26

La madrugada del 24 de mayo, mientras los disparos cruzaban sobre su cabeza, Liev Davídovich había tenido una iluminación: la muerte no podría tocarlo porque Natalia lo protegía.

Justo en ese instante revelador había escuchado la voz de Sieva y, con un miedo desconocido, que no incluía la posibilidad de perder su propia vida, había gritado: «¡Debajo de la cama, Sieva!», mientras Natalia lo inmovilizaba, comprimiéndolo hacia el ángulo de la habitación. Los disparos que debían matarlo y que habían llenado la noche de luces refulgentes venían del cuarto de Sieva, de la puerta del estudio y a través de la ventana del baño. Desde el rincón, pudo ver el vuelo de una bomba incendiaria hacia el recinto del nieto, pero no había intentado moverse, pues sobre ellos seguían pasando ráfagas que hacían saltar el relleno del colchón. En la pared, casi en la espalda, el condenado había sentido todo el tiempo el impacto de los plomos que buscaban su cuerpo. Finalmente escucharon voces, motores de auto, los disparos que se espaciaban. En ese momento casi había olvidado su convicción anterior, pues pensaba: van a entrar; ahora van a matarnos a los dos. Como sabía que no tendría alternativas, cerró los ojos, apretó las piernas y se dispuso a esperarlos. ¿Cuánto tiempo? ¿Dos, tres minutos?, se preguntaría después, porque fueron los más largos de su vida. Su mayor preocupación había sido la suerte de Sieva y, sobre todo, la de Natalia, que iba a morir por su culpa.

Liev Davídovich solo recuperó la noción de la realidad cuando la voz de Sieva rompió el silencio. Apenas comprobó que Natalia no estaba herida, corrió hasta el cuarto del nieto y no lo encontró, pero vio en el suelo unas manchas de sangre y el corazón se le detuvo. Robbins, que había entrado en la casa para sacar la bomba incendiaria y evitar la propagación del fuego hacia el estudio de trabajo, le preguntó al exiliado si estaba herido y lo tranquilizó con la noticia de que Sieva estaba fuera, con los Rosmer. Al parecer, el único al que habían alcanzado los disparos era el muchacho, por fortuna muy levemente.

Ya en el patio, mientras regresaban los guardaespaldas que habían salido tras los atacantes, los moradores de la casa habían comenzado a formarse una idea de lo ocurrido. Habían sido entre diez y quince hombres, vestidos de militares y policías: comenzaron por neutralizar a los agentes que vigilaban el exterior, cortaron los cables de las alarmas conectadas a potentes luces dentro y fuera de la casa, arrancaron las líneas telefónicas e interrumpieron los circuitos eléctricos que los comunicaban con la policía de Coyoacán. Cuando el grupo de asalto había invadido el jardín, uno de ellos, armado con una ametralladora, se había lanzado hacia un árbol, donde tomó posición y disparó una ráfaga contra el recinto donde dormían los secretarios. El resto de los asaltantes se había dirigido hacia la casa, haciendo fuego contra las ventanas y las puertas cerradas. Los postigos blindados desviaron parte de las balas, cuyas marcas eran visibles. Los policías y los guardaespaldas que habían estado más cerca de los asaltantes confirmaron que varios de ellos parecían estar bastante ebrios, pero, sin duda, sabían lo que hacían y cómo debían hacerlo: tantas balas en una cama no podía ser una casualidad.

A Liev Davídovich siempre le parecería significativo que los atacantes no hubiesen agredido a ninguno de los guardaespaldas, a los que se limitaron a encañonar. Solo habían dirigido el fuego contra su habitación mientras lanzaban bombas incendiarias (y hasta una explosiva que por suerte no estalló), lo que le demostraba que sus papeles y él habían sido sus únicos objetivos. Pero aquellos diez, doce asaltantes, que sabían usar sus armas y tenían como meta la vida de un solo hombre, que dominaban la situación dentro y fuera de la casa, ¿por qué no habían entrado para ver si habían cumplido su misión, antes de dar la orden de retirada?, ¿qué clase de bombas usaban que no explotaban?… Le parecía incongruente que hubieran hecho más de doscientos disparos, sesenta y tres de ellos sobre su cama, y apenas se produjese la herida superficial de Sieva, por una bala rebotada. ¿Acaso todo había fracasado por obra de la chapucería, la embriaguez o el miedo? ¿O había tras ese espectáculo algo más oscuro que todavía no se podía explicar?, siguió y seguiría preguntándose, pues una esencia maligna, cuyo perfume conocía, flotaba en aquel extraño atentado.

