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El aire tenía una densidad que acariciaba la piel, y el mar, refulgente, apenas producía un murmullo adormecedor. Allí se podía sentir cómo el mundo, en días y momentos mágicos, nos ofrece la engañosa impresión de ser un lugar afable, hecho a la medida de los sueños y los más extraños anhelos humanos. La memoria, imbuida por aquella atmósfera reposada, conseguía extraviarse y que se olvidaran los rencores y las penas.

Sentado en la arena, con la espalda apoyada en el tronco de una casuarina, encendí un cigarro y cerré los ojos. Faltaba una hora para que cayera el sol, pero, como ya iba siendo habitual en mi vida, yo no tenía prisas ni expectativas. Más bien casi no tenía nada: y casi sin el casi. Lo único que me interesaba en ese momento era disfrutar del regalo de la llegada del crepúsculo, el instante fabuloso en que el sol se acerca al mar plateado del golfo y le dibuja una estela de fuego sobre la superficie. En el mes de marzo, con la playa prácticamente desierta, la promesa de aquella visión me provocaba cierto sosiego, un estado de cercanía al equilibrio que me reconfortaba y todavía me permitía pensar en la existencia palpable de una pequeña felicidad, hecha a la medida de mis también disminuidas ambiciones.

Dispuesto a esperar la caída del sol en Santa María del Mar, había extraído de mi mochila el libro que estaba leyendo. Era un volumen de relatos de Raymond Chandler, uno de los escritores por los cuales, en esa época -y todavía hoy-, profesaba una sólida devoción. Sacándolos de los sitios más inimaginables, yo había logrado formar con ediciones cubanas, españolas y argentinas una colección de las obras casi completas de Chandler y, además de cinco de sus siete novelas, tenía varios libros de cuentos, entre ellos el que leía esa tarde, tituladoAsesino en la lluvia. La edición era de Bruguera, impresa en 1975, y, junto al relato que le servía de título, recogía otros cuatro, incluido uno llamado «El hombre que amaba a los perros». Dos horas antes, mientras realizaba el trayecto en la guagua hacia la playa, había comenzado el libro justo por ese cuento, atraído por un título sugestivo y capaz de tocar directamente mi debilidad por los perros. ¿Por qué, entre tantos posibles, yo había decidido llevar ese día aquel libro y no otro? (Tenía en mi casa, entre varios recién conseguidos y pendientes de lectura, El largo adiós, la que sería mi preferida entre las novelas del propio Chandler; Corre, Conejo, de Updike; y Conversación en la Catedral, del ya excomulgado Vargas Llosa, esa novela que unas semanas después me pondría a convulsionar de pura envidia.) Creo que había escogido Asesino en la lluvia con total inconsciencia de lo que podía significar y simplemente porque incluía aquel relato donde se narra la historia de un matón profesional que siente una extraña predilección por los perros. ¿Todo estaba organizado como una partida de ajedrez (otra más) en la cual tantas personas -aquel individuo al que bautizaría precisamente como «el hombre que amaba a los perros» y yo, entre otros- solo éramos piezas al albur de la casualidad, de los caprichos de la vida o de las conjunciones inevitables del destino? ¿Teleología, como le dicen ahora? No crean que exagero, que trato de rizar el rizo ni que veo confabulaciones cósmicas en cada cosa que me ha pasado en la puta vida: pero si el frente frío anunciado para ese día no se hubiera disuelto con un fugaz cernido de lluvia, sin alterar apenas los termómetros, posiblemente yo no habría estado aquella tarde de marzo de 1977 en Santa María del Mar, leyendo un libro que, así por casualidad, contenía un cuento titulado «El hombre que amaba a los perros», y sin nada mejor que hacer que esperar la caída del sol sobre el golfo. Si una sola de esas coyunturas se hubiera alterado, probablemente jamás habría tenido la ocasión de fijarme en aquel hombre que se detuvo a unos metros de donde yo estaba para llamar a unos perros reales que, solo de verlos, me deslumbraron.

– ¡Ix! ¡Dax! -gritó el hombre.

