Moscú, 1968
Así pues, por segunda vez los fariseos llamaron al ciego.
– Di la verdad ante Dios, sabes que él es un pecador.
– Si es pecador o no, no lo sé -dijo el hombre-. Todo lo que sé es esto: una vez yo fui ciego, y ahora puedo ver.
Juan 9, 24-26
Moscú también puede ser infernalmente tórrida, y la tarde del 23 de agosto de 1968 debió de ser la más caliente de la estación. Pero, gracias a unas medallas, ellos no tuvieron que mostrar credencial alguna para que las puertas del decrépito hotel Moscú se les franquearan y los recibiera el aliento fresco de los chirriantes aires acondicionados.
Durante los últimos años, Ramón Pávlovich había recurrido infinidad de veces a la táctica de prenderse de la solapa las poderosas medallas de Héroe de la Unión Soviética y de la Orden de Lenin, que conseguían forzar sin violencia casi todas las puertas del país más grande y cerrado del mundo. En realidad, había sido Roquelia quien realizó aquel descubrimiento fabuloso, una mañana del invierno de 1961, mientras tiritaba en una interminable cola que reptaba hacia la calle 25 de Octubre, frente a las vidrieras de un comercio de las galerías Gum. Maldiciendo su suerte, el frío, las colas y los empellones que tenía que resistir con estoicismo, Roquelia había visto pasar delante de los turbulentos aspirantes a compradores al hombre de las muletas y una pierna de menos que, sin pedir permiso, entró en la tienda y cargó con seis tubos del codiciado salami húngaro y doce latas de las esquivas masas de cangrejos de Kamchatka. La impunidad con que el lisiado pasó ante las combativas matronas rusas que encabezaban la fila, las cuales se limitaron a pegar sus rostros al cristal del establecimiento para contar con angustia pero en voz baja el número de salamis que el hombre iba dejando caer en su bolsa (aterrorizadas ante la posibilidad de oír el grito más temido por los soviéticos: «¡Se acabó, camaradas!»), la había conmovido proletariamente: ni en México, ni en ningún país capitalista, jamás se habría tenido una deferencia así con un inválido. Por eso, cuando el hombre soltó la última pieza en su bolsa (donde también habían caído dos botellas de vodka), Roquelia echó mano a la mímica y a su ruso rudimentario y comentó con la mujer que la seguía en la cola aquel gesto humanitario de los soviéticos; y se sorprendió al enterarse, o en realidad creer enterarse, de que la mutilación del hombre nada tenía que ver con su privilegio: éste emanaba de la medalla colgada del bolsillo de su deshilachado capote. El lisiado era un Héroe de la URSS y, como tal, estaba autorizado a pasar delante de todos en todas las colas, aun cuando una hubiera dormido en la acera para tener la seguridad de alcanzar el producto deseado. De lo que sí estuvo segura Roquelia fue de que la condecoración del hombre (se acercó a él casi hasta la impertinencia y la náusea, por la fetidez que desprendía el héroe) era similar a una de las que su marido guardaba en una gaveta de la casa. Por eso, a la noche siguiente, cuando asistió con Ramón a la fiesta organizada por la Casa de España, Roquelia indagó con las viejas republicanas exiliadas y tuvo la certeza de que su vida en Moscú había cambiado. Desde ese día, siempre que salía en busca de algún producto deficitario (la lista podía ser interminable) se hacía acompañar por su marido, a quien le colgaba del saco las prestigiosas medallas para obtener lo mismo estofados búlgaros y salami húngaro que papel sanitario, unas naranjas o boletos para el Bolshói.
La tarde anterior, el teléfono había sonado cuando Ramón Pávlovich leía el ejemplar deL'Humanité que, cada mañana, compraba en el estanquillo ubicado en la salida norte del parque Gorki, al otro lado del malecón Frunze. Roquelia, siempre renuente a levantar el aparato y a hablar en ruso, le había gritado desde la cocina que atendiera él la llamada. Ramón odiaba cualquier interrupción en el rito de sus lecturas o cuando escuchaba las grabaciones de Bach, Beethoven y Falla, y le resultó especialmente molesta esa tarde, pues estaba enfrascado en un artículo en el que se demostraba cómo los revisionistas checos habían trabajado arteramente por una onerosa restauración capitalista, de espaldas a la voluntad de los obreros y campesinos del país. El Ejército Rojo, con su oportuna entrada en Praga, solicitada por la dirigencia del Partido Comunista Checoslovaco, solo pretendía garantizar la continuidad de la opción socialista elegida por las grandes masas de aquella nación y, a la vez, cumplir uno de los acuerdos del Pacto de Var-sovia, aclaraba el comentario.
Ramón Pávlovich se quitó sus gruesas gafas de carey y todavía tuvo tiempo para decirse que aquel artículo demostraba que nada había cambiado: ni siquiera la retórica. Con dificultad se puso de pie: por más que Roquelia insistía en que debía comer vegetales, no perdía peso y con los años se había vuelto un hombre lento y acezante. Levantó los pies para cruzar por encima deIx y Dax, sus dos cachorros de galgos rusos, que, a pesar de su juventud, se habían tornado perezosos con el calor del verano. Ramón estaba casi seguro de que la llamada era para su hijo Arturo, quien, con la adolescencia, se había adueñado del teléfono. Al décimo timbrazo, consiguió asir el pesado auricular.
– Da? -dijo en ruso, casi molesto.
– Merde! ¿Ya sabes hablar en ruso? -la voz, irónica, en francés, fue un flechazo que atravesó el corazón de los recuerdos de Ramón Pávlovich.
– ¿Eres tú? -preguntó, también en francés, sintiendo cómo el pecho y las sienes le palpitaban.
– Veintiocho años sin vernos, ¿eh, muchacho? Bueno, ya no eres un muchacho.
– ¿Estás en Moscú?
– Sí, y me gustaría verte. Hace tres años que pienso si debo o no llamarte, y hoy me decidí. ¿Podemos vernos?
– Claro -dijo Ramón Pávlovich, después de reflexionar unos instantes pero tratando de que su voz sonara convincente. Por supuesto, quería verlo, aunque por mil razones dudaba de que fuese apropiado. Para empezar, presumía que su conversación estaba siendo escuchada y que aquel encuentro sería monitoreado por los agentes de la seguridad, aunque decidió que valía la pena correr el riesgo.
– Mañana, a las cuatro, frente a la cervecería de la estación de Leningrado. ¿Te acuerdas? Trae dinero, ahora pagamos de nuestros bolsillos. Y los míos no están precisamente saludables.
– ¿Cómo te ha ido? -se atrevió a preguntar Ramón Pávlovich.
– De puta madre -dijo el otro, en español, y repitió antes de cortar-: De puta madre. Te veo mañana.
Apenas había colgado, Ramón Pávlovich oyó otra vez el grito. En todos aquellos años aquel alarido de dolor, sorpresa y rabia lo había perseguido, y aunque en los últimos tiempos su insistente presencia se había espaciado, siempre estaba allí, en su cerebro, como una vena latente dispuesta a activarse, unas veces alterada por cualquier reminiscencia del pasado, y otras muchas sin un motivo discernible, como un resorte que él no tuviera la capacidad ni la posibilidad de dominar.
Desde que había llegado a Moscú, ocho años atrás, estaba deseando tener un encuentro con aquel hombre (¿cómo carajo se llamaría ahora?, ¿cómo se habría llamado antes de convertirse en un enmascarado perpetuo?), y solo temía que la muerte, de uno u otro, pudiera impedir la necesaria conversación que lo acercara a las verdades nunca conocidas y que tanto influyeron en los rumbos de su vida. Y ahora, cuando ya pensaba que nunca ocurriría, al fin el encuentro parecía a punto de concretarse y, como de costumbre, la iniciativa había partido de su antiguo y siempre esquivo mentor.
– ¿Quién era? -preguntó Roquelia cuando salió de la cocina, secándose las manos en el delantal-. ¿Qué te pasa, Ramón? Estás pálido…
Él recuperó sus gafas y tomó un cigarrillo del paquete que descansaba en la mesa situada junto a su butacón de lectura y le dio fuego.
– Era él -dijo al fin.
Con el cigarrillo en la mano, Ramón salió al diminuto balcón desde donde disfrutaba de una privilegiada vista del río y, en la otra ribera, del parque arbolado. Desde la altura de su departamento, si miraba al sur, veía los edificios de la universidad y la iglesia de San Nicolás; si volteaba al norte, divisaba el puente Krymski, por donde solía cruzar hacia el parque Gorki, y más allá podía entrever las torres y los palacios más altos del Kremlin.Ix y Dax lo siguieron y, sentados sobre sus cuartos traseros, se dedicaron a jadear y contemplar a los diminutos transeúntes que recorrían el paseo del malecón. Ramón había sentido cómo una extraviada sensación de miedo había regresado y le oprimía el pecho. Casi mecánicamente se observó la mano derecha, donde, a unos centímetros de la herida recibida en los primeros días de la guerra, tenía la indeleble cicatriz con forma de media luna. No le gustaba mirar esas cuatro trazas prendidas en su piel, pues prefería no recordar; pero la memoria era como todo en su vida desde aquella madrugada remota en que dijo que sí: ella también actuaba con insolente independencia de la disminuida voluntad de su dueño.
Primero había escuchado el alarido y, cuando abrió los ojos, vio que el herido, con las gafas torcidas sobre la nariz, conseguía abalanzarse sobre su mano armada y se aferraba a ella para clavarle los dientes y obligarlo a soltar el piolet manchado de sangre y masa encefálica. Lo que sucedería en los siguientes minutos se había convertido en una amalgama de imágenes donde se confundían algunos recuerdos vividos con los relatos que iría escuchando y leyendo a lo largo de todos aquellos años. Aseguraban que, tal vez paralizado por el grito y la inesperada reacción del herido, él ni siquiera había intentado salir del despacho, y decían que mientras los guardaespaldas lo golpeaban con las manos y los cabos de sus revólveres, él había gritado en inglés: «Ellos tienen a mi madre. Ellos van a matar a mi madre». ¿De qué vericueto de su mente habían salido aquellas palabras no previstas? Recordaba, en cambio, haber atinado a cubrirse la cabeza para protegerla de los golpes, y que había comenzado a llorar al pensar que había fallado: no podía creer que el viejo hubiera resistido el golpe y se lanzara sobre él con aquella fuerza desesperada. Entonces había rogado a gritos que lo mataran: lo deseaba y lo merecía. Había fallado, pensaba.
Ramón todavía podía sentir en el pecho una réplica de la opresión que le había cortado el aliento cuando, junto con la confirmación de la muerte del condenado, escuchó al policía encargado de interrogarlo asegurarle que su víctima, ya herida de muerte, le había salvado la vida al exigirles a los guardaespaldas que dejaran de golpearlo, pues era preciso obligarlo a hablar. Aquella información vino a dar sentido a lo ocurrido aquella tarde y, de una extraña manera, alimentó el grito de dolor y horror aferrado a sus tímpanos. Desde ese momento pudo evocar con mayor nitidez el sorprendente alivio que sintió al dejar de recibir culatazos en la cabeza, y también consiguió recordar la mirada de asco que en algún momento le dirigió Natalia Sedova y el instante en que el perroAzteca había entrado en la habitación y se había acercado al herido, tendido en el suelo con un almohadón debajo de la cabeza. Ramón estaba seguro de haberlo visto acariciar al perro y escucharle decir que no dejaran entrar a Sieva.
En realidad, Ramón sólo había recuperado por completo la conciencia cuando, ya oscureciendo, lo habían sacado de la casa, esposado. Antes de montar en la ambulancia que lo conduciría al hospital de la Cruz Verde, había mirado hacia su izquierda y, entre la sangre y la inflamación que le tapiaban el ojo derecho, pudo constatar, más allá de los autos policiales arracimados en la avenida Viena, que el Chrysler verde oscuro había desaparecido. Ya en la ambulancia, le dijo al jefe de su custodia que tomara la carta guardada en el bolsillo de su saco veraniego. El dolor que sentía en la mano, donde le habían mordido, y en su cabeza y su cara magulladas, no impidió que, mientras el policía abría la carta, lo envolviera una benéfica marea de distensión, ni que una única idea, clara y precisa, se adueñara de su mente: mi nombre es Jacques Mornard, yo soy Jacques Mornard.
Tom se lo había advertido: aquella carta sería su único escudo y, pasara lo que pasase, tras ella debía parapetarse de rayos y centellas. Y así lo hizo durante los veinte años que pasó en el infierno terrenal condensado en las tres cárceles mexicanas de su condena. Los tiempos más penosos fueron sin duda los intensos meses en que lo retuvieron en las celdas blindadas de la Sexta Delegación, sometido a interrogatorios interminables, golpizas periódicas, bofetadas constantes y puntapiés cotidianos; a careos con Sylvia, que siempre incluían los escupitajos lanzados por la mujer sobre su rostro; a enfrentamientos con los guardaespaldas del renegado y hasta con varios de los participantes en el asalto masivo dirigido por Siqueiros (lo de «dirigido por» era un decir), quienes, como estaba previsto, no pudieron reconocerlo y menos aún relacionarlo con el esfumado judío francés. Luego se sucedieron las entrevistas con funcionarios belgas que demostraron la falsedad del supuesto origen familiar y nacional de Jacques Mornard, y las incisivas pruebas psicológicas, rayanas en la tortura, que exigieron toda su resistencia física, su inteligencia y el uso del arsenal recibido en Malájovka, para lograr mantener en alto su escudo. Especialmente arduo había sido el proceso de reconstrucción del ataque, cuando lo obligaron a representar, con un periódico enrollado en la mano, el modo en que había golpeado al condenado. Tras el buró de caoba, con el periódico en alto, tuvo al fin la certeza de que el piolet había errado en unos centímetros el punto escogido porque el renegado, con las cuartillas del artículo en las manos, se había vuelto hacia él: eso significaba que había tenido tiempo de ver cómo el pico mortífero bajaba y le partía el cráneo. Aquella visión, que aclaraba por qué los forenses determinaron que la víctima había recibido el golpe de frente, y develaba la inexplicable posibilidad de que el viejo hubiera conseguido ponerse de pie, pelear con él y hasta vivir otras veinticuatro horas, resultó tan brutal que se desvaneció.
También recordaba como muy difícil el momento en que el juez instructor le habló de las evidencias de que su verdadero nombre era Ramón Mercader del Río, catalán de origen, pues unos refugiados españoles habían reconocido su foto en los periódicos, y hasta le puso delante una instantánea, tomada en Barcelona, donde él aparecía vestido de militar. La existencia de esa prueba conllevó más interrogatorios y torturas con el propósito de arrancarle una confesión que todos deseaban oír. El jefe de la policía secreta, Sánchez Salazar, parecía haber asumido como un asunto personal la necesidad de oírle de sus labios aquella confesión, y cientos, miles de veces, le repitió las mismas preguntas (¿Qué cerebro armó su brazo? ¿Quiénes fueron los cómplices de su crimen? ¿Quiénes lo mandaron aquí, quiénes lo auxiliaron, quiénes le proporcionaron los medios económicos para preparar el atentado? ¿Cuál es su verdadero nombre?). Sus respuestas, en todos los casos, en todos los años y coyunturas, siempre habían salido de la carta: nadie lo había armado, no tenía cómplices, había viajado con el dinero que le facilitó un miembro de la IV Internacional cuyo nombre había olvidado, su único contacto en México había sido un tal Bartolo, no recordaba si Pérez o París, y él se llamaba Jacques Mornard Van-dendreschs y había nacido en Teherán, durante una misión de sus padres, diplomáticos belgas, con los que después había vivido en Bruselas, y no sabía nada de ningún Mercader del Río y, aunque se parecieran mucho, él no podía ser el hombre de la foto.
Su capacidad de resistir en silencio y de sostener hasta con altanería lo que todos sabían que era una mentira le devolvió las fuerzas y las convicciones resquebrajadas en los días anteriores a su acción. De su interior fue brotando un sentimiento de superioridad y la convicción de que no lo quebrarían. Más de una vez pensó en Andreu Nin y en la faena que les hizo a sus captores al no admitir las culpas que pretendían endilgarle. Ramón sabía que si le llegaba la protección prometida, y si ninguno de aquellos policías venales o de los presos con los que en el futuro conviviría recibía la orden de eliminarlo, él podría resistir, el tiempo que fuese necesario, en las condiciones y con las presiones que le impusieran, pues sabía que únicamente de aquella resistencia dependía su vida. Y, al menos en un principio, Kotov parecía haber cumplido, aunque solo tuvo esa certeza al cabo de siete meses de aislamiento y acoso, cuando le permitieron recibir al fin la visita de su abogado, Octavio Medellín Ostos, contratado la misma mañana del 21 de agosto por una señora llamada Eustasia Pérez. Aquella mujer, a la que el abogado no había vuelto a ver, le había entregado una fuerte suma de dinero para que corriera con los trámites necesarios hasta tanto ella o un apoderado suyo se pusieran en contacto con él. Ramón comprendió entonces que jugaba con la ventaja de no estar solo, y cuando Medellín Ostos le pidió que le contara la verdad para poder ayudarlo, él repitió otra vez, palabra por palabra, el contenido de la carta entregada a la policía.
– ¿Usted pretende que le crea, señor Mornard? -le había dicho el abogado, mirándolo a los ojos.
– Solo pretendo que me defienda, doctor. Del mejor modo posible.
– Ya está demostrado que todo lo que usted me dice es pura mentira. Ni es belga, ni Jacques Mornard existe, ni usted fue trotskista, ni planeó el asesinato una semana antes. Así es muy difícil…
– ¿Y qué puedo hacer si, a pesar de lo que todos quieren creer y decir, ésa es la única verdad?
– Empezamos mal -se había lamentado el otro-. Vamos por partes: el gobierno de México va a insistir hasta hacerlo confesar, porque su crimen ha provocado un escándalo internacional. Por semanas aquí la gente hasta se olvidó de la guerra. ¿Le dijeron que las exequias de Trotski fueron las más multitudinarias que se han celebrado en este país por la muerte de un extranjero? Ellos saben que su identidad es falsa y que usted entiende el idioma español como si fuera su primera lengua. Todo eso lo han demostrado concediéndole el honor de practicarle el primer encefalograma que se hace en México. Han comprobado que la historia de sus reuniones con Trotski para preparar atentados en la Unión Soviética es un embuste, pues el libro de visitas de la casa confirma que en total usted no pasó más de dos horas con él, la mayor parte delante de otras personas. Todo el mundo sabe que su amigo Bartolo París es un fantasma y que la carta que entregó y me ha repetido es una burla: quien quiera que la escribió es un cínico con el mayor desprecio por la inteligencia, pues sabía que esas mentiras iban a ser descubiertas en diez minutos. Con todo eso en contra y con el gobierno empeñado en sacarle la verdad, ¿cómo pretende que lo defienda si sé que usted es un embustero?
