No sé exactamente en qué momento empecé a pensar en aquello, no sé si ya lo tenía en la cabeza en la época en que conocí al hombre que amaba a los perros, aunque supongo que debió de haber sido después. De lo que estoy seguro es de que, durante años, estuve obsesionado (suena un poco exagerado, pero ésa es la palabra y, más aún, es la verdad) con poder determinar el momento exacto en que concluiría el siglo XX y, con él, el segundo milenio de la era cristiana. Por supuesto, aquello determinaría a su vez el instante que daría inicio al siglo XXI y, también, al tercer milenio. En mis cálculos siempre contaba con la edad que yo tendría -¿cincuenta o cincuenta y un años?- al despuntar la nueva centuria, según la fecha en que se estableciera el fin de la anterior: ¿en el año 1999 o en el 2000? Aunque para muchos la encrucijada de siglos solo sería un cambio de fechas y almanaques en medio de otras preocupaciones más arduas, yo insistía en verlo de otro modo, sobre todo porque en algún momento de los terribles años previos comencé a esperar que aquel salto en el tiempo, tan arbitrario como cualquier convención humana, también propiciase un giro rotundo en mi vida. Entonces, por encima de la lógica del almanaque gregoriano que cerraba sus ciclos en los años cero, acepté, como parte de una convención y como mucha gente en el mundo, que el 31 de diciembre de 1999 -poco después de mi cincuenta cumpleaños- sería el último día del siglo y del milenio. Cuando la fecha se fue aproximando, me entusiasmó saber que los cibernéticos de todo el planeta habían trabajado durante años para evitar el caos informático que la radical alteración de números podía producir ese día, y que los franceses habían colocado un enorme cronómetro regresivo en la Torre Eiffel donde se registraban los días, las horas y los minutos que faltaban para el Gran Salto.
Por eso tomé como una afrenta personal que, llegada la fecha, en Cuba se sacaran las cuentas más lógicas y se decidiera, más o menos oficial e inapelablemente, que el fin del siglo sería el 31 de diciembre del año 2000 y no el último día de 1999, como la mayoría pensábamos y queríamos. Por aquel casi que decreto estatal, mientras el mundo celebraba a bombo y platillo la (supuesta) llegada del tercer milenio y del siglo XXI, en la isla se despidió el año y se saludó al recién llegado como uno más, apenas con los himnos y discursos políticos habituales. Después de haber soñado durante tanto tiempo con la eclosión de esa fecha, sentí que me habían escamoteado mi emoción y mi ansiedad, y me negué incluso a ver en la televisión los breves flashazos noticiosos de las celebraciones que, en Tokio, Madrid o junto a la Torre Eiffel, saludaban el redondo borrón de cuatro cifras en los relojes históricos. El malestar me duró varios meses, y cuando el 31 de diciembre del 2000 se anunció en algún periódico cubano, ya sin demasiado interés, que ahora sí el mundo arribaría real y gregorianamente al nuevo milenio, apenas me sorprendí de que nadie se preocupara por celebrar lo que, un año antes, casi toda la humanidad había festejado anticipada, equivocada, tozuda pero jubilosa, esperanzadamente. Nada: al fin y al cabo, en ese momento yo sabía demasiado bien que, fuera de unos números de mierda, nada cambiaría. Y si cambiaba, sería para peor.
Saco a colación este episodio para muchos intrascendente, en apariencia ajeno a lo que estoy contando, porque me parece que encierra una metáfora perfecta: a estas alturas no creo que haya mucha gente que se atreva a negarme que la historia y la vida se ensañaron alevosamente con nosotros, con mi generación, y, sobre todo, con nuestros sueños y voluntades individuales, sometidas por los arreos de las decisiones inapelables. Las promesas que nos habían alimentado en nuestra juventud y nos llenaron de fe, romanticismo participativo y espíritu de sacrificio, se hicieron agua y sal mientras nos asediaban la pobreza, el cansancio, la confusión, las decepciones, los fracasos, las fugas y los desgarramientos. No exagero si digo que hemos atravesado casi todas las etapas posibles de la pobreza. Pero también hemos asistido a la dispersión de nuestros amigos más decididos o más desesperados, que tomaron la ruta del exilio en busca de un destino personal menos incierto, que no siempre fue tal. Muchos de ellos sabían a qué desarraigos y riesgos de sufrir nostalgia crónica se lanzaban, a cuántos sacrificios y tensiones cotidianas se someterían, pero decidieron asumir el reto y pusieron proa a Miami, México, París o Madrid, donde arduamente comenzaron a reconstruir sus existencias a la edad en que, por lo general, ya éstas suelen estar construidas. Los que por convicción, espíritu de resistencia, necesidad de pertenencia o por simple tozudez, desidia o miedo a lo desconocido optamos por quedarnos, más que reconstruir algo, nos dedicamos a esperar la llegada de tiempos mejores mientras tratábamos de poner puntales para evitar el derrumbe (lo de vivir entre puntales, en mi caso, no ha sido una metáfora, sino la más cotidiana realidad de mi cuartico de Lawton). A ese punto en el que enloquecen las brújulas de la vida y se extravían todas las expectativas fueron a dar nuestros sacrificios, obediencias, dobleces, creencias ciegas, consignas olvidadas, ateísmos y cinismos más o menos conscientes, más o menos inducidos y, sobre todo, nuestras maltrechas esperanzas de futuro.