Cuando levanté la mirada, vi a los perros. Sin pensarlo cerré el libro para dedicarme a contemplar a aquellos extraordinarios animales, los primeros galgos rusos, los cotizados borzois, que veía fuera de las láminas de un libro o de la revista de veterinaria para la que ya trabajaba. En la luz difusa de la tarde de primavera los galgos parecían perfectos, sin duda bellísimos, enormes, mientras corrían por la orilla del mar, provocando explosiones de agua con sus patas largas y pesadas. Me admiré con el brillo de las pelambres blancas, moteadas de un lila oscuro en el lomo y los cuartos traseros, y con el filo de los hocicos, dotados de unas mandíbulas -según la literatura canina- capaces de quebrar el fémur de un lobo.

A unos veinte metros estaba la silueta quemada por el sol del hombre que había llamado a los perros. Cuando empezó a caminar hacia donde estábamos los animales y yo, lo primero que me pregunté fue quién podría ser aquel tipo que tenía, en la Cuba de los años setenta, dos galgos rusos, al parecer de pura sangre. Pero la carrera y el juego de los animales volvieron a llevarse mi atención y, sin otro motivo que la curiosidad, me puse de pie y avancé unos pasos hacia la orilla, para ver mejor a los borzois, ahora que el sol me quedaba a la espalda. En esa posición escuché nuevamente la voz del hombre y por primera vez me decidí a fijarme en él.

El hombre debía de andar por los setenta años (después sabría que tenía casi diez menos), llevaba el pelo entrecano cortado al cepillo y usaba unos espejuelos de armadura de carey. Era alto, cetrino, más bien grueso pero algo desgarbado. Traía en las manos dos correas de cuero, y llevaba la derecha cubierta con una banda de tela blanca, como si protegiera una herida reciente. Me llamó la atención que usara unos pantalones de algodón de color caqui, sandalias de cuero y una camisa ancha, colorida: un atuendo que revelaba de inmediato su condición de extranjero en el país de las camisas «tos-tenemos» (de rayas o de cuadritos), zapatos «va-que-te-tumbo» o «peste-a-pata» (botas rusas o mocasines plásticos) y pantalones de loneta o de poliéster, capaces de sofocarte los huevos en el calor del verano.

Llegamos a estar tan cerca el uno del otro que el cruce de miradas resultó inevitable: yo le sonreí, y el hombre, con orgullo de dueño de dos galgos rusos, también. Luego de llamar otra vez a los perros, él encendió un cigarro y yo decidí imitarlo, para avanzar otros cuatro, cinco pasos, hacia donde el presunto extranjero se había detenido.

– Son preciosos sus perros.

– Gracias -respondió el hombre-.¡Ix! ¡Dax! -repitió, y todavía fui incapaz de ubicarle por el acento.

– Primera vez que veo unos borzois -preferí mirar hacia los animales, que ahora correteaban cerca de su dueño.

– Son los únicos que hay en Cuba -dijo él y yo pensé: es español. Pero en la entonación había unas inflexiones raras, que me hicieron dudar.

– Necesitan mucho ejercicio, aunque debe tener cuidado con el calor.

– Sí, el calor es un problema. Por eso los traigo hasta aquí…

– He leído que estos animales son muy fuertes, pero a la vez muy delicados. Eran los perros de los zares rusos… -dudé si no sería un atrevimiento, pero como no tenía nada que perder, me lancé-: ¿Los trajo de la Unión Soviética?

El hombre miró hacia el mar y dejó caer el cigarro en la arena.

– Sí, me los regalaron en Moscú.

– Perdone, pero usted no es ruso, ¿verdad?

El hombre me miró a los ojos y chasqueó las correas contra la pata del pantalón. Deduje que tal vez no le había gustado que lo confundieran con un ruso, pero me convencí de que mi pregunta no daba a entender esa posibilidad. ¿O sí era ruso -no, si acaso georgiano o armenio, por el color del pelo y de la piel- y por eso tenía aquellas entonaciones extrañas y cierto engolamiento al pronunciar las palabras?

En ese instante, en un claro entre las casuarinas, vi a un negro alto y delgado que, con una toalla enrollada sobre un hombro, nos observaba sin el menor recato, como si nos vigilara. Pero volví la vista cuando escuché que mientras les colocaba las correas a los perros, el hombre de los espejuelos de carey les susurraba algo en un idioma que tampoco logré ubicar. Cuando el hombre se incorporó, observé que daba un paso en falso, como si se hubiera mareado, y lo escuché respirar con alguna dificultad. Pero de inmediato me preguntó:

– ¿Cómo es que sabes tanto de perros?