– Usted es el abogado, no yo. Lo maté por lo que digo en la carta. Eso es todo cuanto puedo decir. Y necesito que me haga un favor: cómpreme unas gafas graduadas, pues últimamente no veo nada -le había dicho, dispuesto a afrontar todas las consecuencias.
Ramón se sobresaltó cuando Roquelia salió al balcón con un vaso de agua y una taza de café sobre una colorida bandeja uzbeka.
– ¿Para qué te quiere ahora ese hombre? -preguntó ella mientras Ramón Pávlovich bebía el agua.
– Para hablar, Roque, nada más para hablar -dijo y devolvió el vaso, dispuesto a tomar la taza.
– ¿Te hace falta revolearte en el pasado? ¿No es mejor vivir el presente?
– No me entiendes, Roque. Son veintiocho años de silencio… Tengo que saber…
– Ramón, mira que las cosas no están buenas. Eso de Checoslovaquia… ¿Tú crees que alguna vez te dejen salir de aquí?
– Olvídate ya de eso, por favor. Sabes que nunca me dejarán salir. Además, no tengo dónde coño ir…
Bebió el primer sorbo del café y miró a su mujer. Ni siquiera Roquelia, al cabo de quince años de relaciones, podía tener una idea de lo que significaba para él aquel encuentro con su antiguo mentor. Desde el principio, aun cuando él estaba convencido de que Roquelia le había sido enviada por sus distantes jefes, había decidido mantener a la mujer al margen de los detalles más profundos de su relación con el mundo de las tinieblas, pues, entre los impíos de siempre, no saber es el mejor modo de estar protegido. Igual actitud había seguido con su hermano Luis desde que se reencontraran en Moscú y éste le confiara, muy secretamente, su aspiración a volver algún día a España.
– Pero no te preocupes. A mí ya no pueden hacerme nada. Ya me lo hicieron todo -dijo y terminó el café.
– Siempre pueden hacer más. Y ahora tenemos hijos…
– No va a pasar nada. Si no hablo… Salgo a pasear a los perros.
Con un cigarrillo en una mano y las correas en la otra, montó con sus galgos en el ascensor y pulsó la planta baja. Aquel edificio del malecón Frunze, adonde se había mudado hacía apenas dos años, estaba habitado por dirigentes locales del partido, jefes de empresas y un par de refugiados extranjeros de alto nivel, y contaba con los privilegios del ascensor, el intercomunicador en la planta baja (diligentemente operado por el miliciano colocado como custodio de la puerta), los pisos de granito, cuarto de baño en cada departamento, una máquina lavadora y, sobre todo, su magnífica ubicación, a la vera del río Moscova, frente al parque Gorki y a quince minutos a pie del centro. Arturo y Laura, sus hijos, eran los que más disfrutaban el parque, donde patinaban sobre hielo en el invierno y practicaban deporte en el verano.Ix y Dax también se beneficiaban del parque en las mañanas, pero en las tardes el recorrido se reducía al paseo arbolado que corría junto a la avenida del malecón, donde su dueño los había enseñado a correr y saltar sin acercarse a la calle.
Ramón soltó a los perros y aprovechó un banco desocupado, a la sombra de unos árboles llamados sirén, todavía cargados con sus racimos de campanas azules. Le gustaba ver correr a sus galgos, observar cómo sus cabelleras marrones se movían mientras sus largas patas parecían apenas rozar la hierba, con aquel trote de elegancia perfecta. Desde la muerte absurda y cruel deChurro, el perrito lanudo que se coló en la trinchera de la Sierra de Guadarrama, no había vuelto a tener la ocasión de alimentar y cuidar un perro. En los primeros años en Moscú, antes de la adopción de Arturo y Laura, quiso tener algún cachorro, pero el arribo de los niños, tan deseados por la estéril Roquelia, lo había obligado a posponer su anhelo, pues el espacio no abundaba precisamente en el edificio jruchoviano del barrio de Sókol donde entonces vivían. Sin embargo, cuando su hermano Luis, cumpliendo quizás algún mandato misterioso e inapelable, se apareció en su departamento de Frunze con los dos pequeños borzois, Ramón supo que los perros eran un premio y a la vez un castigo que debía asumir, como otra carga de aquel pasado imborrable -ahora dispuesto a regresar de la mano del hombre que, con paciencia y alevosía, había moldeado su destino.
Ramón recordó que, cuando dictaron la sentencia de veinte años de cárcel, la condena máxima contemplada por el código penal mexicano, y lo trasladaron a la tétrica prisión de Lecumberri (con justicia llamada «el Palacio Negro»), la seguridad que lo sostuviera hasta ese momento sufrió una conmoción: en las crujías de aquella cárcel circular, superpoblada de asesinos de todas las categorías y con todas las habilidades para matar, su vida entraba en un túnel asfixiante. Solo si la promesa de Kotov seguía en pie, y el silencio mantenido durante aquellos casi dos años tenía algún valor, su vida conseguiría un asidero. De lo contrario, sería un náufrago en un sitio donde el cuello de un hombre se cotizaba en unos pocos pesos. El miedo a morir, que apenas había figurado entre sus debilidades, se hizo presente desde ese instante para acompañarlo y acecharlo por las más diversas razones. Ramón sabía que muerto resultaba menos comprometedor para los cerebros que, como decía el policía Sánchez Salazar, habían armado su brazo. Lo peor, sin embargo, era pensar que protegerlo o prepararle una fuga no debían de contarse ya entre las prioridades de aquellos mismos cerebros, y menos aún en el de Kotov, seguramente enfrascado en otras misiones más importantes que proteger a un soldado capturado por el enemigo y considerado una baja sufrida en acción. Con esa dolorosa certeza enfrentaba cada nuevo día, y más de una vez abriría los ojos, con la pupila fija en el techo opresivo de su celda, haciendo suyas las palabras que le había oído decir a su víctima: me han dado otro día de gracia, ¿será el último? Desde entonces la impresión de que su destino y el del hombre al que le ordenaran matar se habían confundido gracias a una macabra confluencia lo persiguió sin descanso, al igual que el grito insobornable que retumbaba en sus oídos o la cicatriz en forma de media luna que, desde hacía exactamente veintiocho años y dos días, llevaba en su mano derecha.
La cervecería de la estación de Leningrado no había cambiado mucho en los últimos treinta años. Tal vez el vaho producido por el sudor, potenciado por los calores de agosto, había subido esa tarde a un primer plano olfativo, pero lo seguían escoltando los hedores a pescado, levadura y orines rancios de los borrachos que se disputaban una jarra de cerveza para cargarla con un chorro de vodka. El suelo seguía pringoso, y las caras de los parroquianos, con sus narices cruzadas de venas marrones y los ojos degradados tras un velo hepático, eran como una fotografía inmune al paso de un tiempo que en realidad no transcurría: si acaso retrocedía, como si le temiera al futuro tantas veces prometido, del mismo modo que aquellos hombres (alguna vez aspirantes anuevos) huían de la sobriedad y de las evidencias que ésta solía develar. Solo las figuras de un ser renqueante, alguna vez llamado Leonid Alexándrovich, o Kotov, o Tom, o Andrew Roberts, o Grigoriev, y la de otro que excedía los cien kilos y nunca había vuelto a llamarse Ramón Mercader, testimoniaban que ya no se bañaban en el mismo río.
– ¡Estás hecho un gordito, muchacho! -dijo el primero y se lanzó al abrazo que Ramón supo que terminaría con un beso vomitivo del cual logró zafarse.
– ¡Y tú un viejo calvo! -contraatacó él y abrió la brecha para que el otro lo atrapara con un segundo abrazo inmovilizador que le impidió resistir la arremetida del beso ruso.
– El tiempo y las penas -dijo el soviético, ahora en español.
– Vamonos de aquí, esto es una cabrona letrina.
– Veo que te has vuelto fino. ¿Qué te parece nuestro proletariado? Sigue necesitando jabones, ¿no? ¡Pero mira cómo estás vestido! Esa ropa es extranjera, ¿verdad? Huele a Occidente y a decadencia…
– Mi mujer la trae de México.
– ¿Y tendrá alguna para vender? -dijo y rió, gutural y sonoramente.
– ¿Ellos también saben que Roquelia trae ropa para vender?
– Ellos siempre lo saben todo, muchacho. Siempre y todo.
Salieron a la calle y Ramón no lo pensó dos veces: se colocó las medallas en la solapa de su chaqueta y pudieron tomar el primer taxi en la bulliciosa cola de la estación. Ordenó al taxista que los dejara en Ojotni Riad, frente al hotel Moscú.
– ¿Por qué quieres meterte aquí? Este hotel está lleno de micrófonos -dijo el soviético, ya en francés, cuando vislumbraron la fachada del edificio que el paso de los años había vuelto aún más incongruente y opaco.
– Encárgate de evitarlos -sonrió Ramón-. Espera un momento, ¿cómo diablos te llamas ahora?
El antiguo Kotov volvió a lanzar su risa gutural de los viejos tiempos.
– Nomina odiosa sunt. ¿Recuerdas? ¿Qué te parece si ahora me llamo Lionia, Leonid Eitingon?
– No te juzgaron con ese nombre… ¿No era Naum Isákovich? ¿Me dirás de una puta vez cuál es el verdadero?
– Todos son tan verdaderos como Ramón Pávlovich López. Hasta el nombre me debes, Ramón…
El hotel Moscú era un símbolo de un pasado todavía vivo, como los dos hombres que, gracias a las altas insignias, penetraron en el bar refrigerado que los liberaba de la canícula moscovita. Leonid detuvo a Ramón y olfateó el ambiente. Indicó una mesa y, con su cojera más acentuada, abrió la marcha.
– Ya tenemos hasta naves espaciales, pero los micrófonos de la KGB y las cuchillas de afeitar que nos venden son del paleolítico… Mira, hay algo que seguro nadie te ha dicho -sonrió Lionia-. Muchas paredes de este hotel son dobles, ¿entiendes? Están formadas por dos paredes, entre las que cabe un hombre. Construyeron el hotel así para oír lo que hablaban ciertos huéspedes en ciertas habitaciones. ¿Qué te parece?
Ramón pidió una jarra de zumo de naranja, una botella de vodka helado, un plato de fresas y lonchas de un embutido polaco que solo vendían en las tiendas para diplomáticos y técnicos extranjeros.
– Y también ponga caviar y pan blanco -exigió Eitingon al asombrado camarero.
– ¿Por qué me has llamado? Pensaba que ya no querías hablar conmigo.
– Sabes que salí de la cárcel hace tres años, ¿verdad? -preguntó Eitingon y Ramón asintió-. Cuando me soltaron me dijeron que no te buscara, y no tengo que hablarte de lo que significa para nosotros la palabra obediencia. Pero hace un tiempo le pregunté a un amigo que todavía trabaja en el aparato si a alguien le importaba mucho que nos viéramos y habláramos de los viejos tiempos… Pues hace una semana, cuando soltaron a Sudoplátov, el amigo me llamó y me dijo que no, que no importaba demasiado si te veía… siempre que más tarde les contara algunas cosas.
– ¿Y vas a contarles algo?
– ¿Después de lo que nos hicieron crees que los voy a ayudar? ¿Sabías que a Sudoplátov lo tuvieron guardado quince años? -dijo y agregó en castellano-: Que se caguen en las resputas de sus madres… Ya veré qué les invento. ¿Está mal dicho «resputas» para decir que son muchas y muy putas?
Cuando Ramón llegó a Moscú, en mayo de 1960, el oficial de la KGB que lo atendió durante los primeros meses tuvo la deferencia de informarle que su antiguo mentor le mandaba saludos de bienvenida desde la cárcel donde estaba confinado, cumpliendo una condena de doce años por el delito de participación en un complot contra el gobierno. Pero antes, por varias cartas que Caridad le hiciera llegar a través del abogado Eduardo Ceniceros (quien había empezado a ocuparse de Ramón tras la muerte de Medellín Ostos), el preso de Lecumberri había tenido algunas noticias de la extraña suerte corrida por su mentor. Aunque las misivas eran intencionadamente confusas, incomprensibles para quien no estuviera en antecedentes, Ramón logró poner en claro que cuando su mentor regresó a la URSS, tras cumplir la misión más importante de su vida, lo habían ascendido a general y otorgado la primera de sus órdenes de Héroe de la Unión Soviética, entregada personalmente por el camarada Stalin. Míster K, o el Cojo (como lo llamaría Caridad en aquellas cartas), siguió trabajando con Sudoplátov en la llamada Dirección de Extranjeros del servicio secreto, preparando a los agentes encargados de infiltrarse para sabotear la retaguardia alemana. Por aquella labor (¿qué cosas habría hecho?, se preguntó Ramón, aunque podía adivinar la respuesta) volvería a ser condecorado como Héroe de la URSS y ascendido a general de brigada. Pero el traslado de Beria, en 1946, de los órganos de inteligencia a la dirección de las investigaciones y desarrollo de la industria nuclear, convertida en la mayor obsesión de un Stalin que se preparaba para la guerra atómica, dejó en el aire a Míster K, de inmediato retirado del servicio por el nuevo director de los órganos de espionaje y sabotaje de la guerra fría. Según otras cartas de Caridad, para esa época ya radicada en París, todo transcurría con aparente normalidad en la vida del agente hasta que, en 1951, fue encarcelado por órdenes de Stalin, junto a su hermana Sofía, la doctora, arrastrados ambos por larazzia de médicos, científicos y altos oficiales (encabezados por el mismísimo ministro de la Seguridad del Estado, Abakúmov), todos de origen judío. Esta vez los acusaban nada más y nada menos que de intentar envenenar a Stalin, Jruschov y Malenkov, para hacerse con el poder. El caso había salido en los periódicos y Jacques Mornard pudo leer en Lecumberri diarios franceses, ingleses y mexicanos que daban detalles del llamado «complot de los médicos judíos», descubierto por la inteligencia moscovita, que había impedido el asesinato del camarada Stalin y de grandes masas de soviéticos. El tono de aquellas acusaciones, aderezado con los mismos condimentos que los procesos de los años treinta, despertó el miedo que Ramón había logrado conjurar luego de más de diez años de una relativamente apacible permanencia en la cárcel. Para él la historia de aquella tétrica conspiración solo podía tener una lectura: detrás de un real o supuesto complot se escondía la preparación de una ofensiva antisemita y la eliminación de hombres conocedores de incómodos secretos del pasado. Y precisamente su mentor, que además era judío, conocía uno de los secretos más comprometedores. Si mataban a Kotov, ¿cuánto tiempo de vida le quedaría a él? La amabilidad comprada de los funcionarios del penal, ¿seguiría siendo financiada por Moscú? El preso vivió dos años con aquella zozobra, esperando cada día recibir la noticia de la ejecución del general Naum Isákovich Eitingon, según lo llamaban los despachos periodísticos oficiales. Hasta que, en marzo de 1953, llegó a la cárcel la noticia de la muerte de Stalin.
Por aquella época comenzó a ser Roquelia quien le llevara los mensajes enviados por Caridad desde París. En uno de los primeros su madre le contaba que Míster K y todos los supuestos autores del complot, presos desde 1951, habían sido liberados por Beria. Ramón volvió a respirar, aliviado. Pero no por mucho tiempo. Cuando el nuevo equipo de mando soviético encabezado por Jruschov derribó y ejecutó a Beria, Eitingon había sido barrido en la redada, ahora acusado de confabularse con su antiguo jefe para perpetrar un golpe de Estado, y había sido condenado a doce años de cárcel. Caridad le aseguraba en una carta que así se expresaba la gratitud soviética y le advertía que nunca se descuidara, pues la gratitud podía cruzar el Atlántico.
– ¿Qué ha sido de tu vida desde que te soltaron? -Ramón se sirvió del zumo mientras Leonid bebía su primer lingotazo de vodka.
– Me insinuaron que Jruschov había cometido un exceso conmigo y con otros viejos soldados de Beria. Me devolvieron mi pensión, pero no las medallas, me consiguieron un trabajo como traductor, y me entregaron un departamento en Goliánovo. Ya sabes: un cascarón, sin baño propio. Esos edificios no están hechos con cemento, sino con odio… ¿Nunca has oído la canción de los taxistas? -preguntó, sonrió, y de inmediato cantó en ruso-: «Te llevaré a la tundra, / te llevaré a Siberia. / Te llevaré a donde quieras, / pero no me pidas que te lleve / a Goliánovo…».
Leonid intentó sonreír, pero no lo consiguió.
– ¿Fue muy duro? -Ramón, cargado con su experiencia carcelaria, se sintió con derecho a hacer aquella pregunta.
– Seguramente más duro que tu cárcel, y ya sé que una cárcel mexicana puede parecer lo más cercano al infierno. Pero tú sabías que tenías una protección y yo no tenía un clavo al que agarrarme, tú sabías que ibas a estar veinte años, pero lo mío no tenía fecha de vencimiento. Además, los mexicanos pueden matarte y salir de fiesta, aunque no son capaces de concebir las cosas que se les ocurren a nuestros cama-radas cuando quieren que tú confieses algo, lo hayas hecho o no. Y lo peor es cuando sabes que estás pagando culpas que no son tuyas. Y peor todavía cuando es tu misma gente quien te aprieta los tornillos… Súmale a eso el puto frío… Cómo odio el frío…
Leonid se zampó dos lonchas dekielbasa polaco y bebió su segundo vodka, quizás para caldear el frío de la memoria. Movió la cabeza, negando algo recóndito: en realidad, comentó, desde 1948 había presentido que su suerte podía cambiar. Ese año Stalin comenzó la purga de los viejos luchadores antifascistas europeos que ya no se adaptaban al modelo del burócrata estalinista exigido por el socialismo en expansión y por las modalidades de la recién estrenada guerra fría. La purga de Praga fue la señal de que los mastines del pasado debían ser sacrificados, pero Eitingon había cometido un error de cálculo al pensar que aquellos nuevos procesos nada tenían que ver con hombres como él, verdaderos profesionales, tan útiles en tiempos de cacerías.
