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Kharálambos movió apenas el timón y, bajo el sol de la tarde, el bote se adentró en el río de oro sobre un mar por el que el joven pescador había aprendido a navegar con su padre, su padre con su abuelo, su abuelo con su bisabuelo, en una acumulación de sabidurías que se remontaba, tal vez, hasta los días en que los ejércitos de Alejandro pasearon por sobre aquellas aguas la furia y la gloria del gran rey de los macedonios. Más de una vez, observando la destreza marinera de Kharálambos, Liev Davídovich se había preguntado si no habría llegado el momento de perpetrar un acto de suprema sabiduría y despojarse de todas las armaduras para darse la oportunidad de respirar, por primera vez en su vida adulta, un aire simple como el que alimentaba la sangre del pescador, lejos de los torbellinos de su época.

Cuatro años de exilio, cinco de marginación, decenas de muertes y decepciones, revoluciones traicionadas y represiones feroces, sumó Liev Davídovich y tuvo que admitir que quedaban pocas razones para la esperanza. El hombre cosmopolita, el luchador protagonista, el líder de multitudes había comenzado a envejecer a los cincuenta y dos años: jamás había imaginado que ese rincón del mundo en que vivía le provocaría algún día la sensación de tener quizás eso que llaman un hogar. Y menos aún que, por un momento, deseara renunciar a todo y lanzar sus armas al mar.

Hacía un año que había visto partir a Liova por aquella estela que ahora navegaba Kharálambos. Con una mezcla de inquietud y alivio había aceptado la decisión del muchacho de vivir su propia vida, lejos de la sombra paterna. La obtención de una beca para continuar estudios de matemáticas y física en la Technische Hochschule de Berlín había facilitado los trámites, y Liev Davídovich había decidido aprovechar la coyuntura de que el joven se trasladaba a un sitio privilegiado, donde sería sus ojos y su voz, mientras él seguía inmovilizado en Turquía.

A medida que se aproximaba la fecha de la despedida, Liev Davídovich había evocado con demasiada frecuencia el recuerdo de aquellas mañanas frías, en el atormentado París de 1915, cuando Liova se había iniciado en el trabajo político con apenas ocho años. Entonces vivían en la callecita Oudry, cerca de la plaza D'Italie, y él dedicaba las noches a escribir sus artículos antibelicistas para elNashe Slovo. En la mañana, camino de la escuela, con el pequeño Seriozha de la mano, Liova era el encargado de entregar en la imprenta las cuartillas recién escritas. Solo con la certeza de la separación, Liev Davídovich comprendió el vasto espacio que Liova ocupaba en su corazón y lamentó los exabruptos de ira durante los que, tan injustamente, había llegado a acusarlo de indolencia y de inmadurez política. Como le ocurriera dos años antes al separarse de Seriozha, tras la partida lo había invadido el malsano presentimiento de que quizás nunca volvería a ver a su aguerrido Liova, pero consiguió espantar aquel pensamiento por la más realista inversión de ecuaciones: si no volvían a verse no sería porque Liova faltara a la próxima cita. El ausente seguramente sería él, que cada día se sentía más viejo y acosado por unos rivales que deseaban su silencio total.

Pero la salida del joven no había sido la mayor preocupación de Liev Davídovich en aquellas semanas. Con su mejor voluntad aunque lleno de temores por su incapacidad para lidiar con los problemas domésticos, también había debido prepararse para el anunciado arribo de Zina, su hija mayor, que al fin había obtenido el permiso soviético para viajar al extranjero con el propósito de someter a tratamiento su agravada tuberculosis.

En las cartas que le fue enviando desde Leningrado, Alexandra Sokolóvskaya, la madre de Zina, lo había mantenido al tanto del deterioro físico y mental sufrido por la joven en los últimos años, sobre todo mientras se dedicó a cuidar a su hermana Nina, al tiempo que, por su militancia en la Oposición, sufría represiones políticas que habían culminado con la deportación de su esposo Platón Vólkov y con su propia expulsión del Partido y de su trabajo como economista. El toque personal de mezquindad, sin embargo, le llegaría a Zina con un permiso de salida del territorio soviético del que había sido excluida su hijita Olga, convertida en rehén político. Con la condena de una niña inocente, Liev Davídovich volvería a comprobar, de un modo patente, lo que Piatakov le había asegurado años atrás: Stalin se vengaría de él, con alevosía, hasta la tercera o cuarta generación.

Zina había llegado una soleada mañana de finales de enero de 1931, trayendo de su mano al pequeño Sieva. Natalia, Liova, Jeanne, las secretarias, los guardaespaldas, los policías turcos y hasta Maya bajaron tras Liev Davídovich hacia el embarcadero a darles la bienvenida. El ánimo de cada uno de ellos era todo lo festivo que permitían las circunstancias y fue recompensado por la sonrisa de una mujer delgada, exultante y expansiva, y por la mirada escrutadora de un niño, intensamente rubio, que había despreciado mimos de abuelos y tíos para fijar su predilección en la perra Maya.

A pesar de su calamitoso estado de salud, de inmediato Zina demostró que era hija de Liev Davídovich y de aquella incansable Alexandra Sokolóvskaya que en las reuniones clandestinas en Nikolaiev había puesto en las manos del imberbe luchador los primeros folletos marxistas que leería en su vida. Con la respiración entrecortada y asediada por fiebres nocturnas, la joven llegó exigiendo un espacio en el trabajo político, dispuesta a mostrar su capacidad y su pasión. Consciente de que necesitaba atención médica más que responsabilidades, su padre le había encomendado la tarea menos pesada, aunque de por sí abrumadora, de clasificar la correspondencia, mientras encargaba a Natalia que la acompañara a Estambul, donde los doctores comenzaron a trabajar con ella.