– Es que trabajo en una revista de veterinaria y da la casualidad de que acabo de revisar un artículo sobre genética que escribió un científico soviético, y hablaba mucho de los borzois y otras dos razas europeas. Además, me encantan los perros -respondí de un tirón.

Por primera vez el hombre sonrió. La falta de respuesta ante su origen, su aspecto inusual y el hecho de que hubiera vivido en Moscú, sumado a la presencia del negro alto y flaco que nos observaba, me decantó por la posibilidad de que el hombre de los perros fuese un diplomático.

– Me gustaría leer ese artículo.

– Yo creo que se puede conseguir una copia -dije, sin pensar que para hacer realidad aquella promesa (hasta tanto saliera la revista, para lo cual faltaban un par de meses) lo más probable era que yo tuviese que mecanografiar aquel texto lleno de extraños códigos genéticos.

– Yo amo a los perros -admitió el extranjero, utilizando justamente el verbo amar de aquel modo en que ya casi nadie lo empleaba, y en su sonrisa me pareció entrever una nostalgia recóndita, que no guardaba relación con sus siguientes palabras-. Buenas tardes.

Yo musité un demorado buenas tardes, y no estoy seguro de si el hombre, que ya se alejaba hacia donde estaba el negro alto y flaco, me llegó a escuchar. Los perros, al descubrir su intención, dieron una carrera hacia el negro, que se acuclilló para recibirlos y dedicarse a frotarles las panzas con la toalla hasta entonces colgada sobre sus hombros. El extranjero se aproximó a ellos, torciendo el rumbo, como si diera un pequeño rodeo o le fuera imposible caminar en línea recta, y después de decirle algo al negro, se perdió entre las casuarinas, seguido por los dos galgos, que ahora avanzaban al paso de su amo. El negro, que se había volteado un instante para observarme, otra vez se colocó la toalla sobre un hombro y los siguió, hasta que él también desapareció entre los árboles.

Cuando volví a mirar hacia la costa, ya el sol tocaba el mar en el horizonte y dibujaba una estela sanguínea que venía a morir, con las olas, a unos pocos metros de mis pies. Empezaba la noche del 19 de marzo de 1977.


Cuando conocí al hombre que amaba a los perros, hacía poco más de un año que yo había empezado a trabajar como corrector en la revista de veterinaria. Ese destino era el resultado de mi tercera caída, una de las más drásticas de mi vida.

En 1973, cuando terminé la universidad con excelentes notas y el prestigio añadido de tener un libro publicado, fui seleccionado para trabajar como redactor jefe de la emisora de radio local de Baracoa, el pueblo perdido y remoto (no hay otros adjetivos para calificarlo) que se enorgullecía, con el apoyo de la historia y mucho esfuerzo de la imaginación, de haber tenido el privilegio de ser la primera villa fundada y, además, la primera capital de la isla recién descubierta por los conquistadores españoles. La promoción a tan importante responsabilidad -me dijo elcompañero que me atendió en la oficina de ubicación laboral, departamento de recién graduados universitarios- se debía, más que a mis méritos estudiantiles, al hecho de que, como joven de mi época, debía estar dispuesto a partir hacia donde se me ordenara y cuando se me ordenara, por el tiempo que fuese necesario y en las condiciones que hubiere, aunque decidió omitir que legalmente yo estaba obligado a trabajar donde ellos me enviaran por las estipulaciones de la ley del llamado servicio social que, como retribución por la carrera estudiada gratuitamente, nos correspondía realizar a todos los recién graduados. Y lo que tampoco me dijo el compañero, a pesar de que había sido la verdadera razón por la cual Alguien decidió seleccionarme y promoverme a Baracoa, fue que habían considerado que yo necesitaba un «correctivo» para bajarme los humos y ubicarme en tiempo y espacio, como solía decirse.

