? ¿Lo que predecía el Pato había ocurrido?
– ¿Qué más dicen, Caridad? ¿Qué más dicen? -gritó, de pie ante la mujer.
– ¡Eso es lo que dicen,collons! ¡Un pacto con los fascistas!
Ramón esperó unos segundos, como si necesitara que la sacudida se diluyera entre las razones que comenzó a perseguir desesperadamente, como aquellos cerdos buscadores de trufas en el Dax de su adolescencia, y se aferró al poste más sólido que tenía a mano:
– Stalin sabe lo que se hace, siempre lo sabe. No te apures, si firmó un acuerdo con Hitler es porque tiene razones para hacerlo. Por algo lo ha hecho…
– En la Concorde y en Rivoli han quemado banderas soviéticas. Mucha gente dice que va a renunciar al Partido, que se siente traicionada… -Caridad hurgó más en la herida.
– Los putos franceses no pueden hablar de traición, ¡cono! Ribbentrop estaba dándose la lengua con ellos aquí en París mientras Franco masacraba a los republicanos.
Caridad se derrumbó en el sofá, sin fuerzas para rebatir o apoyar las palabras de Ramón, quien, a pesar de la convicción que acababa de expresar, no conseguía superar el vértigo que lo dominaba. ¿Dónde coño estaba Tom? ¿Por qué no llegaba con sus argumentos? ¿Cómo podía haberse largado precisamente ahora, cuando él más lo necesitaba?
– ¿Y cuándo cojones llega Tom? -gritó al fin, sin plena conciencia de hasta qué punto dependía de las ideas y palabras de su mentor.
Durante años Ramón recordaría aquel día amargo. Rotos todos los esquemas que apuntalaban sus creencias, se enfrentaba a lo inconcebible, pues se había concretado el acercamiento entre Stalin y Hitler que Trotski había anunciado durante años. Tal como llegaría a saber unos meses después, la desilusión resultó tan dolorosa que varios comunistas españoles, presos en las cárceles franquistas, se suicidaron de vergüenza y desencanto al saber del acuerdo: aquélla era la última derrota que podían resistir sus convicciones.
Al día siguiente, cuando un Ramón lleno de dudas, con la radio puesta y rodeado de periódicos, abrió la puerta seguro de que otra vez encontraría a Caridad, el rostro sonriente con que se topó tuvo el efecto inmediato de devolverle el sosiego extraviado durante un día y medio.
– Una jugada maestra -dijo Tom y palmeó el hombro de Ramón cuando pasó por su lado-. Una jugada increíble…
– ¿Estabas en Moscú? -la ansiedad todavía lo dominaba.
– ¿Preparas un café? -El recién llegado barrió con una mano los periódicos que ocupaban el sofá, sin poner un énfasis especial en su acción: solo limpiaba un sitio donde se había acumulado basura para acomodarse mejor, con un suspiro, como si estuviera muy fatigado-. Llevo dos días casi sin dormir -comentó y Ramón entendió el mandato. Se fue hacia la cocina para preparar el café y desde allí escuchó a Tom-. Dime la verdad, ¿qué pensaste? Va a quedar entre tú y yo.
Ramón notó que, a pesar del calor, las manos se le enfriaban.
– Que Stalin sabe lo que hace.
– ¿De verdad? Pues te felicito, porque nunca el camarada Stalin ha estado más seguro de algo. Incluso está seguro de las dudas de los comunistas europeos.
– Yo soy un comunista español -precisó él y escuchó la carcajada de Tom.
– Sí, claro, y recordarás que hace un año las democracias europeas aceptaron calladitas que Hitler se comiera un pedazo de Checoslovaquia. ¿Y ahora no quieren que Stalin proteja a la Unión Soviética?
Ramón salió con el café, servido en dos grandes tazas, y casi con prisa Tom comenzó a beber de la suya.
– Óyeme bien, muchacho, porque debes entender lo que ha pasado y por qué ha pasado. El camarada Stalin necesita tiempo para rehacer el Ejército Rojo. Entre espías, traidores y renegados, hubo que purgar a treinta y seis mil oficiales del ejército y cuatro mil de la marina. No hubo más remedio que fusilar a trece de los quince comandantes de tropa, sacar a más del sesenta por cierto de los mandos. ¿Y sabes por qué lo hizo? Pues porque Stalin es grande. Aprendió la lección y no podía permitir que nos ocurriera lo mismo que a ustedes en España… Ahora, dime, ¿crees que así se puede pelear contra el ejército alemán?
