22

Jacques Mornard sintió verdadera alegría cuando descubrió la figura magra de Sylvia Ageloff en el salón del aeropuerto. Iba ataviada con uno de aquellos vestidos negros que, por consejo de Gertrude Allison, había comenzado a usar desde su estancia en París, pues, según la librera, aquel color resaltaba la blancura de su piel. Desde entonces, tan consciente de su fealdad, la mujer había seguido el consejo con la esperanza de ofrecerle algo diferente a su adorado Jacques, sobre cuyo pecho se lanzó, estremecida de emoción.

La semana anterior, apenas comenzado el año 1940, Tom le había anunciado a Jacques la llegada a México del agente español Felipe, uno de los congelados tras la deserción de Orlov. Felipe volvía desde Moscú para hacerse cargo, como oficial operativo al frente de la acción, del grupo de mexicanos, excombatientes en España, que se preparaban para actuar contra el renegado. El español, que había sido convertido en un equívoco judío francés, ¿o polaco?, sería para sus subordinados locales un personaje que ni siquiera tendría nombre: apenas sería el Camarada Judío. Griguliévich, que todo el tiempo se había mantenido a la sombra, pasaría a Felipe los hilos de aquella trama, mientras Tom comenzaba a estimar y preparar otras eventuales acciones. La segunda noticia alentadora había sido que, si todo funcionaba según lo previsto, el espía norteamericano llegaría en dos, tres meses a lo sumo, para sustituir a alguno de los guardaespaldas cuyo tiempo de servicio en la casa del exiliado estaba por cumplirse. Tom le había asegurado que el operativo entraba en la etapa de ajustes, pero cuidándose de mencionarle que en aquel momento Jacques Mornard había pasado a una segunda o tercera línea de ataque: sus acciones habían vuelto a bajar.

Durante varios días Jacques y Sylvia vivieron una especie de luna de miel en la habitación del Montejo. Por insistencia del propio Jacques, la mujer demoró más de lo que hubiera deseado su visita a Coyoacán para saludar a su admirado Liev Davídovich, para quien traía correspondencia y a quien quería reiterarle su disposición a ayudarlo en lo que precisara mientras ella estuviese en México. Cuando Sylvia concertó la cita para ser recibida en la casa de la avenida Viena, Jacques se ofreció a llevarla en su auto, pero solo si ella aceptaba una condición: bajo ningún concepto él se mezclaría con sus amigos. Era que, sencillamente, no le interesaba y, como mismo respetaba la pasión política de Sylvia, quería que ella aceptara su falta de interés por toda aquella historia patética de unos comunistas peleados a muerte con otros comunistas.

– No entiendes nada -dijo Sylvia, sonriente, disfrutando de la superioridad de que gozaba, al menos, en aquel terreno.

– Más de lo que crees -le rebatió Jacques-. ¿Ya has leído en los periódicos lo que se están haciendo entre sí los comunistas mexicanos?

– Eso es una purga estalinista. Sacaron al secretario general, Labor-de, y a Valentín Campa no porque sean malos comunistas, sino porque no quisieron obedecer alguna orden de Moscú. Es lo habitual…

Jacques rió, tanto, que se le humedecieron los ojos.

– Todos son iguales, por Dios. Aquéllos dicen que todo lo malo que pasa se debe a agentes y provocaciones trotskistas, y vosotros veis al fantasma de Stalin y sus policías hasta en la sopa.

– Con la diferencia de que nosotros tenemos la razón.

– Por favor, Sylvia… El mundo no puede vivir entre complots estalinistas y trotskistas.

– Hazme tú el favor de no comparar: Stalin es un asesino que ha matado de hambre y ha fusilado a millones de soviéticos y a miles de comunistas de todo el mundo. Invadió Polonia y ahora Finlandia de acuerdo con Hitler y está obsesionado con asesinar a Liev Davídovich y…

Jacques dio media vuelta y entró en el baño.

– ¡Déjame terminar! ¡Escúchame por una vez!

Jacques regresó a la habitación y la miró fijamente. Se acercó a ella y, con la punta de los dedos, con fuerza, le golpeó dos o tres veces en la sien. Sentía unos deseos casi incontrolables de hacerle daño y Sylvia no supo cómo reaccionar ante aquella actitud.

– Métete bien ahí dentro que todas esas historias me importan un pimiento. ¿Vas o no vas a Coyoacán?

Ya en el auto, Jacques le aseguró que tenía una idea aproximada de cómo ir hacia el suburbio donde vivía el exiliado, aunque tuvo que preguntar un par de veces para estar seguro de que se movía por el camino correcto. Cuando al fin tomaron la avenida Viena, convertida en un lodazal por las lluvias recientes, no pudo evitar la exclamación.

– Dios mío, ¿adónde ha venido a meterse este hombre?

– Adonde único le han dado asilo. Y vive así porque, según dices, está obsesionado con un complot estalinista.

Jacques había detenido el auto frente al edificio y un policía mexicano se acercó. Cuando la mujer bajó del auto, de la torre de vigilancia gritaron que estaba bien. Entonces Jacques movió el coche hacia el lado opuesto de la calle y lo alejó del portón blindado. Sylvia, frente a la puerta de las visitas, esperó a que le abrieran, y apenas hubo entrado, la hoja compacta se cerró tras ella.

A pesar de que la temperatura era bastante baja, Jacques salió del Buick y, con un cigarrillo en los labios, caminó sobre unas piedras para evitar el fango y se recostó al capó, dispuesto a esperar.