El mayor aliciente con el que subí a la guagua que veintiséis horas después me depositaría en Baracoa era pensar en la ventaja que me reportaría aquella especie de destierro a una Siberia tropical: si algo debía de sobrar en aquel sitio, y más con el trabajo que me habían asignado, podría ser tiempo para escribir. Aquella ilusión palpitaba dentro de mí como un feto en su placenta, como una necesidad biológica. Ya para esa época yo tenía una conciencia bastante lúcida de que los cuentos de mi libro publicado eran de una calidad calamitosa y si habían recibido una codiciada primera mención en un concurso de escritores noveles, que incluyó la edición del volumen, se debía más a los asuntos que trataba y el modo de abordarlos que al valor literario de mis textos. Yo había escrito aquellos cuentos imbuido, más aún, aturdido por el ambiente agreste y cerrado que se vivía entre las cuatro paredes de la literatura y la ideología de la isla, asolada por las cascadas de defenestraciones, marginaciones, expulsiones y «parametraciones» de incómodos de toda especie ejecutadas en los últimos años y por el previsible levantamiento de los muros de la intolerancia y la censura hasta alturas celestiales. No fui el único, ni mucho menos, que se había comportado como el simio diligente del que hablara Chandler y, arropado en las convicciones románticas que casi todos teníamos en aquellos tiempos, había comenzado a escribir lo que, sin demasiado margen a las especulaciones, sedebía escribir en aquel instante histórico (de la nación y la humanidad toda): relatos sobre esforzados cortadores de caña, valientes milicianos defensores de la patria, abnegados obreros cuyos conflictos estaban relacionados con las rémoras del pasado burgués que todavía afectaban a sus conciencias -el machismo, por ejemplo; la duda sobre la aplicación de un método de trabajo, por otro ejemplo-, herencias que, esforzados, valientes y abnegados como eran, sin duda se hallaban en trance de superar en su ascenso hacia la condición moral de Hombres Nuevos… Pero un tiempo después, cuando había mirado dentro de mí mismo y hecho un tímido intento literario de apartarme de aquel esquema para colorearlo con algunos matices, me habían golpeado con una regla para que retirara las manos.

Ahora me resulta extraño, casi incomprensible, poderme explicar cómo a pesar de que la realidad trataba cada día de agredirnos, aquél fue, para muchos de nosotros, un período vivido en una especie de pompa de jabón, en la cual nos conservábamos (en realidad nos conservaron) prácticamente ajenos a ciertos ardores que se vivían a nuestro alrededor, incluso en el ámbito más cercano. Creo que una de las razones que alimentaron mi credulidad (debería decirnuestra credulidad) fue que a finales de la década de los sesenta y a principios de los setenta, cuando hice el preuniversitario y la carrera, yo era un romántico convencido que cortó caña hasta el desfallecimiento en la interminable zafra de 1970, se partió la cintura sembrando café Caturra, recibió demoledores entrenamientos militares para defender mejor a la patria y asistió jubiloso a desfiles y concentraciones políticas, siempre convencido, siempre armado con aquel compacto entusiasmo militante y aquella fe invencible, que nos imbuía a casi todos, en la realización de casi todos los actos de nuestras vidas y, muy especialmente, en la paciente aunque segura espera del luminoso futuro mejor en el que la isla florecería, material y espiritualmente, como un vergel.

Creo que en esos años nosotros debimos de haber sido, en todo el mundo occidental civilizado y estudiantil, los únicos miembros de nuestra generación que, por ejemplo, jamás se pusieron entre los labios un cigarro de marihuana y los que, a pesar del calor que nos corría por las venas, más tardíamente nos liberamos de atavismos sexuales, encabezados por el jodido tabú de la virginidad (nada más cercano a la moral comunista que los preceptos católicos); en el Caribe hispano fuimos los únicos que vivimos sin saber que estaba naciendo la música salsa o de que los Beatles (Rollings y Mamastoo) eran símbolo de la rebeldía y no de la cultura imperialista, como tantas veces nos dijeron; y, además, como cabía esperar, entre otras manquedades y desinformaciones, habíamos sido, en su momento, los menos enterados de las proporciones de la herida física y filosófica que habían producido en Praga unos tanques algo más que amenazadores, de la matanza de estudiantes en una plaza mexicana llamada Tlatelolco, de la devastación humana e histórica provocada por la Revolución Cultural del amado camarada Mao y del nacimiento, para gentes de nuestra edad, de otro tipo de sueño, alumbrado en las calles de París y en los conciertos de rock en California.