Una coyuntura como el fracaso sufrido por el Gran Timonel en su pretendida influencia sobre el naciente Estado de Israel (que después de recibir apoyo y dinero soviético se decantó por girar en la órbita de Washington) había destapado su enconado odio de siempre contra los judíos. El Secretario General se había sacado de la manga la conspiración de los médicos envenenadores y, con su sentido del ahorro, aprovechó la causa para sacar de la circulación a otros judíos y no judíos potencialmente peligrosos por sus ideas o por su simple conocimiento de molestos secretos.
– Stalin sabía que estaba declinando y comenzó a identificar la supervivencia de la revolución con la suya. De verdad se creía que él era la Unión Soviética. Bueno, casi lo era. Estaba cerca de los setenta años y después de tanto luchar por reunir todo el poder en sus manos, después de haberse convertido en el hombre más poderoso de la Tierra, se sentía agotado y empezó a olerse lo que iba a ocurrir: cuando él muriera, sus mismos perros lo iban a vilipendiar. Nadie puede engendrar tanto odio sin correr el riesgo de que en algún momento se le desborde encima el recipiente, que fue lo que pasó cuando murió. Por eso entró en un mundo enfermizo de obsesiones. Después de la guerra, con la euforia de haber vencido y con tantas cosas que reconstruir, la gente estaba más tranquila y mejor controlada. Stalin trasladó entonces el juego al círculo del partido: el cabrón tenía muy claro que, para reinar hasta el final, debía lograr que nadie, jamás, pudiese sentirse seguro. De verdad creo que el período de después de la guerra fue más duro que el de los años 1937 y 1938. ¿Que no? Mira, muchacho, aunque tenía hombres que habían gozado de su confianza como Beria, Zhdánov, Kaganóvich, y el hijo de tresresputas del menchevique Vishinsky y otros inútiles como Molotov y Voroshilov, él sospechaba de todos ellos, porque era un hombre enfermo de desconfianza y de miedo, de mucho miedo. ¿Te imaginas que, cuando nos interrogaban, siempre nos preguntaban si alguno de esos hombres, los de más altos cargos, los de su confianza, estaba implicado en nuestro complot antisoviético? ¿Sabes que sometió a cada uno de ellos a una prueba terrible? A Polina, la mujer de Molotov, la metió en un gulag por ser judía. Kalinin, siendo el presidente del país, tenía a su esposa en la cárcel y cuando ella enfermó tuvo que pedirle a Stalin, como un favor personal, una cama mejor que el jergón donde la encontró casi muerta… ¡El presidente de la Unión de Repúblicas, muchacho! En esa época entendí que la crueldad de Stalin no solo obedecía a la necesidad política o al deseo de poder: también se debía a su odio a los hombres, peor todavía, a su odio a la memoria de los hombres que lo habían ayudado a crear sus mentiras, a putear y reescribir la historia. Pero, la verdad, no sé quién estaba más enfermo, si Stalin o la sociedad que le permitió crecer… Suka!
– ¿Era el mismo Stalin al que tú adorabas y me enseñaste a adorar? -siempre que penetraba en aquellos pantanos, Ramón se sentía desubicado, como si le hablaran de una historia ajena a la suya, de una realidad diferente a la que él mismo había creado en su cabeza.
– Siempre fue el mismo, un hijo concebido por la política soviética, no un aborto de la maldad humana… -respondió Leonid e hizo una pausa-. Cuando me llevaron a la cárcel de Lefórtovo, supe que todo había acabado. Me dijeron que nos someterían a un proceso público y me pidieron que firmara una declaración donde reconocía, entre otras mil cosas, estar al corriente de los planes asesinos de los médicos y de haberles dado apoyo político y logístico. Pero les dije que no iba a firmar.
– ¿Y cómo lo hiciste para no firmar?
– Ay, Ramón -se rió Leonid-, ¿por qué iba a firmar? Vamos a ver, para que entiendas bien. ¿Cuántos hijos tenía Trotski?
– Cuatro.
– Yo tengo tres y varios hijastros… ¿Qué pasó con los hijos de Trotski?
– Los mataron, se suicidaron…
– ¿Te acuerdas de si Trotski tenía una hermana?
– Olga Bronstein, la que había sido mujer de Kámenev.
– ¿Y?
– Dicen que desapareció en un campo de trabajo.
– Pues yo también tengo una hermana que era uno de los médicos acusados… La condenaron a diez años… ¿Te acuerdas del día que fuimos al juicio para ver la declaración de Yagoda?
– Por supuesto.
– ¿Tú crees que valía la pena que yo me cubriera de mierda creyendo que así iba a salvar a mi mujer, a mis hijos y a mi hermana? ¿Que autoinculpándome de cualquier infamia iba a ayudar a la república de los Soviets y, a lo mejor, a salvarme yo? ¿Qué pasó con Zinóviev y Kámenev? ¿Salvaron a su familia cuando confesaron que eran conspiradores trotskistas? Stalin cambió el código penal para matar a sus hijos menores de edad… Si yo confesaba algo, no solo me estaba matando a mí mismo, sino que iba a matar a otras gentes. Y me dije que iba a aguantarlo todo: y aguanté, sin hablar. ¿Sabes cómo? Pues dejándome morir poco a poco, convirtiéndome en un esqueleto que se les podía desarmar en las manos. Era la única manera de evitar que me torturaran…
Ramón guardó silencio. Recordó la conmoción que le había producido leer los discursos de Jruschov, que le llevó Roquelia, en los que se reconocían los excesos de Stalin: pero no bien se les ponían nombres y rostros, los «excesos» empezaban a llamarse crímenes. Nunca iba a olvidar cuando, ya establecido en Moscú, su hermano Luis había vuelto a remover aquellos lodos: con mucho secreto le había dado a leer la carta de Bujarin «A una futura generación de dirigentes del Partido», que la mujer del bolchevique había guardado en su memoria durante veinte años, casi todos vividos en campos de trabajo. Era el testamento político de un hombre que, tras calificar de máquina infernal el terror estalinista, advertía a los verdugos -debía de estar mirando a Ramón, a Kotov, a otros como ellos- que «cuando se trata de asuntos indecentes la historia no soporta testigos» y que el tiempo de su condena estaba cada vez más cercano.
– Igual que ellos, yo tampoco era inocente del todo. En la nueva lógica, nadie en este país era del todo inocente… -Lionia había perdido parte de la profundidad vibrante de su voz-. Beria tenía sus planes para el futuro y los había comentado conmigo. Pero no haber firmado esa confesión y la muerte de Stalin me salvaron del pelotón de fusilamiento. Porque me iban a fusilar. Yo era el único que sabía toda tu historia, y también otras más o menos espeluznantes, como la del atentado en Ankara contra el vicecanciller alemán Von Papen, y la de ciertos experimentos médicos con prisioneros durante la guerra.
– ¿De qué me estás hablando? -Ramón miró a su antiguo mentor y pensó que no todos pueden atravesar con la mente lúcida la estepa de la cárcel y la tortura.
Eitingon se limpió varias veces los dedos con una servilleta de papel grisáceo, como si quisiera desprenderse alguna sustancia especialmente adhesiva.
– Venenos que no dejan rastro. Pruebas de resistencia a la radiación, talio activado, uranio. Eran traidores o criminales de guerra, de todas maneras iban a morir… Stalin estaba obsesionado con la idea de fabricar la bomba atómica. Se hicieron muchas pruebas… Fue asqueroso y cruel.
Ramón lo miró a los ojos: el viejo Kotov conservaba esa transparencia afilada de sus pupilas, que impedía saber cuándo mentía y cuándo decía la verdad. Algo, en esta ocasión, le advirtió a Ramón que Leonid era más sincero que nunca.
Eitingon tomó un cigarrillo y comenzó a acariciarlo.
– Cuando murió Stalin, Beria me sacó de la cárcel. Me devolvieron el carné del Partido y mis grados. Y a pesar de todo lo que me habían hecho, de que había perdido cuarenta kilos, de las cosas terribles que sabía, pensé que la justicia existía y el Partido nos salvaría. Por eso cuando llegué a mi casa y mis hijos me contaron que en esos dos años un par de compañeros habían tenido el valor de ir a verlos y ofrecerles alguna ayuda, les dije que esos camaradas y ellos habían cometido un gran error: si yo estaba preso, acusado de ser un traidor, nadie debía preocuparse ni condolerse de mí, ni siquiera ellos… ¿Qué te parece?… Ése fue mi penúltimo acto de fe. Estaba convencido de que, sin Stalin y su odio, el Partido haría justicia y la lucha recobraría su sentido… Nada, me equivoqué otra vez. Ya todo estaba podrido. ¿Desde cuándo estaba podrido?
– ¡Qué sé yo!… ¿Por qué me cuentas todo eso?
Lionia encendió al fin el cigarrillo y movió el vaso sobre la mesa, como si quisiera alejarlo de sí.
– Porque creo que te debo toda mi historia. Yo te hice lo que eres y me siento en deuda. Yo fui un creyente, pero te obligué a creer en muchas cosas, sabiendo que eran mentiras.
– ¿Que Stalin quería matar a Trotski no porque éste fuera un traidor, sino porque odiaba al exiliado?
– Entre otras cosas, Ramón Pávlovich.
Unos meses después de la muerte de Stalin, cuando Beria cayó en desgracia, Eitingon volvió a ser arrestado. En realidad, su antiguo jefe aspiraba al poder, pero había cometido, según Leonid, el mismo error de Trotski: menospreciar al adversario, creerse mejor posesionado, dueño de informaciones que le garantizaban el ascenso y la impunidad. Beria había visto a Jruschov bailar como un payaso para divertir a Stalin, aunque todos sabían que odiaba al georgiano por no haber tenido clemencia con el hijo de Jruschov que había caído en manos de los alemanes durante la guerra y al que el Gran Timonel se había negado a canjear por otros prisioneros; Beria había visto llorar a Jruschov por un regaño del Gran Hombre y tenía en su poder cientos de órdenes de ejecución de los años de las purgas en las que aparecía la firma de Jruschov como secretario del Partido en Ucrania. Beria lo consideraba un ser mezquino, de ambiciones limitadas, y ése fue su error. Jruschov lo obligó a jugar en el terreno de las intrigas políticas y demostró ser más astuto, y antes de que Beria se diera cuenta, ya lo había devorado.
La carta de triunfo de Jruschov había sido el ejército, comentó Eitingon, llevándose un pedazo de pan a la boca. Los militares no perdonaban a Beria que hubiera estado involucrado en la purga de los mariscales en el año 1937, y veían en él al posible continuador de un Stalin que se había robado los méritos de la victoria militar sobre el fascismo, obtenida a pesar de Stalin, a veces hasta en contra de Stalin. Jruschov supo utilizar a su favor la investigación en curso sobre los grandes botines de guerra que muchos de los generales se habían llevado de las zonas ocupadas de Europa del Este. Beria tenía en sus manos un documento del Consejo de Ministros donde se contabilizaban los cientos de abrigos de pieles, las decenas de cuadros del palacio de Potsdam, los muebles, tapices, alfombras y otros objetos de valor (miles de metros de distintos tipos de tela, ¡le encantaban las telas!), que el héroe Zhúkov había traído consigo al final de la guerra. Aquel documento le había costado al mariscal ser degradado y alejado de Moscú, y aún podía ser juzgado por la vía civil. Pero el teniente general Kriukov y el general Iván Serov también habían hecho lo suyo y sabían que les esperaba el mismo destino que al gran mariscal. Fue Serov, de acuerdo con Jruschov, quien incitó a sus compañeros a dar el golpe de mano contra Beria, y por eso después fue ascendido a jefe de la seguridad del Estado y de la inteligencia militar. La nueva escuela de generales creados por Stalin no se parecía demasiado a los oficiales humildes y mal vestidos de los tiempos de Lenin y Trotski.
– Con Beria caímos todos. Sudoplátov, yo… Mi juicio duró un día y al otro estaba en la primera de las cárceles que recorrí en esos doce años. Todavía me pregunto por qué no me mataron. Tal vez porque sabían que yo sabía y en algún momento quizás necesitaran eso que yo sabía…
– ¿Y qué hace un hombre como tú cuando ya no cree en nada?
Lionia se sirvió más vodka y encendió otro de sus apestosos cigarrillos.
– ¿Qué puedo hacer, muchacho? ¿Huir, como Orlov? Si pudiera hacerlo, lo cual es muy poco probable, pues si me acerco a cien kilómetros de cualquier frontera me dan un tiro o me devuelven a un campo de trabajo, ¿podría salir con mis hijos? ¿Tendría la posibilidad de pactar y canjear la vida de mi familia por mi silencio? ¿Alguien se atrevería a acogerme? Vamos a ver, ¿cuántos países te negaron una simple visa de tránsito cuando saliste de la cárcel?
– Todos. Menos Cuba, que me dio setenta y dos horas.
– ¿Entiendes que somos unos apestados? ¿Te das cuenta de que somos lo peor que creó Stalin y que por eso nadie nos quiere, ni aquí ni en Occidente? ¿Que, cuando aceptamos la misión más honrosa, nos estábamos condenando para siempre, porque íbamos a ejecutar una venganza que el cerebro enfermo de Stalin creía necesaria para conservar el poder?
– Stalin no era un enfermo. Ningún enfermo gobierna medio mundo durante treinta años. Vosotros mismos lo decíais: Stalin sabe lo que se hace…
– Es verdad. Pero una parte suya estaba enferma. Dicen que mató como a veinte millones de personas. Un millón puede ser necesidad, los otros diecinueve son enfermedad, digo yo… Pero ya te dije que Stalin no era el único enfermo.
En sus largos años en la cárcel, Ramón había tenido mucho tiempo para pensar en los actos de su vida y para soñar con aquella existencia paralela, fabricada por su mente en un vano intento por vencer la depresión y la angustia. En los primeros tiempos, logró dominar el miedo al descubrir que no le retirarían la protección prometida y que fraguaban algún plan para sacarlo de la prisión: entonces se obligó a desechar todas las dudas que lo acompañaron cuando se dirigió a Coyoacán aquel 20 de agosto de 1940. Si cumplía con la promesa de mantener la boca cerrada, pensó, sus jefes, y con ellos la Historia, lo recompensarían como lo que era: un hombre capaz de sacrificar su vida por la gran causa. Pero los años transcurrieron y la fuga nunca pasó de ser una idea en la cabeza de Caridad, aunque la protección se mantuvo y el abogado Ceniceros dispuso siempre del dinero necesario para facilitarle en lo posible la vida en la cárcel. La resignación fue desde entonces su único asidero, y trató de luchar contra el tiempo y conservar su equilibrio mental.
– Voy a contarte algo que nadie sabe -dijo Ramón y esta vez se sirvió un trago de vodka. Lo bebió a la rusa, de un golpe, y sintió que se le cortaba la respiración. Esperó a recobrar el aliento mientras observaba cómo Leonid devoraba las lonchas de embutido, montándolas sobre ruedas de pan blanco, del modo en que comen los famélicos-. En 1948, mi abogado logró pasarme una carta dentro de un libro. La remitía un judío que vivía en Nueva York, pero en cuanto la leí supe quién…
– Orlov -soltó Eitingon y Ramón asintió-. Ese maricón adora escribir cartas.
– La firmaba un tal Josué no sé qué y decía que me iba a contar cosas que le había confiado un viejo agente de la contrainteligencia soviética, su amigo cercano, cosas que creía que yo debía saber… La verdad, no decía nada que yo no hubiera pensado, pero, dicho por él, todo adquiría otra dimensión, y me hizo reflexionar… Me hablaba del engaño, de los engaños, en realidad. Me decía que Stalin nunca había querido que los republicanos ganáramos la guerra y que a ese amigo suyo lo habían enviado a España precisamente para evitar primero una revolución y, por supuesto, una victoria republicana. La guerra solo debía durar lo suficiente para que Stalin pudiera utilizar a España como moneda de cambio en sus tratos con Hitler, y que, cuando llegó ese momento, nos había abandonado a nuestra suerte, pero colgándose la medalla de haber ayudado a los republicanos y, como premio adicional, quedándose con el oro español. Me hablaba también del asesinato de Andreu Nin. Su amigo había participado en aquel montaje, y me decía que todas las supuestas pruebas contra Nin, como las que había contra Tujachevsky y los mariscales, habían sido preparadas en Moscú y en Berlín, como parte de la colaboración con los fascistas.
– Así mismo fue -dijo Leonid y bebió otro golpe de vodka-. Stalin y su gente, el hijo de mala madre de Orlov entre ellos, lo prepararon todo. Y lo mejor es que hasta consiguieron que mucha gente siguiera creyendo en ellos… Los viejos e incondicionales «amigos de la URSS», ¿recuerdas? ¡Cómo los embutimos!… ¡Cómo les gustaba que los embutiéramos!
– Y me hablaba de Trotski… -Ramón enmudeció, encendió un cigarrillo, se frotó la nariz-. Me contaba algo que tú sabías muy bien: que el viejo nunca había estado en tratos con los alemanes. La prueba de fuego habían sido los juicios de Nuremberg, donde no apareció una sola traza de la supuesta colaboración fascista de Trotski… Me decía que yo había sido un instrumento del odio y que, si no le creía, esperaba que viviera lo bastante para ver cómo aquella trama salía a la luz… Cuando leí el discurso de Jruschov, en 1956, me acordé mucho de aquella carta. Lo más difícil de todos esos años fue saber esas verdades y tener la seguridad de que, a pesar de los engaños, no podía hablar.
– ¿Sabes por qué? Porque en el fondo somos unos cínicos, como Orlov. Pero, sobre todo, somos unos cobardes. Siempre hemos tenido miedo y lo que nos ha movido no es la fe, como nos decíamos todos los días, sino el miedo. Por miedo muchos se callaron la boca, qué remedio les quedaba, pero nosotros, Ramón, fuimos más allá, aplastamos gentes, matamos incluso…, porque creíamos pero también por miedo -dijo y, para asombro de Ramón, sonrió-. Los dos sabemos que para nosotros no hay perdón… Pero por suerte, como ya no creemos en nada, podemos beber vodka y hasta comer caviar en este infierno materialista dialéctico que nos ha tocado vivir por nuestras acciones y pensamientos…
Se habían citado a las cinco, en el parque Gorki, pues a las siete cruzarían el río y subirían al departamento de Ramón, donde Roquelia (de mala gana, como siempre que su marido invitaba a alguien) «agasajaría» a Lionia con una cena mexicana.
