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Sus padres la llamaron África, como la santa patrona de Ceuta, donde había nacido, y pocas veces un nombre le vino mejor a una persona: porque ella era recia, insondable y salvaje, como el continente al que le debía el apelativo. Desde el día que la conoció, en una asamblea de las Juventudes Comunistas de Cataluña, Ramón se sintió absorbido por la belleza de la joven, pero sobre todo lo atraparon sus ideas de mármol y su empuje telúrico: África de las Heras parecía un volcán en erupción que rugía su permanente clamor por la revolución. África solía citar de memoria pasajes de Marx, Engels y Lenin, hablaba del querido camarada Stalin como la encarnación del futuro en la Tierra y lo llamaba con veneración Guía del Proletariado Mundial, mientras abogaba por la más estricta disciplina partidista. Además, consideraba el baile y el vino venenos burgueses para el espíritu, parecía haberse cosido un libro de marxismo bajo el brazo y poseía una conciencia militante que apabullaba al entusiasmo romántico de Ramón y lo ponía a prueba, constantemente.

Ramón había regresado de Francia un año antes, cuando estaba a punto de cumplir los veinte. Apenas llegado a Barcelona, gracias a su título deMaître d'hôtel había logrado colocarse en el Ritz como ayudante de cocina, y nunca supo bien si por las ideas que le había transmitido Caridad o por su propio espíritu de rebeldía, muy pronto se acercó a los comunistas locales y dio el primer paso hacia su enrolamiento. La España que Ramón había encontrado hervía a fuego lento, esperando que alguien pusiera leña seca para que las llamas subieran al cielo: era un país adolorido que pugnaba por sacudirse los lastres del pasado y las frustraciones del presente. El dictador Primo de Rivera acababa de dimitir, y los monárquicos y los republicanos habían desenvainado sus espadas. Los sindicatos, dominados por socialistas y anarquistas, habían multiplicado su fuerza, pero, en comparación con Francia, los comunistas todavía eran pocos y, como cabía esperar en un país casi feudal y horriblemente católico, mal vistos, frecuentemente perseguidos.

La juventud de Ramón disfrutaba de aquel ambiente tirante, donde todo el mundo vivía a la expectativa de algo que muy pronto debía ocurrir y al fin ocurrió cuando los republicanos-socialistas, con el apoyo de los sindicalistas, ganaron las elecciones municipales de 1931, provocaron la caída de la monarquía y proclamaron la Segunda República. Hasta el final de su vida Ramón pensaría que había vuelto a su país en el momento preciso, con la edad justa y la mente en efervescencia: fue como si su vida y la historia hubieran estado acechándose, preparando cada una sus argumentos para colocarlo en el camino que lo conduciría, unos años después, hasta la Sierra de Guadarrama y de allí, al compromiso con la más alta responsabilidad.

La orientación partidista del momento era consolidar primero una república para más adelante radicalizarla, y por eso los jóvenes comunistas apoyaron en aquel trance las timoratas medidas del gobierno contra el latifundio y el poder de la Iglesia, por la igualdad de mujeres y hombres, por los derechos de los trabajadores y, sobre todo, de la gran masa campesina española, atrasada y misérrima. Años más tarde Ramón sonreiría al recordar unas consignas más llenas de palabras que de soluciones, pero todos esos años, incluso durante la guerra, aquél había sido el país de las consignas, y cada partido, cada tendencia, cada grupo desplegaba las suyas donde podía, en mítines y periódicos, en paredes, escaparates, tranvías y hasta en los carretones de carbón que recorrían las ciudades.

Ramón atravesó con irresponsabilidad y plenitud la marea de aquellos años. Más que un conocimiento real de los principios comunistas, fue su capacidad de entrega y obediencia la que le permitió detentar una prominencia en la directiva de las Juventudes y ese protagonismo lo empujó a vivir con intensidad. Ramón añoraría siempre aquellos tiempos en los que, como nunca en la historia de España, se había' amado tanto, con tanta ansiedad, como si se viviera una orgía de pasiones físicas e intelectuales.