Para escapar, los asaltantes habían abierto los portones y abordado los dos autos de la casa, que siempre quedaban con las llaves puestas, en previsión de alguna emergencia. En medio de la confusión, Otto Schüssler, uno de los secretarios, regresó de la calle comentando que los asaltantes se habían llevado con ellos al joven Bob Sheldon, uno de los nuevos guardaespaldas. Todos se habían mirado y con los ojos se formularon la misma pregunta: ¿lo habían secuestrado o Sheldon se había ido con ellos? Uno de los policías mexicanos aseguraría después que el joven iba al volante de uno de los autos (al Ford lo abandonarían a unas cuadras, cuando se atascó en el lodo del río, y el Dogde aparecería en la colonia Roma), pero Liev Davídovich había pensado que, en la oscuridad, atemorizado como estaba, el policía difícilmente pudo reconocer a alguien en un coche a toda velocidad.

El gran misterio fue determinar el recurso del que se habían valido los asaltantes para entrar. El desaparecido Bob Sheldon Harte era el encargado de vigilar la puerta principal, y existían dos razones para que hubiera permitido el acceso a los asaltantes sin consultar con el jefe de la guardia: o Sheldon, previamente infiltrado, siempre había formado parte del comando, o había abierto a alguien que le resultaba tan familiar que creyó innecesario consultarlo.

Cuando llegó la policía, Liev Davídovich seguía vestido con su bata de dormir. Antes de hablar con el oficial, su viejo conocido Leandro Sánchez Salazar, jefe de la policía secreta en la capital, él había pedido que le dejara cambiarse, aunque le había advertido que sabía quién era el culpable de lo sucedido, y entró en la casa, donde todavía olía a pólvora…

El general José Manuel Núñez, director de la policía nacional, le aseguraría a Liev Davídovich que el general Cárdenas le había encomendado que siguiera personalmente las investigaciones, y el oficial le había garantizado al presidente que encontrarían y detendrían a los atacantes. Como a Salazar, el exiliado le había respondido que la tenían muy fácil: el autor intelectual del asalto era Iósif Stalin, y los autores materiales eran agentes de la policía secreta soviética y miembros del Partido Comunista Mexicano. Si detenían a los responsables del partido, tendrían en sus manos a los ejecutores del atentado.

Al general Núñez no le habían gustado aquellas palabras (las mismas que el exiliado repetiría a la prensa), y tampoco al coronel Sánchez Salazar, con quien ya Liev Davídovich había tenido que hablar varias veces desde su llegada a México y que siempre le había parecido el típico listillo, que tenía opiniones para todo porque era más inteligente que nadie. El juicio de Sánchez Salazar, en esta ocasión, le había resultado ofensivo, o destinado a esconder algún propósito, pues el policía pensaba que el ataque no podía haber sido más que un auto-asalto preparado por Trotski para llamar la atención y acusar a Stalin de querer matarlo… Si la experiencia no lo hubiese obligado a buscar segundas intenciones en todo, el exiliado hubiera podido entender que Salazar opinara de ese modo: lo sucedido dejaba margen para la duda, y la desaparición de Sheldon era la guinda del pastel de la sospecha. Para colmos, había comentado el coronel, no entendía cómo era posible que luego de un ataque tan violento el viejo pareciera tan tranquilo y dueño de sus actos y pensamientos. Era evidente que el coronel no lo conocía.

Buscando corroborar su tesis, Salazar había detenido a los secretarios Otto Schüssler y Charles Cornell, con el pretexto de que necesitaba interrogarlos para recabar toda la información posible. Además, había cargado con la servidumbre: la cocinera Carmen Palma, que lloraba cuando se la llevaron, Belén Estrada, la camarera, y Melquíades Benítez, el mozo de servicio.