Esa tarde, su antiguo mentor llegó con la noticia, obtenida de una fuente muy fidedigna, de que dos días antes, mientras ellos conversaban en el hotel Moscú, seis soviéticos, enarbolando pequeños carteles, habían salido a la plaza Roja a protestar por lo que llamaban la invasión soviética de Checoslovaquia. Por supuesto, ni los periódicos ni la televisión comentaron el suceso que, rápidamente controlado y sofocado, no había llegado a oídos de los corresponsales extranjeros acreditados en Moscú: salvo para los poquísimos enterados, aquella protesta nunca había existido ni existiría jamás.
– ¡Qué tíos! Hay que estar loco para hacer eso -había comentado Ramón.
– O tener unos cojones bien puestos y estar muy, muy cansado de todo -había replicado Eitingon-. Esos seis tipos sabían que no conseguirían nada, se imaginaban lo que les esperaba, estaban seguros de que nunca volverían a ser personas en este país, pero se atrevieron a decir lo que pensaban. Lo que nunca haremos tú y yo y otros no sé cuántos millones de soviéticos, ¿no?… A lo mejor nos cruzamos con ellos cuando íbamos a entrar en el hotel…
– ¿Y qué pasa en Praga?
– Pasa el inicio del fin… Brézhnev se lanzó con toda su fuerza: veintinueve divisiones de infantería, siete mil quinientos tanques, mil aviones… Una demostración de fuerza y de decisión. El mito de la unidad del mundo socialista se murió en Praga, y también la posibilidad de renovar el comunismo. Stalin ya lo había jodido con sus broncas con Tito, y luego Jruschov les cayó encima a los polacos y a los húngaros, y hasta se fajó con los chinos y los albaneses por ser demasiado estalinistas… Pero esto es el réquiem. La próxima vez que se produzca algo similar (y se producirá, tarde o temprano), no va a ser para revisar nada, sino para demolerlo todo. No me mires así: esto es un cuerpo enfermo, porque todo lo que existe aquí lo inventó Stalin y el único objetivo de Stalin fue que nadie pudiera arrebatarle el poder. Por eso vamos a seguir nadando, aunque al final terminemos muertos en la orilla… Y pensar que Jruschov planificó el salto del socialismo al comunismo para 1980. Najui!, las cosas que se le ocurrían…
Mientras hacían tiempo para la cena, recorrieron los senderos del parque, viendo trotar a los galgos. Ramón, aguijoneado por las predicciones de su antiguo mentor, había comenzado a evocar los tiempos de su llegada a Moscú y sus dificultades para ubicarse en el mundo por el que había dado lo mejor de su vida y la perdición de su alma.
Cuando la Secretaría de Gobernación accedió a la petición del recluso Jacques Mornard de anticipar en un par de meses su salida de la cárcel y evitar de ese modo el escándalo que armarían los periodistas dispuestos a viajar a México el 20 de agosto de 1960, Ramón tuvo la convicción de que apenas transitaría de una cárcel a otra. La salida de la prisión de Santa Marta Acatitla, donde había pasado los dos últimos años de su larga condena, había sido fijada para el viernes 6 de mayo, al cabo de extrañas negociaciones. Como el recluso Jacques Mornard no existía legalmente y, por tanto, no tenía nacionalidad belga pero seguía sin admitir su origen español (probado diez años antes con huellas dactilares de su ficha policial anterior a la guerra civil española), el consulado checoslovaco había aceptado emitir para él un pasaporte con el nombre con que había entrado en la cárcel y cumplido su condena. Ramón tuvo una idea cabal de su situación cuando Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia se negaron a concederle siquiera una visa de tránsito para la necesaria escala en su camino a Praga… Como le ocurrió al renegado treinta años antes, ahora el mundo se había convertido para él en un planeta para el que no tenía visado. Otra vez la macabra conjunción de destinos entre víctima y victimario, que había explotado con la púa de un piolet, volvía a acechar a Ramón, solo que a él no lo acompañaban ni los restos de la gloria ni el odio desproporcionado o el temor que durante años provocara el exiliado. A él lo perseguían y lo marginaban el desprecio, el asco, la sangre inútil y su protagonismo en una historia que todos deseaban sepultar. Su único refugio era una Unión Soviética donde, bien lo sabía, su presencia tampoco sería aceptada con agrado, pues al fin y al cabo él solo era una de las más molestas evidencias del estalinismo que el país luchaba aún por sacudirse y demonizar. Durante las últimas semanas de su encierro, leyendo con avidez los nuevos discursos de Jruschov donde se revelaban otros «excesos» de la época estalinista, llegó a temer que ni siquiera la posibilidad de viajar a la URSS se concretara: ¿admitirían pública y ostentosamente que Jacques Mornard o Ramón Mercader había sido siempre un obediente comunista español reclutado como soldado del ideal soviético para cometer el crimen más odioso y repulsivo? ¿Alguien pensó alguna vez que él sobreviviría al atentado, a todos los peligros de la cárcel, al paso de los años y que algún día regresaría del más allá?…
Pero Moscú lo esperaba, prepotente, dispuesto a desafiar al mundo. El tránsito por una Cuba revolucionaria y presocialista fue tan breve que apenas tuvo una visión fugaz de La Habana cuando los policías de inmigración lo sacaron del aparato de Cubana de Aviación, procedente de México, y lo llevaron al buque soviético donde viajaría con destino a Riga. Desde el ojo de buey del camarote en el cual lo confinaron, observó la imagen pétrea de los edificios, castillos e iglesias de la ciudad, sus árboles de un verde refulgente y el mar de una transparencia agobiante y pudo sentir los efectos de la nostalgia por aquel país mítico, adquirida a través de las memorias de su familia materna, afincada por años en aquella tierra donde incluso había nacido Caridad.
La primera impresión que tuvo al llegar a Moscú fue la de haber entrado en un sitio que olía a cucarachas y donde nunca se reencontraría con el hombre que había sido, pues la ciudad de 1960 ya no era la capital del mismo país que había visitado veintitrés años antes. Rebautizado como Ramón Pávlovich López, fue confinado en un edificio de la KGB en las afueras de la ciudad, hasta que una mañana le enviaron un traje nuevo y le ordenaron que a las seis de la tarde estuviera listo, porque pasarían a recogerlo. Esa noche Ramón Pávlovich volvió a entrar en el Kremlin y recibió de manos de Leonid Brézhnev, jefe del Estado, las órdenes de Lenin y de Héroe de la Unión Soviética, la placa que lo acreditaba como miembro del cuadro de honor de la KGB, un enorme ramo de flores y los infaltables besos. Mientras, de un pequeño tocadiscos, salía una y otra vez la melodía de «La Internacional». Y Ramón se sintió tranquilo, orgulloso y recompensado. El oficial de la KGB que lo atendía, y con el cual cenó después de la ceremonia en un pequeño salón del Gran Palacio del Kremlin, le prometió que pronto le darían las llaves de un departamento donde podría recibir a su compañera, Roquelia Mendoza, pero a la vez le advirtió que sus movimientos en la URSS debían contar con la aprobación de una oficina especial de la KGB. Solo podría mantener contacto con los emigrados españoles y con sus familiares residentes en la URSS. Todavía estaba obligado a guardar silencio, dijo amable pero claramente aquel dinosaurio, sin duda sobreviviente de los tiempos de Beria y Stalin.
A aquella libertad muy condicionada se había unido, desde el principio, la lejanía con que lo trataban los soviéticos de todas las edades y condiciones, que creaba a su alrededor aquel vacío de comunicación que lo hacían sentirse doblemente extranjero.
– ¡Pero es que eres extranjero! -Eitingon encendió uno de sus cigarrillos-. ¿O te crees que por ser quien eres y por haberte pasado años en la cárcel estudiando ruso ibas a ser menos extranjero?… La mayoría de los soviéticos jamás saldrán de este país, y para ellos lo extranjero es lo prohibido, lo maldito. Aunque sientan curiosidad y hasta envidia (nada más hay que ver cómo te vistes, Ramón, ¿esa camisa también te la trajo tu mujer?, nadie en Moscú tiene una así), sobre todo provocas miedo. Este es un país aislado del mundo y nuestros jefes se han encargado de demonizar lo que queda fuera del alcance de su poder, es decir, todo lo relacionado con los cabrones extranjeros. Recuerda que por tener contactos no autorizados con extranjeros Stalin te podía mandar a fusilar o meterte cinco, diez años en un gulag. El genio del pueblo ruso está en su capacidad para sobrevivir. Por eso ganamos la guerra…
– Ya no me pasa tanto -recordó Ramón-, pero al principio, cuando salía a la calle, miraba a la gente y me preguntaba qué pensarían si supieran quién era yo…
– ¿Pensar?… -dijo Leonid y señaló hacia el cielo, de donde más o menos debía venir la supuesta orden de pensar algo-. ¡Aquí la gente casi no piensa, Ramón!… Pensar es un lujo que les está vedado a los supervivientes… Para escapar del miedo lo mejor siempre ha sido no pensar. Tú no existes, Ramón; yo tampoco… Menos todavía esos seis tipos que protestaron por la invasión de Checoslovaquia…
El parque, sin embargo, existía y rebosaba vida. Los moscovitas aprovechaban el último mes sin frío para gastar sus horas al aire libre, la gente leía tendida en el pasto y hasta había familias que se hacían la ilusión de estar de picnic en un bosque. Por eso el hallazgo del banco desocupado, protegido por la sombra de un tilo, había despertado las sospechas de los dos veteranos del trabajo secreto. Mientras Ramón jugueteaba con sus perros, Eitingon había inspeccionado el lugar y concluyó que no había escuchas instaladas: a pesar de lo que siempre había sostenido Stalin, dijo sonriente, quedaba demostrado que las casualidades podían existir.
Ya acomodados en el banco, angustiado con los razonamientos de Eitingon, Ramón prefirió cambiar el tema y le contó cómo había conocido a Roquelia Mendoza y cómo sospechó de inmediato que era una de las ayudas prometidas. Roquelia, una muchacha de clase media que había sido bailarina folklórica, era prima de otro preso de Lecumberri llamado Isidro Cortés, condenado por haber matado a su esposa. La insistencia de Roquelia en trabar amistad con él le develó las motivaciones de la mujer.
– Fue lo último que pude hacer por ti -sonrió Eitingon-. Beria me autorizó a buscar una simpatizante dispuesta a ayudarte. Mandamos a México a Carmen Brufau, la amiga de Caridad, y ella encontró a Roquelia, que enseguida aceptó porque te admiraba a ti y amaba a Stalin. Le asignaron cierta cantidad de dinero para tus necesidades, además de la que recibía tu abogado.
– En el 53 dejaron de mandarle dinero durante casi un año, pero ella siguió ayudándome. Es fea y bastante insoportable, pero le debo mucho.
– Sí, me lo imagino.
– Roquelia me ayudó a resistir todo aquello… En la cárcel me visitaron muchos, y con cualquier pretexto, pero la verdad es que iban a verme porque me consideraban un bicho raro… Una vez vino un comunista español con la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Ahora es muy famosa por sus películas, se llama Sara Montiel.
– He oído hablar de ella -dijo Lionia, distraído-, dicen que es hermosa.
– No te imaginas lo que es ver a ese animal a un metro de ti… Es de esas mujeres que dan ganas de comer tierra, de hacer cualquier cosa…
Eitingon trató de sonar casual.
– ¿Y desde cuándo no ves a Caridad?
– Vino a verme cuando llegué y ha vuelto dos o tres veces. La última, el año pasado.
– ¿Se ve bien?
– Está fuerte, con el mismo carácter, pero parece que tiene doscientos años. Bueno, yo he cumplido cincuenta y cinco y parece que ando por los ciento diez. Aunque estás calvo, tú tienes mejor pinta que todos nosotros.
– Será que estoy embalsamado en cinismo -dijo Eitingon y rió, estruendosamente-. ¿Qué hace en París?
– Nada… Bueno, ahora le ha dado por pintar -Ramón sonrió-, y por ser la abuela de los hijos de mi hermana Montse, a pesar de Montse. La verdad es que nadie la quiere cerca… Estuvo cinco o seis años trabajando en la Embajada cubana, me imagino que como informante de la KGB. Dice que los cubanos son unos aventureros que no entienden qué carajo es el socialismo y unos muertos de hambre malagradecidos. Según dice, ella le compraba de su bolsillo los periódicos al embajador para que se enterara de lo que pasaba en el mundo, y ahora ni la invitan a las recepciones. Pero le echa la culpa a Brézhnev, dice que él ordenó que la apartaran de todo. Aunque nunca ha dejado de recibir la pensión que le giran desde aquí…
– Los tiempos cambian. Caridad, tú y yo somos papas calientes que nadie quiere tener en las manos. Si no nos han matado es porque confían en que la naturaleza haga pronto su trabajo… -afirmó Eitingon y levantó los faldones de su camisa para mostrar una cicatriz rojiza-. En la cárcel me operaron de un tumor. Estoy vivo de milagro, pero no sé hasta cuándo…
– Quien vea a Caridad en París, haciendo de ábuelita y pintando unos paisajes feos y llenos de colores, ¿se podrá imaginar qué clase de demonio es?
Los borzois corrían por el parque y Ramón los observaba, orgulloso de la belleza tangible de sus perros, cuando Leonid volvió a hablar.
– Te debo muchas historias, Ramón. Te voy a contar algunas que quizás no quisieras oír, pero siento que te pertenecen.
Ramón descubrió que en ese instante quien estaba a su lado era Kotov. Su viejo mentor recuperaba la misma postura que años atrás había adoptado en la plaza de Cataluña: la de un caimán en reposo, con un pañuelo en una mano, que utilizaba para secarse el sudor.
– Una vez me preguntaste si habíamos tenido algo que ver con la muerte de Sedov, el hijo de Trotski, y te dije que no: pues era mentira. Lo despachamos nosotros, gracias a un agente que le habíamos metido debajo de la camisa, Cupido. También fusilamos a su otro hijo, Serguéi, después de tenerlo un tiempo en el campo de Vorkutá y aquí en la Lubyanka, tratando de que firmara un documento donde reconocía que su padre le había dado instrucciones para envenenar los acueductos de Moscú… Los que mataron a esos muchachos cumplían órdenes directas de Stalin, como nosotros.
– ¿Por qué me mentiste? Yo podía haber entendido que era necesario.
– Porque tú debías ir lo más puro posible al altar del sacrificio. La carta que te di para que llevaras contigo aquel día era una sarta de mentiras, y no importaba que alguien lo creyera o no. El plan era que tú mataras a Trotski y que los guardaespaldas te mataran a ti, como debió haber ocurrido. Así todo iba a ser más fácil. Así lo había pedido Stalin. El no quería que quedara ningún cabo suelto y tu vida le importaba un carajo. Pero Trotski te salvó…
Ramón sintió el golpe de la conmoción. Oír, por boca del hombre que había fraguado con Stalin aquella operación, la confesión de que no solo había sido utilizado para cumplir una venganza, sino que se le consideró una pieza más que prescindible, derrumbó el último asidero que había resistido el paso de aquellos años plenos de desengaños y descubrimientos dolorosos.
– Pero tú estabas esperándome…
– Siempre cabía la posibilidad de que lograras salir. Además, yo no podía decirle a Caridad que te había mandado al matadero, y menos aún que si lograbas escapar, la orden era dejarte en manos de otros cantaradas.
– Lo mismo que a Sheldon, ¿no? Entonces, ¿lo matasteis vosotros?
– No directamente. Pero nadie mataba sin que nosotros lo autorizáramos.
– Si iban a matarme, ¿por qué me protegisteis en la cárcel, por qué pagasteis abogados, por qué enviasteis a Roquelia?
– Porque si te matábamos en la cárcel después de lo que habías hecho, todo el mundo iba a saber de dónde había salido la orden. Lo que te salvó fue que te mantuviste en silencio. Además, después de muerto el Viejo, ya a Stalin no le importaba mucho lo demás, y menos en aquel momento, con los alemanes a dos manzanas de aquí…
– ¿Y por qué falló el ataque de los mexicanos?
– Aquello fue una chapucería, pero era lo que quería Stalin: algo espectacular, con mucho ruido, para que a nadie se le olvidara. Yo vi a esas gentes dos o tres veces y me di cuenta de que Trotski les quedaba grande, eran unos peleles y les faltaban cojones. Por eso no te mezclé con ellos ni dejé que supieran de mí ni de ti… Lo que nunca entendí es que nuestro hombre en el grupo, Felipe, ¿te acuerdas?, no entrara a comprobar si habían matado o no al Pato… Ese es un misterio que aún no he resuelto…
Ramón levantó la vista hacia los lindes del parque, por donde fluía el río. Sentía cómo el desengaño lo corroía por dentro y se iba quedando vacío. Los residuos del orgullo al que, a pesar de las dudas y las marginaciones, se había aferrado con las uñas, se iban evaporando con el calor de unas verdades demasiado cínicas. Los años de confinamiento en la cárcel, temiendo cada día por su vida, no habían sido el peor trance: las sospechas, primero, y las evidencias, después, de que había sido una marioneta en un plan turbio y mezquino, le habían robado el sueño más noches que el temor a la cuchillada de otro preso. Recordaba con dolor la impresión de haber sido engañado que le produjo la lectura del nada secreto informe de Jruschov al XX Congreso del Partido y la desazón que lo embargó desde ese instante: ¿qué sería de su vida cuando saliera de la cárcel?
– ¿Y por qué no me pegaron un tiro cuando llegué a Moscú?… Hasta que me pusieron las medallas, estuve esperando que me dieran un paseo…
– Tú mismo lo dijiste: habías llegado a otro mundo. Si Stalin y Beria hubieran seguido vivos, no habrías atravesado el Atlántico. Pero Jruschov hasta te hubiera agradecido que contaras la verdad, aunque no podía alentarte porque todavía el espíritu de Stalin estaba vivo, no, está vivo, y Jruschov no quería ni podía librar esa guerra, así que prefirió mirar para otro lado y dejarte tranquilo. Ahora que Jruschov fue derrotado por el espíritu de Stalin, ya no le importas a nadie…, siempre que sigas callado y no intentes irte de la Unión Soviética.