Fue entonces cuando conoció a África de las Heras, la segunda mujer que tendría una importancia crucial y también traumática en su existencia. Ella era tres años mayor que él, morena, inteligente y guapísima, jamás se ponía afeites en el rostro y vivía cada segundo y cada acto como una verdadera militante comunista. A pesar del ya interiorizado rechazo de Ramón a todo lo establecido por los códigos de la moral burguesa, no pudo evitar enamorarse de ella. Como cualquier joven con las hormonas cargadas de dinamita, se impuso merecer la atención de la muchacha, y se lanzó tras ella a la más trepidante vorágine política. Escuchando sus razonamientos, asumió sin una crítica las teorías profesadas por aquella belleza roja y comprendió (o dijo comprender en algunos casos) los riesgos que acechaban a la lucha política en una república de señoritos y burgueses; se reafirmó en las ideas de que los trotskistas eran los más sibilinos enemigos de los comunistas y de que anarquistas y sindicalistas solo podían ser vistos como unos desechables compañeros de viaje en el ascenso hacia los altos propósitos, que serían divergentes cuando ellos, los comunistas, estuvieran en condiciones de promover la verdadera Revolución conducida por una necesaria dictadura proletaria. Por primera vez Ramón oiría hablar insistentemente del oportunista Trotski, por ese tiempo desterrado en Turquía, como del más solapado de los enemigos, y de sus seguidores españoles como peligrosos infiltrados dentro de la clase obrera. Pero la verdadera pasión de África salía a flote cuando disertaba sobre el pensamiento y la práctica políticas de José Stalin, el hombre que conducía a la revolución bolchevique hacia su radiante consolidación. La devoción de África fue capaz de contagiarle aquel odio cerval por León Trotski y la veneración por Stalin, sin que Ramón fuese capaz de imaginar hasta dónde lo llevarían aquellas pasiones.

Cuando Ramón consiguió que África atendiera sus reclamos, el joven entró en una fase superior de dependencia. El modo total de hacer el amor con que África lo arrolló, aquella sabiduría elemental y sin inhibiciones capaz de enloquecerlo, lo pusieron a merced de la mujer y le proporcionaron dosis semejantes de placer y dolor, pues en su todavía palpable debilidad pequeñoburguesa, soñaba que África era suya, y cuando la poseía se ufanaba de ser el hombre más dichoso de la Tierra. Pero cuando veía cómo ella se le escapaba de las manos, sufría rabiosos ataques de celos, aunque trataba de fortalecerse acusándose de estar desprovisto de la convicción ideológica necesaria para romper las barreras de los sentimientos y de faltarle el empuje para llegar a la altura revolucionaria donde brillaban los principios de aquella mujer, comprometida solo con la causa, desposada solo con la idea.

África de las Heras le enseñaría a Ramón que el amor y la familia eran sentimientos y circunstancias que podían lastrar al revolucionario: ella, por ejemplo, había roto con su marido por una patente incompatibilidad ideológica, pues él profesaba el credo anarcosindicalista. Ramón, que ya intuía la necesidad de librarse de la rémora familiar, por esa época apenas sostenía relaciones con sus parientes y desde entonces decidió fortalecerse y no alentarlas. De Caridad solo tenía noticias de que había estado por París y ahora vivía en Burdeos, mientras con su padre había cortado toda relación desde que, al volver a Barcelona, supo por la antigua cocinera de la casa que don Pau, antes de vender la mansión familiar para mudarse a los altos de los almacenes de la calle Ample, había regalado los perros de Ramón a un campesino con el que se había encontrado en el mercado de Sant Gervasi. De sus hermanos sabía que Montse y el pequeño Luis habían sido recogidos por su padre, que a Jorge también lo había captado el Partido, y que el joven Pablo, el único al que veía con cierta frecuencia, militaba en una organización catalanista, como su padre.

Pero aquel desgajamiento de sus viejos afectos no le resultó difícil porque Ramón, en realidad, solo tenía ojos para ver lo que África le iluminaba, mientras la seguía por Barcelona como un descerebrado, rogándole que entre mitin y reunión le regalara un par de horas de pasión, para las que su organismo en flor siempre estaba dispuesto.