Ramón probó su café. Una cuña de lógica empezaba a apartar la densidad de las dudas. Tom se inclinó hacia él y continuó.
– Stalin no puede permitir que Alemania invada Polonia y llegue hasta la frontera soviética. Primero estaría el factor moral, eso sería como entregarles una parte de nosotros. Y, luego, el militar: desde Polonia los fascistas estarían a un paso de Kiev, Minsk y Leningrado.
– ¿Y qué garantiza el pacto?
– Para empezar, que Polonia oriental será nuestra. Es la mejor manera de mantenerlos lejos de Kiev y Leningrado. Con los alemanes a esa distancia y con un poco de tiempo para preparar mejor el Ejército Rojo, quizás nunca se decidan a atacar la Unión Soviética. Eso es lo que Stalin busca con este pacto. ¿Empiezas a entender? -Ramón asintió y él, reclinándose, continuó-: Las cuentas están claras. El ejército alemán tiene ochenta divisiones. Les alcanzan para lanzarse sobre Occidente o sobre la Unión Soviética, pero no sobre los dos frentes a la vez. Hitler lo sabe y por eso aceptó firmar. Pero ese papel no significa nada, no quiere decir que renunciemos a nada. Míralo como una solución táctica, porque tiene un único fin: ganar tiempo y espacio.
– Entiendo -dijo Ramón mientras sentía cómo sus tensiones bajaban-. De todas maneras… -comenzó, pero Tom lo interrumpió.
– Me alegra que lo entiendas, porque vas a tener que aceptar muchas cosas que a otros les pueden parecer extrañas. La guerra está al doblar la esquina, y cuando empiece tendremos que tomar decisiones muy graves y caerán acusaciones terribles sobre nosotros. Pero recuerda que la Unión Soviética tiene el derecho y el deber de defenderse, aunque sea a costa de Polonia o de quien sea… Por suerte tenemos al camarada Stalin, y él ve más lejos que todos los políticos burgueses… Tan lejos que dio la orden de que te pongas en marcha.
Ramón sintió una sacudida. El giro imprevisto de la conversación, que de pronto lo incluía a él en una maniobra política gigantesca, borró los últimos vestigios de duda y lo llenó de orgullo.
– ¿Ya ha dado la orden?
– Empezamos a acercarnos… Todo depende de lo que pase en los próximos meses. Si los alemanes barren con Europa, nos ponemos en movimiento. No podemos correr el riesgo de que el Pato siga vivo. Los alemanes pueden usarlo como cabeza de una contrarrevolución. Y él está tan desesperado por tener poder, tan lleno de odio hacia la Unión Soviética, que no dudará un segundo en prestarse a ser el títere de Hitler en una agresión contra nosotros.
– ¿Y qué hacemos?
Tom hurgó en el bolsillo de su camisa y sacó un pasaporte.
– No podemos arriesgarnos a que te agarre acá un cierre de fronteras… Te vas a Nueva York… Jacques Mornard se va porque la guerra va a empezar y no está dispuesto a pelear por otros. Compraste este pasaporte canadiense por tres mil dólares y vas a ver a Sylvia antes de ir a México, donde tienes un trabajo como agente de un comerciante, un tal Peter Lubeck, importador de materias primas…
– ¿Vuelvo entonces a ser Jacques Mornard?
– A jornada completa, aunque con dos nombres. Según ese pasaporte, eres Frank Jacson… Y no te preocupes, Caridad y yo vamos a estar cerca de ti todo el tiempo.
Ramón observó el pasaporte donde, bajo su rostro fotografiado, leyó su nuevo nombre, y se sintió feliz por saber que se aproximaba al frente de un combate en el que se podía decidir el futuro de la revolución socialista. Cuando levantó la vista del pasaporte vio que Tom se había quedado dormido, con la cabeza colgándole hacia el hombro. De su boca empezó a salir un ronquido profundo. Lo dejó que recuperara fuerzas. Para ellos estaba a punto de empezar la guerra.