De lo que sí estábamos enterados y muy seguros era que de nosotros se esperaba solo fidelidad y más sacrificio, obediencia y más disciplina. Aunque tras el doloroso fracaso de la Zafra de 1970 sabíamos que el luminoso futuro cercano se había alejado un poco (jamás voy a olvidar los cuatro meses que pasé en un campo de caña, cortando, cortando, cortando, con toda mi fuerza y mi fe puesta en cada golpe del machete, convencido de que aquella heroica empresa sería decisiva para nuestra salida del subdesarrollo, como tantas veces nos habían dicho), en realidad apenas tuvimos noción de cómo aquel desastre político-económico, si me permiten llamarlo así, había cambiado la vida del país. Las carencias que desde entonces se agudizaron no nos sorprendieron, pues ya veníamos acostumbrándonos a ellas, y tampoco nos alarmó que, como respuesta al fracaso económico, las exigencias ideológicas se hicieran más patentes, pues ya formaban parte de nuestras vidas de jóvenes revolucionarios aspirantes a la condición de comunistas, y las entendíamos o queríamos entenderlas como necesarias. Que en medio de todas aquellas efervescencias nos enteráramos de que dos de los maestros de la universidad habían sido suspendidos de su trabajo docente por haber confesado que profesaban creencias religiosas nos conmovió, pero escuchamos en silencio y aceptamos como lógicas las imputaciones destinadas a fundamentar una decisión refrendada con el apoyo partidista y ministerial. Más tarde, que otras dos profesoras resultaran definitivamente expulsadas por su preferencia sexual «invertida», no nos alarmó demasiado y si acaso nos provocó una sacudida hormonal, pues quién iba a decir que aquellas dos maestras eran un par de tortilleras, sobre todo la trigueña, con lo buena que estaba en la plenitud jamona de sus cuarenta años.

Debió de haber sido en algún momento de 1971, el año en que más cálido llegó a ponerse el ambiente con la orden expresa de dar caza a cualquier tipo de bruja que apareciera en lontananza, cuando cometí un grave pecado de sinceridad e inocencia en la vía pública. Todo empezó cuando me atreví a comentar, en el círculo de amigos, que había otros profesores a quienes, gracias al carné rojo que llevaban en su bolsillo, se les permitía seguir dando clases cuando todo el mundo sabía de sobra que eran más incapaces docentemente que los trasladados por ser religiosos, y que había otros, también sobrevivientes y portadores de carné, con más pinta de maricones y tortilleras que las dos profesoras fumigadas. No recuerdo si incluso añadí que, a mi juicio, ni las creencias de unos ni las inclinaciones sexuales de otras debían considerarse un problema mientras no trataran de influir con ellas en sus alumnos… Unos meses después sabría que aquel comentario inoportuno se convertiría en la causa de mi primera caída, cuando en el crecimiento de la militancia de la Juventud se me negó el ingreso en la élite juvenil por no haber sido capaz de superar ciertos problemas ideológicos y faltarme madurez y capacidad de entendimiento de las decisiones tomadas por compañeros responsables. Y acepté la crítica y prometí enmendarme.

Aunque no lo sabía, aquellas rachas de aire turbio eran parte de un huracán que recorría silenciosa pero devastadoramente la isla, por fin encarrilada en una concepción de la sociedad y la cultura adoptada de los modelos soviéticos. La inclusión de dos turnos de clases semanales destinados a leer discursos y materiales políticos, la renovada exigencia con respecto al largo del pelo o al ancho de los pantalones, y la crítica a los estudiantes con preferencias por las manifestaciones de la cultura occidental y norteamericana, se habían integrado casi simbióticamente al universo donde vivíamos, y cargamos con todos aquellos fundamentalismos (al menos yo los cargué), sin grandes conflictos ni preocupaciones, sin idea de las oscuridades cuasi medievales y pretensiones de lobotomía que las impulsaban. Casi sin cuestionarnos nada.

Con toda mi ingenuidad política y literaria a cuestas (y algo de talento, pienso), fui escribiendo aquellos cuentos con los que por fin armé un volumen de unas cien cuartillas que envié al concurso para escritores inéditos. Dos meses después, con sorpresa y alegría, recibí la noticia de que había obtenido una primera mención, la cual, además, implicaba la publicación del manuscrito. Aquel éxito me limpió el espíritu de posibles dudas y, por primera y única vez en mi vida -quizás porque estaba completamente equivocado-, me sentí seguro de mí mismo, de mis posibilidades e ideas: había demostrado que era un escritor de mi tiempo, y ahora solo debía trabajar para cimentar el ascenso hacia la gloria artística y la utilidad social, como entonces pensábamos de la literatura (que más bien parecía una cabrona escalera y no el oficio para masoquistas infelices que en realidad es).