Cuando Sylvia salió, tres cuartos de hora después, venía acompañada por un hombre, tan alto como Jacques, quizás más corpulento. Sylvia lo presentó como Otto Schüssler, uno de los secretarios del cantarada Trotski. Jacques le estrechó la mano, introduciéndose como Frank Jacson, y cruzó con Otto las habituales frases de cortesía. Tuvo la convicción de que estaba siendo examinado y optó por una actitud entre tímida y arrogante, un poco tonta y fanfarrona, la que mejor le pareció que podía expresar su desconocimiento de la política y su indiferencia por todo lo que significaba aquel sitio.

– Nos dice Sylvia que va a estar por acá un tiempo -comentó Otto, como algo casual.

– Pues no lo sé a ciencia cierta, depende de los negocios. Por ahora van bien. Y si hay dinero fácil, pues aquí estoy.

– Jacques… -dijo Sylvia y se detuvo, consciente de su error y un poco avergonzada por las palabras de su amante-, quiero decir, Frank, vino a abrir una oficina en México.

Las cejas de Otto Schüssler se arquearon. Jacques no le dio tiempo a que pensara más.

– Mi nombre es Jacques Mornard, pero viajo como Frank Jacson. Soy desertor del ejército belga y no sé cuándo podré volver a mi país. No estoy dispuesto a pelear por lo que los políticos no supieron resolver en su momento.

– Es un punto de vista… -Otto hizo una pausa-. ¿Mornard, Jacson?

– Si no es policía de inmigración, como más le guste.

– Pues Jacson -Otto sonrió y le extendió la mano-. Cuide mucho a la pequeña Sylvia. A ella y a sus hermanas todos acá las queremos mucho.

– No se preocupen -dijo y, tras abrirle la portezuela a Sylvia, rodeó el auto evitando el lodo y ocupó su puesto tras el timón.

– Linda máquina -comentó Otto, desde la ventanilla de Sylvia.

– Y muy segura. Como tengo que viajar por todo el país…

Schüssler palmeó suavemente el techo y Jacques puso el coche en marcha.

– ¿Me aprobarán para ser tu novio?

Sylvia miró al frente, con las mejillas encendidas de rubor.

– No pude evitarlo, querido. No es paranoia de los guardaespaldas. Están esperando algo. El ambiente se ha caldeado mucho. Entiende, por favor.

– Lo entiendo. Un complot estalinista -dijo y sonrió-. ¿Y qué tal tu jefe?

– No es mi jefe… Y está bien, trabajando mucho. Quiere terminar cuanto antes la biografía de Stalin.

– ¿Trotski escribiendo una biografía de Stalin? -el asombro provocó que Jacques aminorara la marcha.

– Es el único que puede decir la verdad sobre ese monstruo. Los demás están muertos o son sus cómplices.

Jacques movió la cabeza, como si negara algo recóndito, y aceleró.

– Me muero de hambre. ¿Qué te gustaría comer?

– Pescado blanco de Pátzcuaro -dijo ella, como si ya lo hubiese pensado.

– ¿Dónde lo has probado?

– Me acabo de enterar de que es uno de los platos preferidos de Liev Davídovich.

– Sé de un lugar donde lo preparan… Vamos a ver si tu jefe tiene buen gusto.

– Eres un sol -dijo Sylvia y movió su mano izquierda hacia la entrepierna de Jacques Mornard. Al parecer, la cercanía de su admirado Liev Davídovich le despertaba todos los apetitos.


Tom y Caridad se habían vuelto a esfumar. Unos días antes, en el departamento de Shirley Court, Tom le había advertido a Jacques que en algún momento saldría de México a recibir órdenes, quizás definitivas. Mientras durase su ausencia, el joven solo tendría una misión: acercarse, con la más despreocupada actitud, a la casa del Pato y hacerse familiar a sus vigilantes. En ningún caso debía pedirle a Sylvia que lo introdujera en la fortaleza, pero si lo invitaban, no debía negarse. Si además tenía la ocasión de encontrarse con el exiliado, se mostraría respetuoso y admirado, pero en dosis más bien bajas, si acaso un poco tímido. En su mente debía fotografiar el territorio y empezar a planificar cómo se podría salir de allí en caso de que le correspondiera actuar a él o a cualquier otro encargado de cumplir la misión: la fuga era tan importante como la acción, insistió Tom. La eventual entrada debía ganársela a base de confianza en la evidencia de que un tipo como él nunca sería una amenaza para nadie.

Jacques tuvo un atisbo de que su destino estaba ligado al del renegado cuando Sylvia fue requerida por su ídolo para que lo ayudara en su trabajo por dos o tres semanas. Mademoiselle Yanovitch, encargada de transcribir las grabaciones de los artículos que el exiliado dictaba en ruso, había caído enferma y la presencia en México de Sylvia, que disponía de tiempo, fue como una bendición. Jacques, que tenía unos días de poca actividad, pues el señor Lubeck se hallaba en Estados Unidos realizando importantes transacciones, se brindó a llevarla cada mañana hasta la casa de la avenida Viena y volver en la tarde a recogerla. Mientras ella ayudaba a su «jefe», él estaría poniendo al día papeles y correspondencia en la oficina alquilada en el edificio Ermita. El único problema era que si Sylvia terminaba temprano, debía esperarlo, pues la ineficiencia mexicana había impedido que Jacques contara con el teléfono solicitado dos meses antes.