A pesar de ese destino tribal en el que incluyo el mío, muchas veces me he preguntado si yo no he sido especialmente escogido por la hija de puta providencia: si al final no he resultado algo así como una cabra marcada con el designio de recibir todas las patadas posibles. Porque me tocaron las que me correspondían generacional e históricamente y también las que con mezquindad y alevosía me dieron para hundirme y, de paso, demostrarme que nunca tendría ni tendré paz ni sosiego. Por eso, en el que quizás fue el mejor período de mi vida adulta, cuando comencé mi relación con Ana, me enamoré por primera vez de manera total y, gracias a ella, recuperé los deseos y el valor para sentarme a escribir, la pendiente que empezó a recorrer la enfermedad de mi mujer vino a devastar cualquier esperanza. Y el 31 de diciembre de 1999, cuando nos dijeron que el día del gran cambio con el que yo había soñado durante tanto tiempo no cambiaría nada, ni siquiera el siglo asqueroso en el que habíamos nacido, vi salir por la ventana del apartamentico de Lawton el pájaro azul de mi última ilusión: un pájaro insignificante, pero que yo había criado con esmero y que los vientos de las altas decisiones me arrancaban de las manos. Porque ni a tener ese sueño inocuo me habían dejado la potestad.
A finales de los años noventa, la vida en el país había empezado a recuperar cierta normalidad, totalmente alterada durante los años más duros de la crisis. Pero mientras regresaba esa nueva normalidad, se evidenció que algo muy importante se había deshecho en el camino y que estábamos instalados en un extraño ciclo de la espiral, donde las reglas de juego habían cambiado. A partir de ese momento ya no sería posible vivir con los pocos pesos de los salarios oficiales: los tiempos de la pobreza equitativa y generalizada como logro social habían terminado y comenzaba lo que mi hijo Paolo, con un sentido de la realidad que me superaba, definiría como el sálvese quien pueda (y que él, como muchos hijos de mi generación, aplicó a su vida de la única manera a su alcance: marchándose del país). Había gentes, como Dany, que echando mano al cinismo y al mejor espíritu de supervivencia, más o menos habían logrado adaptarse a la nueva realidad: mi amigo había dejado su puesto en la editorial y metido en un saco todos sus sueños literarios y ahora ganaba mucho más dinero como chofer de alquiler tras el timón del Pontiac de 1954 que había heredado de su padre. Además, en su casa contaban con el apetecible trabajo conseguido por su mujer en una empresa española (donde le pagaban algunos dólares por debajo de la mesa y le daban un par de bolsas de comida dos veces al mes) y vivían con un mínimo desahogo. Pero los que no teníamos de dónde agarrarnos ni dónde robar (Ana y yo, entre muchos otros) empezamos a vérnoslas incluso más negras que en los años de los apagones sin fin y los desayunos a base de tisanas de hojas de naranja. Con Ana retirada anticipadamente y con mi demostrada incapacidad para la vida práctica, la soga que llevábamos en el cuello no hacía más que apretarse, hasta tenernos siempre al borde de la asfixia, de la cual nos salvaban los regalos que los dueños de perros y gatos me hacían por mis servicios y los pesos adicionales que me entregaban los criadores de cerdos como pago de castraciones, desparasitaciones y otros trabajos que muchas veces yo cobraba al precio ridículo de «dame lo que tú quieras». Pero era evidente que estábamos hundidos en el fondo de una atrofiada escala social donde inteligencia, decencia, conocimiento y capacidad de trabajo cedían el paso ante la habilidad, la cercanía al dólar, la ubicación política, el ser hijo, sobrino o primo de Alguien, el arte de resolver, inventar, medrar, escapar, fingir, robar todo lo que fuese robable. Y del cinismo, el cabrón cinismo.