– ¿Y qué sabía Caridad?
– Más o menos lo mismo que tú. Recuerda, nunca confiamos demasiado en el carácter de ustedes, los españoles. Cuando ella regresó, trató de convencer a Beria de que te ayudaran a escapar. Después de darle largas muchas veces, Beria por fin le dijo que sí, que te ayudarían, pero que ella misma debía ocuparse de arreglar las cosas en México. A Caridad le dieron un pasaporte y un montón de dinero, y Beria envió a un matón del Komintern para que le diera un buen susto en cuanto llegara a México. Caridad se salvó por un pelo y aprendió la lección: se fue a París, se quedó tranquila, sin volver a protestar. ¿Así que ahora le ha dado por pintar cuadros?
– ¿Tengo que creer todas esas barbaridades? ¿Fueron tan cínicos? ¿Tú sabías que me iban a matar? ¿Tú te prestaste a eso?
– Tienes que creer lo que te digo, fuimos más cínicos de lo que te imaginas. Tú no fuiste el único que fue a morir por un ideal que no existía. Stalin lo pervirtió todo y obligó a la gente a luchar y a morir por él, por sus necesidades, su odio, su megalomanía. Olvídate de que luchábamos por el socialismo. ¿Qué socialismo, qué igualdad? Me contaron que Brézhnev tiene una colección de autos antiguos…
– Y tú, ¿por qué luchaste?
– Al principio porque tenía fe, quería cambiar el mundo, y porque necesitaba el par de botas que les daban a los agentes de la Cheka. Después… ya hablamos del miedo, ¿no?: una vez que entras en el sistema, nunca puedes salir. Y seguí luchando porque me volví un cínico, yo también. Pero después de estar quince años preso por haber sido un cínico eficiente, con unos cuantos muertos en la espalda, uno empieza a ver las cosas de otra manera.
– ¿Y cómo puedes vivir con eso encima?
– ¡Como mismo vives tú, Ramón Mercader! El día en que mataste a Trotski sabías por qué lo hacías, sabías que eras parte de una mentira, que luchabas por un sistema que dependía del miedo y de la muerte. ¡A mí no puedes engañarme!… Por eso entraste en aquella casa con las piernas temblándote, pero dispuesto a hacerlo, porque sabías bien que no había retroceso posible. Cuando vuelvas a hablar con Caridad, pregúntale qué le dije cuando llegaste a Coyoacán. Le dije: «Ramón se está cagando de miedo, pero ya es como nosotros, es uno de los cínicos».
– Cállate un rato, por favor -dijo Ramón y él mismo no supo si era una exigencia o un ruego.
Con el faldón de la camisa limpió los cristales de las gafas, que se habían empañado. En las manos que habían sostenido el piolet, aquella montura de carey, comprada por Roquelia en uno de sus viajes a México, le pareció un objeto extraño y ajeno. Al fin y al cabo, Eitingon tenía razón: él se había envuelto en la fe, en la convicción de que luchaba por un mundo mejor, para tapar con aquellos mantos las verdades en las que no quería pensar: los asesinatos, entre otros, de Nin y de Robles, las manipulaciones del Partido antes y durante la guerra civil, las turbias historias en torno a Liev Sedov, Sheldon Harte o Rudolf Klement, la extraña confesión de Yagoda que él mismo había presenciado, la manipulación de los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona, el vagabundo al que había tenido que matar como a un cerdo en Malájovka, las mentiras sobre Trotski y su colaboración con los fascistas, la malévola utilización de Sylvia Ageloff… Una sola de esas verdades habría bastado para que se reconociera no solo como un ser despiadado, sino también como el cínico en que se había convertido.
– En la cárcel leí a Trotski -dijo, cuando se acomodó las gafas y observó, con la nitidez recuperada, la cicatriz de media luna en el dorso de la mano derecha-. Todos los presos sabían que yo lo había matado, aunque la mayoría no tenía ni idea de quién era Trotski ni entendían por qué lo había asesinado. Ellos mataban por cosas reales: a la mujer que los engañaba, al amigo que les robaba, a la puta que se buscaba otro chulo… Un día, cuando regresé a mi celda, tenía sobre la cama un libro de Trotski.La revolución traicionada. ¿Quién lo había dejado allí? El caso es que empecé a leerlo y me sentí muy confundido. Más o menos un mes después apareció otro libro, Los crímenes de Stalin, y también lo leí, y me quedé aún más confundido. Reflexioné sobre lo que había leído y durante varios meses esperé a que me dejaran otro libro, pero no llegó. Nunca supe quién los puso en mi celda. Lo que sí supe es que si antes de ir a México yo hubiese leído esos libros, creo que no lo habría matado… Pero tienes razón, yo era un cínico el día en que lo maté. En eso me habíais convertido. Fui una marioneta, un infeliz que tenía fe y creyó lo que tipos como tú y Caridad le dijeron.
– Muchacho, a todos nos engañaron.
– A unos más que a otros, Lionia, a unos más que a otros…
– Pero a ti te dimos todas las pistas para que descubrieras la verdad, y no quisiste descubrirla. ¿Sabes por qué? Porque a ti te gustaba ser como eras. Y no me vengas con historias, Ramón Mercader… Además, las cosas estuvieron claras desde el principio: desde que supiste cuál era tu misión, no tenías marcha atrás. No importaba lo que después hubieras leído…
Caminar por Moscú durante el mes de septiembre era para Ramón como entrar a un concierto cuando se está ejecutando el último movimiento de una sinfonía. Sube el volumen de la música, todos los instrumentos participan, se alcanza el climax, pero se percibe en las notas un triste cansancio, como una advertencia de la inexorable despedida. Mientras el follaje de los árboles cambiaba su color, preñando el aire de tonos ocres, y las tardes, adormecidas, comenzaban a acortarse, para Ramón se hacía patente la amenaza de octubre y la llegada del frío, la oscuridad, el encierro obligatorio. Cuando se instalara el invierno, la vieja sensación, descubierta treinta años antes, de que la capital soviética era una enorme aldea enquistada entre dos mundos se haría más agresiva, opresiva. Los bosques que crecían dentro de la ciudad, la estepa que parecía infiltrarse a través de sus avenidas y plazas desproporcionadas, se pintarían de nieve y hielo, convirtiendo a Moscú en un territorio hierático, aún más ajeno, poblado de ceños fruncidos y groseros desplantes. Entonces su sueño de regresar a España lo asediaría con renovada insistencia. Cada vez con mayor frecuencia, mientras leía o escuchaba música, descubría cómo su mente escapaba de las letras o de las notas y se iba hasta una playa catalana, de arena gruesa, encerrada entre el mar y la montaña, donde se reencontraba a sí mismo, a salvo del frío, la soledad, el desarraigo y el miedo. Incluso volvía a llamarse Ramón Mercader y su pasado se esfumaba como un mal recuerdo que al fin se logra exorcizar. Pero las puertas de España estaban cerradas para él con doble candado, uno por cada lado del marco. Pensar que debía pasar el resto de sus días en aquel mundo que le resultaba tan ajeno, siempre sintiéndose prisionero entre las cuatro paredes infranqueables del país más grande y generoso de la Tierra, se había convertido en una solapada forma de castigo para el cual, bien lo entendía, no existía redención. Buscando un alivio que sabía falso, muchas tardes de estío Ramón escapaba de su departamento, con o sin Roquelia, y arrastraba sus frustraciones y desengaños hasta el monumento a la derrota y a las nostalgias de los españoles varados en Moscú.
– Y al principio, ¿cómo te fue con tus compatriotas? -quiso saber Eitingon cuando, al domingo siguiente, se encontraron frente a la antiguakofeinia de la calle Arbat, clausurada en los tiempos de Stalin, pues por aquella avenida el Secretario General iba y venía cada día hacia su dacha de Kúntsevo. Por decreto, en todo aquel camino no podía haber sitios de reunión, ni siquiera árboles: en el país del miedo, incluso Stalin vivía con miedo. Durante la era Jruschov el local se había convertido en una tienda de discos donde Ramón se había hecho asiduo buscador de joyas sinfónicas a precios risibles.
Mientras caminaban sin rumbo preciso, fumando unos puros cubanos que Caridad le había enviado desde París (Ramón tenía que envolverlos en paños húmedos para devolverles algo de su morbidez caribeña, sustraída por el seco clima europeo), Ramón le contó a su antiguo mentor que unos meses después de su llegada a Moscú, y de la mano de su hermano Luis, había comenzado a visitar la Casa de España. Recordaba perfectamente su decepcionante primera incursión en aquel territorio irreal, construido con dosis calculadas de memoria y desmemoria, donde recalaban los náufragos de la guerra perdida, animados por la vana ilusión de reproducir, en medio del extraño país del porvenir, un pedazo de la patria del pasado. Aunque buena parte de los refugiados que permanecían en la URSS eran miembros del Partido Comunista Español, escogidos, acogidos y mantenidos por sus hermanos soviéticos, Ramón también había encontrado una cantidad notable de los llamados niños de la guerra (rebautizados como hispano-soviéticos), salidos de la península cuando tenían menos de diez años y que acudían a la Casa de España en busca del mejor café expreso que se bebía en Moscú y de las señas de una identidad quebrada, a las cuales se aferraban obstinadamente.
Luis le había advertido que desde hacía muchos años el cacique de aquella tribu desplazada era Dolores Ibárruri, ya conocida en todo el mundo como Pasionaria. La mujer era tan adicta al poder y al mando único al estilo estalinista que quedaba descartada la simple posibilidad de diferir con sus ideas, al menos entre las paredes de aquel edificio y de su partido, del cual había pasado a ser presidenta desde que en el año 1960 le diera las riendas -recortadas- de la secretaría general a Santiago Carrillo. Al escuchar a su hermano, Ramón no había podido dejar de recordar la noche en que acudió con Caridad a La Pedrera y escuchó los insultos que André Marty desgranaba sobre una Pasionaria cabizbaja y obediente. Pero Ramón temía en particular el modo en que sus antiguos camaradas lo recibirían: el hecho de que pudiera colgar de su chaqueta las dos órdenes más codiciadas de la URSS seguramente no bastaría para vencer los resquemores que su historia personal provocaría en muchos de ellos.
– La mayoría son una panda de hipócritas -dijo Ramón, utilizando ahora el español-. Me felicitaron por estar de vuelta, por las condecoraciones, y me entregaron mi carné de militante del Partido Comunista Español, pero en el fondo de sus ojos descubrí dos sentimientos que los cabrones no podían ocultar: el miedo y el desprecio. Para ellos yo era el símbolo vivo de su gran error, cuando se plegaron como veletas a las órdenes de Moscú y a la política de Stalin y muchos de ellos se convirtieron, nos convertimos, en verdugos; pero yo era también la muestra más patética de aquella inútil obediencia… Algunos nunca me han dirigido la palabra. Otros se han hecho mis amigos…, creo. Lo que más me jode es que ellos se consideran los «limpios» y yo soy el «sucio», el hombre de las cloacas, cuando la verdad es que más de uno tiene mierda hasta en el pelo.
– Y más arriba -confirmó el antiguo asesor soviético.
Frente a la estatua de Gógol torcieron a la izquierda, como si se hubieran puesto de acuerdo sin necesidad de palabras.
– ¿Pasionaria te reconoció? -quiso saber Eitingon.
– Si me reconoció, hizo ver que no me reconocía. Siempre ha demostrado que no soy santo de su devoción. Caridad dice que cualquier día se le echa encima…
– Debería ir un día contigo… si me dejaran. Unos cuantos de los que están allí contando novelas se cagarían nada más de verme. Ellos saben que Kotov conoce muchas, pero muchas historias. Y si tú mataste a Trotski porque te mandamos matarlo, algunos de ellos liquidaron a otra gente porque los mandamos y a veces sin que los mandáramos, porque siendo despiadados se creían más dignos de ser nuestros amigos…
La urgencia casi fisiológica de moverse en un terreno conocido, por espinoso que fuera, había convertido a Ramón en un asiduo de la Casa de España. Moscú seguía siendo para él una ciudad con códigos y lenguajes difíciles de asimilar, y, al menos allí, entre comunistas estalinistas, algunos jruchovistas y simples republicanos cargados de añoranza y frustración, tenían un idioma perverso que los unía: la derrota. Gracias a su hermano Luis y a su propia capacidad para ocultar sus sentimientos, Ramón estableció relaciones más cercanas con viejos cámara-das de los días románticos de la lucha en Barcelona y con unos pocos nuevos conocidos que, a pesar de todo, lo respetaban, o cuando menos lo toleraban, no tanto por lo que había hecho como por el modo en que había resistido en veinte años de confinamiento: había demostrado que era un español, un catalán de los que no se rajan, que además prefería un oloroso cocido a unasolianka con tufo a col.
– Lasolianka no tiene tufo a col -protestó Lionia-. Un día te voy a invitar a una, preparada por mí, claro.
– Algo muy jodido me pasó cuando pedí que me incorporaran al grupo encargado de redactar la historia de la guerra civil, ésa que se empezó a publicar en 1966, por los treinta años del inicio de los combates.
– Ya la leí y no me sorprendió lo que me encontré. Los crímenes de Franco y de su gente son el episodio más terrible de lo que ocurrió en España, el que le dio el tono a la guerra, eso lo sabe todo el mundo. Pero no son la única historia fea.
– Y eso tú lo sabes muy bien, ¿verdad?… -atacó Ramón y Eitingon se encogió de hombros-. Por supuesto que todo el tinglado de la escritura del libro lo dirigía Pasionaria, y ella no parecía muy conforme con que yo formara parte del equipo. Pero otros insistieron, no sé si porque les doy un poco de lástima. Al final, creo que para que los dejara tranquilos, me adjudicaron la tarea de entrevistar a veteranos de la guerra y reunir sus recuerdos y sus interpretaciones de los hechos que vivieron o conocieron de primera mano. Como ya esperaba, cada uno de los que entrevisté se empeñaba a arrimar el ascua a su sardina, a veces descaradamente, y solo recordaban lo que encajaba con sus ideas políticas, con su versión de la guerra. ¿Sabes cuántos me hablaron de las «sacas» de prisioneros en Madrid y en Valencia, o de los fusilamientos de Paracuellos?…
– Ninguno.
Ramón miró a su antiguo mentor y tuvo que sonreír.
– Como si no hubieran existido… El miedo aún los perseguía y no se atrevían a soltar algunas pildoras que podían ser verdaderos purgantes. Lo peor fue ver cómo tergiversaban historias que yo mismo viví, que viviste tú cuando eras Kotov. Los fusilamientos de Paracuellos fueron cosa de los anarquistas, según ellos. Y la toma de la Telefónica sigue siendo una acción necesaria para deshacerse de trotskistas y quintacolumnistas que se habían revelado. Justifican o no hablan de la desaparición de Nin, algunos se empeñan en minimizar la importancia de los brigadistas internacionales en la defensa de Madrid, no recuerdan nada de las componendas que vosotros les preparasteis para quitar de en medio a los otros grupos…
En calidad de miembro de la comisión investigadora, Ramón había tomado una decisión que solo le comentó a su hermano Luis: se fue a la Academia de Historia de la URSS, que financiaba (y controlaba) el proyecto y su futura edición, y comenzó a estudiar los documentos puestos a disposición de los historiadores. Como ya para esa época Roquelia, horrorizada por el invierno moscovita, había hecho su primer viaje a México con Arturo y Laura, Ramón tenía tiempo de sobra para dedicarse a aquella pesquisa, y descubrió, primero con extrañeza y luego con espanto, que la documentación a su alcance era no solo parcial, épicamente favorable a la colaboración soviética y del Komintern con la República, sino en ocasiones manipulada y diferente de lo que él había vivido.
– ¿Y qué esperabas, muchacho?, ¿la historia verdadera de la conquista de la Nueva España? -Leonid chupó de su habano y comprobó que se le había apagado-. ¿No han hecho lo mismo los franquistas, pero con menos gracia y más descaro?… Aquí el deshielo de Jruschov no fue más que mover un poco de la nieve sobrante. Ni los comunistas españoles ni el gobierno soviético están en condiciones de llegar al fondo, y tampoco quieren, porque, aunque congelada, la cosa oscura que se esconde allá abajo es mierda. Es como la mierda fosilizada de los mamuts que hace poco encontraron en Siberia: mierda milenaria, pero mierda al fin y al cabo.
Mucho antes de que Eitingon lo formulara con metáforas arqueológicas, Ramón había comprendido que se había impartido la orden de que la mierda, por añejada que estuviese, no debía ni podía salir a flote. Lo supo la mañana en que llegó a la Academia de Historia y la amable archivista que lo había atendido ya no se hallaba en su puesto: baja por enfermedad, le comentó la sustituía, quien le recibió la boleta y regresó a los cinco minutos con la información de que los archivos solicitados por el camarada Pávlovich López habían sido trasladados a la sección cerrada y solo podría acceder a ellos con una autorización de la oficina del Kremlin encargada de los institutos de historia e investigación social. A Ramón ni siquiera le sorprendió que cuando se publicaron los primeros tomos deGuerra y revolución en España, 1936-1939, estampados por la editorial Progreso, su nuevo nombre no apareciera entre los miembros de la comisión investigadora, presidida por Dolores Ibárruri e integrada por sus más fieles escuderos.
– ¿Qué sentiste? -quiso saber Eitingon.
– Frustración. Pero, joder, ya estoy acostumbrado.
– Sí… Ahora recuerda que reescribir la historia y ponerla donde le convenga al poder no fue un invento de Stalin, aunque él lo utilizó, a su manera tosca y despectiva, hasta la saciedad. Y eso de hablar de «revolución» en España, cuando fue lo primero que se impidió, y ni siquiera mencionar las crueldades del bando republicano…, bueno, es hacerle una putada a la historia. Por eso es mejor tener amordazada a la conflictiva historia…
Eitingon hizo un esfuerzo y logró encender de nuevo su tabaco. Ramón miró el suyo: seguía ardiendo parejo y alegre.
– En los últimos tiempos, en la Casa de España están pasando cosas.