En los días lacerados por las dudas que se sucederían, y en los años dificilísimos que les seguirían, Ramón Mercader dedicó muchas horas a evocar el recuerdo de la vida de Jacques Mornard y llegó a descubrir que sentía por él dosis similares de admiración y pena. Lo que Jacques hizo en aquella ocasión, por ejemplo, fue algo mecánico, una decisión que, en ese momento, pareció ser la única posible tratándose de alguien como él: apenas desembarcado en Nueva York, abordó un taxi y se fue a ver a Sylvia. Ni siquiera consideró la idea de tomarse un par de días para disfrutar de la ciudad sin tener que arrastrar el peso muerto de aquella mujer cargante. Definitivamente, Jacques era un poco tonto y obedecía demasiado al puritanismo de Ramón y a las órdenes de Tom, pensaría él cuando estuvo en condiciones de examinar a Jacques desde una distancia crítica y de ver otras alternativas para actos como aquél.
Cuando abrió la puerta y lo vio, Sylvia estuvo a punto de desfallecer. A pesar de las cartas donde él le ratificaba su amor, su promesa de matrimonio y la cercanía del reencuentro, aquella mujer, obnubilada como estaba y estaría hasta el instante mismo en que fue brutalmente expulsada de su sueño, tembló cada día que duró la separación, temiendo que aquel regalo del cielo se le esfumara y la devolviera a su soledad de treintañera fea y sin expectativas. Durante aquellos meses de lejanía había sufrido cada instante pensando que Jacques podía enamorarse de otra mujer, o que no encajaría en su vida de siempre, tan llena de reuniones y trabajos políticos, o que Jacques era demasiado hombre para tan poca mujer… Ahora, la felicidad de tenerlo frente a ella le hizo brotar lágrimas, mientras lo besaba como si quisiera hacerlo definitivamente real con el calor de sus labios.
– Mi amor, mi amor, mi amor -repetía, como una posesa, mientras comenzaba a' arrastrar a Jacques hacia la habitación del pequeño departamento de Brooklyn.
Esa noche, saciados sus apetitos, Sylvia al fin pudo saber que su amante se había convertido en un desertor. Él le explicó que su sostenida decisión de no enrolarse en el ejército lo había llevado a buscar un pasaporte en el mercado negro, gracias al cual pudo salir de Francia. La generosidad de su madre le había proveído de dinero para la compra del pasaporte (se han puesto carísimos por la guerra, dijo), para el viaje y para traer unos cuantos miles de dólares más con los cuales podrían vivir en Nueva York hasta que apareciese algo económicamente satisfactorio. Ante la decisión de su hombre, que venía en su busca tras quemar sus naves, Sylvia se sintió aturdida de felicidad.
Jacques insistió en que salieran a cenar. Ella le propuso un restaurante cercano, mientras planificaba los paseos que darían para familiarizar a su amante con Nueva York. En el quiosco de prensa, el vendedor se disponía a cerrar las persianas y Jacques se apresuró para comprar algún diario de la tarde. Nada más llegar al quiosco, el titular repetido en todos los vespertinos se prendió en su retina: esa madrugada Alemania había invadido Polonia.
Con varios periódicos en las manos, entraron en el modesto restaurante, amueblado con mesas de fórmica, se acomodaron y comentaron que aquella acción era, sin duda, el inicio de la guerra. Las reacciones británica y francesa a la invasión alemana eran de un tono que solo podía conducir a una declaración de guerra, y se especulaba si también Estados Unidos se sumaría. Mientras leía, Jacques comprendió que, una vez más, Tom había analizado con agudeza la estrategia soviética, y supo que ahora se hallaba unos pasos más cerca del cumplimiento de su misión.
Sylvia resultó ser una excelente guía en la ciudad. Por su trabajo político y sus acciones comunitarias conocía cada palmo de la metrópoli. Jacques pudo ver con sus propios ojos la convivencia, en un espacio limitado, del rutilante esplendor y la mezquina pobreza sobre los que se sostenía aquel espejo del capitalismo. Con Tom aún en Europa, dedicó todo su tiempo a Sylvia y se sintió orgulloso de poder satisfacer las necesidades de la siempre hambrienta mujer.