Entre las exigencias de la carrera y las infinitas actividades político-ideológicas extradocentes (tan, y a veces hasta más, controladas y valoradas como las lectivas), sumado a una parálisis por la borrachera del éxito que me dio una popularidad y preeminencia inesperadas (fui electo secretario para las actividades culturales de la Federación de Estudiantes de la facultad, y vanguardia en varias emulaciones), pero sobre todo gracias a la verdadera literatura que fui leyendo en ese tiempo, durante casi dos años no conseguí volver a escribir un cuento que me pareciera mínimamente cercano a mis posibilidades y ambiciones. Pero a la altura del cuarto y último año de la carrera, ya publicado mi libro-La sangre y el fuego-, tuve que hacer tres semanas de reposo a causa de un esguince de tobillo. Entonces escribí un relato, más largo de los que solía redactar, en el cual encontré un asunto y, tras él, un tono y una manera de mirar la realidad que me complacían y me demostraban, sin que fuera una genialidad, cuánto era capaz de superarme. Sin duda, el reflujo de la marea triunfalista, pero sobre todo esas lecturas en las que me había empeñado con más ahínco, tratando de encontrar las razones éticas y las cualidades técnicas de los grandes -Kafka, Hemingway, García Márquez, Cortázar, Faulkner, Rulfo, Carpentier, ¡carajo, qué lejos estaba de ellos!-, dieron un timidísimo fruto en aquel relato donde narraba la historia de un luchador revolucionario que siente miedo y, antes de convertirse en un delator, decide suicidarse… Por supuesto, yo no podía ni pensar que me estaba anticipando y extrayendo de mis propios pánicos futuros la reflexión profunda sobre las causas del miedo y sobre algo peor: sus devastadores efectos.

A finales de enero de 1973, apenas terminados los exámenes del primer semestre, hice la última versión del cuento y llevé las cuartillas mecanografiadas a la misma revista universitaria donde año y medio antes habían publicado uno de mis relatos, avalado por una introducción editorial donde se hablaba de mí como de una promesa literaria nacional, casi internacional, por mis soluciones realistas y mi visión socialista del arte. Con entusiasmo recibieron la nueva obra y me dijeron que seguramente podrían publicarlo en el número de marzo o, a más tardar, en el de abril. Pero no tuve que esperar tanto para saber cómo era recibido y leído mi mejor cuento: una semana después el director de la revista me citó en su oficina y allí sufrí la segunda y creo que más dolorosa caída de mi vida. Nada más entrar, el hombre, hecho una furia, me espetó la pregunta: ¿cómo te atreves a entregarnos esto?Esto eran las cuartillas de mi relato, que el basilisco, yo diría que asqueado, sostenía en la mano, allá, tras su buró…

Todavía hoy el esfuerzo antinatural de recordar lo que me dijo aquel hombre investido de poder, seguro de su capacidad para infundir miedo, resulta demasiado lacerante. Comoquiera que mi historia se repitió tantas veces, con otros muchos escritores, la voy a sintetizar: aquel cuento era inoportuno, impublicable, completamente inconcebible, casi contrarrevolucionario -y oír aquella palabra, como se imaginarán, me provocó un temblor frío, claro que de pavor-. Pero a pesar de la gravedad del asunto, él, como director de la revista, y loscompañeros (todos sabíamos quiénes eran y qué hacían los compañeros), habían decidido no tomar conmigo otras medidas, teniendo en cuenta mi anterior trabajo, mi juventud, mi evidente confusión ideológica, y todos iban a hacer como si aquel cuento nunca hubiera existido, jamás hubiese salido de mi cabeza. Pero ellos y él esperaban que algo así no volviera a suceder y que yo pensaría un poco más a la hora de escribir, pues el arte es un arma de la revolución, concluyó, mientras doblaba las cuartillas, las metía en una gaveta de su buró y, con modales ostensibles, le pasaba una llave que guardó en su bolsillo con la misma contundencia con que pudo habérsela tragado.