Aunque muchos refugiados habían logrado regresar a España a partir de 1956, los que quedaban todavía luchaban por su espacio de poder. Pasionaria, que tenía como primer lugarteniente al fiel Juan Modesto, sentía que en los últimos años su preeminencia absoluta había comenzado a ser cuestionada: Enrique Líster, cargado con sus leyendas en la guerra civil, en la gran guerra patria y en las guerrillas yugoslavas, y Santiago Carrillo se iban oponiendo de modo cada vez más ostensible al poder de la célebre militante estalinista. La misma canción de siempre, había comentado Luis cuando la fractura empezó a ser visible: el día en que no nos peleemos entre nosotros, habremos dejado de ser españoles.
– No es que seáis o no españoles, muchacho, es que sois políticos -dijo Lionia, esta vez en castellano-. El fin de Franco está en el horizonte, y se acerca el tiempo de la vendimia. ¡Hay que estar listos por si empieza una nueva repartición! ¡Hay que mejorar la imagen, moverla con los tiempos!
Ambos sabían que las aguas de la Casa de España, ante cuyas paredes se hallaban en ese instante, se habían enturbiado mucho en los últimos meses. A raíz de la intervención soviética en Praga, algunos de los dirigentes del Partido Comunista Español se habían atrevido a expresar sus dudas respecto a la pertinencia de la invasión, lo que provocó un cisma en la cúpula del Partido. Para Eitingon, esa actitud respondía a una necesidad de desmarcarse del lado más oscuro de la influencia soviética y ponerse una corbata de apariencia más democrática; para Ramón, solo era una oportunidad propicia aunque peligrosa para ganar una dosis de poder dentro de la colonia, pero sobre todo en una España futura. Los refugiados más atrevidos, incitados por Santiago Carrillo e Ignacio Gallegos, incluso habían iniciado una operación insólita: decidieron abrir y hurgar en los archivos de la Casa y en los expedientes personales de cada uno de los españoles afincados en la URSS. Aquella propuesta había sido como acercar el fuego a la dinamita. Si se ventilaban ciertos documentos celosamente guardados en el segundo nivel del edificio de la calle Zhdánov, saldrían a la luz las mezquindades y componendas en que se habían visto envueltos muchos de los refugiados, convertidos en delatores y custodios de otros muchos de ellos. Y los camaradas de tantos años, movidos esta vez por el miedo a quedar al descubierto, volvieron a dividirse en bandos para lanzarse a una guerra que de las palabras pasó a las trompadas y los silletazos. Desde los bajos del edificio del antiguo banco, en la esquina opuesta a la que ocupaba la Casa, Ramón mostró a Lionia la ventana del tercer piso desde donde fue lanzado uno de sus compatriotas.
– Dicen que cayó ahí, en medio de la calle. Todo el mundo pensó que se había matado, porque no se movía. Pero de pronto se levantó, escupió, se rascó la cabeza y volvió a subir, para seguir repartiendo puñetazos.
– Y todavía dicen que nosotros somos salvajes -sonrió Eitingon y reanudaron la marcha para hacer una parada en la cervecería Sardinka, donde solían recalar los refugiados españoles para saciar la sed alcohólica, ante la sabia prohibición de servir aquel material inflamable en los predios de la Casa.
La guerra española a puñetazos terminó con la llegada de la milicia, que desalojó el local, siguió contando Ramón. A su vez, las razones para su previsible reanudación desaparecieron esa misma noche, cuando una unidad de la KGB cargó con unos archivos repletos de delaciones fratricidas y los puso a buen recaudo.
Una hora después, al desembocar en la plaza Dzerzhinski, Ramón miró de reojo la estatua del fundador de la Cheka y el edificio más temido de la Unión Soviética, a las espaldas del hombre de bronce.
– ¿Te dije que también estuve allá abajo? -comentó Leonid, otra vez en francés, indicando con la nariz el subsuelo de la Lubyanka-. No sé cuánto tiempo, pero fue el peor de mi vida…Iób tvoiv mat'! -exclamó con una rabia salida de lo más profundo, y Ramón no supo si se cagaba en la madre del edificio o en la del ídolo de bronce.
– Desde que llegué a Moscú siempre me ha extrañado que esta estatua sobreviviera al Deshielo.
– Con las estatuas y bustos de Stalin ya tuvieron bastante trabajo. Eran millones en todo el país. En Georgia, donde Stalin fue más sanguinario, pues era donde mejor lo conocían, hubo motines cuando trataron de retirar las más grandes. La gente ya estaba tan acostumbrada a vivir bajo Stalin, a jugar con sus reglas, que tuvieron miedo: ¡alguien podía pensar que ellos aprobaban el derribo de las estatuas! ¿Te das cuenta de lo que puede provocar el miedo cuando se convierte en forma de vida? Para llenar los millones de huecos dejados por las estatuas de Stalin retiradas, tuvieron que producir en serie cientos de estatuas y bustos de Lenin.
Cruzaron la plaza y, al salir a la calle Kírov, Eitingon entró en una licorera de donde salió con dos botellines de vodka. En el bulevar Petrosvki buscaron un banco libre y, antes de sentarse, Leonid se dio dos o tres golpes en la pierna de la que cojeaba, mientras la llamabasuka, y bebió el primer trago. Se colocó dos dedos en la base del cuello, reclamando compañía, pero Ramón rechazó la invitación. El sol comenzaba a ponerse y la tarde se volvía fresca. Al ver a Eitingon repantigado en la posición que tanto le gustaba, pensó si en realidad no le vendría bien un trago, aunque prefirió esperar.
– Lo que pasó con los archivos de la Casa de España y las disputas por el poder entre los españoles me recordó algo que seguro no sabes -dijo Eitingon y bebió un segundo trago-. Cuando se murió Stalin pasaron muchas cosas en muy pocos días. Beria, Jruschov, Bulganin y Malenkov se pusieron enseguida en movimiento y casi lo primero que hicieron fue mandar a un grupo especial del Ministerio del Interior que trasladaran todas las pertenencias y archivos de Stalin que estaban en la dacha de Kúntsevo y en sus oficinas del Kremlin. A Svetlana, la hija de Stalin, le quitaron el pase con el que podía entrar en los despachos de su padre, y hasta el año pasado, cuando por fin logró huir de la Unión Soviética, siempre dijo que Jruschov y Beria se habían robado los tesoros de Stalin.
– ¿De qué tesoros hablaba?
– No había tesoros. ¿Para qué quiere dinero o joyas un hombre que es dueño y señor de un país enorme, con todo lo que tiene dentro, y cuando digo todo estodo, las montañas, los lagos, la nieve, los aviones, el petróleo, incluso sus gentes, la vida de sus gentes?… Es verdad que había muchos objetos de plata, sobre todo bustos y placas que le habían regalado, pero todo eso lo mandaron a una fundición. Los muebles, las vajillas, las alfombras y esas cosas se repartieron por distintos lugares. Se decidió que la Sección para la Familia del Instituto de Historia conservase su uniforme de mariscal y algunas muestras de los regalos que todos los días le hacían los trabajadores. Pero la mayor parte de su ropa no servía para nada, alguna estaba bastante gastada, y la que no se botó, se donó a los centros para veteranos discapacitados.
– Entonces, ¿no había dinero?
– Había. Los que se encargaron de la operación se asombraron de la cantidad de sobres con billetes que aparecían por cualquier parte. Stalin ganaba un sueldo por cada uno de sus diez cargos, y como, por otro lado, no necesitaba comprar nada, ni siquiera para hacer regalos o celebrar fiestas… Pero ese dinero no hacía rico a nadie y lo que buscaban mis compañeros eran documentos. Los que aspiraban al poder, sin decírselo unos a otros, tenían miedo de que apareciera un testamento como el de Lenin, que les complicara la existencia a unos y beneficiara a otros. Por eso decidieron, como caballeros, sacar toda la papelería de Stalin y quemarla para que ninguno tuviera la ventaja o la desventaja de haber sido escogido o descartado por Stalin.
– ¿Y cómo sabes todo eso?
Leonid se dio otro lingotazo y Ramón alargó la mano para reclamar la botella. Necesitaba el trago.
– Cuando me recuperé un poco, después de salir de la cárcel, empecé a trabajar con Beria. Me incorporaron a ese equipo y fui uno de los que, después de la quema de papeles, encontré en el cajón de una mesa del estudio del Kremlin unas cartas que habían quedado escondidas debajo de un periódico. Quedaban cinco, solo cinco cartas, y parece que Stalin las leía a cada rato: una era la que había dictado Lenin el 5 de marzo de 1923, no se me olvida la fecha, en la que exigía a Stalin una disculpa por haber insultado a su mujer, la Krúpskaya. Otra era de Bujarin, escrita poco antes de que lo fusilaran, en la que le decía a Stalin cuánto lo amaba… Y había una, muy breve, escrita por el mariscal Tito, fechada en 1950, me parece, pero me acuerdo perfectamente de que decía: «Stalin, deja de enviar asesinos para que me liquiden. Ya hemos cogido a cinco. Si no detienes esto, yo personalmente enviaré un hombre a Moscú y no habrá necesidad de mandar otro»…
– ¿Y alguien supo que los papeles de Stalin habían desaparecido?
– Nunca se ha dicho oficialmente, por supuesto que no. Pero además de los documentos personales, había lo que se llamaban «ficheros especiales», un registro ultrasecreto donde los documentos se guardaban lacrados y solo se podían examinar si el propio Stalin lo autorizaba. Esos sí se conservaron y me imagino que en ellos debía de haber informes demasiado incómodos, porque todavía nadie sabe dónde están, si es que todavía existen. Ojalá algún día se puedan leer, porque ese día vamos a descubrir que la Tierra no es redonda…
– ¿Por ejemplo?
– Los pactos de Stalin con Hitler y después con Roosevelt y Churchill. ¿O tú crees que las reparticiones de Europa se hicieron así como así, al estilo de «yo llegué primero y esto es mío»? ¿Cómo te explicas que ni en Italia ni en Grecia triunfaran los comunistas cuando después de la guerra eran el partido más fuerte? Y los polacos, ¿tú crees que los polacos son comunistas y nos quieren como hermanos?
Eitingon levantó la botella, pero algo lo detuvo. Se había quedado serio, silencioso, hasta que dijo:
– ¿Tú crees que alguna vez tumben también las estatuas de Lenin?
Ramón miró hacia el río, por donde se ponía el sol, y preguntó:
– ¿Lo nuestro estaba en esos archivos?
Eitingon al fin se dio el trago y rodó un poco más en el banco. De pronto parecía distendido.
– No, lo nuestro nunca aparecerá. Primero porque casi no se escribió nada, y lo que se escribía iba directamente al archivo personal de Stalin. Beria me contó que, cada cierto tiempo, el Líder Invicto se sentaba frente a una estufa para asar que tenía en Kúntsevo y convertía en humo los papeles que consideraba que nunca debían ser leídos. Eso se llama tener buen sentido de la historia. Nosotros, como mucha otra historia, nos fuimos a las nubes, Ramón, enviados por nuestro querido camarada Stalin.
Ramón sospechaba que podía estar transgrediendo los límites de la permisividad cuando aceptó la invitación. Su juego de tanteos se le antojó similar al que los checoslovacos habían practicado durante los primeros meses de aquel año de 1968 y presumía que, si tocaba un borde alarmante, quizás electrificado, también su tranquilidad condicional podía ser invadida con infantería, tanques y aviones dispuestos a restablecer el orden. Pero decidió probar una vez más a los irascibles.
En sus conversaciones con Leonid Eitingon, a lo largo de los dos últimos meses, Ramón había recibido tantas ratificaciones y revelaciones sobre la fabricación truculenta de su destino y del destino de tantos millones de creyentes, que se había vuelto adicto a aquellos diálogos en los que cada uno, desde la colina de su conocimiento, arrojaba la luz que siempre les faltó a las acciones de sus vidas, a la idea misma por la que habían luchado, matado, sufrido ergástula y torturas, para terminar viviendo unas existencias amorfas, desencantadas, sin norte. Ambos se sabían incómodas trazas del pasado, y se reconfortaban con aquellas dolorosas inmersiones en los fosos oscuros por los que vagaban sus almas perdidas. Eitingon, desde la atalaya de su cinismo y con la penetrante influencia que siempre había ejercido sobre su pupilo, lo había obligado a verse a sí mismo desde otros ángulos y, sobre todo, a atisbar las entretelas tenebrosas de la utopía por la que Ramón había ido puro y lleno de fervor (Leoniddixit) al altar de sacrificios, para descubrir o ratificar que, entre los muchos estafados, él tenía cierto derecho de prioridad, como en las colas de los comercios: su acción lo distinguía en la pista infinita de aquel circo donde tanto habían resonado los látigos y tantas veces habían bailado los payasos, con sus sonrisas congeladas.
Luis le había asegurado que conocía Moscú como la palma de su mano y que no tendrían problemas para hallar el apartamento 18a, escalera F, del edificio 26-C, del bloque 7° de la calle Karl Marx, en el barrio de Goliánovo. Eitingon les había dado como referencia la estatua de Lenin con el brazo extendido hacia el futuro: desde allí llegarían hasta el Círculo de Niños Amigos de la Milicia y, luego de torcer a la izquierda (siempre a la izquierda, repitió), encontrarían la calle, el bloque y el edificio justo al lado del Jardín de la Infancia «Ernst Thálmann».
Desde el mismo día en que, por sus servicios a la patria soviética, le asignaran aquel auto de producción nacional -que recién salido de la fábrica ya necesitaba un empellón para que sus puertas cerraran-, Ramón se lo había entregado a su hermano, pues a pesar de su condición de ingeniero y profesor universitario, militante del Partido y veterano de la Gran Guerra Patria, Luis Mercader aún no había conseguido ascender en el escalafón y obtener su propio vehículo. Aquella noche Luis había pasado a buscarlo poco antes de las siete y, como Roquelia había preferido quedarse en casa, Galina, la esposa de Luis, había optado por dejar a sus hijos con los de Ramón para disfrutar mejor de la aventura.
Goliánovo despedía olor a Stalin. Los bloques de viviendas, cuadrados y grises, llenos de costurones de cemento sobre las rajaduras, con diminutas ventanas donde los inquilinos tendían su ropa, estaban separados por paseos de tierra apisonada plagados de árboles que se disputaban el espacio. La monotonía de una arquitectura apresurada, empeñada en demostrar que a una persona le bastaban unos pocos metros cuadrados de techo para vivir socialistamente, provocaba vértigo por su uniformidad y despersonalización. Los números que debían identificar bloques, edificios, escaleras, habían sido borrados hacía tiempo por la nieve y la lluvia. Los letreros de las calles se habían esfumado y, sobre cada pedestal reciclado (llegaron a contar cuatro), se levantaba una de las estatuas de un Lenin ceñudo y avizor, fundidas en serie y con trabajo voluntario. Pero ninguno de aquellos Lenin indicaba hacia ningún lado. A los pocos transeúntes que desafiaban el frío y les preguntaron por la dirección (era la misión de Galina, por su condición de nativa), ésta siempre les resultaba conocida, pero ¿era la calle Marx, la calle Marx y Engels o la avenida Karl Marx?, y, sí, claro, habían oído hablar del Círculo de Niños Amigos de las Milicias, e invariablemente les decían que doblaran a la izquierda (siempre a la izquierda) y preguntaran por allí, indicando un punto impreciso en el laberinto de edificaciones calcadas sobre el molde de la más aterradora fealdad.
Como Leonid Eitingon no era uno de los pocos privilegiados a los que el consejo regional había concedido un teléfono propio, cuando Luis se vio perdido en un recodo de la ciudad satélite, al cabo de casi una hora de búsqueda, Ramón propuso que desistieran. Lamentaba que su viejo mentor hubiera invertido tiempo y ahorros en prepararles una comida digna, no poder obsequiarle las botellas de vodka que tintineaban junto a Galina cada vez que Luis tomaba un bache, pero tenían que reconocerlo: estaban irremisiblemente perdidos en medio de la urbe proletaria. En ese instante Luis descubrió el milagro de un taxi en pleno Goliánovo y, después de pasarle una botella de vodka al conductor, éste los guió, en dos minutos, hasta el edificio 26-C del bloque 7°. Galina abandonó entonces el auto y fue a tocar la puerta del apartamento más cercano. Una mujer, con trazas de campesina, salió con ella a la calle y le indicó la penúltima escalera del largo edificio y, con la mano buscando alturas, contó los pisos que tenían que subir para llegar al apartamento buscado.
Eitingon los recibió con una gran sonrisa y todos tuvieron que someterse a sus abrazos de oso viejo y sus besos de sabor etílico. Mientras les agradecía por el vodka, les presentó a su mujer, Yevguenia Purizova, quince, tal vez veinte años más joven que su marido, aunque parecía incluso más ajada que él. Según Ramón había logrado saber, al salir de la cárcel Eitingon había reanudado la relación con su primera mujer, Olga Naumova, muerta poco después, y desde hacía dos años vivía con Yenia, convertida en su quinta esposa.
El anfitrión y sus visitantes se acomodaron alrededor de la mesa ubicada en el centro de la pieza que hacía las veces de sala y que, como después sabrían, también servía de dormitorio a las dos hijas de Yenia que vivían con ellos. Sobre la mesa, cubierta con mantel de hule, ya estaban colocados los platos de los entrantes rotundos y de sabores extremos con los cuales los rusos le hacían estómago al vodka: jamón picado, encurtidos de pepinos, tomate y manzana, lonchas de arenque y salmón, un poco de caviar rojo, cebollinos, ensalada rusa y ensalada fresca, ruedas de salchichón, cuadritos de tocino y pan negro.
– No sé de qué te quejas -dijo Ramón, mientras picaba un pepino agrio a los que, curiosamente, se había aficionado.
En unos vasos de cristal liso Leonid sirvió el vodka casi hasta el borde y le pidió a su esposa que le trajera la jarra del zumo de naranjas, especialmente preparado para el casi abstemio Ramón. De la pequeña cocina brotaba el olor profundo de la col hervida, y Ramón rogó por que lospelmenis del plato fuerte no estuvieran cargados con la pimienta picante capaz de ponerlo a llorar.
– No los esperaba tan temprano -dijo Lionia mientras entregaba sus vasos a Galina y Luis.
– ¡Pero si llevamos una hora dando vueltas!… -comenzó Ramón, dando rienda suelta a su malestar.
– Es lo normal. ¿Qué te parece mi barrio?
– Horrible -admitió Ramón y probó el caviar sobre el pan negro.