Liev Davídovich leería con asombro que las primeras sospechas manejadas por la prensa recaían sobre Diego Rivera como posible conductor del ataque. El origen de aquella posibilidad se debía a que, mientras neutralizaban a los policías que vigilaban la casa, el que parecía ser el jefe de los asaltantes había lanzado gritos contra Cárdenas y vivas por Almazán. Pero las declaraciones de Sánchez Salazar, dejando entrever la posibilidad de un autoataque, habían arrojado al olvido a Rivera, y la prensa comunista utilizó la teoría de la autoagresión para acusar al exiliado de querer desestabilizar al gobierno y crear una crisis con la Unión Soviética, un argumento que les venía de maravillas para pedir con renovada furia su expulsión de México. Lo que más indignaría a Liev Davídovich fue comprender que, con su versión, Sala-zar se estaba protegiendo a sí mismo del fracaso que entrañaba que se preparara y ejecutara ese ataque sin que su policía secreta hubiese tenido la más mínima idea de lo que se fraguaba.

Sin embargo, a pesar de los sesenta y tres disparos en la cama, Liev Davídovich seguiría abrigando dudas sobre las intenciones de aquel asalto. Llegó a pensar si no había sido más que un bluf, como los incendios de Turquía, y que esta vez el propósito era preparar el ambiente para una acción definitiva. Cuando se lo dijo a Natalia, de inmediato ella había empezado a tomar nuevas medidas de seguridad, y él le reprochó que gastara así el dinero, pues era evidente que, cuando querían entrar, entraban. Además, él estaba convencido de que el próximo ataque no iba a ser igual: como le advirtió en su carta el judío americano, el siguiente sería un hombre solo, un profesional, que saldría de debajo de la tierra, como un topo, sin que ellos pudieran hacer nada por evitarlo.


Apenas una semana después del asalto, Liev Davídovich se había despedido de los Rosmer. Si en otro momento hubiera lamentado mucho aquella partida que le privaba de la cercanía de unos buenos y viejos amigos, en aquel instante casi se había alegrado, pues se sentía responsable de sus vidas mientras estuviesen con ellos. La amistad, como casi todas las simples y necesarias satisfacciones humanas, había terminado por convertirse en una carga para él, que deambulaba entre el recuerdo de los que fueron sus amigos, más que entre personas capaces de resistir las presiones, los ataques y su propio empecinamiento político. La estela de afectos que había dejado en el camino era dolo-rosa: muchos habían muerto, violentamente; otros lo habían negado, y de los modos más mezquinos; otros más se habían alejado, sincera o fingidamente distanciados de sus ideas, de su pasado, de su presente. Por eso había llegado a pensar si el destino de todos los que se entregaban a las causas políticas no sería morir en soledad. Aquél solía ser el precio del altruismo, también el del poder y, sobre todo, el de la derrota. Pero no por ello dejaba de lamentar profundamente las pérdidas de amigos de las que había sido culpable debido a sus fundamentalismos, cuando cegado por los destellos de la política no fue capaz de entender la diferencia entre lo circunstancial y lo permanente. La trampa más insidiosa, se decía, había sido convertir la política en pasión perentoria, como él había hecho, y haber permitido que las exigencias de ésta lo cegaran hasta el punto de llevarlo a situarse por encima de los valores y condiciones más humanas. A aquellas alturas de la vida, cuando muy poco quedaba de la utopía por la que había luchado, se reconocía como el perdedor del presente que todavía sueña y se consuela con la reparación que podría llegar en el futuro.

La víspera del viaje de los Rosmer, Liev Davídovich supo que, a partir del día en que Alfred enfermó, la pareja había hecho cierta amistad con el novio de Sylvia y que el joven se había brindado a llevarlos a Veracruz, donde tomarían el barco hacia Nueva York, camino de Francia. Jacson, como se hacía llamar aquel belga, le había parecido efectivamente buen mozo, aunque le resultó un poco lento de entendederas. La mañana de la partida, él estaba dándoles la primera comida a los conejos cuando el joven se le acercó, interesándose por la raza de los animales. Liev Davídovich había sentido entonces ira ante la presencia de un extraño en la casa, pero había recordado que los Rosmer lo habían citado y, por su aspecto, había deducido quién era. Todavía molesto, le respondió de cualquier modo, haciendo patente su disgusto, y Jacson se había alejado discretamente. Más tarde lo vería hablar con Sieva, a quien le había traído un regalo, y se avergonzaría de su actitud. Fue entonces cuando le había dicho a Natalia que lo invitara a desayunar, pero el joven solo había aceptado una taza de té.