Tal como habían quedado, a partir del 25 de septiembre Jacques se trasladó, en días alternos, a un bar de Broadway donde, en algún momento, Tom lo encontraría para pasarle las nuevas instrucciones. El pretexto dado a Sylvia fue la necesidad de buscar a un viejo compañero de estudios, radicado desde hacía años en la ciudad, y con suficientes relaciones como para conseguirle un buen trabajo.
La tarde del 1 de octubre, cuando vio entrar a Andrew Roberts, vestido con una elegancia deslumbrante y exhibiendo unas maneras sofisticadas, Ramón sintió oleadas de envidia. ¿Cuántas pieles podía usar aquel hombre? ¿Cuáles de las historias que le había contado serían ciertas? Además de su fidelidad a la causa, ¿qué parte visible de él era real? Ahora parecía un actor de aquellas películas de matones de Chicago que tanto gustaban a los norteamericanos. Incluso su risa se adecuaba a su aspecto, cinematográfico y gangsteril.
– ¿Mucho trabajo? -preguntó en inglés al sentarse junto a Jacques.
– Diría que demasiado, míster Roberts. Esa mujer siempre quiere más.
– Usa tu furia española. Si fueras sueco, estarías jodido -y rió sonoramente, mientras se dirigía al barman-: Lo de siempre, Jimmy. Y también para mi amigo.
– ¿Y Caridad? -preguntó Jacques, ocultando su sorpresa por la familiaridad con que Roberts trataba al barman.
– Por ahora olvídate de ella. Te quiero todo el tiempo viviendo y pensando como Jacques Mornard.
– ¿Por qué has tardado tanto?
– Con la guerra todo se complicó. Tuve que buscar un pasaporte nuevo, no podía salir como polaco.
– ¿Y qué has sabido de México?
– Todo marcha. Te necesito allá en dos semanas.
– ¿Para hacer algo?
– Tienes que familiarizarte con el terreno. Desde que el Ejército Rojo entró en Polonia, las cosas se están moviendo como el camarada Stalin lo tenía previsto. Presiento que la orden está al darse.
Míster Roberts recibió el vodka helado y, antes de que el barman colocara la pequeña copa ante Jacques, ya él le devolvía la suya, vacía.
– Hoy tiene sed, míster Roberts -dijo Jimmy, que rellenó la copa y se retiró.
– En unos días Europa se va a convertir en un infierno -suspiró Roberts.
– ¿Me llevo a Sylvia?
– De momento es preferible dejarla por aquí. Tienes un trabajo en México en una empresa importadora. Tu amigo belga te puso en contacto con el señor Lubeck, que necesitaba a alguien que hable varios idiomas y sea capaz de brindarle más confianza que un mexicano. Es un trabajo fácil y bien remunerado… A Sylvia la necesitaremos en México más adelante, cuando tú domines el terreno.
– ¿Y el espía americano?
El barman regresó con otro vodka y Roberts le regaló su sonrisa de hombre duro y de éxito.
– Todavía nada. Pero así es mejor. Si llegase ahora, sería demasiado pronto. Griguliévich está viéndoselas negras con los mexicanos. Cada uno quiere hacer las cosas a su manera y hacerlas mañana mismo.
Jacques probó su vodka y Roberts vació el suyo.
– Desde ahora eres Jacson para todos los asuntos legales; para Sylvia y las gentes que conozcas a través de ella, eres Jacques. Cuida tu forma de hablar. La idea es que poco a poco vayas mejorando tu castellano.
El barman retiró la copa vacía y la devolvió llena. Roberts le sonrió. Lentamente Jacques terminó su vodka.
– Te veo preocupado, muchacho -dijo Roberts.
– A veces tengo miedo de que todo esto -Jacques Mornard abrió las manos, hacia el bar, hacia la ciudad- sea sólo por gusto. Llevo dos años preparándome para algo que quizás nunca haga. Dejé a mis compañeros en España, no tengo un solo amigo, me he convertido en otra persona y todo puede haber sido en vano.
Míster Roberts lo dejó terminar y se mantuvo unos instantes en silencio.