Supe entonces que para muchos de mi generación no iba a ser posible salir indemnes de aquel salto mortal sin malla de resguardo: éramos la generación de los crédulos, la de los que románticamente aceptamos y justificamos todo con la vista puesta en el futuro, la de los que cortaron caña convencidos de que debíamos cortarla (y, por supuesto, sin cobrar por aquel trabajo infame); la de los que fueron a la guerra en los confines del mundo porque así lo reclamaba el internacionalismo proletario, y allá nos fuimos sin esperar otras recompensas que la gratitud de la Humanidad y la Historia; la generación que sufrió y resistió los embates de la intransigencia sexual, religiosa, ideológica, cultural y hasta alcohólica con apenas un gesto de cabeza y muchas veces sin llenarnos de resentimiento o de la desesperación que lleva a la huida, esa desesperación que ahora abría los ojos a los más jóvenes y les llevaba a optar por la huida antes incluso de que les dieran la primera patada en el culo. Habíamos crecido viendo (así éramos de miopes) en cada soviético, búlgaro o checoslovaco un amigo sincero, como decía Martí, un hermano proletario, y habíamos vivido bajo el lema, tantas veces repetido en matutinos escolares, de que el futuro de la humanidad pertenecía por completo al socialismo (a aquel socialismo que, si acaso, solo nos había parecido un poco feo, estéticamente, sólo estéticamente grotesco, e incapaz de crear, digamos, una canción la mitad de buena que «Rocket Man», o tres veces menos hermosa que «Dedicated to The One I Love»; mi amigo y congénere Mario Conde pondría en la lista «Proud Mary», en versión de Creedence). Atravesamos la vida ajenos, del modo más hermético, al conocimiento de las traiciones que, como la de la España republicana o la de la Polonia invadida, se habían cometido en nombre de aquel mismo socialismo. Nada habíamos sabido de las represiones y genocidios de pueblos, etnias, partidos políticos enteros, de las persecuciones mortales de inconformes y religiosos, de la furia homicida de los campos de trabajo, del asesinato de la legalidad y la credulidad antes, durante y después de los procesos de Moscú. Muchos menos tuvimos la menor idea de quién había sido Trotski ni de por qué lo habían matado, o de los infames arreglos subterráneos y hasta evidentes de la URSS con el nazismo y con el imperialismo, de la violencia conquistadora de los nuevos zares moscovitas, de las invasiones y mutilaciones geográficas, humanas y culturales de los territorios adquiridos y de la prostitución de las ideas y las verdades, convertidas en consignas vomitivas por aquel socialismo modélico, patentado y conducido por el genio del Gran Guía del Proletariado Mundial, el camarada Stalin, y luego remendado por sus herederos, defensores de una rígida ortodoxia con la que condenaron la menor disidencia del canon que sustentaba sus desmanes y megalomanías. Ahora, a duras penas, conseguíamos entender cómo y por qué toda aquella perfección se había desmerengado cuando se movieron solo dos de los ladrillos de la fortaleza: un mínimo acceso a la información y una leve pero decisiva pérdida del miedo (siempre el dichoso miedo, siempre, siempre, siempre) con el que se había condensado aquella estructura. Dos ladrillos y se vino abajo: el gigante tenía los pies de barro y sólo se había sostenido gracias al terror y la mentira… Las profecías de Trotski acabaron cumpliéndose y la fábula futurista e imaginativa de Orwell en1984 terminó convirtiéndose en una novela descarnadamente realista. Y nosotros sin saber nada… ¿O es que no queríamos saber?
¿Fue pura casualidad o eligió con toda idea aquella noche tenebrosa de 1996, después de casi veinte años? En la tarde se había desatado una tormenta de lluvia y truenos que parecía anunciar el Armagedón y, al llegar la noche y el apagón, todavía caía una llovizna fría y persistente. Por eso, cuando tocaron a la puerta supuse que sería alguien urgido de que le viera a su animal y, lamentando mi suerte, fui a abrir con uno de los farolitos de kerosene en la mano.