A lo largo del mes de febrero, tres o cuatro días a la semana la pareja se presentó frente a la casa del exiliado y Jacques, sin bajar del auto, tocaba un par de veces la bocina para anunciar la llegada de Sylvia, a la que de inmediato le franqueaban la puerta. En las tardes, cuando él volvía, rara vez Sylvia lo esperaba fuera y por ello debía aparcar el coche y fumarse un cigarrillo mientras la muchacha terminaba sus labores. Si en los primeros días Jacques Mornard fumaba sin mirar demasiado hacia la casa fortificada, su presencia despreocupada y ya habitual fue quebrando la distancia entre los vigilantes y aquel joven, siempre vestido con elegancia, al que entre los guardianes llamaban «el marido de Sylvia» o Jacson. Otto Schüssler, amante de los automóviles, fue quien volvió a romper el hielo y, siempre que podía, salía a la calle y conversaba con él, pues el belga resultó ser casi un experto en autos de carreras. Más de una vez Sylvia, ya sentada en el Buick, tuvo que esperar a que Jacques, Otto y hasta algunos de los guardias que cubrían la torre, terminaran una conversación sobre motores, embragues y sistemas de frenos.

Una de las primeras tardes en que se enfrascaron en esas charlas, Jacques se había vuelto al escuchar unos ladridos jubilosos. Descubrió al adolescente (el nieto del renegado, Sieva Vólkov, lo reconoció de inmediato) que salía a la calle acompañado por un perro de raza indefinida que caracoleaba a su alrededor. La imagen del perro y el muchacho lo turbó por un momento y, olvidado del diálogo con Schüssler, dio un par de pasos hacia la casa y silbó al animal, que lo observó con las orejas en escuadra. Jacques chasqueó los dedos hacia el perro, que, indeciso, miró al adolescente. Sieva entonces lo palmeó en el cuello y dio dos pasos hacia el marido de Sylvia, que se acuclilló para acariciar al animal.

Jacques Mornard palpó satisfecho la textura de la pelambre lacia y rojiza con la yema de sus dedos. Se dejó lamer las manos y, en voz inaudible para los demás, le dijo en francés algunas palabras de cariño. Por unos instantes estuvo desconectado del mundo, en un recodo del tiempo y del espacio en el que apenas estaban él, el perro y unas nostalgias que creía sepultadas. Cuando recuperó su dimensión, todavía acuclillado, levantó la vista hacia Sieva y le preguntó cómo se llamaba la mascota.

– Azteca -dijo el muchacho.

– Es precioso -admitió Mornard-. Y es tuyo, ¿verdad?

– Sí, lo traje cuando era un cachorro.

– Cuando era niño, tuve dos. Adán y Eva. Unos labradores.

– Azteca es un mestizo. Pero mi abuelo siempre tuvo galgos rusos.

– ¿Tenía borzois? -la pregunta estaba cargada de admiración-. Son los lebreles más bonitos del mundo. Yo hubiera dado cualquier cosa por tener uno.

– El último que tuvo se llamabaMaya. Yo la conocí.

– ¿Y vas a dar un paseo conAzteca?, -preguntó, mientras acariciaba las orejas del extasiado animal.

– Vamos al río…

Jacques se puso de pie y sonrió.

– Disculpa, no me he presentado. Soy Jacson, el novio de Sylvia. -Yo soy Sieva -dijo el muchacho.

– Diviértete, Sieva… Adiós,Azteca -dijo y el perro movió la cola.

– Le caíste bien -dijo Sieva, sonriente, y se dirigió hacia la bocacalle cercana. En ese instante Jacques Mornard pudo palpar en la atmósfera cómo la puerta blindada de la fortaleza empezaba a derretirse ante él. Cada vez tenía más amigos detrás de aquellos muros.

Una tarde de finales de febrero, cuando dobló por Morelos hacia Viena, observó que Sylvia lo esperaba junto a la puerta de la casa, acompañada por una pareja que de inmediato reconoció gracias a las fotografías tantas veces estudiadas. Como siempre hacía, detuvo el auto al otro lado de la calle, bajó, besó a Sylvia y ésta le presentó a Alfred y Marguerite Rosmer, recordándole que año y medio atrás, cuando la había llevado a Périgny para la reunión fundacional de la IV Internacional, había estado frente a la casa de la pareja.

– Sí, cómo no… Hermosa casa -dijo Jacques, con su ligereza habitual-. ¿De vacaciones en México?

Alfred Rosmer le explicó que habían viajado para acompañar a Sieva Vólkov, que hasta poco antes había vivido en Francia («ya lo conozco, a él y aAzteca», apuntó el belga, sonriente). Hablaron de la situación en París, de la movilización militar de los jóvenes franceses, y cuando se despidieron, quince minutos después, los Rosmer y los Mornard se prometieron ir a cenar juntos a alguno de los restaurantes de la ciudad que el joven conocía. Con un toque de fanfarronería burguesa, Jacques dejó claro que él invitaba.

Cuando mademoiselle Yanovitch pudo reincorporarse a sus faenas, la ayuda de Sylvia dejó de ser imprescindible, pero Jacques y su Buick volvieron con frecuencia a la fortaleza de la avenida Viena, donde ya nadie se extrañaba de su presencia. Una vez por semana pasaban a recoger a los Rosmer para ir a cenar al centro o, si estaban dispuestos, a la cercana ciudad de Cuernavaca, y algún domingo, a la más apartada Puebla. Durante aquellos paseos se hablaba de lo humano y lo divino y Jacques tuvo que escuchar, con admirada atención, las historias de la larga amistad entre los Rosmer y los Trotski, iniciada antes de la Gran Guerra -«uf, cuando yo estaba aprendiendo a leer», comentó un día Jacques, que en realidad ya había estudiado los pormenores de aquella relación- y, con patente aburrimiento, las conversaciones de los Rosmer y Sylvia sobre la desastrosa invasión soviética a Finlandia y la inminente ofensiva nazi hacia el oeste de Europa, la agresividad creciente de la propaganda comunista mexicana contra Liev Davídovich y hasta cuestiones de política interna de la no muy saludable IV Internacional. Mayor interés demostró cuando supo que Trotski poseía una nutrida colección de cactus y dedicaba un par de horas del día a la atención de su cría de conejos. Pero el tema favorito de Mornard era la vida bohemia de París, en la que había introducido a Sylvia durante los meses que vivieron en Francia, y de la cual resultó estar mucho mejor enterado que los Rosmer.