La decisión de regresar a Francia con los nazis tocando las puertas de París le había parecido una actitud digna de la grandeza de Alfred Rosmer. Como solía hacer, aquella mañana le había dado la mano a su amigo, un beso a Marguerite, pidiéndoles que se cuidaran, y se había ido al estudio, pues no quería verlos partir: a su edad y con el aliento de la GPU en la nuca, asumía todas las despedidas como definitivas… En la casa, con más vigilantes y más tensión, de inmediato se había hecho notar la ausencia del matrimonio.

A Liev Davídovich le produjo un verdadero disgusto comprobar que sus cactus resultaran las principales víctimas del atentado. Varios habían sido pisoteados, otros perdieron algunos de sus brazos, y trabajó durante días para salvarlos, aunque bien sabía que con ello solo buscaba devolver cierta normalidad a la vida de una casa que nunca la había tenido y que, hasta el desenlace, viviría en permanente estado de guerra.

De todos aquellos sucesos algo había impresionado favorablemente al exiliado: el carácter de Sieva. El muchacho tenía apenas catorce años y se había portado con una entereza admirable. No se le veía nervioso y decía estar preocupado por sus abuelos, no por él mismo. Nada más pensar que algo grave hubiera podido ocurrirle, Liev Davídovich se ponía enfermo. Haberlo hecho venir desde Francia para que lo matasen allí hubiera sido algo que no habría resistido. Por eso, cuando lo veía jugar en el patio conAzteca, sentía un gran dolor por el destino que, sin proponérselo, le había dado. Resultaba irónico que él hubiera luchado por fundar un mundo mejor y que a su alrededor solo hubiese conseguido generar dolor, muerte, humillación. El mejor testimonio de su fracaso era la existencia desgarrada de un niño confinado entre cuatro paredes blindadas, cuando debería estar jugando fútbol en un campo yermo de Moscú o de Odesa.

Gracias a su insistencia, el presidente Cárdenas ordenó la liberación de sus colaboradores y Liev Davídovich escribió una declaración tratando de poner las cosas en su sitio. Además de acusar a Stalin y a la GPU -como insistía en llamar a la policía secreta del Kremlin- del asalto a su casa y de las muertes de Liova y Klement en París, de Erwin Wolf en Barcelona, de Ignace Reiss en Lausana, pedía que se interrogase a los dirigentes comunistas mexicanos, especialmente a Lombardo Toledano y al pintor Alfaro Siqueiros, que se hallaba desaparecido desde el día del asalto (ahora el pintor se hacía llamar «el Coronelazo» y, desde su regreso de España, donde destacó más como activista estalinista que como combatiente, no se había cansado de pedir la expulsión de México del exiliado). ¿Tendrían valor los jueces mexicanos para hacer lo que nunca hubieran hecho los franceses o los noruegos? ¿Tomarían los investigadores la verdad por los cuernos?

Como era de esperar, su emplazamiento desató las iras de los estalinistas.El Popular, periódico de la Confederación de Trabajadores, publicó un texto de un tal Enrique Ramírez donde éste afirmaba que Trotski había organizado el simulacro de ataque para culpar a los comunistas, mientras, desde su escondite, Siqueiros hacía una declaración llena de sorna y en la que también lo acusaba de haberse atacado a sí mismo. El modo en que aquellos hombres, que se hacían llamar comunistas, se revolcaban en la mentira y la utilizaban hasta para defender crímenes lo asqueaba profundamente.