– Este trabajo es así, muchacho. Se lanzan muchos sedales, aunque haya un solo pez. Cada uno de nosotros es un sedal. Alguno tendrá la posibilidad de atrapar el pez y los otros volverán vacíos, pero habrán cumplido su función dentro del agua. Sería crucial que consiguieras acercarte al Pato. Todo lo que sepamos de cómo funciona esa casa nos va a ayudar mucho. Pero, mientras, seguirás siendo un sedal con un anzuelo en la punta. Y te aseguro que vas a ser el que más cerca esté del pez, con la mejor carnada. En el momento definitivo, quizás no te lleves toda la gloria, pero habrás hecho tu trabajo, disciplinada, silenciosamente, y aunque nunca nadie sepa que estuviste tan cerca de la gran responsabilidad, los hombres del futuro tendrán un mundo más seguro y mejor gracias a gentes como tú.
– Te agradezco el consuelo. Últimamente te gusta hablar como Caridad.
– No es un consuelo ni un discurso: es una verdad. Así que vete a México y prepárate… Recuerda que desde la primera vez que te vi en Barcelona tuve un presentimiento muy fuerte contigo y no soy de los que se equivocan así de fácil. Por eso hemos llegado hasta aquí. De los que están en México, ¿sabes cuántos conocen que yo existo? Ninguno. Y nunca lo sabrán. Si ellos son los encargados de sacar al Pato del camino, nadie sabrá jamás que hubo un tal Roberts, no, un tal Tom, bah, no, que era Grigoriev, ¿o era Kotov?, en fin, debió de haber un hombre que los paró frente a la historia. ¿Quién fue?… Yo soy un soldado que pelea en las tinieblas y solo aspiro a cumplir mi deber. -Míster Roberts sacó unos billetes y los calzó con la copa-. Vamos, al doblar están pasando la última película de los hermanos Marx.
Jacques sonrió y miró a su mentor. -V
– Lo siento, míster Roberts, he quedado para cenar con mi prometida. Espero que nos veamos pronto. Gracias por la copa.
– De nada, míster Jacson. Buena suerte con su novia y con su trabajo.
Los hombres se dieron la mano y Roberts vio a Jacques alejarse hacia la salida. Entonces volvió a su silla y se acodó en la barra.
– Jimmy, creo que mi copa está vacía.
Estampó la firma de Jacques Mornard y dobló cuidadosamente la hoja. Al tratar de introducirla en el sobre rotulado con el membrete del hotel Montejo, Ramón tuvo otra vez la certeza de que los fabricantes de cuartillas y los de sobres para correspondencia debían llegar a un acuerdo: o unos les cortaban unos milímetros a las hojas o los otros les añadían unos a los sobres. Nada le molestaba más que algo que deseaba impoluto se dañara sin necesidad, y por eso metió con sumo cuidado la hoja en el sobre. Con la lengua mojó el pegamento y cerró el envoltorio, calzándolo con la lámpara para conseguir la adhesión perfecta.
Terminó de vestirse y, antes de colocarse el sombrero, escribió su nombre debajo del membrete del hotel y, en el centro del sobre, la dirección de Sylvia Ageloff. Bajó, entregó la carta en recepción y salió al paseo de la Reforma. En medio del bullicio habitual, avanzó por la acera en busca del garaje donde solía aparcar su reluciente Buick y miró con lejanía a la india que, en la esquina, vendía tortillas calentadas en un comal de piedra. El olor dulzón de la harina de maíz lo acompañó hasta que abordó el auto, negro y brillante. Sin mirar el plano de la ciudad, puso proa a Coyoacán.