Y allí estaba él. A pesar del tiempo, de la oscuridad, de que se había quedado completamente calvo y de que era la persona que menos esperaba encontrar en la puerta de mi casa, sólo de verlo reconocí al negro alto y flaco, y de inmediato tuve una fortísima certeza: durante todos aquellos años, ese hombre había estado observándome en las tinieblas.
Ante mi silencio, el negro me dio las buenas noches y me preguntó si podíamos hablar. Por supuesto, lo invité a entrar. Ana estaba con Tato, en el cuarto, tratando de escuchar la telenovela por la banda de frecuencia modulada de nuestra radio de baterías, y le grité que no se preocupara, yo atendía al recién llegado. Con mi torpeza habitual, aumentada por la sorpresa, le dije al hombre que tuviera cuidado con los cacharros colocados en distintos sitios para recoger la lluvia que se filtraba a través del techo y le pedí que se sentara en una de las sillas de hierro. Después de acomodarme en la otra silla, me puse de pie de nuevo y le pregunté si deseaba tomar café.
– Gracias, no. Pero si me das un poquito de agua…
Le serví un vaso. El negro volvió a agradecerme, pero solo bebió un par de sorbos y lo dejó sobre la mesa. A pesar de la penumbra, apenas quebrada por la llama del farol, me di cuenta de que en aquellos minutos había estudiado el ambiente del apartamento, como si necesitara buscar una vía de escape ante alguna situación de peligro o formarse una última idea sobre quién era yo. Como el negro estaba más flaco, más viejo, sin un pelo en la cabeza, a la escasa luz del farol su rostro parecía el de una calavera oscura: una voz de ultratumba, pensé.
– El compañero López me pidió que alguna vez viniera a verte -empezó, como si le costara mucho trabajo despegar-. Y aquí estoy.
Se demoró un poco en venir, pensé, pero me mantuve callado. Si algo tenía claro era que aquel personaje, salido de la bruma y el pasado, solo me diría lo que él decidiera decirme, así que no valía la pena tratar de forzar ninguna conversación específica.
– ¿Recibiste el libro de Luis Mercader? En el correo me garantizaron que si no lo recibías, ellos me lo devolvían.
– ¿Y cómo supo mi dirección?
– Tú sabes que aquí se sabe todo -dijo, elusivo. Y sin más preámbulos, como si repitiera un libreto estudiado durante mucho tiempo, me explicó que en 1976 él trabajaba como chofer de un jefe del ejército. Un día lo llamaron y le dijeron que, como su superior iba a ser enviado a la guerra de Angola y él era un hombre de toda confianza, militante del Partido, veterano de la lucha clandestina, le iban a encomendar una misión especial: la de manejarle y en cierta forma cuidar a Jaime López, un oficial del ejército republicano español que estaba viviendo en Cuba y al que los médicos le habían prohibido conducir su auto. También le advirtieron que en aquel trabajo debía mantener la boca cerrada, con todo el mundo. Y le pidieron que si veía algo raro en el entorno del hombre, les informara inmediatamente, y especificaron que, tratándose de aquel español, cualquier cosa podía ser algo raro…
Cuando él empezó a trabajar con López, ya había otros compañeros que se encargaban de cuidarlo, de llevarlo a una clínica especial y hasta de manejarle cuando iba a ciertas reuniones o visitas muy específicas. Al negro nunca le dijeron quién era López y, por supuesto, él no se había atrevido a preguntar, aunque desde el principio supuso que con tanto misterio y gente a su alrededor dedicada a cuidarlo (¿y a vigilarlo?, pensó), aquél no podía ser un López cualquiera… Casi dos años después, cuando ya el hombre estaba muy mal y aparecieron en Cuba primero unos sobrinos y un poco después su hermano, él supo al fin que Jaime López era Jaime Ramón Mercader del Río. Como jamás en su vida había oído hablar de Ramón Mercader y casi nada de Trotski, y como no podía preguntarle a nadie nada que tuviera que ver con aquel hombre, le costó entender algo del misterio que lo envolvía. Pero cuando se enteró de quién era en realidad el oficial español, qué había hecho y por qué vivía en Cuba con otro nombre, se dio cuenta de que estaba metido en algo demasiado grande para un simple chofer, por más militante del Partido y veterano del ejército que fuese. Y si le habían dicho que tenía que callarse, él sabía que lo mejor era callarse.