Con las cartas que Liova empezó a remitirle desde Berlín, el viejo luchador logró hacerse una idea más precisa del desastre que se acercaba, inexorable, a la puerta de los comunistas alemanes. Una y otra vez se había preguntado cómo Moscú mostraba tamaña torpeza política. No se requería ser un genio para advertir lo que significaba el auge de un nazismo que, sin detentar el poder, ya había comenzado su ofensiva de violencia, encargada a unas fuerzas de asalto que en apenas dos meses habían crecido de cien mil a cuatrocientos mil miembros. Los hechos delataban que no podía tratarse de ceguera política: la estrategia suicida de los comunistas alemanes debía de tener alguna otra razón, más allá de las directivas explícitas dictadas por los amos de Moscú, pensó y escribió.

Unas palabras pronunciadas en el corazón de la Unión Soviética vinieron a abrirle un resquicio para llegar a una respuesta que lo alarmaría. En un Moscú hambreado, donde resultaban un lujo los zapatos y el pan, en el que cada noche eran detenidos sin órdenes fiscales decenas de hombres y mujeres para ser enviados a loslagers siberianos, Stalin proclamó que el país había llegado al socialismo. ¿Al socialismo? Solo entonces Liev Davídovich había logrado ver un punto en la oscuridad: allí tenía que estar el origen de la sospechosa desidia, el absurdo triunfalismo que ataba las manos de los comunistas alemanes impidiéndoles cualquier alianza con las fuerzas de izquierda y centro en el país. Se había horrorizado cuando comprendió que la razón verdadera detrás de todas aquellas asombrosas actitudes era que a Stalin, para alcanzar la concentración del poder, ya no le bastaban los fantasmas de las posibles agresiones del imperialismo francés o el militarismo japonés, sino que requería de un enemigo como Hitler para cimentar, con la amenaza del nazismo, su propio ascenso. Aunque Liev Davídovich siempre se había opuesto a la posibilidad de fundar otro partido, por respeto a las ideas de Lenin y por el temor concreto a lo que una escisión pudiera provocar, la evidencia de una traición como la que estaba ejecutando Stalin, cuyas consecuencias serían desoladoras para Alemania y peligrosas para la propia Unión Soviética, había comenzado a revolver la duda en su cabeza.

Para su fortuna, la presencia del pequeño Sieva mitigaba sus vacíos y temores. Liev Davídovich había establecido con el niño una relación de cercanía muy diferente a la que, tan absorto en la lucha, había tenido con sus propios hijos. El nieto había conseguido apropiarse de las pocas horas libres que el abuelo podía regalarse y entre ellos se había creado el hábito de bajar cada tarde hasta la playa, por donde Sieva solía correr conMaya, y, siempre que el afable Kharálambos se lo permitía, abordar el bote del pescador y navegar hasta los acantilados. El afecto que profesaba al niño atenuaba sus preocupaciones políticas, y en varias ocasiones lo había sorprendido una gran tranquilidad, que le permitía sentirse como un abuelo que comenzaba a envejecer y lograba liberarse, por primera vez en treinta años, de los apremios de la lucha. Las carreras de Sieva y Maya, las conversaciones con Kharálambos sobre el arte de la pesca, los paseos por el Mar de Mármara, pronto se convertirían en imágenes amables a las que se aferraría en los tiempos aún más difíciles que los aguardaban.


Una madrugada del primer verano que pasaban con Sieva, Liev Davídovich salvaría su vida y la de su familia gracias a uno de aquellos insomnios de los que siempre había sido víctima. Tendido en la cama dejaba transcurrir una de esas noches desgastantes, mientras escuchaba los sonidos nocturnos y pensaba en su hijo Serguéi. Aquella misma mañana habían recibido una carta donde Seriozha les aseguraba que su vida en Moscú seguía los cauces normales, les hablaba de su reciente matrimonio y de los progresos en sus estudios científicos. Aunque el muchacho mantenía su aversión por la política, el olfato de su padre le decía que esa lejanía no podría durar mucho tiempo y que cualquier día la política se presentaría a su puerta. Por eso, luego de hablarlo con Natalia, había decidido no dilatar más la propuesta de que Seriozha iniciara las gestiones que le permitieran viajar a Berlín para reunirse con su hermano. Vagando en aquellas cavilaciones, había tardado en percibir la inquietud deMaya, que se había acercado varias veces a la cama, y a la que, incluso, había sentido lloriquear. De pronto una señal de alarma lo había hecho recuperar la lucidez: el olor a madera ardiendo resultaba inconfundible y, sin pensarlo, había despertado a Natalia y corrido hacia la habitación donde Sieva dormía con las jóvenes secretarias desde que su madre se había trasladado a Estambul para ser operada.

El fuego se había iniciado en la pared exterior del local dedicado a la secretaría, y de inmediato Liev Davídovich comprendió las intenciones del saboteador: sus papeles. Mientras los policías turcos, sacados de su sueño, lanzaban baldes de agua sobre el incendio que se extendía hacia la sala de estar, él había dejado a Sieva y aMaya al cuidado de Natalia y, auxiliado por las secretarias, los guardaespaldas y el recién llegado Rudolf Klement, se había puesto a cargar la papelería que representaba su memoria y casi su vida. Entre el humo, recibiendo parte del agua lanzada, habían logrado sacar las carpetas de los manuscritos, los archivos y muchos de los libros antes de que el techo de aquel sector de la villa emitiera el crujido previo a la caída.

En medio de la madrugada, entre cajas de papeles y libros tirados en el suelo, Natalia y Liev Davídovich habían observado el trabajo del fuego, mientras él le acariciaba las orejas a la temblorosaMaya. Aunque el empeño de los improvisados bomberos impidió la destrucción total de la villa, al amanecer constataron que había quedado en un estado tal que se imponía una reconstrucción capital para que volviera a ser habitable. Cuando los demás sacaron los objetos y ropas que se habían salvado, él se había dedicado a recoger decenas de libros, anegados pero quizás recuperables, y a lamentar la pérdida de otros y de documentos (¡las fotos de la Revolución!, se lamentaría para siempre) consumidos por el fuego.