Hacía una semana que Jacques Mornard, con el pasaporte extendido a nombre del ciudadano canadiense Frank Jacson (¿por qué no Jackson?, ¿a quién demonios se le había perdido aquellak que lo obligaba a dar explicaciones?) había llegado a la Ciudad de México y apenas había tenido tiempo de aburrirse. Además de las varias cartas que le había escrito a Sylvia, había comenzado a preparar la logística indispensable para el desarrollo de su misión y para el apuntalamiento de su personaje. Después de comprar el auto de segunda mano pero en perfecto estado, había conseguido abrir una dirección de correos en un edificio de oficinas de la calle Bucareli, dándole al encargado el pretexto de que, mientras buscaba un local, necesitaba recibir correspondencia en un sitio que no fuera el hotel. Además se había paseado por oficinas, restaurantes y comercios del centro, practicando su castellano afrancesado, y dedicó horas a leer los periódicos de mayor circulación, buscando ponerse al día en las peripecias de la política local, hasta tener un juicio aproximado del modo en que, llegado el momento y ante diferentes interlocutores, debía de hablar de cada tema. Había comprobado que, como solía ocurrir, mientras los partidos de derecha tenían muy claros sus propósitos, los de la izquierda andaban enfrascados en las más desgarradoras controversias. Por último, había vuelto a estudiar los planos de México recién comprados (los que había manoseado en París los rompió antes de salir, para evitar que Sylvia pudiera verlos en sus maletas) y recuperó la imagen de la ciudad, ahora poniendo rostro a algunas de sus calles, de sus plazas y parques.
A pesar de la falta crónica de indicaciones, condujo sin equivocarse una sola vez hasta el cruce de las calles Londres y Allende, en Coyoacán. Detuvo el coche y lo cerró. Protegiéndose del sol con las gafas oscuras de aro dorado compradas en Nueva York, observó la Casa Azul, propiedad de Diego Rivera y Frida Kahlo, donde el exiliado había vivido por más de dos años. Era una edificación rodeada de altos muros pintados de colores exultantes, y observó que en una de las paredes laterales todavía se notaba la diferente textura de los cuadrados en los que debieron de haber ventanas, tapiadas mucho después de que los muros fueran levantados: una huella del miedo. Fumando un cigarrillo se alejó en busca de la calle Morelos, para acceder a la avenida Viena, en realidad un callejón pedregoso que corría paralelo al moribundo río Churubusco. Dos cuadras antes de llegar a la fortaleza, se acercó a un pequeño comercio y pidió una gaseosa a un dependiente desdentado y legañoso. Sin el menor recato limpió la boca de la botella antes de beber. La casa, ocre y amurallada, dominaba la cuadra donde se erigía. Las torres de vigilancia, empinadas sobre las altas tapias, daban una perspectiva privilegiada a los hombres que, en ese instante, conversaban animadamente y, a intervalos, miraban hacia el interior de la vivienda, como si esperaran algo. En la esquina habían levantado una caseta de madera frente a la que había un policía, y descubrió a otros dos uniformados que merodeaban frente al portón de planchas de acero por el que debían de acceder los autos. Una puerta más pequeña, a la derecha, servía para dar paso a visitantes y moradores. El ambiente en los alrededores exhalaba una pobreza secular, y a Jacques Mornard le vino a la mente la imagen de un castillo medieval rodeado de las casuchas de los siervos.
Bebida apenas media gaseosa, avanzó hacia la casa fortificada. Trató de fijar en su mente cada detalle, cada árbol y piedra hundida en la tierra de la denominada avenida. Sin detenerse, con el sombrero y las gafas puestas, pasó frente a la madriguera del Pato. Si en la Casa Azul había advertido huellas del miedo, ahora tenía a su lado un monumento a la zozobra. El hombre que se había enclaustrado tras aquellas paredes estaba convencido de que su vida había sido marcada por una cruz indeleble y debía de saber que, llegado el momento, ni el acero, ni las piedras, ni las vigilancias podrían salvarlo, porque era un condenado por la historia.
Mientras doblaba la esquina y descubría a otros dos policías en aquel sector del muro, escuchó un chirrido metálico y aminoró el paso para mirar por encima del hombro. El portón se abría y un auto un Dodge, lo registró de inmediato- se asomó a la calle pedregosa. Un hombre rubio y corpulento iba al timón y otro, de mirada dura, con un fusil erguido entre las piernas, ocupaba el asiento del copiloto. Desde una torre llegó la voz que, en inglés, advertía que todo estaba limpio, y no bien el Dodge salió a la calle, el portón comenzó a cerrarse. Jacques dio dos pasos hacia la edificación más próxima y, violando una regla elemental, se volvió para contemplar el paso del auto, a través de cuyas ventanillas traseras vio a una mujer, de pelo claro, que se encajó en la imagen ya estudiada de Natalia Ivánovna Sedova, y, detrás del conductor, apenas a unos metros de sus manos, topó con la cabeza encanecida, el rostro afilado y alargado por la perilla, del Gran Traidor. El coche tomó velocidad, levantó el polvo de la calle y enrumbó hacia la salida de la ciudad. Jacques reemprendió la marcha, recuperando la cadencia del paso de un hombre despreocupado, sin demasiado interés por lo que lo rodeaba.