Una noche en que Jacques había bajado por cigarrillos, cuando regresó a la habitación del hotel, Sylvia le dijo que lo había llamado un tal míster Roberts, urgido de verlo por cuestiones de negocios. A la mañana siguiente, cuando llegó al departamento de Shirley Court, el propio Tom le abrió la puerta. Su mentor le informó que Caridad estaba en La Habana y regresaría en unos días. El había tenido unas reuniones muy importantes, le comentó, y sirvió café, con los ojos fijos en Jacques.

– Ha llegado la hora de cazar al Pato -dijo.

Ramón sintió el impacto en el estómago. Tom le dio tiempo para que asimilara la noticia y entonces le contó de su nuevo encuentro con el camarada Stalin, esta vez en una dacha que tenía a unos cien kilómetros de Moscú, donde solo celebraba encuentros del más alto secreto. Además de Tom, habían estado Beria y Sudoplátov, y de lo que allí se había hablado, Ramón nada más debía conocer -notó que le había llamado Ramón, pero sin abandonar el francés- lo que le atañía directamente, pues eran asuntos vitales para el Estado soviético. El joven asintió y dio fuego al cigarrillo, corroído por la ansiedad.

– El renegado está preparando su mayor traición -comenzó Tom, mirándose las manos-. Un agente nuestro nos pasó el dato de que los alemanes y el traidor están llegando a un acuerdo para utilizarlo como cabeza de un gobierno de intervención cuando los nazis se decidan a invadir la Unión Soviética. Ellos necesitan un títere, y ninguno mejor que Trotski. Por otra vía hemos sabido que está dispuesto a colaborar con los norteamericanos si son ellos los que, en un giro de la guerra, terminan invadiendo la Unión Soviética. Está dispuesto a pactar hasta con el diablo.

– ¡La madre que le parió! -dijo Ramón sin poderse contener.

– Y hay más… -continuó Tom-. Hemos detenido en la Unión Soviética a dos agentes trotskistas con órdenes de asesinar al camarada Stalin. Los dos han confesado, pero esta vez se ha decidido no darle publicidad, porque con la guerra hay que moverse con mayor cautela.

– ¿Y cuál es la orden? -preguntó, deseoso de oír una sola respuesta.

– La orden es sacarlo del juego antes de que termine el verano. Hit-ler se va a lanzar ahora hacia el oeste y no va a intentar nada contra la URSS, pero si avanza por Europa tan rápido como pensamos, en unos meses puede volverse contra nosotros.

– ¿A pesar del pacto?

– ¿Tú crees en la palabra de ese loco defensor de la pureza aria?

Ramón negó con la cabeza, suave pero largamente. Hitler no era su preocupación y las siguientes palabras de su mentor se lo ratificaron.

– En unas semanas llega a México nuestro espía americano. A partir de ese momento todo se va a mover a marchas forzadas. Primero jugaremos la carta del grupo mexicano. Ya estuve anoche con Felipe y él piensa que si el americano hace su trabajo, ellos podrán hacer el suyo.

– ¿Y yo qué hago? -el desencanto de Ramón era patente.

– Seguir adelante, como si nada hubiera sucedido. Sé que has intimado con los Rosmer, y ellos y tu querida Sylvia te van a abrir las puertas de la casa.

– Sylvia tiene que regresar a Nueva York en unos días…

– Déjala ir. Tú seguirás como hasta ahora y, cuando se produzca el atentado de los mexicanos, pase lo que pase, mantendrás esa rutina. Si las cosas salen como esperamos, pues nos vamos todos en unos días. Si falla, traes a Sylvia y empezamos con el otro plan.

Ramón miró al asesor y dijo, con todo su convencimiento:

– Yo puedo hacerlo mejor que los mexicanos.

Los ojos azules de Tom parecían dos piedras preciosas: la felicidad les daba brillo y aquella claridad traslúcida y afilada.

– Nosotros somos soldados y cumplimos órdenes. Pero no te lamentes, ésta es una lucha larga y tú vales mucho… El camarada Stalin sabe que tú eres lo mejor que tenemos, por eso te queremos en el banco, para que si hace falta, salgas y marques el gol. Y en adelante recuerda, cada cabrón segundo de tu vida, que lo más importante es la revolución y que ella merece cualquier sacrificio. Tú eres el Soldado 13 y no tienes piedad, no tienes miedo, no tienes alma. Tú eres un comunista de pies a cabeza, Ramón Mercader.


Jacques Mornard vivió varios días examinándose a sí mismo: quería saber dónde había fallado para que Stalin ordenara, y Tom permitiera, que otros se encargaran de la operación. ¡Él estaba tan cerca! El regreso de Sylvia a Nueva York fue un alivio y él pudo revolcarse en sus depresiones y pensamientos reprimidos. Lamentaba ahora la deserción de Orlov, que le había impedido a África estar en México en aquel momento. Con ella a su lado, habría tenido al menos un consuelo real y unas posibilidades más concretas de haber sido el elegido. África y él, juntos, hubieran sido capaces de derribar las murallas de la casa del traidor y librar al mundo de aquella sabandija que se había vendido a los fascistas.

Antes de viajar, Sylvia le había hecho prometer que no iría a la casa del exiliado hasta tanto ella regresara. La agresividad galopante de los estalinistas mexicanos obligaba a la guardia de la fortaleza y a la policía a estar en alerta máxima, y la presencia de Jacques, con un pasaporte falso y sin motivos concretos para ir a la casa, podía provocar problemas con la justicia mexicana que ella prefería evitar. Él le prometió que no iría a Coyoacán pues, además, pensaba aprovechar la ausencia de su prometida para viajar al sur, donde el señor Lubeck quería establecer nuevos negocios.