Rudolf Klement, el joven alemán que había viajado para sustituir a Liova en los trabajos de la secretaría, encontró una casa que ofrecía cierta seguridad, en el suburbio residencial anglonorteamericano de Kadikóy, en las afueras de Estambul. La vivienda, en realidad, resultó demasiado pequeña para la familia, las secretarias, los guardaespaldas y los policías (cuatro desde el incendio), pero sobre todo para convivir con Zina, que, recuperada tras una cirugía que pronto se revelaría como un rotundo fracaso, había comenzado a exigirle, con vehemencia enfermiza, una mayor responsabilidad en el trabajo político.

Varios acontecimientos extraños marcarían los meses vividos entre las cuatro paredes opresivas de la casita de Kadikóy. El primero había sido la posibilidad, muy pronto abortada por el trabajo conjunto de fascistas y comunistas, de que viajase a Berlín a dictar unas conferencias. Aquel fracaso previsible le había provocado una dolorosa decepción: había vuelto a sentir sobre la espalda el precio que debía pagar por sus acciones pasadas y la densidad infranqueable de un confinamiento que le hizo pensar incluso en el que sufriera Napoleón: ¿tanto me temen?, había escrito, desesperado por la invulnerabilidad del cerco que lo confinaba a Turquía y lo sustraía de cualquier posibilidad de participación directa.

Luego se había producido un conato de incendio que, por fortuna, solo había devorado la caseta del patio y que los investigadores achacaron a un accidente, al hallar junto a las calderas del calentador los restos de una caja de fósforos con la que había jugado Sieva.

El tercer suceso, más intrigante y a su vez revelador, se había producido cuando recibió la visita de un alto oficial de la seguridad interior turca, comisionado de informarle que la policía del país había detenido a un grupo de emigrados rusos que preparaban un atentado contra su vida. El jefe del complot había resultado ser el ex general Turkul, uno de los líderes de las guardias blancas que el Ejército Rojo derrotara durante la guerra civil. Según el oficial, la conspiración había sido desbaratada, y él podía estar tranquilo, acogido a la hospitalidad del honorable Kemal Paschá Atatürk.

Tan pronto despidieron al oficial, Liev Davídovich le había comentado a Natalia que algo chirriaba en la armazón de aquella historia. El peligro de que los emigrados rusos acantonados en Turquía cometiesen actos violentos contra su persona siempre había estado latente. Pero nada había ocurrido en más de dos años, lo que evidenciaba que los rusos blancos no lo tenían entre sus prioridades o habían entendido que lanzarse contra el que se consideraba un huésped personal del implacable Kemal Atatürk representaba un desafío que solo habría podido perjudicarlos.

La peor experiencia de aquella temporada, sin embargo, fueron las tensiones provocadas por el desequilibrio de Zina, cada vez más exigente en lo relativo a su participación en los trabajos partidistas pero cuyo comportamiento oscilaba entre el entusiasmo y la depresión. Aunque él insistía, de los modos más amables, ella se había negado a someterse a un tratamiento psicoanalítico, pues, repetía, no se sentía dispuesta a sacar la mugre que acumulaba dentro. Su perturbación había llegado a un punto crítico cuando se descubrió el fracaso de su operación, pues los cirujanos turcos le habían intervenido el pulmón que le quedaba sano. Temiendo por la vida de Zina o por un enfrentamiento frontal con ella, Liev Davídovich había ordenado a Liova que hiciera los arreglos necesarios para que la mujer viajase a Berlín y fuera atendida allí por especialistas capaces de remendar su cuerpo y su espíritu.

Vencidas las reticencias de Zina, la mujer había salido hacia Berlín al despuntar el otoño, dejándole a su padre una sensación de alivio mezclada con un incisivo sentimiento de culpa. Liev Davídovich le había prometido que, apenas se recuperase un poco, ella comenzaría a trabajar con Liova y le enviarían a Sieva. Mientras, por su propia estabilidad, el muchacho permanecería en Turquía, aunque el abuelo sabía que en la decisión de retener al niño parpadeaba una dosis de egoísmo: Sieva se había convertido en su mejor bálsamo contra el cansancio y el pesimismo.

Zinushka había partido acompañada por Abraham Sobolevicius, el gigante Senin, uno de los colaboradores de Liev Davídovich afincado en Berlín, quien, casualmente, había pasado unos días en la casa de Kadikóy. Desde hacía dos años, Senin y su hermano menor se habían convertido en sus más ejecutivos corresponsales en Alemania, pero desde que Liova se pusiera al frente de los correligionarios alemanes, las relaciones con los Sobolevicius habían atravesado un período de tensiones, que él había atribuido a la preeminencia que le diera a su hijo en un terreno donde los hermanos habían imperado. Lo más extraño en el cambio de actitud de esos camaradas había sido el rechazo más o menos frontal de ciertas directivas encaminadas a desenmascarar las irresponsables políticas estalinistas respecto a la situación alemana. La discrepancia de los Sobolevicius, precisamente por venir de hombres tan experimentados, preocupaba a Liev Davídovich.

Apenas unos días después de la partida de Zina, una información, filtrada desde Moscú, vino a iluminar como una centella la oscuridad en que el exiliado había permanecido por dos años. El origen del dato era el más confiable: provenía del camarada V.V, cuya existencia únicamente conocían Liova y él, pues su función dentro de la GPU lo hacía especialmente vulnerable y útil. V.V. advertía en su informe que solo se hacía eco de un comentario escuchado sobre la labor de espionaje para la GPU que realizaban los Sobolevicius dentro del círculo más cercano a Trotski. Pero aquel comentario, colocado en el sitio preciso, dio forma al rompecabezas de la extraña actitud de los hermanos.