El negro alto y flaco me confirmó que Jaime Ramón López había viajado a Cuba en 1974. Aunque en ese momento no lo sabía, el hombre después llegaría a tener la certeza de que le habían abierto la jaula soviética y dejado venir a la isla socialista, cuna de sus antepasados, porque ya la muerte lo había marcado. Justo cuando se ultimaban los arreglos para su viaje, se le había presentado, súbitamente, la primera crisis de una extraña enfermedad. Los médicos de la clínica más selecta de Moscú, donde atendían a los altos cargos del Kremlin, dictaminaron una infección pulmonar que le había provocado un derrame. Ramón, hasta ese instante dueño de una salud capaz de resistir veinte años de cárcel y todos los horrores que allí debió de vivir, estuvo tres meses ingresado. Después, aun cuando el diagnóstico fue favorable, sintió que algo dentro de él se había salido de lugar. Desde ese momento, a pesar de mejoras temporales, su cuerpo nunca volvería a responderle de la misma manera y viviría hasta su muerte con aquellos vértigos, con fiebres intermitentes, dolores de cabeza y de garganta, y una permanente dificultad para respirar. Pero todavía ignoraba que en realidad tenía un cáncer que terminaría por corroer sus huesos y su cerebro.
– Le habían hecho miles de pruebas -me dijo el negro, y en su voz me pareció advertir un reflujo de pena-, ni se sabe cuántos análisis, encefalogramas, placas, sin encontrarle nada. Pero cuando los oncólogos cubanos por fin lo vieron, enseguida le diagnosticaron el cáncer… ¿No te parece raro?…
– Dice Luis Mercader que Eitingon estaba seguro de que en Moscú le habían envenenado la sangre con radiactividad. Con un reloj de oro que le regalaron sus camaradas de la KGB… Talio activado.
– Sí, por eso mismo te digo que es raro.
– Pero yo no lo creo -dije-. Si hubieran querido matarlo, lo hubieran matado y ya. Tiempo y oportunidades tuvieron muchas.
– Sí, eso también es verdad -asintió, y casi parecía aliviado al aceptar la posibilidad-. Bueno, los médicos le encontraron el cáncer a principios de 1978, después de pasar un par de meses en cama porque los vértigos casi no lo dejaban caminar. Cuando empezó aquella crisis, él decía que todo era por el dolor que le provocó el sacrificio de su perro,Dax, el macho, ¿te acuerdas?… Por esos mareos no pudo ir a verte, como había quedado. Y unas semanas después, cuando no sabía si alguna vez podría volver a salir a la calle, empezó a escribir esos papeles que te mandé hace años, hasta que no pudo escribir más, casi ni moverse… El pobre al final gritaba como un loco por los dolores de cabeza, y cada vez que hacía un gesto se le podía partir un hueso. A golpe de morfina lo mantuvieron vivo hasta octubre.
– Nada más oírlo da dolor -comenté.
– Tú no sabes nada del dolor… Lo peor fue que nunca perdió la lucidez. En agosto estaba tan mal que su hermano Luis vino para estar con él cuando se muriera. Pero Luis tuvo que irse a finales de septiembre porque se le vencía el permiso soviético que, después de mucho luchar, le autorizaba a volver a España con su mujer. A las dos semanas de irse el hermano, Ramón recibió una carta suya: ya estaba en Barcelona… Yo lo oí decir que se iba a morir con la satisfacción de saber que por lo menos uno de la familia había logrado volver…
– Entonces, ¿él había pedido venir a Cuba?
– Parece que sí. Tampoco es que tuviera mucho donde escoger… Por un lado, los soviéticos no querían soltarlo, y, por otro, no era fácil que alguien se decidiera a cargar con él. Claro, nadie lo quería… Creo que venir para acá fue la única alternativa que encontró. No sé cómo se negoció todo eso, pero la condición para que viviera aquí era que estuviese de incógnito y calladito. A pesar de eso, alguna gente lo reconoció, pero la mayoría de las personas que estuvimos cerca de él, casi todos los que lo atendieron cuando estuvo enfermo y visitaban incluso su casa, los amigos de sus hijos, los médicos…, no sabíamos quién era en realidad el compañero López. Yo me enteré por la confianza que llegamos a tener, porque estuve con él hasta el final…
En ese instante sentí que un miedo antiguo y adormecido se despertaba en algún lugar de mi memoria, y me atreví a preguntarle:
– ¿Y usted no informó a sus jefes que López se veía conmigo? ¿Yo no era una de esas cosas «raras»?