Fue justo en la primavera de 1933 cuando Ramón comprendió que, por más que corriera, nunca lograría alcanzar a África, a menos que diera un salto mortal y prodigioso hacia el futuro. Mientras Ramón, África, Jaume Graells y el núcleo directivo de las Juventudes en Barcelona trabajaban por conseguir un crecimiento de la militancia que les permitiera pasar a ser una fuerza influyente en el descentrado panorama político español, Ramón había sido llamado a cumplir su servicio militar y enviado por cuatro semanas a una base de entrenamiento cercana a Lérida. De regreso a Barcelona con su primer permiso, se propuso cumplir el plan que había elucubrado durante ese mes, siempre con la imaginación puesta en la mirada que África le regalaría: ¿de felicidad o de burla?, se atormentaba. Se había citado con ella en un café cercano a la catedral y, para conseguir un golpe de efecto, Ramón esperó la llegada de África utilizando como espejo el escaparate de una tienda de objetos religiosos. Cuando la vio llegar contuvo sus ansias y dejó pasar unos minutos más. Entonces caminó hacia el café, listo para asumir la reacción de la joven ante su cambio externo: Ramón vestía el uniforme de gala del ejército por su condición de cabo de gastadores, para la cual había sido designado gracias a su estatura (medía un metro ochenta, más de lo habitual en un español de la época) y complexión física (era capaz de doblar una moneda de cobre colocándosela entre los dedos), propicia para abrir marchas en desfiles y paradas. Ramón sabía que el uniforme de gala, con gorra de plato incluida, le sentaba de maravillas, pero sobre todo lo hacía sentirse diferente y le reportaba el placer de saberse observado. El brillo de aquellos entorchados lo habían hecho pensar que tal vez podía hacer carrera en el ejército, donde, le explicaría a África (dueña de todas las respuestas y soluciones), realizaría una labor efectiva ganando adeptos para el Partido y la futura revolución.

Cuando Ramón entró en el café, no la encontró. Pensó que habría bajado a los servicios y fue a acodarse en la barra, donde contuvo los deseos de pedir una copa y optó por una manzanilla. El dueño del café lo contempló con la admiración que Ramón sabía que despertaba y le sirvió la infusión. Cuando ella regresó de los lavabos, él se puso de pie, en toda su deslumbrante estatura. África lo miró, con su ojo crítico, y lo desarmó de un porrazo:

– ¿Por qué has venido disfrazado? ¿Te gusta que te miren?

Ramón sintió cómo el mundo se desmoronaba y, a duras penas, logró exponerle su idea de trabajar para la causa desde la madriguera reaccionaria del ejército. La muchacha solo le comentó que debían consultarlo a instancias superiores, pues aquélla no era una decisión personal: un militante responde a su comité y la disciplina y los… Él lo entendía, y por eso se lo consultaba.

– Podría ser una buena idea -dijo ella, tal vez como consolación, pero sin disculparse le informó a Ramón que debía salir hacia una reunión.

El joven pidió un coñac y, mientras lo bebía, sintió deseos de llorar. Como África no regresaría, pensó que se lo podía permitir. Eres demasiado blando, Ramón, se dijo, terminó el trago y salió a la calle, donde la mirada intensa de una joven apuntaló su devastada autoestima.

Unos meses después, justo en el momento de pasar de la obligatoriedad del servicio a la pretendida profesionalidad del ejército, Ramón sentiría cómo sus sueños de saberse importante y de prestar un gran servicio a la revolución se esfumaban cuando su filiación política fue considerada un impedimento y el ejército decidió prescindir de él. Entonces se juró que los militares le pagarían aquella afrenta.


El reformismo conduce a la restauración: solo el poder comunista, despiadadamente proletario, puede llevar a cabo las transformaciones profundas que exige un país como éste, enfermo de odio y de desigualdades, solía repetir África, siempre tribunicia. Y Ramón comprendería hasta qué punto la joven había tenido razón cuando, a finales de ese mismo año, los conservadores se alzaron con el triunfo electoral y comenzaron un artero desmontaje de los cambios políticos republicanos con la derogación de decretos de beneficio social y el inicio de una contrarreforma agraria que devolvía las tierras a los señoritos feudales y el país a su interminable Edad Media.

Fueron los mineros asturianos y los nacionalistas catalanes quienes en el mes de octubre de 1934 reaccionaron contra las leyes promovidas por la tétrica Confederación Española de Derechas Autónomas, la CEDA, y primero proclamaron la huelga general y al final se levantaron: los mineros clamando por la revolución y los nacionalistas por un estatuto de autonomía. A los jóvenes comunistas les habían ordenado estar preparados para intervenir, incluso de manera violenta, si las condiciones evolucionaban favorablemente en Barcelona. Pero el proyecto catalán fue demolido de un golpe y sin que se iniciara la revuelta popular que, agazapados, ellos esperaban. En cambio, la huelga de los mineros asturianos se afianzó y las Juventudes, como parte del bloque comunista, apoyaron a los rebeldes. África y Ramón, decepcionados por la tibieza de los líderes catalanes, pidieron ser enviados a Asturias, donde las calderas estaban a todo vapor, luego de la drástica abolición de la moneda y la propiedad privada y la creación de un ejército proletario. Como ya había comenzado a tenderse un cerco reaccionario contra los mineros, el Partido ordenó a los jóvenes comunistas permanecer en Barcelona, donde trabajarían procurándoles las armas que tanto necesitaban los rebeldes. Ramón, con deseos de pasar a la acción, osó criticar en una reunión aquella táctica dilatoria y fue la propia África quien lo sacudió, alarmada por su incapacidad de entender las decisiones estratégicas del Partido en un momento de turbias coyunturas históricas. El Partido siempre tiene la razón, dijo, y si no entiendes, no importa, tienes que obedecer, y zanjó la discusión.