– Esa es la palabra: horrible. La belleza y el socialismo parece que juegan en equipos contrarios. Pero a todo se acostumbra uno. ¿Ves lo afortunado que eres de vivir frente al malecón Frunze y tener tres dormitorios y hasta un balcón?…Da dná? -retó a Galina y a Luis, y los tres levantaron sus vasos y apuraron el vodka de un trago, hasta ver el fondo reclamado por el anfitrión.
– No siempre viví así. Cuando llegó Roquelia, nos dieron un apartamento un poco más grande que éste, en Sókol…
– Nada que ver con esto. Sókol es la antesala del paraíso, Ramón. Caminas un poco y estás en la Utopía.
Ramón recordó sus paseos por la Utopía, como la llamaba Eitingon. En los años treinta, cuando más dura eran la represión y la escasez, un grupo de artistas, en su mayoría pintores, había obtenido el permiso del Jefe para crear una comuna ideal en Sókol, y hasta recibieron materiales para hacer casas unifamiliares, con patio y jardín. Muchos construyeron isbas y cabanas nórdicas, pero también, aquí y allá, podía verse un palacete morisco o una casa de aires mediterráneos. Con toda intención trazaron calles sinuosas, plagadas de curvas, con parques en las esquinas, en los que levantaron hermosos palomares de diversos diseños y colores. Las áreas privadas y las comunales habían sido sembradas con una variedad de árboles irrepetible en la ciudad: rododendros, almendros y membrillos distribuidos de tal modo que en el otoño sus hojas ofrecían un espectacular juego cromático. Desde la uniformidad apresurada de los edificios construidos por Jruschov donde había sido confinado, Ramón solo necesitaba cruzar dos calles para irse a ventilar su marginación por aquel espacio singular de Moscú, donde el albedrío de sus moradores había decidido el tipo de casa en que querían vivir y los árboles que deseaban plantar. Aquella parte de Sókol era como un museo del sueño socialista de la belleza nunca alcanzada, una paradójica verruga individualizada y humana en el organismo diseñado en moldes de hierro de la estricta ciudad soviética planeada por Stalin desde que se empeñara en «hacerle una cesárea al viejo Moscú», demasiado caótico y señorial para sus gustos de Supremo Urbanista.
– Stalin mandó a construir Goliánovo después de la guerra. Como siempre, dio un plazo para terminar los edificios, sin que importara mucho cómo quedaran -dijo Eitingon mientras hacía espacio para que su mujer colocara en la mesa la cazuela con eljolodiets, la gelatina de pata de cerdo para cuya degustación trajo un frasco de mostaza y un plato con ruedas del agresivo rábano salvaje-. Pero si los departamentos son pequeños y feos, la culpa, claro, es del imperialismo, que también es responsable de que los zapatos soviéticos sean tan duros y de que no haya desodorante y la pasta de dientes irrite las encías.
Luis sonrió, negando algo con la cabeza, mientras se servía eljolodiets con los rábanos picantes que Ramón, en cambio, detestaba.
– Qué cosas tienes, Kotov… Tío, recuerdo cuando te conocí en Barcelona. Yo casi era un niño y, mira, ya estoy calvo.
Lionia ojeó hacia la cocina, adonde había regresado su mujer, y advirtió en voz baja, acudiendo al catalán:
– Prohibido mencionar a Caridad.
– ¿Yenia entiende el catalán?
– No. Pero por si acaso. ¿No es éste el pueblo más culto del mundo? Ramón fue ahora quien sonrió.
– No jodan más y hablen en ruso -exigió Galina, en español-. Además, Caridad es una vieja fea y llena de arrugas.
– El diablo no se arruga por dentro -dijo Eitingon y los demás asintieron.
– Me acuerdo de cuando Kotov me hablaba de la Unión Soviética -evocó Luis y tomó la mano de su esposa-. Yo soñaba con esto, y el día en que llegué aquí fue uno de los más felices de mi vida. Había llegado al futuro.
– Y al futuro llegaste… -Eitingon se echó a la boca unos trozos de tocino y se limpió la cavidad con un vaso de vodka-. Según nuestros dirigentesesto es el futuro. Occidente es el pasado decadente. Y lo más jodido es que es cierto. El capitalismo ya dio todo lo que podía dar de sí. Pero también es cierto que si el futuro es como Goliánovo, la gente va a preferir por mucho tiempo la decadencia con desodorante y automóviles de verdad. El mundo está en el fondo de una trampa y lo terrible es que nosotros desperdiciamos la oportunidad de salvarlo. ¿Sabes cuál es la única solución?
– ¡No me jodas que tienes la solución! -se asombró Luis, y Eitingon sonrió, satisfecho.
– Cerrar esta tienda y abrir otra, dos calles más abajo. Pero empezar el negocio sin engañar a nadie, sin joder a otro porque piense distinto de ti, sin que se busquen pretextos para callarte la boca y sin decirte, además, que cuando te cogen el culo lo hacen por tu bien y por el bien de la humanidad, y que ni siquiera tienes derecho a protestar o a decir que te duele, pues no se le deben dar argumentos al enemigo y todas esas justificaciones. Sin chantajes… El problema es que quienes deciden por nosotros decidieron que estaba bien un poco de democracia, pero no tanta… y al final se olvidaron hasta del poco que nos tocaba, y toda aquella cosa tan bonita se convirtió en una comisaría de policías dedicados a proteger el poder.
– ¿Así que ya no eres comunista? -preguntó Luis bajando la voz.
– Son cosas distintas. Yo sigo siendo comunista, lo voy a ser hasta que me muera. Los que se hicieron dueños de todo y lo prostituyeron todo, ¿eran, son comunistas? Los que me engañaron a mí y engañaron a Ramón, ¿ésos eran los comunistas? Por favor, Luis…
Galina bebió de su vodka y habló mirando el fondo del vaso.
– ¿Entonces Trotski sí era comunista? Jruschov invitó a Natalia Sedova a visitar Moscú. Ella se negó, pero el hecho de que la invitaran ya indicaba algo.
– Jruschov siempre fue un payaso -sentenció Eitingon y llenó su vaso.
Sin hacer comentario alguno, Ramón se tocó la mano donde exhibía la cicatriz de media luna: le resultaba patético que su antiguo jefe se vistiera de víctima. Eitingon, por su lado, parecía disgustado. Picó un poco de cada plato, como si estuviera ansioso, y en ese instante Ramón recordó las cenas fastuosas, con vinos delicados, que se concedieron en París, Nueva York y México durante sus días de agentes con los gastos pagados por las arcas del Estado soviético. ¿Cuánto de aquel dinero provenía del tesoro español?
– Por el país del futuro, Stalin ordenó matar a millones de personas -se encarriló Eitingon-… Pero lo que nos ordenaron hacer fue una exageración. Al viejo había que dejarlo que se muriera de soledad o que en su desesperación metiera la pata y él solo se cubriera de mierda. Nosotros lo salvamos del olvido y lo convertimos en un mártir.
– Ya está bien -lo cortó Ramón, que se negaba a oír aquel razonamiento-. ¿Tenemos que hablar de esto? -y dejó caer un chorro de vodka en el zumo de naranja.
– ¿De qué otra cosa sino de la mar podemos hablar los náufragos, Ramón Pávlovich? Brindemos, brindemos, ¡por los náufragos del mundo! ¡Hasta el fondo! -y se bebió el vodka.
Tras el grito, el silencio cayó sobre la pequeña estancia, pero desde la cocina llegó la voz salvadora de Yevguenia Purizova anunciando que los pelmenis estaban listos. Leonid, Luis y Galina se concentraron en acabarse los primeros platos, y lo hicieron a conciencia, cosa que siempre espantaba a Ramón. Limpiándose la boca con el dorso de la mano, Eitingon se puso de pie y, mientras los visitantes despejaban la mesa de botellas y platos vacíos, el anfitrión colocó otra cesta de pan negro, la bandeja de col agria con tocino, una tabla con carne y patatas asadas, el aceite y el vinagre y por fin repartió platos limpios, pertenecientes a diversas vajillas. Yenia entró con una cazuela un poco abollada y la depositó en el centro de la mesa: Ramón descubrió que la visión de lospelmenis lo reconciliaba con el apetito.
– Ya las niñas comieron. Están viendo la televisión en casa de unos vecinos. Sírvanse sin pena.
Roció lospelmenis con vinagre y Ramón comprobó que aquéllos, rellenos de carne de cordero y preparados por la mujer de Eitingon, eran mucho mejores que los que solía cocinar Galina.
– Me dijo Lionia que tu esposa viaja todos los años a México -comentó Yenia, tratando de sonar casual en medio del murmullo de los cubiertos, el tintineo de los vasos y el ruido de mandíbulas.
– Ahora mismo está preparando el viaje. En cuanto llega el invierno, ella se va corriendo.
Yenia sonrió como si fuese un chiste.
– Qué bueno poder viajar… -dijo, pinchó un pelmeni, lo sostuvo en el aire, y se atrevió a pedir-: ¿Podrías encargarle que nos trajera alguna ropa bonita para las niñas? Yo se la pagaría, por supuesto -se apresuró a aclarar.
Ramón terminó de masticar y asintió.
– Dime las tallas. Yo me ocupo.
– Dice Lionia que tienen un apartamento de lo más bonito -continuó Yevguenia Purizova, satisfecha por la forma tan expedita en que había salido del trance. Seguramente en su cabeza, cubierta de horquetillas y canas amarillentas, ya veía los pantalones, las blusas, los zapatos, las hebillas para el pelo que podrían exhibir sus hijas, y la distinción que aquellas prendas diferentes les proporcionarían: sería ese soplo de Occidente, tan satanizado pero tan ansiado por cada uno de los soviéticos.
– Los muebles y muchos de los objetos decorativos los compramos con el dinero que sacamos de las cosas que vende Roquelia… -Ramón sonrió y echó un poco más de vinagre sobre suspelmenis, antes de atacar las patatas y la carne asada.
Mientras Yenia preparaba té y café, Ramón probó uno de los pastelitos de manzana traídos por Galina y se dispuso a afrontar la parte más ardua de aquellas comilonas rusas: como cabía esperar, Eitingon trataría de alegrar la noche con sus canciones y brindis. Farfullando por lo bajo, el anfitrión buscó música en la radio, pero en casi todas las emisoras los locutores hablaban sin intención de detenerse, y cuando encontró una que transmitía un concierto que nadie pudo identificar, dejó el aparato a un volumen bajo.
– Hace días que estoy por preguntarte, muchacho… ¿Has averiguado con tus amigos de ahora si saben algo de África?
Ramón lo miró a los ojos. El azul afilado de las pupilas de su antiguo mentor se había desleído en el alcohol, pero seguía siendo cortante.
– ¿Por qué me preguntas eso?
– Porque desde que me sacaron del juego le perdí la pista… Sé que en la guerra trabajó como operadora de radio con las guerrillas que se infiltraban en la retaguardia y ganó varias medallas al valor… Imagino que no habrá sido de las afectadas por la gratitud de Stalin.
– ¿La gratitud de Stalin? -Galina preguntó, atraída por tan extrañas palabras.
– Stalin fue muy generoso con los que lo servían, ¿no?… -la risa de Eitingon era dolorosamente forzada. Ni siquiera el vodka que había bebido apaciguaba su rencor-. En realidad, lo mejor que te podía pasar era que se olvidara de ti. De mí no se olvidó… Después de la guerra volvió a empezar la cacería, dentro y fuera de la Unión Soviética. Pero después de los horrores de los nazis y de dos bombas atómicas, ¿quién lo iba a criticar por matar a cien o doscientos o mil antiguos colaboradores acusados de traición? Uno de los que pagó cara la gratitud de Stalin fue Otto Katz, uno de los mejores agentes que jamás tuvimos. Él fue quien señaló a Sylvia Ageloff y nos preparó el terreno en Nueva York.
El nombre de Sylvia removió la memoria de Ramón con más fuerza que el de África o el de Trotski. No podía olvidar cómo, cada vez que los enfrentaron, en los numerosos careos a los que los sometieron, la mujer se convertía en un demonio escupidor y, al evocarla, aún sentía el calor de su saliva corriéndole por el rostro.
– Pocos trabajaron tanto y tan sucio como Willi Münzenberg y Otto Katz para afianzar la imagen de Stalin en Europa. A Willi lo mataron en Francia, cuando la invasión alemana. Todavía no sé si fueron los nazis o si fuimos nosotros… Pero Otto siguió trabajando y, después de la guerra, creyó que había llegado el momento de cobrar su recompensa. A él y a los demás de su especie, Stalin los consideró sirvientes comprometedores y decidió que había llegado la hora de gratificarlos… -Leonid cargó más combustible y siguió-. A Otto Katz lo encerraron en Praga y lo obligaron a confesar todos los crímenes habidos y por haber. El día de su confesión pública, tuvieron que ponerle la dentadura postiza de un fusilado, pues en los interrogatorios había perdido todos sus dientes. A Otto y a varios más los fusilaron y los tiraron a una fosa común, en la afueras de Praga… -y volviéndose hacia Ramón, añadió-: Por eso te pregunto si has sabido algo de África.
Ramón bebió el café que le había servido Yevguenia Purizova, y encendió un cigarrillo.
– Estuvo trabajando en América del Sur, hasta que la jubilaron con honores… Desde que llegué, la he visto una sola vez. Ahora da conferencias y pertenece a la aristocracia del KGB… En 1956 me escribió una carta a la cárcel.
Ramón hubiera preferido no hablar de aquella historia que con tanto esfuerzo había sepultado. Por eso solo les dijo que, en su carta, África de las Heras le contaba que seguía trabajando y que cometía una grave indisciplina escribiéndole, arriesgaba incluso su vida, pero quería decirle que lo felicitaba por la entereza, una entereza comunista, con que Ramón había enfrentado sus años de cárcel. Ramón no les relató, sin embargo, que lo que África le escribía casi le había divertido -parecía una caricatura de las arengas que la joven lanzaba en los mítines de Barcelona- si la noticia que seguía no lo hubiera conmovido hasta las lágrimas: Lenina había muerto dos años antes, apenas cumplidos los veinte. Su alegría al recibir aquella carta, firmada por María Luisa Yero, pero cuya letra conocía como las cicatrices grabadas en su mano derecha, se convirtió en un dolor sordo del que nunca lograría librarse. Lenina se había sumado a una más que moribunda guerrilla antifranquista y había muerto en una escaramuza. Sus padres podían sentirse orgullosos de ella, decía África, con una frialdad inquietante, sencillamente antinatural, como quien da un parte de guerra. Ramón, que había perfeccionado ya la estrategia de imaginar una vida paralela a su vida real, trató de encajar en su existencia imposible a la hija que nunca había conocido, a la cual jamás había besado, y trató de concebir cómo habrían sido los días de aquella muchacha al lado de unos padres capaces de educarla, protegerla y darle amor. El hecho de no haber tenido nunca la menor posibilidad de influir en la vida de una persona engendrada por él no alivió el extraño dolor que le provocaba la muerte de un ser que, desde siempre, solo había sido un nombre. ¿La causa o la familia? Ramón había sentido en su pecho el peso del fundamentalismo al que se había sometido y le había impedido sopesar siquiera la posibilidad de que no era necesario abandonar sus ideas para cumplir con aquel otro deber: buscar a su hija. Entonces pensó que nunca le perdonaría a África su ortodoxia enfermiza y el hecho de haberlo excluido de una decisión que también le pertenecía. Pero, al mismo tiempo, tuvo que reconocer sus culpas y debilidades. ¿No había aceptado y considerado lógica, histórica e ideológicamente acertada la voluntad de África? Solo le quedó el remoto consuelo de decirse que, al igual que Lenina, él también habría luchado contra Franco y que quizás haber muerto como ella era preferible a vivir como él lo hacía: con un grito insobornable en los oídos y la certeza de haber sido una marioneta.
– ¿Qué te pasa, Ramón? -Galina quebró el silencio y le tomó la mano.
El ronquido de Eitingon lo devolvió a la realidad.
– Nada, un mal recuerdo… Lionia no va a cantar, ¿nos vamos?
La soledad en que lo varaban los viajes de Roquelia y los encierros forzosos propiciados por el desolador invierno moscovita habían permitido a Ramón recuperar una de sus más viejas pasiones: la cocina.
En los años que gastó en la cárcel, luego de aquellos primeros tiempos de interrogatorios, golpizas y confinamientos en solitario, terminados con la llegada de su condena como homicida, había sentido una apremiante necesidad de encauzar sus energías intelectuales y le había pedido a su abogado que le comprara libros para estudiar electricidad y aprender idiomas. Los misterios de los flujos eléctricos y las vidas interiores de las lenguas siempre lo habían atraído y en aquel momento, con diecisiete años de prisión por delante (comenzaba a perder la esperanza de que sus creadores pudieran organizarle una fuga) y amenazado por los zarpazos de la locura, sintió que podía y debía satisfacer sus curiosidades intelectuales. Gracias a eso, su estancia en la cárcel resultó más amable. Estudiando, su mente se evadía de las crujías de Lecumberri, concebidas como un auténtico círculo infernal, y sus conocimientos le permitieron libertades y privilegios que se les negaban a los criminales analfabetos y rudos hacinados en el recinto. Ya en 1944 el reo Jacques Mornard, conocido como Jac por sus compañeros de presidio, fungía como responsable del taller de electricidad de Lecumberri y pronto sumaría la jefatura de la carpintería y hasta se encargaría del sistema de sonido del teatro y el cine de la prisión. Su rápido ascenso, apoyado por ciertos directivos del penal en contacto con los enviados de Moscú, suscitó no pocas envidias, y lo obligó a recordarle a más de un preso que si había clavado una picoleta en la cabeza de un hombre que había dirigido un ejército, poco le importaría cortarle un brazo a un puto pinche güey. Su prestigio entre los condenados aumentó notablemente, en cambio, cuando en medio de sus estudios de ruso e italiano, supo de la disposición gubernamental según la cual al reo que alfabetizara a cincuenta compañeros se le rebajaría un año de su condena. Jac puso manos a la obra y, con la ayuda de Roquelia, que le trajo las cartillas impresas, y del primo Isidro Cortés, preso como él, lograron alfabetizar a casi quinientos prisioneros, la cifra más alta lograda en todo el sistema penal mexicano. Las autoridades carcelarias, sin embargo, le entregaron un diploma y le comunicaron que a él no podían aplicarle la bonificación estipulada, a menos que reconociera su identidad y los motivos que lo llevaron a cometer su crimen. Ramón, como siempre, repitió que su nombre era Jacques Mornard y se conformó con que los reclusos beneficiados por su empeño -además de alfabetizarlos, convirtió a muchos en electricistas- le expresaran su gratitud con la moneda carcelaria más cotizada: el respeto y la tranquilidad.