Recuerdo que salí de aquella oficina cargado con una mezcla imprecisa y pastosa de sentimientos (confusión, desasosiego y mucho miedo) pero sobre todo agradecido. Sí, muy agradecido, de que no se hubieran tomado otras medidas conmigo, y yo sabía cuáles podían ser, cuando apenas me faltaban cuatro meses para terminar mi carrera. Aquel día, además, supe con exactitud lo que era sentir Miedo, así, un miedo con mayúsculas, real, invasivo, omnipotente y ubicuo, mucho más devastador que el temor al dolor físico o a lo desconocido que todos hemos sufrido alguna vez. Porque ese día lo que en realidad sucedió fue que me jodieron para el resto de mi vida, pues además de agradecido y preñado de miedo, me marché de allí profundamente convencido de que mi cuento nunca debió haber sido escrito, que es lo peor que pueden hacerle pensar a un escritor.

Resulta obvio que aquel episodio, sumado a mi bien conservado comentario sobre las expulsiones de profesores y mi reciente afición a la literatura de escritores como Camus y Sartre (Sartre, hasta unos años antes tan amado en la isla y ahora tan execrado por haberse atrevido a ciertas críticas que delataban su podredumbre ideológica pequeño-burguesa), estuvieron sobre otro buró el día en que se decidía mi destino laboral de recién graduado. La idea genial que se les ocurrió fue enviarme, para una necesaria purificación que parecía un premio, a la remota Baracoa, adonde llegué en el mes de septiembre, bajo el imperio de un calor húmedo y agobiante como jamás había sentido, aunque con la inocente sensación de que allí lograría reparar mis esperanzas literarias. Lo que yo aún no podía concebir era lo abismal que había sido aquella segunda caída, la inoculación irreversible que había sufrido, y por eso todavía estaba convencido de que, a pesar del resbalón del cuento «inoportuno», yo estaba en condiciones de escribir con calidad las obras que exigían mi tiempo y mis circunstancias. Y con ellas demostraría, de paso, cuan receptivo y confiable yo podía llegar a ser.

El jefe de redacción de la emisora solo esperaba mi llegada para largarse de Baracoa y apenas dedicó una semana a instruirme sobre los pormenores técnicos de mi trabajo. A primera vista mi responsabilidad parecía simple: ordenar los boletines escritos por los dos redactores y comprobar que nunca faltaran en ellos las noticias nacionales publicadas en los periódicos del Partido y la Juventud, ni las crónicas de los divulgadores oficiales y los corresponsales voluntarios sobre las innumerables actividades que generaban las instituciones de la provincia y, muy especialmente, las promovidas por el Partido, la Juventud, los sindicatos y el resto de las organizaciones del «regional», como entonces se calificaban los antiguos y después recuperados municipios. Nunca olvidaré la sonrisa de mi colega cuando me tomó la mano y me entregó la llave de su buró, el día que de manera oficial me transmitía el mando. Y menos podré olvidar las palabras que susurró:

– Prepárate, socio: aquí te vas a hacer un cínico o te van a hacer mierda… Bienvenido a la realidad real.


Sus propios habitantes dicen que sobre Baracoa pesa la maldición del Pelú, un profeta loco que la condenó a ser el pueblo de las iniciativas nunca cumplidas. Y lo primero que te cuentan al llegar allí es que su fama está asentada sobre tres mentiras: tener un río llamado Miel pero que no endulza, pues por él solo corre agua; ser dueña de un Yunque, que es una montaña sobre la cual nadie puede forjar nada; y poseer una Farola -nombre de la carretera que une la «ciudad» con el resto del país- que no alumbra.

Yo sabía que Baracoa debía su nombre al cacicazgo indígena que allí existía cuando llegaron los conquistadores. Pero muy pronto descubriría que, cuatro siglos y medio después, aquello seguía siendo un cacicazgo, regido ahora por los jerarcas de las organizaciones locales. También aprendería a toda velocidad que nunca resultó más justa que allí la máxima de pueblo chico, infierno grande. Y, para completar mi educación en la vida real, en Baracoa sufriría las consecuencias de mi incapacidad humana e intelectual para lidiar cada día con caciques y diablos.