Apenas Sylvia partió, Tom ordenó a Ramón que dejara el hotel

Montejo y se trasladara a un campo de turistas ubicado en las inmediaciones de la estación de tren de Buenavista. En algún momento, en las próximas semanas, Tom le llevaría algunas de las armas que podrían utilizarse en un asalto a la casa del Pato y aquel lugar, con amplios jardines arbolados, caminos interiores, bungalows independientes, donde entraba y salía gente diferente todos los días, resultaba ideal para ocultar, primero, y extraer, después, un baúl de viaje. Tom le ratificó que ninguno de los que intervenían en aquella operación sabían de su existencia y que él, personalmente, se encargaría de entrar y sacar el armamento.

Ramón permaneció varios días sin abandonar su cabaña, sin comer apenas, fumando y durmiendo. Una molicie provocada por la decepción y la inactividad a la que se veía obligado minó su ánimo. Se sentía estafado: le parecía una injusticia que casi dos años de trabajo, de movimientos planificados y seguros, solo sirvieran para encarnar el papel de custodio de las armas que otros utilizarían. Convencido de que con un poco más de tiempo estaría en condiciones de ejecutar la orden e, incluso, de salir indemne del acto, lo hacía verse a sí mismo como la mejor elección. Albergó incluso la sospecha de que toda esa historia de enviar a los mexicanos para que pareciera un asunto de rencillas locales era una justificación difícil de tragar. ¿Estaría Caridad tras aquella decisión? ¿Dudaría ella de su capacidad o habría tratado de mantenerlo lejos del peligro, con su insoportable propensión a gobernar y decidir la vida de sus hijos? Luego de varios días de encierro, la mañana en que leyó en los periódicos que los ejércitos alemanes habían comenzado su avance al oeste invadiendo Noruega y Dinamarca, sintió un brote de angustia y decidió que él también debía ponerse en marcha y asediar al enemigo.

La tarde en que se presentó en Coyoacán fue Harold Robbins, el jefe de la guardia pretoriana del renegado, quien lo saludó desde la torre de vigilancia. Un Jacques sonriente le explicó que el día anterior había regresado a la ciudad y necesitaba ver a los Rosmer. Robbins les mandó el aviso a Alfred y Marguerite y le preguntó si quería entrar para que conversaran más cómodamente. Jacques sintió que la alegría podía hacerle reventar el pecho, pero de inmediato le dijo que no se preocupara, era cosa de un par de minutos.

Alfred y Marguerite lo recibieron junto a la puerta. El les habló de su viaje de trabajo, de las cartas en que Sylvia les enviaba saludos, y le entregó a la mujer una escultura de una deidad indígena con rostro felino y cuerpo de mujer, comprada esa mañana en un mercado de la ciudad, asegurándole que la había visto en Oaxaca y, de inmediato, había pensado que a ella le gustaría. Mientras, en la torre se producía un cambio de turno y Robbins, antes de bajar, se despidió de Jacson y cedió su sitio a un joven de pelo claro y piel muy blanca al que el belga veía por primera vez.

– ¿Es nuevo? -preguntó a los Rosmer mientras saludaba con la mano al desconocido.

– Llegó hace unos días. Es Bob Sheldon, viene de Nueva York -le explicó Alfred Rosmer, y Jacques pensó si no sería el hombre que Tom esperaba para soltar a la jauría mexicana.

Como ahora volvía a tener tiempo libre, Jacques propuso a los Rosmer verse en dos días para cenar. Le habían hablado de un restaurante francés recién abierto en el centro y tenía curiosidad por probarlo, aunque no le apetecía ir solo. Los Rosmer aceptaron y quedaron en que él pasaría por ellos el viernes, a las siete de la noche.

Aquel viernes 18 de abril, dos sucesos sin relación aparente confirmaron a Ramón Mercader que su destino era entrar en la historia como un servidor de la causa de los proletarios del mundo. En la mañana, mientras caminaba por los jardines del campo de turistas, encontró clavado en un caobo un piolet de alpinista. El hijo del propietario, un muchacho un poco tartamudo con el que había hablado un par de veces, le había contado que practicaba la escalada en las montañas y hasta había insistido en mostrarle sus equipos para aquel deporte. El piolet clavado en el árbol era con toda seguridad del alpinista y, por las diversas heridas que mostraba la corteza del caobo, el joven sin duda había utilizado su tronco compacto y erguido para sus entrenamientos. Ramón tuvo que tirar con fuerza para desprender la punta del piolet hundida en el árbol. Cuando lo tuvo en sus manos y lo calibró, sintió cómo lo recorría una corriente de emoción: aquella púa era un arma letal. Ramón escogió un punto del caobo donde la corteza se levantaba unos milímetros. Tomó distancia y descargó un fuerte golpe con el piolet, que se hundió varios centímetros justo sobre el punto seleccionado. De nuevo tuvo que empeñarse para extraer el acero del alma del árbol y, cuando volvió a tener la picoleta en sus manos, pensó que era un instrumento de muerte perfecto. De regreso a su cabaña, envolvió el piolet en una toalla y lo metió en la maleta que solía cerrar con llave.

La segunda evidencia de que él debía de ser el sujeto del destino se le reveló cuando, al llegar a la fortaleza de la avenida Viena dispuesto a recoger a los Rosmer, Otto Schüssler le dijo que Alfred estaba postrado con una fuerte crisis de disentería, aunque Liev Davídovich insistía en que debía ir al hospital, pues podía tratarse de un ataque de apendicitis enmascarado con la diarrea. Él no lo pensó un instante: le dijo a Otto que él mismo lo llevaría al médico y así ninguno de ellos tendría que salir de la casa.