Pero Ramón siempre fue un preso especial. No solo porque gozara de cierta protección, sino porque con él las cosas funcionaban de otro modo. No le concedieron la rebaja de la condena como tampoco lo dejaron casarse con Roquelia, pues si se casaba con ella podía quedarse en México y en México no lo querían. Sin embargo, a Siqueiros lo ayudaron a salir del país. Pablo Neruda, por entonces cónsul de Chile, se lo llevó con él. Y Diego Rivera, cuando quiso regresar al Partido, empezó a decir públicamente que había acogido a Trotski para que fuese más fácil matarlo y todos le rieron la gracia. A Ramón aquellas cosas le asqueaban. Pero el rechazado era él, los hipócritas del mundo decían que sentían asco de él, mientras reían los chistes del cornudo Rivera y del cobarde Siqueiros (que se había atrevido incluso a enviarle un cuadro como regalo).
Ya instalado en Moscú, su conocimiento de varias lenguas le había servido para darle un sentido al tiempo y, a la vez, ganar un dinero extra con sus traducciones. Mientras, su afición por la cocina, también cultivada en la cárcel, además de ocuparle las horas, le permitía entregarse a nostalgias de su juventud catalana y ponerles alas a sus sueños.
Desde hacía cuatro, cinco años, Ramón había establecido como una costumbre la preparación de una gran cena para despedir a Roquelia, quien, con la primera amenaza de nevada, ponía un pie en el avión que la llevaba a México. En aquella ocasión, además de los invitados habituales con quienes le permitían relacionarse (Luis y Galina, Conchita Brufau y su marido ruso, un par de amigos de la Casa de España, y Elena Feerchstein, la judía soviética con quien trabajaba sus traducciones), estarían Leonid Eitingon y Yenia, su mujer.
Esa mañana, en cuanto Ramón empezó a trajinar en la cocina, Roquelia, que detestaba cualquier alteración de su rutina, se encerró en su cuarto con el pretexto de hacer las maletas. Como Arturo y Jorge estaban en la escuela, fueron la pequeña Laura, sentada en una banqueta, y los galgosIx y Dax, los privilegiados testigos de la preparación de la cena y de los comentarios del chef sobre condimentos, proporciones y tiempos de cocción. En realidad, Ramón había comenzado a gestar aquella comida catalana una semana antes. La dificultad para encontrar en Moscú determinados ingredientes limitaba las posibilidades gastronómicas nacionalistas de Ramón, quien tras recorrer (medallas en ristre) varios mercados y hacer acopio de todo lo que le parecía utili-zable, se había decantado por un arroz a banda como avanzada artillera y unos pies de cerdo (lamentaba no haber encontrado el tomillo reclamado por la receta ortodoxa) para la gran ofensiva. No faltaría el pan con tomate y, en la retaguardia, unos crepés de mermelada de naranja cerrarían el ágape. Conchita Brufau traería unos vinos del Pene-des y Luis dos botellas de cava para los brindis a los que eran tan aficionados los soviéticos.
Aquellos viajes alimenticios a los orígenes, que solía compartir con Luis y ocasionalmente con su hermano Jorge, chef de escuela, escondían la más cálida y ansiada esperanza de Ramón Mercader: un regreso a España. Durante los meses que Roquelia permanecía en México, Ramón y Luis multiplicaban sus encuentros en la cocina del apartamento. Sitiados por la nieve, solían utilizar las comidas para evocar recuerdos y liberar ilusiones. Luis, que había sobrepasado ya los cuarenta años, soñaba que, con la muerte del Caudillo (algún día se tenía que morir el cabrón), las puertas de España podrían volver a abrirse para los miles de refugiados que todavía vagaban por el mundo. El menor de los Mercader soñaba con obtener un permiso de salida de la URSS, muy complicado para él, a pesar de su origen, y dificilísimo para Galina y sus hijos por su nacionalidad soviética. Ramón, en cambio, sabía que a él nunca le permitirían abandonar el territorio soviético y que, además, ningún país del mundo, empezando por España, se dignaría recibirlo. Pero en sus sueños en voz alta Ramón solía comentarle a Luis sus planes de montar un restaurante en la costa del Empordá, en particular en la playa de Sant Feliu de Guíxols: allí, durante los meses amables de la primavera y el otoño, y en los cálidos del verano, podría ganarse el sustento preparando platos que en cada ensayo mejoraban su sabor, consistencia y aspecto. Vivir frente al mar, libre de miedos y de la sensación de encierro, y sin tener que ocultar su propio nombre, sería la coronación feliz de su extraña y miserable vida.
Unos meses antes Ramón había cometido el error de hablarle de aquel anhelo a Santiago Carrillo, el líder de los comunistas españoles. Carrillo le había dicho, como Ramón esperaba, que su caso era, cuando menos, especial, y que no le resultaría fácil librarse de las cadenas que lo ataban a Moscú. ¿Y nadie se acordaba de que, según memorias muy bien tapiadas, Carrillo debía de estar salpicado por la sangre de los lamentables fusilamientos de detenidos en Paracuellos?… Por ahora, como los demás refugiados, cada noche antes de acostarse Ramón debía rezar, comunistamente, por la muerte de Franco, y luego se vería, le dijo su nuevo secretario general. Pero el sueño, la playa, el calor siguieron latiendo en él, como un deseo inalcanzable pero al que no es posible renunciar.
La cena de aquella noche de finales de octubre fue un éxito. Hasta Roquelia estuvo de buen humor (la cercanía de la partida conseguía aquellos efectos) y todos alabaron las cualidades culinarias de Ramón. Leonid Eitingon, además de devorar una cantidad impresionante de patas de cerdo, bebió vino, cava, vodka y hasta ron cubano de una botella traída por Elena Feerchstein (andaba en romances con un mulato habanero, estudiante en la academia militar de Moscú), y parecía el más feliz de los mortales. Después de apropiarse de la dirección de los brindis, fue el primero en ponerse a cantar las viejas letras de los himnos republicanos. Con puros en los labios, posaron para la foto que les tomó Arturo, y Conchita Brufau contó media docena de chistes que tenían como motivo central una supuesta resurrección de Lenin o de Stalin. Pero el que más éxito tuvo fue el de la mejor manera de cazar un león:
– Muy fácil: agarras a un conejo y le empiezas a dar bofetadas y a decirle que vas a matar toda su carnada… hasta que confiese que en realidad es un león disfrazado de conejo.
– Me gusta veros así -dijo Eitingon-. Felices y despreocupados… ¿Acaso no sabéis que estos edificios están hechos de microhormigón?
– ¿Microhormigón? -preguntó Elena Feerchstein.
– Veinte por ciento de micrófonos y el resto de hormigón…
Aquella noche, empujado por el alcohol que en esta ocasión se había permitido, Ramón pensó que, a pesar de los encierros, los silencios, las decepciones, y hasta el miedo y la obsesión por micrófonos reales e imaginarios, valía la pena vivir. Eitingon era la demostración exultante de aquella certeza. Su cinismo, a prueba de golpes y años de cárcel, resultaba salvador y paradigmático. ¿Y no era él tan cínico como su mentor? Pensó que el hecho de haber creído y luchado por la mayor utopía jamás concebida encierra necesarias dosis de sacrificios. Él, Ramón Mercader, había sido uno de los arrastrados por los ríos subterráneos de aquella lucha desproporcionada y no valía la pena evadir responsabilidades ni intentar descargar sus culpas en engaños y manipulaciones: él encarnaba uno de los frutos podridos que se cultivan incluso en las mejores cosechas, y si bien era cierto que otros le habían abierto las puertas, él había atravesado, gustoso, el umbral del infierno, convencido de que debía existir la morada de las tinieblas para que hubiese un mundo de luz.
Pasada la medianoche, cuando se avecinaban las despedidas, Luis pidió a Ramón que lo acompañara a la cocina. Con su puro casi consumido en la comisura de los labios, Luis se recostó a la meseta donde se apilaba la loza que Ramón (era parte del compromiso con Roquelia) debía fregar antes de irse a la cama.
– ¿Qué pasa?, ¿necesitas algo? -Ramón se sirvió un poco de café y le dio fuego a un cigarrillo. Sentía que su euforia etílica de un rato antes iba dejando paso a una tristeza difusa pero envolvente.
– No quería amargarte la fiesta, pero es que…
Ramón miró a su hermano y permaneció en silencio. La experiencia le había enseñado que no es necesario empujar a las malas noticias: su peso siempre las hace caer.
– Caridad llega en dos días. Me ha llamado esta tarde.
Ramón miró hacia fuera. El cielo se veía rojizo, anuncio de la inminente nevada. Luis dejó caer su tabaco apagado en el cesto de desperdicios.
– Me ha preguntado si puede quedarse contigo. Como Roquelia se va…
– No, dile que no -dijo Ramón, casi sin pensarlo, y regresó a la sala, donde los visitantes se ponían los abrigos para salir a la calle. Ramón los despidió con promesas de prontos reencuentros, y cuando Leonid Eitingon fue a besarlo, él movió el rostro y lo pegó a la oreja del asesor.
– Caridad viene -le dijo y lo besó.
Ramón pudo observar cómo los ojos azules de Eitingon recuperaban el fulgor atenuado por el alcohol. La sola mención de aquel nombre parecía desvelar en él intrincadas reacciones químicas que debían de andar por encima de una ya gastada empatía sexual: definitivamente eran almas gemelas, unidas por su capacidad de odiar y destruir.
– Mañana te llamo, muchacho -sonrió y, con la mano enguantada, palmeó el rostro de Ramón.
– No, será mejor que no vuelvas a llamarme… Estoy harto de re-volcarme en la mierda.
Mientras fregaba platos y cazuelas, Ramón puso en el tocadiscos, a un volumen muy bajo, una placa de canciones griegas a la cual se había aficionado. La inminente visita de su madre lo desasosegaba, y cuando secaba unos platos se detuvo a observar, en su mano derecha, la cicatriz en forma de arco. Aquellas huellas en su piel, un grito en sus oídos y la sombra de Caridad eran como cadenas que lo ataban a su pasado, y las tres podían ser terriblemente pesadas si pretendía moverlas juntas. La cicatriz y el grito eran indelebles, pero al menos a su madre podía mantenerla lejos. En prisión, acompañado por el grito y la cicatriz, había continuado entrenándose en su odio por Caridad al culparla del fracaso de sus planes de fuga. Pero recordó que durante los infinitos exámenes psicológicos a que lo habían sometido en México, los especialistas creyeron entrever, en medio de aquel odio, la presencia de una obsesión por la figura materna que algunos de ellos calificaron de complejo de Edipo. Cuando se enteró de tales juicios, él optó por reírse en la cara de los psicólogos, pero supo que algo perdido en su subconsciente debía de haberse liberado por un cauce imprevisto, alarmando a los especialistas. La memoria de los besos de Caridad, cuya saliva caliente y anisada le producía sensaciones equívocas, el malestar que siempre le había provocado verla en compañía de otros hombres y la ascendencia incontrolable que su madre había ejercido sobre él, tenían un componente enfermizo del que había tratado de liberarse por medio de la distancia y hasta de la hostilidad. El juicio de los psicólogos lo había hecho meditar en las actitudes de ella hacia él y en el desvalimiento de él ante ella, y comenzó a rescatar de su memoria caricias, palabras, gestos, cercanías y palpitaciones que le resultaban dolorosamente perversas.
A pesar de la fatiga de todo un día de trabajo y de haber aceptado más copas de las que solía beber, Ramón dio vueltas en la cama, perseguido por la idea de un reencuentro con su madre, hasta que en el cielo se hizo patente la cercanía del amanecer y observó cómo comenzaban a caer los copos de la primera nevada de aquel otoño. Contemplando la nieve, Ramón recordó el viaje en tren que a finales de 1960 había emprendido hasta los límites del Asia soviética, acompañado por Roquelia y dos jóvenes oficiales de la KGB, guías y custodios. Después de veinte años de encierro, aquel viaje debía ser como un acto de liberación, la recuperación del gozo de moverse durante días y días, atravesando mundos tan diversos, cruzando husos horarios y la lógica del tiempo (a unos metros de donde ahora es hoy se puede regresar a ayer o saltar a mañana). Con sus propios ojos descubrió la pujanza económica del país, las escuelas diseminadas por todo su inmenso territorio, la dignidad de la pobreza de los niños uzbekos, kirguises, siberianos, un mundo nuevo que lo hizo sentirse recompensado, al obligarse a pensar que su sacrificio personal había tenido como fin aquella realidad. Pero el viaje de retorno, siempre en un vagón de primera clase del Transiberiano, le había provocado una sensación contradictoria. No se debió a que, durante los dos días en que el tren estuvo detenido a causa de una helada, el vagón restaurante se hubiese convertido en una especie de bar-letrina cuando un grupo de militares se adueñaron de él y pasaron cada hora de estancamiento tragando vodka, orinando y vomitando en los rincones. Lo que le ocurrió fue que el hecho de permanecer inmóviles, rodeados del blanco infinito e impenetrable de la estepa helada, le devolvió una abrumadora impresión de desvalimiento, más aplastante que la sentida en las muchas celdas donde había vivido. Algo en aquel paisaje siberiano de enero lo paralizaba y oprimía. Y esa opresión, creyó descubrir, estaba relacionada con la noción exactamente opuesta al encierro: era obra de la inconmensurabilidad, de la oceánica inmensidad de un paisaje blanco que apenas se lograba entrever durante unas pocas horas del día. La inabarcabilidad física le asfixiaba, y comprendió que aquel blanco infinito podía ser capaz de agobiarlo hasta enloquecerlo.
Ramón no tuvo noción del momento en que se había dormido. Cuando despertó, cerca de las ocho, vio junto a la cama las caras ansiosas deIx y Dax, cuya hora de hacer las evacuaciones matinales ya había pasado. El breve sueño, sin embargo, no lo había liberado de la creciente desazón que lo acechara durante toda la noche.
Mientras se vestía, puso el café al fuego. Vio en el termómetro del balcón que la temperatura era de menos ocho grados y observó el parque Gorki, al otro lado del río, completamente cubierto por la nieve impoluta. Cuando retiró la cafetera, colocó sobre la llama del gas la hoja ancha de un cuchillo muy similar al que usara en Malájovka. Bebió el café, encendió un cigarrillo y fumó hasta ver que el color del acero subía hacia el rojo. Apagó el cigarrillo mojándolo en el fregadero, buscó el paño con el que en la noche anterior había secado los platos y lo dobló dos veces, para morderlo con fuerzas. Tomó con la mano izquierda el mango del cuchillo, que del rojo ya había pasado al blanco, y, con los ojos cerrados, puso la hoja sobre la cicatriz de la mano derecha. El dolor le dobló las rodillas y le arrancó lágrimas y unos bufidos ahogados. Lanzó el cuchillo al fregadero, donde lo oyó crepitar con el agua. Cuando abrió los ojos vio los restos de un humo grisáceo y escupió el paño. El olor a carne quemada era dulzón y nauseabundo. Abrió el grifo y metió la mano bajo el agua helada, mientras con la izquierda se mojaba el rostro. El alivio llegó cuando la mano se le adormeció por el frío. De su bolsillo sacó un pañuelo y, luego de secarse la cara, se cubrió la piel abrasada, de donde, suponía, habría desaparecido la cicatriz. Sintió, a pesar del dolor, que su alma pesaba menos. Tomó otro pañuelo limpio, se envolvió de nuevo la mano y al fin se dispuso a salir.
La ansiedad deIx y Dax los hizo ladrar un par de veces mientras bajaban en el ascensor. El custodio del edificio le comentó algo del tiempo y de los preparativos para el desfile por el aniversario de la Revolución que Ramón, herido por el dolor, apenas escuchó. Torpemente, con su mano izquierda, dio dos vueltas a su bufanda y salió hacia el paseo, por donde ya corrían sus borzois, con sus hocicos pegados a la nieve, en busca de un olor que los alentara a abrir sus esfínteres. Aliviados, Ix y Dax comenzaron a correr por la nieve, como dos niños que la pisan por primera vez. Todavía caían copos aislados y Ramón subió la capucha de su chaqueta. Con las correas de los perros en la mano izquierda y un cigarrillo en los labios cruzó, seguido por sus perros, la avenida del malecón Frunze y descendió por las escaleras que bajaban desde la acera hacia una plataforma dispuesta casi al nivel del río.
Recostado a la baranda metálica, con sus perros sentados junto a él, su chaqueta punteada de nieve y una mano envuelta en un pañuelo de lunares negros, Ramón comenzó a fumar con la vista fija en el flujo del río, en cuyas orillas se había formado una capa de escarcha. En lugar de aquel río sucio y congelado, ¿alguna vez volvería a ver la playa resplandeciente de Sant Feliu de Guíxols? El dolor y la amargura le dibujaban una caída en la comisura de los labios, cuando dijo en voz alta:
– Jo sóc un fantasma.
Respirando el aire helado, sintiendo el dolor abrasador que le subía por el brazo, otra vez aquel espectro que alguna vez se había llamado Ramón Mercader del Río imaginó cómo habría sido su vida si aquella madrugada remota, en una ladera de la Sierra de Guadarrama, hubiese dicho que no. Seguramente pensó, como le gustaba hacerlo, que quizás habría muerto en la guerra, como tantos de sus amigos y camaradas. Pero sobre todo se dijo, y por eso le gustaba enredarse en ese juego, que ese otro destino no habría sido el peor, porque en aquellos días el verdadero Ramón Mercader, joven y lleno de fe, no le temía a la muerte: Ramón había abierto todas las ventanas de su espíritu hacia las mentalidades colectivas, hacia la lucha por un mundo de justicia e igualdad, y si hubiera muerto peleando por ese mundo mejor, se habría ganado un espacio eterno en el paraíso de los héroes puros. Ramón pensó en ese instante cuánto le habría gustado ver llegar a su lado a ese otro Ramón, el verdadero, el héroe, el puro, y poder contarle la historia del hombre que él mismo había sido durante todos esos años en que había vivido la más larga y sórdida de las pesadillas.