Ya en su Buick, en la carretera que conducía a la ciudad, Jacques Mornard trató de imaginar cómo se sentiría si alguna vez se encontraba con aquel hombre malvado que un tiempo atrás había logrado situarse tan cerca de la gloria revolucionaria y ahora sobrevivía, justamente execrado, condenado por las infinitas traiciones que había cometido por su sed de protagonismo y su doblez esencial. Si llegaba a estar frente a él, ¿sería capaz de controlarse y no lanzarse al cuello de aquella sabandija que había alentado a los quintacolumnistas del POUM y que ahora gritaba la supuesta debilidad militar soviética? Como una erupción, Ramón Mercader brotó por los poros de Jacques Mornard. Con todas sus fuerzas deseó en ese momento que la vida le ofreciera la gran ocasión de ser el brazo impío del odio más sagrado y justo. Estaba dispuesto a pagar el precio que fuese necesario, silenciosamente, sin aspirar a nada. Y se sintió convencido de que estaba listo para cumplir el mandato de la historia.
Tom y Caridad eran una pareja de marselleses, acomodados pero no ricos, que habían decidido tomar distancia de los acontecimientos europeos y esperar la evolución de una guerra que los fascistas, de un momento a otro, llevarían a Francia. La vida en México era lo suficientemente barata como para que sus finanzas resistieran (haciendo algún que otro negocio con un hermano de Tom afincado en Nueva York) y, mientras encontraban una casa apropiada, vivían en los departamentos de Shirley Court, en la calle Sullivan, casualmente muy cerca del hotel Montejo. Hablaban a la perfección el español pero eran reservados, poco dados a la vida social, aunque muy amantes de las excursiones, en las que podían invertir hasta varios días.
Fue a principios de noviembre cuando Frank Jacson atendió a la llamada de su viejo conocido Tom, que lo invitaba a visitarlo en Shirley Court. Al llegar, a la hora acordada, Caridad lo esperaba en el pequeño portal del departamento. Dentro, sentado a la mesa del comedor, Tom revisaba unos papeles cuando Jacson entró. El asesor vestía de un modo informal, con una campera de mezclilla, un pañuelo al cuello y botas rústicas. Hasta la sonrisa con que recibió al joven era diferente de la que, un mes antes, iluminaba el rostro del hombre que entonces hacía llamarse míster Roberts.
– ¡Amigo Jacson! -se levantó y le indicó los butacones de la sala-. ¿Qué tal le trata la ciudad?
Jacques se acomodó y observó que Caridad se perdía tras un tabique donde supuso que estaría la cocina.
– El café es asqueroso.
– Eso ya lo estamos remediando, ¿verdad,ma chérie? -Caridad dijo: «por supuesto», sin salir de la cocina, y Tom agregó-: Café cubano, ya verás.
– ¿Alguna novedad? -quiso saber Jacques, mientras extraía sus cigarrillos.
– Todo avanza, el cerco empieza a coger forma.
– ¿Qué debo hacer mientras tanto?
– Lo mismo: conocer la ciudad y, si te es posible, entender un poco cómo piensan los mexicanos. Mantén a Sylvia unas semanas más en Nueva York. Dile que tienes mucho trabajo montando la oficina, pues tu jefe sale de México en unas semanas.
Caridad entró con la bandeja y los pequeños pozos. Olía a café verdadero. Los hombres tomaron sus tazas y Caridad se sentó, para beber también de la suya. El humo de los cigarrillos creó una nube en la habitación. El silencio de Caridad advirtió a Jacques de que algo sucedía, y no tuvo que esperar demasiado para saberlo.
– Ramón -dijo Tom y abrió una pausa-, ¿por qué te empeñas en desobedecerme?
Sorprendido por la pregunta y por escuchar su nombre, Ramón registró en su cerebro la posible indisciplina y de inmediato la encontró.
– Quería tener una primera impresión del terreno.