El descubrimiento del verdadero carácter de los agentes -quienes se evaporaron en cuanto Liev Davídovich hizo pública su filiación real- lo había sumido en una profunda inquietud. El hecho de que hubiese confiado en aquellos hombres hasta el punto de haberles entregado a su hija, de dejarlos dormir en su casa, jugar con Sieva, conversar a solas con Natasha o con él, le advertía de la fragilidad de todo posible sistema de protección y ponía en evidencia las potestades que Stalin tenía sobre su vida: por ahora el Sepulturero se conformaba con saber qué hacía y qué pensaba, ¿y mañana? Se convenció entonces de que los incendios y la presunta conspiración del ex general Turkul solo habían sido maniobras de distracción en un acoso que apenas había comenzado y cuyo desenlace no necesitaría de acciones espectaculares ni conspiraciones de viejos enemigos blancos. El disparo final provendría de una mano, preparada por el propio Stalin y capaz de atravesar todos los filtros de la suspicacia, hasta convertirse en lo más parecido a una mano amiga. La actuación de los Sobolevicius demostraba, no obstante, que su vida todavía parecía ser necesaria para el ascenso del Secretario General hacia el más absoluto de los poderes. Horrorizado ante aquella evidencia que le clarificaba las razones por las cuales lo habían dejado partir al exilio en lugar de asesinarlo en las estepas de Alma Ata, había comprendido que, mientras viviera, sería la encarnación de la contrarrevolución, su imagen mancharía toda exigencia de cambio político interno, su voz sonaría como la pervertidora de cualquier voz que reclamara un mínimo de verdad y justicia. Liev Trotski sería la medida capaz de justificar todas las represiones, de fundamentar las expulsiones de críticos e incómodos, una cara de la moneda enemiga de los comunistas del mundo: la pieza que, para ser perfecta, pronto tendría en el reverso la imagen de Adolf Hitler.


Cuando las obras de reconstrucción de la villa de Büyük Ada concluyeron, Liev Davídovich exigió el regreso. Durante los nueve meses vividos en Estambul, el vértigo de la transitoriedad y la sensación de hallarse al borde de un precipicio nunca abandonaron su ánimo y ni siquiera había conseguido avanzar como esperaba en la escritura de laHistoria de la revolución. Por eso confiaba en que el retorno a la que ahora consideraba su casa le permitiera concentrarse en lo que era realmente importante.

Kharálambos y otros aldeanos los esperaron en el muelle. Los Trotski les agradecieron una bienvenida que incluyó una cesta de pescados, ostras y mariscos frescos, bolsas de frutos secos, atados de quesos de cabra y platos del dulce que ellos llamaban albaricoques y, como atención especial, una olla de barro en la que reposaba un surtido depochas y pides, listas para ser introducidas en aceite de oliva hirviente y entregar al paladar el gozo de una voluptuosidad mediterránea tan diferente de los rudos sabores de las recetas rusas y ucranianas.

Muy pronto el exiliado retomó su ritmo de trabajo y dedicó diez y hasta doce horas a la redacción de laHistoria y a la preparación de los artículos dedicados al Boletín. Al final de las tardes, con ese cansancio en los ojos que solía provocarle un molesto lagrimeo, llamaba a Sieva y, antecedidos por Maya, bajaban hasta la costa a ver la puesta del sol. Allí le contaba a su nieto historias de los judíos de Yanovska, le hablaba de mamá Zinushka, que se recuperaba en Berlín, y le enseñaba a comunicarse con los perros y a interpretar su lenguaje de actitudes, apoyado en la inteligencia de la paciente Maya.

Apenas tres semanas después, Liev Davídovich recibiría la estocada que le lanzaban desde Moscú como la más clara advertencia de que la guerra contra él no se detendría y de que jamás le concederían un atisbo de paz. Un Liova perplejo fue quien le hizo llegar la noticia: a partir del 20 de febrero de 1932 Liev Trotski y los miembros de su familia que se encontraban fuera del territorio de la Unión de los Soviets dejaban de ser ciudadanos del país y perdían todos los derechos constitucionales y la protección del Estado. El delito cometido por el antiguo miembro del Partido (ya no se le mencionaba como dirigente) había sido la participación en acciones contrarrevolucionarias, en virtud de las cuales se le consideraba un Enemigo del Pueblo, indigno de detentar la nacionalidad del primer Estado proletario del mundo. El decreto del Ejecutivo del Presidium del Comité Central, publicado en elPravda, el órgano del Partido Comunista, incluía en la recién instaurada condena de la privación de la ciudadanía a otros treinta exiliados, también Enemigos del Pueblo, que en su momento habían sido figuras destacadas del menchevismo.

Mientras leía aquel insidioso comunicado, donde con calculada malevolencia se le mezclaba con viejos exiliados a los que Lenin y él mismo habían invitado a emigrar en 1921, fue aquilatando las proporciones y buscando los objetivos ocultos en una medida que él inauguraba en la historia soviética. Sin duda la primera intención de Stalin era la de convertirle en un proscrito, sin un Estado a sus espaldas, totalmente a merced de sus enemigos, entre los que ahora se alzaba el propio pueblo soviético. Pero detrás estaba la consecuencia lógica que convertía a sus partidarios dentro del país no ya en opositores políticos, sino en colaboradores de un agente «extranjero» y, por tanto, acusables del delito de traición, el más temido en días de fervor patriótico y nacionalista.