Pero la declaración de Liev Davídovich logró el efecto buscado cuando Sánchez Salazar se vio obligado a admitir que «nuevas» evidencias lo habían llevado a desestimar la hipótesis de la autoagresión. Aquellas evidencias, sin embargo, consiguieron también inocular en el exiliado el virus maldito de la duda: el policía insistía en que únicamente con una colaboración desde el interior de la casa hubiera sido posible la entrada de los asaltantes y la desactivación de las diversas alarmas. Y su candidato seguía siendo Bob Sheldon Harte.

Aquel joven había llegado a la casa siete semanas antes del atentado. Como otros de los guardaespaldas que Liev Davídovich había tenido en México, venía «certificado» por sus camaradas de Nueva York, pero Salazar insistía en que a Trotski le resultaba imposible garantizar que Sheldon no hubiese sido preparado por la NKVD para después infiltrarlo entre sus guardias. Aunque la lógica del policía resultaba irrebatible, Liev Davídovich le respondió que era absurdo considerar a Sheldon un infiltrado. Lo que no le dijo, ni nunca le diría, era que él no podía aceptar esa teoría, pues con ella demostraría que ni siquiera sus más cercanos colaboradores eran de fiar y validaría la más apetecida de las artimañas de la policía secreta soviética: simular que su muerte era obra de un militante trotskista que lo agredía por alguna desavenencia política.

En medio de aquel vendaval de acusaciones, alegatos e insultos, unos seguidores norteamericanos le propusieron a Liev Davídovich que viajase clandestinamente a Estados Unidos, donde se encargarían de esconderlo. Sin pensarlo apenas, él se negó: sus tiempos de luchador clandestino habían pasado hacía muchos años y ahora no tenía derecho a desaparecer para salvar su vida, y menos en un momento en que se decidía el futuro de la civilización humana: «Mi cabeza desnuda tiene que soportar hasta el fin la negra noche infernal: es mi sino y debo aceptarlo», les escribió, mientras se imponía volver a la normalidad, aun cuando el solo hecho de intentarlo le resultaba absurdo: vivía en una casa que le recordaba la primera cárcel donde había estado, cuarenta años atrás, pues las puertas blindadas hacían el mismo ruido. Pero a la vez se sentía fuerte y animado, y por eso, cuando sintió que se asfixiaba en aquel encierro, se impuso a todas las prevenciones de sus protectores y reanudó sus excursiones al campo.

Con aquel impulso, que él sabía epilogal, se sentó a dar forma a sus últimas voluntades. «Durante cuarenta y tres años de mi vida consciente he sido un revolucionario», escribió, «y durante cuarenta y dos he luchado bajo la bandera del marxismo. Si hubiera de comenzar otra vez, trataría de evitar tal o cual error, pero el curso general de mi vida permanecería inalterado. Moriré siendo un revolucionario proletario, un marxista, un materialista dialéctico y un ateo irreconciliable. Mi fe en el futuro comunista de la humanidad no es menos ardiente, sino más firme hoy, de lo que era en días de mi juventud.»

En aquel punto de la escritura debió de levantar la vista del folio. Tenía que parecerle tan revelador que la vida entera de un hombre que había estado en la cúspide de su época pudiera resumirse en esas pocas palabras, que seguramente estuvo a punto de reír, por primera vez en muchos días. ¿Todas las luchas, los sufrimientos, los éxitos y las vanidades podían expresarse con aquella simpleza? ¿Qué resistencia podían ofrecer las estatuas, los títulos, la furia y la gloria del poder ante aquella realidad insobornable, más poderosa que cualquier voluntad humana?, pensaría, en el preciso momento en que había visto cómo su mujer se acercaba a través del patio y le hacía un pequeño gesto de saludo, para abrir del todo la hoja de la ventana y permitir que el aire entrara en el cuarto de trabajo. Desde su asiento pudo ver la franja del césped al pie del muro, una buganvilia florecida, el perfil de unos cactus tan viejos como el planeta y el cielo de México, de aquel azul diáfano. Y la luz del sol en todas partes. «La vida es hermosa, los sentidos celebran su fiesta… Que las futuras generaciones limpien la vida de todo mal, de toda opresión y violencia, y la disfruten a plenitud», agregó a lo escrito, reclamado por la eclosión vital de aquel instante.