– ¡Qué impresión ni qué mierda! -gritó Tom y hasta Caridad se sobresaltó en su asiento-.Iób tvoiv mat'! ¡Tú haces lo que te digo y nada más que lo que yo te digo! Suka! Es la segunda vez que te sales del paño, y va a ser la última. Si intentas otra vez hacer lo que te parece, se acaba tu historia y, la verdad, muchacho, entonces no querría estar en ninguno de tus pellejos.
Ramón estaba apenado y confundido. ¿Quién podía haber delatado su presencia en Coyoacán? ¿El comerciante desdentado que le vendió la gaseosa? ¿El hombre de las muletas que dormitaba en la calle? Fuera que fuese, Tom parecía tener ojos en todas partes.
– Fue un error -admitió.
– Muchacho, yo espero errores de cualquiera. Voy a tener que vivir con los disparates de esa panda de locos mexicanos que estamos formando. Con los de esos imbéciles del Komintern que se creen los dueños de la revolución y no son más quevedettes a las que podemos dejar con el culo al aire nada más que con soplar. Pero no con los tuyos… Métete esto en la cabeza de una puta vez: tú no piensas, solo obedeces; tú no actúas, solo ejecutas; tú no decides, solo cumples; tú vas a ser mi mano en el cuello de ese hijo de puta, y mi voz va a ser la del camarada Stalin, y Stalin piensa por todos nosotros… Bliat'!
– No volverá a ocurrir, lo prometo.
El asesor lo miró, larga e intensamente, y su rostro comenzó a aflojarse.
– ¿Qué te pareció este café? -preguntó entonces, con la voz más amable y hasta sonrió.
Desde aquella tarde, Jacques Mornard percibió como nunca antes la densidad viscosa de los días de pasividad. Era como si tuviese en sus manos un billete de lotería cuyo sorteo se dilataba y, con él, la calidad de su futuro. Le faltaba concentración para leer algo más que los periódicos, su carácter lo mantenía alejado de cantinas y lupanares, y optó por dormir la mayor cantidad de horas posibles. Sintió incluso deseos de que le ordenaran traer a Sylvia: así al menos tendría algo de que preocuparse, alguien con quien poner a funcionar su cerebro de Jacques Mornard e, incluso, un mediocre pero seguro desahogo de sus menguados apetitos sexuales. En compañía de Tom y Caridad hizo excursiones a las pirámides de Teotihuacán, al lago Xochimilco y a la ciudad de Puebla, que tanto le recordó algunos pueblos castellanos, con más iglesias que escuelas; un par de veces salió con Tom hacia la zona de San Ángel, a practicar el tiro con pistola y sus habilidades con armas blancas. Una noche a la semana, también acompañados por Caridad, iban a comer juntos a algún restaurante del centro, donde Tom devoraba con fruición los platos cargados de aquel picante capaz de sacarle las lágrimas a Ramón y a Caridad. Hablaban de la guerra -el ejército soviético se había lanzado en lo que debía ser una fulminante expedición contra Finlandia-, de los avances del grupo de Griguliévich, de la escalada de la campaña orquestada por Vittorio Vidali, el hombre del Komintern, contra la presencia del renegado en México, y de las purgas del Partido Comunista Mexicano que pronto se ejecutarían. Fiel a su papel, Ramón Mercader únicamente hablaba y se comportaba como Jacques Mornard, pero los acontecimientos parecían moverse a cámara lenta y la ansiedad se iba apoderando del tapiado pero palpitante Ramón. Cuando estaba solo, sin la obligación de parecer un playboy derrochador y divertido, el joven gastaba muchas de sus noches yendo a los cines donde dabanwesterns de estreno y volviendo a ver las películas de sus adorados hermanos Marx. Las boutades de Groucho, que le gustaba repetir ante el espejo, le seguían pareciendo el colmo del ingenio verbal que él nunca había tenido y que tanto admiraba en quienes lo poseían.
Cuando a mediados de diciembre Tom le dijo que ya era tiempo de hacer venir a Sylvia, Ramón Mercader supo que algo, al fin, había empezado a moverse. El sorteo podía tener lugar en cualquier momento y el olor del riesgo despejó su mente de las brumas de la inactividad obligada. La cacería del Pato había comenzado.