Ante el precipicio al que se asomaban él y su familia, Liev Davídovich lamentó como nunca la falta de realismo y el exceso de confianza que lo habían cegado durante años, hasta el punto de permitir que engendrara y creciera, ante sus propios ojos, aquel tumor maligno adherido a las murallas del Kremlin llamado Iósif Stalin. Un hombre como él, que siempre se había preciado de conocer el alma humana, las debilidades y necesidades de los hombres, y se había enorgullecido de poseer la habilidad de mover conciencias y multitudes: ¿cómo no había percibido el vaho fatídico que brotaba de aquel ser oscuro? Durante años Stalin le había resultado tan insignificante que, por más que hurgara en su mente, nunca había conseguido visualizarlo en el que debió de ser su primer encuentro, en Londres, en 1907. Entonces él era el Trotski que tenía a sus espaldas la dramática participación en la revolución de 1905, cuando llegó a ser el presidente del Soviet de Petrogrado; el orador y periodista capaz de convencer a Lenin o de enfrentársele y llamarlo dictador en ciernes, Robespierre ruso. Era un revolucionario mundano, mimado y odiado, que debió de mirar sin mayor interés al georgiano recién llegado a la emigración, inculto y sin historia, con la piel del rostro marcada por la viruela. Podía recordarlo, en cambio, en aquella fugaz coincidencia en Viena, durante el año 1913, cuando alguien los presentó formalmente, sin estimar necesario decirle al montañés quién era Trotski, pues ningún revolucionario ruso podía dejar de conocerlo. Liev Davídovich aún recordaba que en esa ocasión Stalin apenas le había extendido la mano, para volver a su taza de té, como un animalito mal alimentado, que únicamente se lograría fijar en su memoria por aquella mirada arrinconada y amarilla, salida de unos ojos pequeños que, como los de un lagarto acechante -¡ése fue el detalle!-, no pestañeaban. ¿Cómo no había advertido que un hombre con aquella mirada de reptil era un ser altamente peligroso?

Durante el vértigo de 1917, en unas pocas ocasiones Stalin había pasado frente a él, como una sombra furtiva, y Liev Davídovich nunca le dedicó un pensamiento. Tiempo después, cuando al fin se detuvo a pensar en él, descubrió que el georgiano siempre le había repelido por aquellas cualidades que habrían de ser su fuerza: su mezquindad esencial, su tosquedad psicológica y aquel cinismo del pequeñoburgués a quien el marxismo ha liberado de muchos prejuicios, pero sin alcanzar a sustituirlos por un sistema ideológico bien digerido. Ante cada una de las tentativas de acercamiento que ejecutó Stalin, instintivamente él había dado un paso atrás y, sin saberlo, había abonado la distancia para el resentimiento: pero hasta varios años después no había comprendido su error de cálculo. «La principal cualidad que distingue a Stalin», le había dicho un día Bujarin, «es la pereza; la segunda, la envidia sin límites contra todos los que saben o pueden saber más que él. Hasta contra Lenin ha hecho labor de zapa.»

Liev Davídovich llegaría a tener la convicción de que su mayor error había sido no dar la batalla en el momento en que ya era evidente que se había iniciado una lucha por el poder y él tenía en sus manos el triunfo aplastante que representaban las cartas de Lenin reprendiendo a Stalin a propósito de su manejo brutal de la cuestión de las nacionalidades y el «testamento» donde Vladimir Ilich pedía que se apartara al georgiano de la secretaría del Partido. Pero entonces él había pensado que Stalin no era un rival de consideración y que lanzar una campaña contra el montañés iba a ser presentado (así lo hubieran manipulado los fieles a Stalin, ya infiltrados en el aparato partidista) como una batalla personal encaminada a conquistar el puesto de Lenin, y Liev Davídovich no era capaz de pensar en esa posibilidad sin sentir vergüenza. Después llegaría a comprender que incluso con el apoyo de la voluntad y las opiniones de Lenin, hacía mucho tiempo que él había perdido aquella batalla: bajo sus pies habían organizado una conspiración en toda la regla y Stalin, con la complicidad de Zinóviev y Kámenev y el cobarde apoyo de Bujarin, lo había desarmado sin que él lo advirtiera y su caída ya era una realidad que solo necesitaba concretarse. Lo peor, sin embargo, era saber que su derrota no significaba solosu derrota, sino la de todo un proyecto: y no porque él se viera impedido de acceder al poder, sino porque él también había facilitado el ascenso de Stalin y, con él, la aniquilación del sueño social que estaba realizando el indetenible georgiano.

Liev Davídovich necesitó varios días para comenzar a meditar la respuesta que exigía aquel decreto. Sabiendo que iba a ser agredido por unos recursos de propaganda ingentes e inmorales, capaces de mentir ante los ojos del mundo sin la menor vergüenza, se debatía entre la redacción de una comunicación mesurada, centrada en la ilegalidad de la condena, y en el ataque frontal, dirigido contra el dictador. Pero lo que con más vehemencia ocupó su mente fue la duda de si no habría llegado el momento de renunciar a una lucha cada vez más inviable por una reforma del Partido y el Estado soviéticos: si no había sonado la hora de lanzarse al vacío y proclamar la necesidad de un nuevo partido capaz de recuperar la verdad de la Revolución.

Los ecos del decreto pronto comenzaron a penetrar en el ámbito de su vida privada. Zina, también afectada por el castigo, le envió desde Berlín un mensaje desesperado: ¿cómo se reuniría ahora con su hija, retenida en Leningrado?, y le reclamaba la presencia de Sieva, pues quería vivir al menos con uno de sus muchachos… Nunca como en este momento Liev Davídovich había sentido el peso de arrastrar una familia.


Una misiva, sacada de Moscú por manos amigas, llegó a Prínkipo para ratificarle a Liev Davídovich la magnitud del desastre que se fraguaba en su antiguo país. La remitía Iván Smirnov, el viejo bolchevique al que lo había unido una entrañable amistad y que había sido uno de los oposicionistas doblegados en el verano de 1929. Smirnov había entendido muy pronto que, aun cuando le hubieran asignado un puesto oficial, su destino había quedado marcado por haberse enfrentado a Stalin bajo la bandera del renegado Trotski. Presintiendo la contraofensiva a la que su antiguo camarada se lanzaría, Smirnov había decidido correr el riesgo y le enviaba un informe sobre las proporciones de la devastación económica y política que asolaba a la URSS y que, no obstante, tan pocas esperanzas ofrecía para una victoria de cualquier oposición, al menos a corto plazo.