Liev Davídovich nunca había imaginado que prepararse para su fin mediante la escritura de sus últimas voluntades pudiese proporcionarle aquella tranquilidad tan compacta. Con poquísimas palabras conseguía resolver las cosas prácticas de su vida: legaba a su esposa, Natalia Ivánovna Sedova, el producto de sus derechos de autor, pues el improbable dinero que en el futuro rindieran sus libros era todo lo material que le podía transmitir, y ella la única beneficiaría posible después de la criba profunda a que había sido sometida su familia. La casa, que al fin habían conseguido comprar, la habían puesto a nombre de Natalia, y sus archivos ya los habían vendido para protegerlos de la GPU. Y no había más. Cuando pensaba en lo que tenía y en lo que había extraviado, resultaban tantas las pérdidas que llegaba a sentirse como si en realidad hubiera muerto varios años atrás y ahora disfrutaba de una prórroga, algo así como una coda a la historia de su vida en la cual su voluntad ya no intervenía: sentía que gozaba de una lucidez extemporánea que le había sido concedida para que se asomase a acontecimientos que no cerraban su ciclo con el fin del protagonista.

«Tengo sesenta años y mi organismo quiere cobrarme los excesos a que lo sometí. Ojalá me regale un fin rápido, que no me obligue a sufrir una larga agonía, como la de Lenin. Pero si ése fuera el caso y me viera imposibilitado de llevar una vida medianamente normal, quiero reservarme la decisión de poner fin a mi existencia: siempre he pensado que es preferible un suicidio limpio a una muerte sucia.» Pero Liev Davídovich se negaría a escribir que el origen de aquella sensación de final acechante venía de muy lejos, en el tiempo y en el espacio. Su muerte, planificada hacía muchos años en un despacho del Kremlin, ahora se hallaba entre las prioridades de Stalin, pero no, como decían algunos, por temor a los juicios sobre su persona que Liev Davídovich vertía en la biografía en proceso: Stalin se sentía por encima de las palabras. ¿Por qué, entonces? Durante años el montañés se había dedicado a exterminar a sus partidarios para asegurarse, como el gángster que siempre había sido, de que no pudiera salir de la oscuridad una mano vengadora; además, había aislado a Liev Davídovich y sabía muy bien que al desterrado cada vez le resultaría más difícil colocarse al frente de un nuevo movimiento comunista, como lo había demostrado la pobre ficción en que había derivado la IV Internacional. El mayor peligro para la vida del proscrito había comenzado justo cuando Stalin tuvo la certeza de que le había exprimido todo el jugo que necesitaba para alimentar sus represiones dentro y fuera de la Unión Soviética. Y, como a máquina obsoleta, había decidido enviarle al desguazadero y evitar los riesgos de cualquier reactivación.

«Hecho mi escuálido legado material», volvería sobre el papel, «quiero aprovechar este testamento para recordar que, además de la felicidad de haber sido un luchador por la causa del socialismo, he tenido la fortuna de poder compartir mi vida con una mujer como Natalia Sedova, capaz de darme hijos como Liova y Seriozha. Durante casi cuarenta años de vida en común, ella ha sido una fuente inagotable de ternura y magnanimidad. Ha padecido grandes sufrimientos. Pero yo encuentro algún consuelo en la certeza de que también ha conocido días de felicidad. Lamento no haber podido darle más de esos días: solo me alivia saber que, en lo esencial, nunca la engañé. Desde que la conocí, ella supo que se comprometía con un hombre al que lo conducía la idea de la revolución, y nunca la sintió como una adversaria, sino como una compañera en el viaje de la vida, que ha sido el de la lucha por un mundo mejor», escribió y se le escapó un suspiro. Firmó cada uno de los folios, los lacró y trató de olvidarse de ellos.


En realidad, era el empuje de su mujer lo que más alentaba a Liev Davídovich a seguir adelante. Sabía que ella sufría, pero lo hacía en silencio, porque su carácter le impedía flaquear: continuaba dirigiendo la fortificación (los muros se hicieron más altos, se blindaron todas las puertas y ventanas con cortinas de acero), organizando la vida en la casa y ayudando a Sieva a recuperar la lengua rusa, mientras seguía aguardando, con su mejor obstinación y en contra de las evidencias, alguna noticia que le confirmara que Seriozha aún vivía. Cuando él veía a su Natasha, esforzada y tenaz, y recordaba sus pasados devaneos eróticos, una vergüenza fría le recorría el cuerpo y concluía que solo afectado por una locura transitoria pudo haber cometido actos que la hicieran sufrir.