La represión de los mineros fue brutal y aquella Revolución de Octubre resultó triturada con esmero. Su saldo de casi mil cuatrocientos muertos y más de treinta mil detenidos convenció a Ramón de que la piedad no existe ni puede existir en la lucha de clases. Y confió en que alguna vez a ellos les llegaría su turno: al menos el dogma así lo estipulaba.

Con la derrota asturiana, los comunistas fueron colocados en la lista negra de los enemigos perseguidos con más saña. Muchos estuvieron entre los encarcelados por su participación en los sucesos de Asturias o simplemente por su militancia y, tal como había ocurrido en la Rusia prerrevolucionaria, recordaba África, tan histórica, tan dialéctica, los demás debieron sumergirse en las catacumbas, para desde allí trabajar y esperar el momento (llamado «situación revolucionaria») de golpear al sistema.

Fue en esa coyuntura cuando los dirigentes de las Juventudes recibieron la misión de crear células clandestinas en barrios y fábricas de la ciudad. África fue a trabajar a Gracia y Ramón se metió en El Raval y la Barceloneta, donde incluso organizó aulas de alfabetización. A fin de hacer más eficiente el trabajo político y preparar a los miembros para futuras contiendas, Ramón organizó con Jaume Graells, Joan Brufau y otros camaradas una célula que se presentaba como Peña Artística y Recreativa, y la bautizaron con el nombre menos sospechoso que encontraron: «Miguel de Cervantes». El bar Joaquín Costa, al final de la calle Guifré, se convirtió en el sitio de reuniones. Iban dos y tres noches a la semana, muchas veces con África, quien desarrollaba allí sus dotes de agitadora, con una vehemencia que dejaba a Ramón cada vez más arrobado por la pasión y la fe de la joven en el destino de una humanidad sin explotadores ni explotados. Durante varios meses todo funcionó según lo previsto, hasta que cometieron el error de confiarse y los sorprendió la irrupción de la policía, que cargó con diecisiete de ellos (África logró escapar saltando una tapia difícil de escalar aun para un hombre), acusados de conspirar contra la república para subvertir el orden e instaurar una dictadura atea y comunista.

Si a Ramón todavía le hubieran faltado razones para convencerse de que toda aquella pantomima de república democrática era solo un engaño, y que aquel sistema necesitaba ser arrancado de raíz, los ocho meses de cárcel que vivió en Valencia terminaron de arraigarle sus convicciones. No fue que las acusaciones lanzadas sobre ellos resultaran falsas: era cierto, ellos conspiraban para subvertir el orden, pero también a esa opción se suponía que tenían derecho en una república como la que, según pregonaban, existía en un país supuestamente democrático desde 1931.

Las prisiones de España se desbordaron de presos, aviesamente mezclados los comunes y los políticos, aunque sumaban tantos los comunistas detenidos que las galerías se convirtieron en foros donde se discutían las proyecciones del Partido, el peligroso ascenso del fascismo en Alemania e Italia, los éxitos económicos de la URSS y los principios de la lucha de clases. Hasta la cárcel llegó también la inesperada directriz, emanada de Moscú, de que se estableciera una alianza de los comunistas con los partidos de la izquierda (exceptuados los trotsko-oportunistas) para lanzarse juntos a la lucha por el poder, y Ramón asumió la orden sin atreverse a cuestionar aquel radical cambio estratégico. Para él el verdadero castigo de su estancia carcelaria fue que en todos aquellos meses África no fuera a verlo y ni siquiera le enviara una carta, un soplo de aliento.

Las elecciones de febrero de 1936, ganadas por el nuevo frente político de socialistas, comunistas y anarquistas devolvieron el poder a la izquierda y, de inmediato, la libertad a los detenidos por su militancia o su participación en las revueltas de 1934. Después de ocho meses de prisión, cuando Ramón puso un pie en la calle, ya había dejado de ser un joven romántico lleno de impulsos y se había convertido en un hombre de fe, un enemigo cerval de todo lo que se interpusiera en el camino hacia la libertad y la dictadura proletaria. A ese fin dedicaría cada respiración de su vida, pensaba: aunque tuviera que pagar por ello el más elevado de los precios.