Para justificar su claudicación, Smirnov le comentaba que en 1929 el viraje económico desencadenado por Stalin parecía un proceso lógico y hasta moderado, que seguía casi paso por paso las ideas sobre la industrialización y la colectivización de la tierra que hasta entonces habían sido el programa y a la vez el estigma de una Oposición acusada de ser enemiga de los campesinos y fanática del desarrollismo industrial. Sin embargo, el aplastamiento de la tendencia liderada por Bujarin y las capitulaciones de los últimos opositores trotskistas habían dejado a Stalin sin adversarios y le permitieron convertir la guerra contra los campesinos enriquecidos en un torbellino de violencia colectiviza-dora que había logrado paralizar la agricultura soviética: los grandes propietarios primero, y los medianos y pequeños después, al ver amenazadas sus riquezas con una intervención que incluía hasta las gallinas y los perros guardianes, habían optado por el sabotaje sordo y se había producido una orgía de sacrificios de animales que llenó los campos de huesos malolientes, de vapor de aceite hirviendo, y que acabó con más de la mitad del ganado de la nación. Como cabía esperar, también comenzaron a devorar el trigo y el resto de los granos, sin detenerse ante las semillas que debían garantizar la venidera cosecha, que solo fue sembrada y atendida cuando los campesinos fueron colocados bajo la mira de los fusiles. La desidia se había agravado con el traslado de aldeas y pueblos enteros de Ucrania y del Cáucaso hacia los bosques y minas de Siberia, de donde el gobierno pensaba extraer las riquezas dejadas de producir por la tierra. El resultado previsible había sido la hambruna que desde 1930 asolaba el país y cuyo fin no era visible. En Ucrania ya se hablaba de millones de personas muertas de hambre, incluso se aseguraba que se habían producido actos de canibalismo. En las ciudades la gente rapiñaba unas patatas en el mercado negro, pagando por ellas una cantidad exorbitante de unos rublos tan depreciados que muchos únicamente comerciaban ejecutando trueques. Cuántas vidas había costado aquel «asalto» al socialismo era algo que nunca podría saberse, y Smirnov opinaba que la agricultura de la nación no se recuperaría en los próximos cincuenta años.

No menos asolador, decía Smirnov, resultaba el proceso que había emprendido Stalin en el empeño de borrar los elementos de la memoria que no se avinieran a su propósito de reescribir la historia soviética, puesta ya en función de su preeminencia. Unos meses atrás, Riazánov, el director del Instituto Marx-Engels, y Yaroslavsky, el autor de la más difundidaHistoria de la revolución bolchevique, habían sido defenestrados bajo el cargo de no rescatar suficientemente el legado leninista. La razón verdadera era que Riazánov no podía demostrar que Stalin hubiese hecho ningún aporte a la teoría marxista, y que la Historia, de Yaroslavsky, ya bastante manipulada, no podía glorificar totalmente a Stalin, pues los hechos de la Revolución estaban demasiado cercanos y muchos protagonistas vivos.

La furia personalista de Stalin, le comentaba el viejo camarada, había tomado caminos incluso más dolorosos, por lo irreversible y catastrófico de sus resultados. Con el Gran Cambio había surgido la idea de convertir Moscú en la nueva ciudad socialista y el mismo Stalin se había colocado al frente de un proyecto que había empezado con la transformación del Kremlin, dentro de cuyas murallas habían sido demolidos los monasterios de los Milagros y el de la Ascensión, construidos en 1358 y 1389, y el magnífico Palacio de Nicolás, obra de la época de Catalina II. Fuera del recinto del poder la más lamentable destrucción había sido la del Templo del Cristo Salvador, la más grande edificación sacra de la ciudad, con sus noventa metros de altura, sus paredes cubiertas con granito finés y placas de mármol de Altai y Podóle, su cúpula iluminada con láminas de bronce, su cruz principal de diez metros de alto y sus cuatro torres, cargadas con catorce campanas entre las que sobresalía aquella gigantesca de veinticuatro toneladas de peso, que retaba las leyes de la física y enfermaba de envidia a los fieles de toda Europa. Aquel templo, bendecido en 1883 ante veinte mil personas acomodadas en su interior, había perecido a los cuarenta y ocho años de su consagración, pues Stalin había decidido que el lugar ocupado por la iglesia era el sitio ideal, por su cercanía al Kremlin y la plaza Roja, para levantar un Palacio de los Soviets. Aquella decisión le parecía a Smirnov la muestra más exultante del poder alcanzado por Stalin para decidir no ya la suerte de la política del país, sino también de la agricultura, la ganadería, la minería, la historia, la lingüística (recién habían descubierto esa capacidad suya) y hasta la arquitectura, pues, ya demolido el Cristo Salvador, había comentado que la plaza Roja podría contemplarse mejor sin el incordio de la catedral de San Basilio… Todo aquello, concluía Smirnov, tenía lugar bajo una política de terror que había cerrado por igual la boca al obrero y al científico eminente, un terror convertido no ya en temerosa obediencia, sino en la desidia del mismo pueblo que protagonizó la más espectacular transformación social de la historia humana.


Aunque la cotización de su nombre estuviera a la baja, Liev Davídovich sabía que su aislamiento turco debía terminar. Desde un sitio más cercano a los acontecimientos tal vez su presencia pudiera ayudar a impedir males aún mayores y por eso inició una nueva campaña para obtener un visado hacia cualquier sitio y en cualesquiera condiciones, y centró el fuego en Francia y Noruega, pues Alemania, donde su presencia hubiera sido más útil, quedaba descartada por la hostilidad que derramaban sobre su persona comunistas y fascistas. Sus antiguos correligionarios eran incluso los más agresivos y, ante cada advertencia del exiliado sobre el peligro nacionalsocialista, volvía a recibir la andanada de improperios de Ernst Thálmann, quien declaraba que la idea de Trotski de una alianza comunista con el centro y la izquierda era la más peligrosa teoría de un contrarrevolucionario en bancarrota.