Esa fue la única vez en toda la noche que el negro sonrió.
– No, no tuve tiempo para informar. La primera vez que se vieron creo que ustedes se encontraron por casualidad, y no le di importancia. La segunda, después de que hablaron, él me pidió que no dijera nada para que no te espantaran de allí y poder hablar contigo. Parece que le caíste bien, ¿no?
– Yo creo otra cosa, pero no importa… ¿Entonces, la enfermera…?
– Es mi hermana. Ella me hizo el favor… La pobre ahora está muy grave, se nos va a morir en cualquier momento… El problema es que López me había encargado que te diera esos papeles, pero no me atreví a venir… Aunque yo no hice ningún informe, ellos se enteraron de que ustedes se veían y me imagino que te vigilaban un poco y…
En otra época aquella noticia me hubiera paralizado: pero en 1996 me pareció folklórica, más bien cómica, pues hacía tiempo yo había traspasado la frontera de la nada y alcanzado casi la invisibilidad. Por eso me interesaba más saber lo que pensó y sintió aquel personaje que tratar de entender qué quiere decir que te vigilen «un poco».
– ¿Y ahora, por qué decidió venir ahora, después de tantos años?
El negro alto y flaco me miró y supe que había pisado terreno minado. Por lo que pude ver de su cara, me di cuenta de que estaba decidiendo si se ponía de pie y se iba de mi casa. Después he pensado en los motivos por los que, al cabo de tanto tiempo, aquel hombre se atrevió a desacatar un mandato del cual quizás nadie se acordaba y cumpliera la promesa de venir a verme: a lo mejor se estaba muriendo, como su hermana, y decidió que ya no importaba lo que le pasara. O porque las cosas habían cambiado mucho, y él tenía menos miedo. A lo mejor se atrevió porque, después de leer el libro de Luis, entendió que no importaba demasiado si me contaba algo, pues yo podía hacerme de aquel libro por otras vías… O simplemente se decidió porque creyó su deber contármelo luego de habérselo prometido a un hombre moribundo: al parecer, alguien, por una vez, había hecho algo normal en toda esta historia…
– ¿Tú piensas que yo fui un cobarde?
Traté de sonreír antes de responderle.
– No, claro que no. El que se cagaba de miedo era yo. Y eso que no estaba seguro de que me vigilaran un poco…
Pero mi respuesta no lo satisfizo, porque insistió en su interrogatorio:
– ¿Por qué tú crees que Luis esperó casi quince años para escribir el libro? Él ya vivía en España. ¿A quién le podía tener miedo? -me preguntaba siempre en el mismo timbre de voz, con la misma entonación, como si interpretara un papel dramático fijado en aquella tesitura-. ¿Por qué Luis esperó hasta que se esfumó la Unión Soviética y la KGB y todo lo que cuelga?
– Por miedo -contesté, y entonces hice lo posible por verle los ojos cuando me tocó a mí preguntar-: ¿Y por qué usted me puso en el correo ese libro? Nadie se lo pidió…
– Cuando lo leí, me pareció que si alguien no podía dejar de leerlo eras tú. Sobre todo por el final de Mercader, tú no lo sabías. Pero también para que tuvieras una idea de qué es el miedo, lo grande y lo largo que puede ser…
– Usted me dice todo eso porque leyó la carta de López, ¿verdad? Entonces, dígame, ¿por qué termina así?
El negro volvió a pensar. Y decidió que podía responderme.
– Porque López, quiero decir, Mercader, no pudo escribir más. En abril, cuando le descubrieron el cáncer de amígdalas, lo mandaron a darse radiaciones, pero ya estaba minado. En junio o julio estaba tan jodido que se le fracturó un brazo cuando fue a levantar un vaso de agua. Los huesos empezaron a estallarle. Ya no podía escribir…, por eso termina así, de pronto.
– ¿Y usted sabe si volvió a ver a Caridad?