Como muchos de sus compañeros de condena, Ramón fue de Valencia directamente a Madrid, donde los partidos del Frente Popular habían organizado una gran manifestación para celebrar la victoria y la formación del nuevo gobierno. En la capital encontraron aquel ambiente festivo y nervioso que imperó en España hasta el inicio de la guerra. Las botas de vino saltaban de las aceras a los camiones de los recién liberados, las muchachas les lanzaban flores, se cruzaban vivas a la libertad y mueras a la monarquía, a la burguesía, a los terratenientes y a la Iglesia. La revolución se olía en el aire.

En el mitin, Ramón oyó el discurso de José Díaz, el secretario general, y vio por primera vez a una mujer exaltada y dramática, que parecía ella misma una manifestación: Dolores Ibárruri, a la que el mundo conocería como Pasionaria. Para su mayor alegría, en medio de la combativa multitud, sintió cómo se aferraban a su cuello unos brazos ansiados, de los que brotaba un perfume de violetas con el que no había dejado de soñar durante su encierro. Ramón disfrutó en cada célula de su cuerpo con el sonido de una voz de mujer por la cual, como por la revolución mundial, se sentía dispuesto a darlo todo, pero al verla pensó que si los milagros existían, África era una confirmación: en aquellos meses había embellecido, estaba más rotunda y firme, como si por su cuerpo y su rostro hubiera pasado un manto benéfico capaz de operar la transformación. Unos minutos después, cuando escapaban del gentío enardecido de canciones y vino, sabría que en verdad algo conmovedor había alarmado el cuerpo de la mujer, algo a lo cual él había vivido ajeno hasta ese momento: mes y medio antes África había dado a luz a una niña. Una hija de Ramón.

Ramón Mercader pensaría, casi hasta gastar la idea, que en su vida, tan llena de convulsiones tremendas, una de las mayores y más aleccionadoras sacudidas fue la recibida con aquella noticia. África le contó que no había ido a verlo a la cárcel ni le había puesto al tanto de su embarazo para no hacerle flaquear con unos sentimientos innecesarios para un revolucionario. Además, ella había preferido afrontar sola su gravidez pues, desde que la descubrió y fue desaconsejada de abortar por lo avanzado de la gestación, había decidido que aquella criatura no interferiría en el propósito mayor de sus vidas: la lucha revolucionaria. Por eso, cercanas las fechas del alumbramiento, se había ido a Málaga, donde vivían sus padres, y allí había tenido a la niña, a la que había nombrado Lenina de las Heras, para entregarla de inmediato a los abuelos y regresar a Barcelona a luchar por la victoria electoral del Frente Popular, como le ordenara el comité del Partido. Su decisión de mantener a la niña lejos era irrevocable y nada la haría cambiar: solo cumplía con un deber de honestidad al informarle de lo ocurrido.

Un cúmulo de sensaciones ardientes había caído sobre la cabeza de Ramón. A la sorpresa de saber que era padre, se sumaba la determinación de África, consecuente con sus ideales. Aunque todo aquello le resultaba demasiado abrumador como para poder deglutirlo de un golpe, lo sorprendió sentir una nítida gratitud hacia la mujer a la que tanto amaba, y que le demostraba su estatura política con una acción drástica y liberadora. No obstante, en lo más recóndito de su conciencia palpitó una luz de curiosidad por saber cómo era la niña que él había engendrado, cómo sería tenerla cerca y educarla. ¿África no sentiría lo mismo? Ramón sabía que las urgencias de la lucha pronto ocultarían aquel parpadeo, y pensó con más convicción: África tiene razón, la familia puede ser un lastre para un revolucionario, mientras atravesaban la plaza de Callao, creía él que sin un rumbo preciso.

África abrió la puerta de un café de la Gran Vía y, al penetrar, la claridad de la calle le impidió a Ramón ver el interior del local, uno de aquellos viejos bares de Madrid con las paredes revestidas de madera oscura. África, como guiada por una luz interior, avanzó hacia el fondo, sorteando mesas y sillas, con esa seguridad tan suya. El trató de seguirla, apoyándose en los respaldos de las sillas, cuando entrevio al fondo una silueta de mujer, según lo advertía el cabello, una mujer alta y fornida, concluyó al acercarse. La sombra avanzó hacia él y, sin que Ramón la hubiera identificado aún, sintió cómo lo recorría un temblor cuando la mujer lo besó, tan cerca de la comisura de los labios como para dejarle en la boca un inconfundible sabor de anís, capaz de imponerse al regusto seco de la ginebra que dominaba su aliento.

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