Fuera de su ámbito personal, el mundo también se deshacía: aquel 14 de julio no se había cantado «La Marsellesa» en la plaza de la Bastilla, pues los nazis ya estaban en París. La campaña había resultado tan fulminante que apenas necesitaron treinta y nueve días para doblegar a la orgullosa Francia. Liev Davídovich no dejaba de pensar en Alfred y Marguerite, pues no tenía idea de qué podría ocurrir ahora con ellos y con el resto de sus seguidores franceses (de Etienne, cuya lealtad seguía siendo un interrogante, no había tenido noticias en las últimas semanas y presumía que se habría marchado de París, como tantos miles de personas). Pero más doloroso le resultó escuchar la declaración de apoyo al Tercer Reich formulada por el canciller soviético, el infame Molotov, y ver confirmado el acuerdo de repartición de Europa pactado por Hitler y Stalin el año anterior, como lo demostraba la «anexión» de las repúblicas bálticas al imperio soviético.

El resultado de aquellas conquistas imperiales era que la vieja Europa iba quedando aplastada por el peso de la esvástica hitleriana y la hoz y el martillo soviéticos. ¿Cuál de los dos, llegado el momento, lanzara el primer zarpazo al otro?, se preguntaba Liev Davídovich: y aunque no podía mostrar en público su pesimismo, presentía que se avecinaban tiempos de grandes sufrimientos para su pueblo. Echando mano del poco optimismo que le quedaba, llegó a considerar que quizás había que pagar esa nueva cuota de dolor para que el país despertara y se recolocara en su lugar el sueño revolucionario.

A Liev Davídovich le sorprendió recibir la visita del general Núñez y del coronel Sánchez Salazar, que venían a informarle que treinta personas, casi todos miembros del Partido Comunista Mexicano, habían sido detenidas, acusadas del ataque del 24 de mayo. Salazar se disculpó con él por no haberle adelantado las evidencias que les permitieron continuar la investigación, y él le respondió que si los resultados lo ameritaban, no solo lo disculparía, sino que también lo felicitaría… por su suerte.

Según Salazar, poco después de la declaración pública del exiliado, la policía había tenido la increíble fortuna de escuchar el comentario de un borracho que los había puesto en la pista del hombre encargado de conseguir los uniformes de policía utilizados en el asalto. Tirando del hilo, comenzaron a descubrir cómplices, hasta llegar a uno de los asaltantes, David Serrano, quien los había conducido al hallazgo, por un lado, de dos mujeres encargadas de vigilar la casa y de distraer a los policías de la custodia, y, por otro, de un tal capitán Néstor Sánchez, que al ser detenido había dado información crucial: el asalto lo había dirigido el pintor Siqueiros y un judío francés cuya identidad todos los detenidos parecían desconocer. Ya sabían que en el ataque también habían estado involucrados los dos cuñados de Siqueiros y su asistente, Antonio Pujol, y el comunista español Rosendo Gómez, todos veteranos de la guerra civil española. Aunque las declaraciones eran confusas, Salazar pensaba que el judío francés y Pujol habían sido los responsables directos del ataque, pues Siqueiros se había quedado fuera de la casa, junto a la garita de los policías. La orden de captura del pintor había sido emitida, pero no tenían la menor idea de dónde podría hallarse y temían que ya estuviera lejos del país. Respecto al judío francés, quizás el verdadero artífice del complot, solo Siqueiros y Pujol parecían haber estado en contacto con él. Los detenidos incluso se contradecían y algunos de ellos afirmaban que era polaco.