La emisora Radio Ciudad Primada de Cuba Libre era, precisamente, el medio encargado de concretar una realidad virtual más embustera aún que la de ríos, montañas y carreteras de nombres caprichosos, porque estaba construida sobre planes, compromisos, metas y cifras mágicas que nadie se ocupaba de comprobar, sobre constantes llamados al sacrificio, la vigilancia y la disciplina con los que cada uno de los jefes locales trataba de construir el escalón de su propio ascenso -coronado con el premio de salir de aquel sitio perdido. Mi trabajo consistía en recibir llamadas y recados de aquellos personajes para que velara por sus intereses, a los cuales ellos siempre llamaban, por supuesto, los intereses del país y del pueblo. Y mi única alternativa fue aceptar aquellas condiciones y, cínica y obedientemente, ordenar a los dos autómatas subnormales y alcohólicos que trabajaban como redactores que escribieran de planes sobrecumplidos, compromisos aceptados con entusiasmo revolucionario, metas superadas con combatividad patriótica, cifras increíbles y sacrificios heroicamente asumidos, para darle forma retórica a una realidad inexistente, hecha casi siempre de palabras y consignas, y muy pocas veces de plátanos, boniatos y calabazas concretas. La otra alternativa era negarme o, más aún, renunciar y largarme, y a pesar de que lo pensé varias veces, el miedo a las consecuencias (la invalidación del título universitario, para empezar) me paralizó, como a tantos otros. Aquélla era la realidad real a la que me había dado la bienvenida mi antecesor.

Pero en lugar de hacer aquel trabajo impúdica y pragmáticamente, como tanta gente, y ocupar el tiempo libre en lecturas y proyectos literarios, por mi propio miedo o por mi incapacidad para rebelarme me vi arrastrado a un torbellino de actividades, mítines, concentraciones, asambleas siempre epilogadas con una invitación al «compañero periodista» a la comelata y la bebedera (¿quién habla de escaseces?) organizadas por el jefe de turno del sector de turno. Con cierto asombro descubrí que en aquel ambiente mi habitual timidez sexual desaparecía con las puertas que derribaban el alcohol, la sensación de escapar del confinamiento de aquel sitio apartado, y la urgencia (mía y de mis amantes ocasionales) de liberar algo propio. Nunca comí, bebí y mucho menos templé tanto ni con tantas mujeres ni en lugares tan inconcebibles como en aquellos dos años, al cabo de los cuales terminé reaccionando como un cínico capaz de mentir sin escrúpulos, portando una gonorrea que repartí generosamente y (como uno más de los tantísimos habitantes de la zona) convertido en un alcohólico de los que desayunan con un trago de aguardiente y una cerveza fría para despejar los efectos de la resaca de la noche anterior.

Baracoa, ha llegado la hora de decirlo, es uno de los lugares más bellos y mágicos que existen en la isla, y sus moradores son gentes de una bondad y una inocencia abrumadoras. Aunque nunca he vuelto a visitarla -me da horror pánico la idea de regresar allí y de que por alguna razón no pueda volver a salir-, recuerdo, como en medio de una bruma, la belleza de su mar, sus decadentes fortalezas coloniales, sus montañas de vegetación tupidísima, sus muchísimos arroyos y ríos que podían llegar a ser furiosos, como el Toa. Recuerdo la amabilidad de su gente, siempre dispuesta a cobijar a los forasteros y parias deseosos de un sitio donde perderse en vida; la pobreza que asediaba a la ciudad desde hacía casi medio milenio y que era su verdadera maldición, una pobreza todavía palpitante sobre la cual siempre se habló en pasado, como algo definitivamente superado, durante mis dos años al frente de los «espacios informativos» de la radio local.

Ahora me parece evidente que solo borracho, revoleándome con la primera mujer que se me apareciera por delante (también borracha si era, como yo, de los enviados a trabajar allí por dos o tres años) y envuelto en cinismo era posible resistir aquel tránsito por la realidad real… Mi tercera caída tuvo lugar cuando, ya en La Habana, ingresé por mis propios pies en el pabellón de tratamiento para adictos del Hospital General Calixto García, luego de haber disfrutado de una estancia de tres semanas en la sala contigua, donde ingresaban a los politraumatizados. Había llegado allí en camilla, con las fracturas y heridas recibidas como resultado de la pelea tumultuaria que, quizás para liberar algo del miedo que se me había empozado dentro, desaté en el primer bar que visité al regresar a La Habana.

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