Hacia el otoño de 1932 una luz difusa vino a quebrar la oscuridad cuando se abrió la posibilidad de que Liev Davídovich viajara por unos días a Dinamarca, invitado por los estudiantes socialdemócratas para que participase en unas conferencias dedicadas a los quince años de la

Revolución de Octubre. Con un júbilo que él mismo sabía desesperado, de inmediato se puso en movimiento, pues abrigaba la esperanza de que en el paso por Francia, en Noruega, incluso en Dinamarca, quizás pudiera conseguir al menos un asilo transitorio que le permitiera recuperar espacios para la labor política.

Las semanas previas al viaje estuvieron cargadas de tensión. Entre visas de tránsito que no llegaban, las crecientes restricciones que los daneses imponían a su estancia y las convocatorias a manifestaciones antitrotskistas en Francia, Bélgica y Alemania, otro hombre menos empecinado hubiese renunciado a una aventura que comenzaba con tan desalentadores presagios.

El 14 de noviembre, con una visa danesa que los amparaba por apenas ocho días, los Trotski embarcaron en Estambul, todavía conmovidos por la noticia del reciente y oscuro suicidio de Nadia Allilúyeva, la joven esposa de Stalin. Durante los nueve días que les tomó pasar por Grecia, Italia, Francia y Bélgica, sus enemigos le hicieron sentir al exiliado que si hubiese realizado aquel periplo como el presidente de una nación beligerante o como el líder de una conspiración en marcha, su presencia en cada uno de esos países no habría provocado igual conmoción que la creada cuando solo lo acompañaban su pasado y su condición de proscrito. Pensar que su presencia aún podía generar pavor entre gobernantes y enemigos fue, más que una prueba de adversidad, una reconfortante comprobación de que todavía era considerado alguien capaz de engendrar revoluciones.

Pero tres semanas después, de regreso al encierro de Büyük Ada, Liev Davídovich debió admitir que solo había sido recibido con cierta afabilidad en la Italia de Mussolini, donde se le permitió, a la ida, visitar Pompeya y, al regreso, gastar un día en Venecia. El resto del periplo había sido una sucesión de cordones policiales que no estaba claro si protegían su vida o si la controlaban, mientras que los días pasados en Copenhague habían transcurrido bajo la tensión de las protestas diplomáticas de Moscú y la petición del príncipe danés Aage de que fuera procesado como uno de los asesinos de la familia del último zar, hijo de una princesa danesa.

No podía negar, sin embargo, que había gozado profundamente con la ocasión de hablar de la Revolución rusa ante un auditorio abarrotado por más de dos mil personas, quienes le hicieron sentir el reconfortante sabor de la agitación ante la masa, a la cual siempre había sido tan adicto. Además, el reencuentro con un clima extremo, en una ciudad de luces atenuadas y noches pálidas, como las de San Peters-burgo, lo habían llenado de nostalgia. Por eso, aun sabiendo las respuestas que recibiría, insistió en presentar informes médicos para atestiguar su estado de salud y la necesidad de tratamiento especializado. Cuando le comunicaron que su solicitud ni siquiera había sido considerada por las autoridades danesas, Liev Davídovich concluiría que si muchas veces había tenido dudas respecto a la fidelidad de sus amigos, de lo que podía estar seguro era de la constancia de sus enemigos, fueran del bando que fuesen.

La vuelta a su isla-prisión, donde le aguardaban sus papeles y libros, su nieto Sieva y su consentidaMaya, no tuvo esa vez los efluvios amables de un regreso a casa, sino el tufo de una marginación que parecía no tener fin. En el muelle no los esperaban multitudes entusiastas o maldicientes, ni cordones policiales o funcionarios temblorosos, como en cada sitio por donde hubieran pasado en los últimos días, sino unos pescadores amigos y aquellos policías turcos que las más de las veces compartían su mesa. En Prínkipo su presencia no provocaba sobresaltos, y esa evidencia lo haría comprender que si su nombre aún generaba algarabías en Europa no se debía a lo que él pudiera gestar, sino a lo que sus enemigos exigían se le entregase como pago por sus actuaciones: hostilidad, represión, rechazo. El odio de Stalin, convertido en razón de Estado, había puesto en marcha la más potente maquinaria de marginación jamás dirigida contra un individuo solitario. Más aún: se había entronizado como estrategia universal del comunismo controlado desde Moscú y hasta como política editorial de decenas de diarios. Por eso, tragándose los restos de su orgullo, debió admitir que mientras en el Kremlin determinaban el instante en que su vida dejaría de serles útil, lo mantendrían atrapado en un ostracismo inquebrantable que se sostendría justo hasta que se decretara la caída del telón y el fin de la mascarada. Y por primera vez se atrevió a pensar en su vida en términos de tragedia: clásica, a la griega, sin resquicios para las apelaciones.


El año 1933 llegó con una abrumadora invasión de desaliento. La decisión de Zina de que le enviaran a Sieva a Berlín no había admitido más dilaciones y, apenas regresados de Copenhague, Liev Davídovich y Natalia habían despedido al muchacho. Durante el efímero encuentro que tuvieron a su paso por Francia, Liova les había hablado del lamentable estado de Zinushka y la sugerencia médica de que la presencia de un hijo al que atender tal vez reportaría algún beneficio a su quebrado espíritu. Aunque muchas veces Liev Davídovich y Natalia opinaban del mismo modo, habían decidido anteponer la salud mental del niño a la ya enferma de la madre, pero su potestad sobre Sieva era limitada y ante la insistencia de Zinushka, tuvieron que transigir. La mañana que lo vieron partir, lloroso por tener que alejarse de su gran amigaMaya y de los hijos de Kharálambos, Natalia y él, entrenados en despedidas y pérdidas, no pudieron dejar de sentir que se les iba un pedazo del corazón.