Jacques invirtió casi toda la noche con los Rosmer, derrochando su gentileza. Los médicos de la Clínica Francesa, tras los análisis físicos y clínicos, dictaminaron una parasitosis especialmente agresiva, potenciada por la falta de anticuerpos de los europeos ante aquellos depredadores tropicales. La venganza de Moctezuma, decían. Tras pagar las facturas y las medicinas, Jacques regresó a Coyoacán con Marguerite y un Alfred aliviado por un suero que le habían suministrado. Como solía hacer cuando venía por Sylvia, tocó dos veces el claxon de su Buick y desde la torre de vigilancia dieron la voz de que Jacson volvía con los Rosmer. Robbins y Schüssler abrieron la puerta blindada y salieron a la calle para enterarse de que todo parecía haberse resuelto. Entre los dos guardaespaldas ayudaron a Alfred a entrar en la casa, mientras Marguerite, con la atención dividida entre su esposo y el amable Jacques, quedó indecisa ante la puerta abierta, a través de la cual el joven pudo ver a Natalia Sedova y, tras ella, la cabeza inconfundible del renegado que, vistiendo una bata de casa, se acercaba a Rosmer y conversaba con él, en medio del patio. Natalia Sedova se aproximó en ese instante a la puerta para congratular a Marguerite por la feliz solución del incidente y agradecerle al señor Jacson por su disposición. Fue entonces cuando Natalia le preguntó si deseaba pasar a tomar un café o comer algo.

– No, gracias, madame, ya es muy tarde y Alfred tiene que descansar.

– Por favor, Jacques -insistió Marguerite Rosmer-, has sido tan amable…

– No, no se preocupen, era mi deber -y lanzó de inmediato su anzuelo al agua-. Otro día, cuando vuelva Sylvia -y comenzó a alejarse, sonriente, mientras Marguerite le reiteraba su gratitud y la de Alfred.

A la mañana siguiente, Jacques escribía a Sylvia contándole que se había visto obligado a romper su promesa de no visitar la casa de Trotski, y le daba los pormenores de lo ocurrido, para repetirle cuánto ansiaba tenerla de vuelta en México. Su cerebro, mientras tanto, bullía de satisfacción: las puertas blindadas de la fortaleza de la avenida Viena eran para él apenas unas cortinas que se podían apartar suavemente, con el envés de la mano.


Como dueños de fuerzas telúricas, Tom y Caridad aparecieron una noche de finales de abril, y desataron el terremoto que trocaría definitivamente la vida de Ramón Mercader. A media tarde le habían telefoneado, anunciándole su visita para las nueve y treinta de esa noche y pidiéndole que estuviera atento al momento en que llegarían, en un Chrysler verde oscuro. Presintiendo que aquella reaparición tendría un sentido definitivo para su vida, él había cenado poco y fumaba un cigarrillo, sentado en el muro de un cantero. Pensaba en cuánto le gustaría volver a tener uno, no, mejor dos perros, con los cuales podría correr, revolcarse por la arena de una playa, acariciar sus pelambres. Se emborrachó de rencor mientras recordaba que el último con el que había tenido una relación había sido aquel Churro, salido nadie sabía de dónde y enrolado en el ejército republicano, cuando lo deslumbraron las luces del auto que dobló hacia su cabaña y avanzó hasta detenerse junto a él.

Tom bajó, haciendo tintinear las llaves del auto en su mano, y le indicó a Ramón que lo siguiera. Del otro lado descendió Caridad y, tras intentar sin éxito darle un beso a su hijo, se dirigió a la cabaña. Tom abrió el maletero y él vio el baúl. Tom le advirtió que era pesado y entre los dos levantaron el cofre alargado y avanzaron hacia la cabaña, donde Caridad sostenía la puerta para facilitarles la entrada. Tom, como si ya lo tuviera todo pensado, se dirigió a la habitación y colocaron el baúl a un costado del armario.

Caridad los esperaba en la sala, sentada en un butacón. A Ramón le pareció que había engordado en las últimas semanas: se le veía fuerte y enérgica, como en los días cada vez más lejanos en que se paseaba en un Ford requisado por las calles de Barcelona y demostraba su dureza disparando sobre un perro. Ramón maldijo la ambigüedad de sentimientos que su madre suscitaba en él. Mientras, Tom, sentado frente a Ramón, le explicó que el baúl estaría allí no más de dos semanas.

– La noria ya está dando vueltas -concluyó.

– ¿El espía es Bob Sheldon? -preguntó Ramón.

– Sí, y como me imaginaba, no podemos esperar mucho de él. El Camarada Judío lo está trabajando y confía en que por lo menos sirva para abrir la puerta.

El joven guardó silencio. Lo ofendía su situación.

– ¿Qué te pasa, Ramón? -le preguntó Caridad inclinándose hacia él-. Cuando te da por hacerte el raro…

– Tú y él ya lo sabéis. Pero no os preocupéis, total…

– ¿Te va a dar una rabieta? -la voz de Tom destilaba ironía-. No te voy a repetir lo que ya sabes. Tú y yo cumplimos órdenes. Es así de sencillo. Cada uno sirve a la revolución donde y cuando la revolución lo decida.

– ¿Qué hago mientras tanto?

– Esperar -dijo Tom-. Cuando se vaya a dar el golpe, yo te diré qué hacer. De vez en cuando date una vuelta por Coyoacán y saluda a tus amigos. Si te enteras de algo que pueda ser útil, me localizas. Si no, nos mantenemos alejados.