– Uno de los que trabajó con López desde el principio me dijo que su madre había venido a verlo aquí a finales de 1974 y que le había amargado las fiestas a él, y, de paso, a su mujer y a sus hijos. Era una vieja loca e insoportable, me dijo. Ella tenía amigos en Cuba, comunistas viejos que había conocido aquí en los años cuarenta y después en Francia, y hasta se las daba de cubana… Ésa debió de ser la última vez que se vieron, porque al año siguiente ella murió en París, me imagino que deseando regresar a Barcelona, como todos los Mercader, porque Franco le ganó en el combate contra la muerte por un mes y le mantuvo cerradas las puertas de España. Por la mujer de López supe que había muerto sola y que los vecinos descubrieron su cadáver por el olor…
Mientras escuchaba las historias de abandono y de muerte que me contaba aquel hombre al que, a pesar de su decisión de venir a verme, todavía lo rondaba el miedo, descubrí que otra vez me acechaba una desazón molesta, un sentimiento subrepticio que andaba demasiado cercano a la compasión.
– La mala suerte se ensañó con ellos. Fue como un castigo -dije.
El negro apenas asintió, pero se mantuvo en silencio, observando las palanganas y las latas que recogían las goteras del techo.
– Esta casa te va a caer arriba -dijo al fin.
– ¿De verdad no quiere café? -volví a preguntarle, pues me había perdido en la conversación, aunque sabía que me quedaban muchas lagunas por llenar y tenía la certeza de que aquélla sería la última vez que hablaría con aquel personaje.
– No, gracias, de verdad que no. Tengo que irme ya… A ver si puedo agarrar una guagua.
– ¿Y por qué sabe tanto sobre Mercader? ¿Por qué confió en usted y le dio esos papeles?
– Cuando íbamos a pasear a los perros, él hablaba mucho conmigo. A veces pienso que me contaba todo aquello para que después yo se lo contara a alguien. Aunque nunca me confesó quién era ni lo que había hecho…, eso tuve que descubrirlo yo solo. A ti te contó más cosas que a mí…
– ¿Y la perra,Ix? ¿Qué pasó con ella?
– ¿Ves?, por cosas así pienso que él confiaba mucho en mí: López me la regaló, porque su mujer no quería quedarse con la perra. Fue como una herencia que me dejó, ¿no?… Ix vivió conmigo cuatro años más…
– ¿YDax? ¿Cómo lo sacrificaron?
El negro volvió a mirar el techo del apartamento, oscuro y en agonía, como si temiera que su caída pudiese ser inminente.
– Es verdad, todos terminaron hechos mierda, hasta Stalin -dijo como si esa misma noche, en mi casa ruinosa y en tinieblas, hubiese tenido aquella revelación. Separó la mirada del techo y la dirigió a mí-. López se sentía muy mal, pero un día me pidió que lo llevara conDax a una playita que está por Bahía Honda. Allí nunca hay nadie, pero como además había llovido y hacía un poco de frío, no se veía un alma por los alrededores. López lo soltó, lo dejó correr un rato, pero Dax se cansó enseguida y se puso a toser. Él lo estuvo acariciando mucho tiempo, hablándole, hasta que se le pasó la tos y se echó. Entonces él me pidió la toalla y empezó a secarlo. A Dax le encantaba que le secaran la panza. Al cabo de un rato, él le puso la toalla sobre la cabeza y sacó una pistola… López estaba seguro de que su perro había muerto del mejor modo: sin saberlo, casi sin tener tiempo de sentir dolor… Eso fue a finales de enero. Nunca volvimos a la playa… -El negro se puso de pie y en ese instante no me pareció tan alto-. ¿Cuánto hace que se fue la luz?
– Como cinco horas… Yo trato de no llevar la cuenta. Total…
Mientras hablábamos el hombre hurgaba en uno de sus bolsillos.
– Coño, por poco se me olvida.
Sacó un pedazo de tela, más pequeño que un pañuelo, y lo abrió. Extrajo algo y lo puso sobre la mesa: aun en la penumbra pude reconocer la valiente fosforera de bencina de Jaime López.
– Es tuya -dijo y carraspeó-. Eso fue lo que te tocó en herencia.
El fin del siglo y del milenio se acercaban cuando, de puro viejo, murióTato, el poodle de Ana, y la osteoporosis de mi mujer entró en su período agresivo con una crisis sostenida que la tuvo prácticamente inválida, con dolores fortísimos, durante tres meses. Todavía no imaginábamos la verdadera gravedad de su estado, y todos mis amigos, dentro y fuera de Cuba, empezaron a buscar lo que parecía ser el único remedio para el padecimiento: vitaminas -calcio con vitamina D y complejo B, sobre todo- y reconstituyentes óseos, incluido el supuestamente milagroso cartílago de tiburón y aquellas tabletas de Forsamax, de efecto tan fuerte que, después de ingerirlas, el paciente tenía que permanecer una hora inmóvil. Y Ana mejoró, al mismo tiempo que Truco, el sato callejero y sarnoso que yo había recogido poco después de la muerte de Tato, engordaba, le crecía el pelo y se convertía en el integrante más vivo y feliz de la familia.