El único modo que Liev Davídovich encontró para combatir el vacío fue sumirse en los retoques, siempre obsesivos, a que sometía suHistoria de la revolución, y en la revisión de materiales con vistas a emprender alguno de sus proyectos: la historia de la guerra civil, una semblanza conjunta de Marx y Engels, una biografía de Lenin. Sin embargo, una inquietud ubicua lo mantenía alarmado y disperso, como a la espera de algo que nunca imaginó que le llegaría de manera tan cruel.

El primer cable enviado por Liova era escueto y demoledor: Zinushka se había suicidado en su departamento de Berlín y se desconocía el paradero de Sieva. Con el papel en la mano, Liev Davídovich se encerró en su habitación. La imposibilidad de estar cerca de los hechos resultaba tan lacerante como lo ocurrido, y no soportaba ver ni oír a nadie. Aunque ya esperaba un desenlace como aquél y sus malos presentimientos de los últimos días habían tenido a la joven en el centro, lo más hiriente fue el sentimiento de culpa que lo agredió. Sabía perfectamente que la terrible vida de Zinushka, y ahora su muerte, con apenas treinta años, eran fruto de su pasión política, de su empeño en protagonizar la salvación de las grandes masas mientras echaba al fuego el destino de sus más cercanas criaturas, sacrificadas en el altar de la venganza de una revolución pervertida. Pero lo que más le dolía era pensar que a Sieva hubiese podido ocurrirle algo: la sensación de agonía que le provocaba la suerte del niño se revelaba como una reacción nueva en él, y lo achacó a la vejez y al cansancio.

Al final de la tarde uno de los secretarios llegó de la capital trayendo un segundo cable de Liova que encendía una pequeña luz de esperanza. Pasó la vista por el texto, obviando los detalles del suicidio, hasta encontrar el resquicio de alivio que buscaba: en una carta dejada por Zinushka, ésta advertía que le había llevado a Sieva a una tal Frau K., de la que no daba más referencias, pero a la cual Liova y sus camaradas ya buscaban por todo Berlín. Atado a aquella esperanza, pasó la noche en vela, tratando de no mirar el reloj. Había decidido que en la mañana abordaría el primer vapor rumbo a Estambul, para intentar comunicarse por teléfono con Liova. A su pesar, evocó demasiadas veces la desgraciada vida de sus dos hijas, y no consiguió alejar de su mente la idea de que semejante destino también podía marcar las vidas de Liova, del joven Seriozha, de Sieva. Entonces pensó si no habría llegado el momento de ejecutar la única medida radical capaz de detener aquella cadena de sacrificios: porque quizás su propia muerte podría calmar el ansia de venganza que se cernía sobre los suyos, rehenes de un enfrentamiento que los desbordaba. Varias veces miró el revólver de cachas de nácar que Blumkin le había traído desde Delhi. ¿Tenía derecho un revolucionario a abandonar el combate? ¿Pesaba más la vida de sus hijos que el destino de toda una clase, más que una idea redentora? ¿Le haría aquel regalo a Stalin? Aunque sabía las respuestas, la idea de usar el revólver se fijó en su mente con una fuerza hasta ese día desconocida.

En el muelle, temblando por la brisa fría procedente del mar, vio llegar el primer vapor de la mañana. Entre los pocos pasajeros que viajaban a esa hora y en aquella temporada, descubrió la figura de su colaborador Rudolf Klement, en cuyo rostro encontró la sonrisa más alentadora y en su voz la noticia más esperada: habían encontrado a Sieva. Por un instante Liev Davídovich estuvo a punto de dar gracias a cualquier dios, y se reconoció egoísta por la alegría que le producía la noticia. Pero esa misma tarde, vencido por la tensión, sintió cómo se agotaban las reservas de energías que lo mantuvieron en pie y cayó en cama abrazado por un reflujo de paludismo.

Unos días después Liev Davídovich recibió una carta que Alexandra Sokolóvskaya le escribía desde Leningrado, donde vivía en el borde de su capacidad de resistencia. Como cabía esperar, era una carta preñada de dolor y resentimiento, en la que lo acusaba de haber marginado a Zinushka de la lucha política y haberla empujado con ello a la muerte. Sin fuerzas físicas ni morales para replicarle a una madre herida, optó por asumir las culpas que le correspondían y por repartir las que no eran suyas. Con la escasa frialdad mental de que era capaz, preparó una carta abierta para el Comité Central del partido bolchevique donde acusaba a Stalin de la muerte de Zina, proscrita por la única culpa de ser parte de su familia, separada de su hija, su madre y su esposo por igual razón, expulsada del Partido y apartada de su trabajo solo por la más perversa revancha. La venganza, cuando involucra a personas inocentes, resulta más mezquina, más criminal y pérfida, decía. Pero, para su dolor, Liev Davídovich debía reconocer que tan culpable de la muerte de Zinushka era Iósif Stalin como los supuestos comunistas que, en el Congreso partidista recién clausurado, lo proclamaban, en un desbordamiento de desvergüenza, «Genio de la Revolución» y «Padre de los Pueblos Progresistas del Mundo», mientras millones de campesinos morían de hambre en todo el país, cientos de miles de hombres y mujeres languidecían en los campos de trabajos forzados y en las colonias de deportados, millones de personas vagaban sin zapatos, y la política soviética ofrecía el destino de los obreros alemanes y europeos a la voracidad nazi.

Las secretarias prepararon las copias que al día siguiente salieron hacia Moscú y para los periódicos, partidos y agrupaciones políticas de Europa. Liev Davídovich confiaba en que la muerte de Zina tuviera la resonancia que no logró el asesinato de Blumkin, la capacidad de conmoción que no había generado su propio destierro… Pero, otra vez, la Historia vino a gritarle en los oídos, y el eco de acontecimientos más atronadores sepultó sus esperanzas, pues al tiempo que sus cartas salían de Prínkipo, una ola de justificado temor recorría Europa y el mundo: Hitler se había proclamado canciller de Alemania y las banderas fascistas inundaban el país entre vítores de millones de alemanes. Berlín era la ciudad de un Hitler vencedor, no la de una joven comunista proscrita y suicida.

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