– Es mejor así, Ramón -dijo Caridad-. Tom sabe que puedes hacerlo, pero esto es un problema político muy complicado. Matar a ese hijo de puta traerá consecuencias y la Unión Soviética no puede darse el lujo de que la acusen de haber estado implicada… Eso es todo.

– Lo entiendo, Caridad, lo entiendo -dijo y se puso de pie-. ¿Café?

Desde aquella noche Ramón vivió con la sensación de que lo habían vaciado por dentro. Sentía que, de tanto infiltrarse bajo la piel falsa de Jacques Mornard, ésta se había rebelado y había atrapado dentro de ella a su verdadero y postergado yo: Jacques era quien vagaba por las calles de la ciudad, quien viajaba a velocidades suicidas en el Buick negro, quien pasaba por la fortaleza de la avenida Viena para interesarse por la salud de Alfred Rosmer y conversar nimiedades con Robbins, Otto Schüssler, Joseph Hansen, Jack Cooper y hasta con el recién llegado Bob Sheldon Harte, al que más de una vez invitó a una cerveza en la ruinosa cantina de donde había desaparecido el dependiente desdentado y en la que ahora atendía una joven; era Jacques quien sonreía, escribía cartas de amor a Sylvia Ageloff y miraba con interés los escaparates de las zapaterías y sastrerías de una ciudad tan espléndida como asediada por una miseria que, a un tipo como él, le resultaba invisible. Mientras, Ramón, el fantasma, conjugaba el verbo esperar en todos los tiempos y modos posibles y sentía cómo la vida pasaba por su lado sin dignarse mirarlo.

La mañana del 1 de mayo había ido hasta el paseo de la Reforma, por donde marchaban trabajadores y sindicalistas, para ver los cartones y telas en que se pedía no ya la expulsión del renegado, sino la muerte del traidor fascista, y sintió que aquel reclamo no lo incluía. Desorientado, sin expectativas, podía pasar horas en la cama, fumando, mirando al techo, repitiéndose las mismas y lacerantes preguntas: y después de que pase todo, ¿qué?; el sacrificio y la abnegación, ¿para qué?; la gloria que había creído tener al alcance de sus manos, ¿por cuál vertedero se había deslizado? Ramón había entregado su alma a aquella misión porque quería ser el protagonista, y no le importaba tener que matar, o incluso que lo mataran a él, si lograba su propósito. Se sentía preparado para permanecer toda su vida en la oscuridad, sin nombre y sin existencia propia, pero con el orgullo comunista de saber que había hecho algo grande por los demás. Él quería ser un elegido de la providencia marxista y en ese momento pensaba que ya nunca sería nada ni nadie. Y dos semanas más tarde, cuando Tom regresó para recuperar el baúl, Ramón sintió que su postergación se hacía irreversible.

– ¿Cuándo será?

Habían colocado las armas en la cajuela del Chrysler y se miraban a los ojos, sentados en los butacones de la cabaña.

– Pronto -Tom parecía molesto.

– ¿Te pasa algo?

Tom sonrió, con tristeza, y miró al suelo, donde la puntera de su zapato golpeaba levemente un saltillo entre dos baldosas.

– Tengo miedo, Ramón.

La respuesta de su mentor lo sorprendió. No se le escapó el detalle de que nuevamente le llamara Ramón mientras le confesaba algo que jamás esperó oír en los labios de aquel hombre. ¿Debía creerle?

– Griguliévich y Felipe lo han preparado todo del mejor modo posible, pero no confían en los hombres que tienen. Sheldon puede hacer su parte, pero los otros…

– ¿Quién estará al frente?

– El Camarada Judío.

– ¿Y él no confía en sí mismo?

– Va a ser un atentado con mucha gente, muchos tiros. Un espectáculo a la mexicana… Son hombres con experiencia en la guerra, pero un atentado es otra cosa.

– ¿Y por qué no lo cancelan?

– Te acuerdas del hotel Moscú, ¿verdad? ¿Quién le dice a Stalin que ese atentado se puede cancelar?

Ramón se inclinó hacia delante. Podía escuchar la respiración de Tom.

– ¿Y qué le dirás si fallan?… Déjame ir con ellos, cono…

Tom lo miraba a los ojos. Ramón sintió la ansiedad en el pecho.

– Sería una solución, pero no es posible. Cuando te identifiquen se van a dar cuenta de que no es una acción planificada por los mexicanos, sino una conspiración que nace en otra parte.

– ¿Y si alguien identifica a Felipe?

– Sería un español que estuvo con los mexicanos en la guerra civil. Esa fachada ya está montada.

– Yo también soy español… y belga y…

– ¡No puede ser, Ramón! Óyeme bien: el atentado es perfecto, pero siempre puede pasar algo inesperado, que hieran al Pato y sobreviva, no sé. Yo mismo le dije al camarada Stalin que debía contarse con la posibilidad del fracaso. Y también le dije que si eso sucedía, tú entrarías en el juego. Pero no se puede cancelar ni puedo mandarte a ti… -Tom se puso de pie, encendió un cigarrillo, miró hacia el jardín-. Deberías alegrarte de no tener que participar en esto. Sabes que la vida de todos los que entren en esa casa puede ser muy difícil desde ese momento. Si nada más capturan a uno, los otros caerán como un dominó. Y van a cogerlos, eso seguro… Además, desde el principio te dije que tú eras mi mejor opción, pero no la primera. Si ellos hacen bien las cosas, mejor para todos, así fue como lo planificamos. ¿Viste lo que pasó el primero de mayo, cómo se pelearon los del Partido y los trotskistas en la calle? ¿Quién va a sospechar de nosotros cuando un grupo de comunistas mexicanos ejecuten a un traidor que incluso colabora con los americanos para dar un golpe de Estado en México? Y de todas maneras, aunque ellos le digan a la policía lo que le quieran decir, nunca habrá evidencias de que esos hombres estuvieron mezclados con nosotros…

– Entiendo todo lo que dices. Pero no puedes pedirme que esté contento por haber trabajado tres años para nada.