El esperado cambio de siglo y milenio se extravió y el mundo, convertido en un sitio cada vez más hostil, con más guerras y bombas y fundamentalismos de todas las especies (como era de esperar, después de atravesar el siglo XX), terminó volviéndose para mí un espacio ajeno, repelente, con el que fui cortando amarras, mientras me dejaba llevar a la deriva por el escepticismo, la tristeza y la certidumbre de que la soledad y el desamparo más rotundo me acechaban al doblar de la esquina.
Lo que más dolor me producía era ver cómo Ana, a pesar de pasajeras mejorías, se iba apagando entre las cuatro paredes húmedas y desconchadas del apartamentico apuntalado de Lawton. Tal vez por ello, primero como acompañante de la desesperación de mi mujer, y al fin como practicante, me acerqué a una iglesia metodista y traté de cifrar mis esperanzas en un más allá donde quizás encontraría lo que me había negado el más acá. Pero mi capacidad de creer se había estropeado para siempre, y aunque leía la Biblia y asistía al culto, constantemente rompía las reglas de la ortodoxia rígida exigida por aquella fe: demasiadas obligaciones inapelables para una sola vida, demasiados deseos de controlar a los fieles y sus ideas para una religión libremente elegida. El control, el cabrón control. Lo que terminó de complicar mi credulidad fue, sin embargo, el reclamo de una necesaria humildad cristiana proclamada desde el pulpito por unos jerarcas teatrales, de cuya sinceridad empecé a dudar cuando supe de la existencia de autos, viajes al extranjero y privilegios, adquiridos a cambio del olvido del pasado, complicidad y silencio. De no haber sido por Ana, más de una vez hubiera mandado a lavarse las nalgas a todos aquellos pastores. Pero ella siempre me decía que Dios estaba por encima de los hombres, pecadores por definición, y me callé la boca -como era habitual en mi vida-. Entonces me aferré a lo esencial que me ofrecía aquel escape y me esforcé en creer en lo que importaba creer. Y no lo conseguí: no me importaba ni el más allá ni la salvación de mi alma inmortal. Tampoco el más acá ni las manipulables promesas de un futuro mejor a costa de un presente peor. Hubiera preferido otras compensaciones.
Buscar medicinas y un poco de comida para mi mujer, fumar cigarros con intensidad suicida, cuidar aTruco después de cada accidente o bronca callejera a los que era tan proclive, practicar sin fe una religión tiránica, mirar con distancia estoica las grietas en las paredes y techos en vías de derrumbe de nuestro apartamentico y curar perros tan pobres y desaliñados como sus dueños, se convirtieron en los lindes de mi vida de mierda. Cada noche, después de acostar a Ana -ya no podía hacerlo ella sola-, sin deseos de leer y mucho menos de escribir, adquirí la afición de subir por el muro de mi vecino y sentarme, hiciese frío o calor, en la horquilla que formaban dos gajos de su mata de mangos. Allí, bajo la mirada de Truco, que desde el pasillo seguía cada uno de mis movimientos, me fumaba un par de cigarros y me dedicaba a sentir la plenitud de mi derrota, de mi vejez anticipada, de mi desencanto cósmico, a examinar la conciencia casi muerta del ser lamentable en que había desembocado el mismo hombre que alguna vez había sido un muchacho preñado de ilusiones, y que parecía dotado para domar el destino y arrodillarlo a sus pies. Qué desastre.
Con aquel estado de ánimo insobornable me preguntaba, mientras observaba la infinitud del universo: ¿a quién carajo le importará lo que yo pueda decir enun libro? ¿Cómo es posible que me haya dejado convencer por Ana, pero sobre todo por mí mismo, y hubiera intentado escribir ese libro? ¿De dónde saqué la idea de que yo, Iván Cárdenas Maturell, quería escribirlo y quizás hasta publicarlo? ¿De dónde que alguna vez, en otra vida lejana, había pretendido y creído ser escritor? Y la única respuesta a mi alcance era que aquella historia me había perseguido porque ella necesitaba que alguien la escribiera. Y la muy hija de puta me había escogido a mí.