Tom al fin sonrió. Aplastó la colilla en el cenicero y caminó hacia la puerta.

– Ojalá nunca pierdas esa fe que tienes, Ramón Mercader. No te imaginas cómo la vas a necesitar si te toca entrar en escena. Te aseguro que no es fácil matar a un hombre como ese hijo de puta de Trotski.


Jacques Mornard puso sobre la hornilla el agua para el café y se ajustó el fajín de la bata de boxeador que usaba para andar en casa. Cuando salió al pequeño portal comprobó, contrariado, que los periódicos de la mañana no habían llegado. La semana anterior había duplicado la propina al muchacho que le traía la prensa con la condición de que se la dejara en su puerta antes de las siete de la mañana. Regresó a la cocina, coló el café y bebió una pequeña taza. Encendió un cigarrillo y se dirigió hacia las oficinas del encargado. El mes de mayo se esfumaba, pero la mañana era fresca gracias a la lluvia de la noche anterior. Avanzó por el camino de grava y maldijo al sentir cómo las pantuflas se le humedecían. En la puerta de la cabana donde funcionaba la conserjería, el encargado de la mañana colocaba herramientas de jardinería en una carretilla.

– Buenos días, señor Jacson, mande usted -el hombre sonreía y hacía unas cortas genuflexiones.

– El chico de la prensa, ¿qué le ha pasado hoy?

El encargado sonrió más. Sus dientes eran increíblemente blancos y, milagrosamente, no le faltaba ninguno.

– Es que no han salido muchos periódicos. Los está esperando.

– ¿Qué historia es esa de que no han salido los periódicos?

– Ah, señor, por lo que pasó anoche -el encargado volvió a sonreír-. Es que trataron de matar al piochitas Trotski. Lo están diciendo en la radio.

Ramón dio media vuelta y, sin despedirse del encargado, regresó a su cabana. Si había entendido bien, el hombre había hablado de un intento, no de una ejecución. Encendió la radio y buscó en el dial hasta hallar una emisora que comentaba la noticia: un comando armado había penetrado esa madrugada en la casa de León Trotski y, a pesar de los numerosos disparos que efectuaron, no habían logrado su propósito de matar al revolucionario exiliado. Los atacantes (se decía que Diego Rivera, pistola en mano, estaba entre ellos) habían logrado huir y el presidente Cárdenas en persona había ordenado que se iniciara una exhaustiva investigación, hasta dar con los autores del frustrado crimen. A medida que digería esas palabras y asumía las consecuencias (¿Diego Rivera en el asalto?), Ramón sintió que una extraña mezcla de ansiedad y alegría se apoderaba de él. Mientras se vestía a toda prisa, escuchó la ampliación de la noticia: se hablaba de un herido, de asaltantes vestidos de militares y de policías, del secuestro de uno de los guardaespaldas del renegado.

Marcó el número del apartamento de Tom en Shirley Court y no obtuvo respuesta. ¿Qué haría ahora? Jacques Mornard se tomó un tiempo para reflexionar. Tom había urdido un plan lleno de vericuetos que escapaban a su comprensión. ¿Habían logrado utilizar las diferencias políticas entre el renegado y el gordo Rivera para que éste se pusiera al frente de un comando asesino, o simplemente lo habían amenazado con ventilar los deslices de su mujer, la pintora coja? Se hablaba de veinte hombres armados, de cientos de disparos y de ningún muerto. ¿Cómo era posible? Si un profesional como Felipe había estado dentro de la casa, ¿era verosímil que el Pato siguiese vivo? Había en aquel hecho algo turbio que desafiaba a la lógica más elemental. En cualquier caso, pensó, el fracaso del atentado lo ponía de un golpe en la primera línea de combate por la que tanto había pugnado. Los sostenidos temores de Tom respecto al éxito de la operación ahora cobraban una luz poderosa, y llegó a pensar si en realidad aquel fracaso no tendría una intención. Pero ¿cuál? Entrar a la casa del Pato, tenerlo a merced de diez fusiles, y no cazarlo, ¿por qué, para qué? ¿Habría sido él, desde siempre, el encargado de la misión? La cabeza le iba a explotar. La evidencia de que se había convertido en la alternativa real seguía produciéndole una recóndita alegría revolucionaria pero, con ella, comenzaba a levantarse el fantasma de un temor inesperado, subrepticio, ante la responsabilidad que eso conllevaba. Bebió más café, fumó otros dos cigarrillos y, cuando se sintió en condiciones de ponerse en movimiento, se colocó el sombrero y abordó el Buick.

Mientras conducía hacia Shirley Court, Ramón notó que su pecho estaba a punto de estallar de angustia. Nunca había sentido tan nítidamente esa opresión, y pensó si no sería una angina como la que padecía Caridad. Cuando preguntó al encargado de los apartamentos si los señores Roberts estaban, el hombre le explicó que habían viajado la noche anterior.

Ramón Mercader dejó el Buick en el parqueo de los departamentos y salió hacia Reforma, congestionada de transeúntes, vendedores, autos, mendigos y hasta prostitutas de horario flexible: una humanidad abigarrada, envuelta en el escape de los motores y los gritos de los voceadores de periódicos que anunciaban la milagrosa salvación del «piochitas» Trotski. La ciudad parecía enloquecida, a punto de estallar, y el joven se encontró mareado en medio del gentío y la algarabía. Recostado a una pared, levantó la vista hacia el cielo transparente, limpio por la lluvia de la noche anterior, y tuvo la certeza de que su destino se decidiría bajo aquel cielo diáfano y transparente.

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