Mientras escuchaba a Salazar, Liev Davídovich pensaba en el grado de perversión que la influencia de Stalin había inoculado en el alma de hombres como aquellos que, tras abrazar el ideal marxista y vivir traiciones como las que se habían cometido en España, seguían siendo fieles a las órdenes de Moscú e incluso eran capaces de atentar contra la vida de otros seres humanos. Le dio risa, en cambio, el coraje del «Coronelazo» Siqueiros, que después de organizar el atentado no se había atrevido a entrar en la casa y dirigir el ataque. Era lamentable que un artista de su talla se hubiera convertido en un pistolero de tercera categoría, terrorista y mentiroso.

Unos días después, la peor hipótesis se confirmó. La policía había encontrado el cadáver de Bob Sheldon enterrado en la cocina de una choza en las alturas de Santa Rosa, en el desierto de Los Leones. A las cuatro de la mañana, unos emisarios de Salazar fueron a buscar a Liev Davídovich para que lo identificara, pero Robbins se negó a despertarlo y envió a Otto Schüssler. Al amanecer, sin embargo, cuando Natalia le contó lo ocurrido, pidió ir a Santa Rosa, donde se encontró con Salazar y el general Núñez.

El cadáver de Bob Sheldon estaba sobre una mesa rústica, en el patio de la casa. Aunque lo habían lavado, tenía restos de la tierra y la cal que lo habían cubierto. El cuerpo se conservaba perfectamente, y en el lado derecho de su cabeza mostraba los orificios de entrada de dos disparos. Al verlo, Liev Davídovich sintió una conmoción profunda, pues tuvo la certeza de que, en connivencia o no con la GPU, Bob Sheldon había sido otra víctima de la furia de Stalin contra su persona, y que aquel cadáver bien podía ser el de Liova, al que no pudo darle un último adiós, o el del pequeño Yakov Blumkin, el del eficiente Klement, el de Sérmux o el de Posnansky, sus viejos y entrañables secretarios desde los días de la guerra civil, tal vez el del empecinado Andreu Nin o el del simpático Erwin Wolf, todos devorados por el terror, todos asesinados por la furia criminal de Stalin. Los policías respetaron su mutismo y permanecieron en silencio unos minutos. Después Salazar le pidió un poco de paciencia para culminar la investigación: la muerte de Sheldon confirmaba su participación en el asalto. Pero Liev Davídovich se negó otra vez a aceptar esa teoría y exigió regresar a la casa. Quería estar solo, con sus culpas y sus pensamientos.

Ya no dudaba de que la suerte, o los designios inescrutables de Stalin, le habían concedido una prórroga, aunque estaba convencido de que sería de corta duración. Su ánimo fluctuaba entre la prisa por concluir los asuntos pendientes y la depresión por la certeza de que muy pronto todo terminaría y su obra y sus sueños quedarían en manos del destino imprevisible que les daría la posteridad. Desde hacía demasiados años era un paria, un acogido que debía comportarse para no molestar a sus anfitriones; lo habían convertido en un monigote sobre el que afinaban la puntería los fusiles de la mentira, en un hombre totalmente solo, que caminaba por un patio amurallado de un país lejano, acompañado apenas por una mujer, un niño y un perro, rodeado por decenas de cadáveres de familiares, amigos y camaradas. No tenía poder, no tenía millones de seguidores, ni tenía partido; sus libros ya casi nadie los leía: mas Stalin lo quería muerto y dentro de muy poco engrosaría la lista de mártires del estalinismo. Y lo haría dejando atrás un enorme fracaso: no el de su existencia, que él consideraba una circunstancia apenas significativa para la historia, sino el de un sueño de igualdad y libertad para la mayoría, al cual había entregado su pasión… Liev Davídovich confiaba, no obstante, en que las generaciones futuras, libres de los yugos del totalitarismo, podrían hacerle justicia a ese sueño y, tal vez, a la obstinación con que él lo había sostenido. Porque la lucha mayor, la de la historia, no terminaría con su muerte y con la victoria personal de Stalin: comenzará dentro de unos años, cuando las estatuas del Gran Líder sean derribadas de sus pedestales, escribió.

Aunque Liev Davídovich sabía que debía olvidarse de ese turbio atentado, cada revelación lo atraía como un imán. La historia del supuesto judío polaco o francés parecía conducir a las policías de México y Estados Unidos tras las huellas de un oficial de la NKVD con larga experiencia y misiones cumplidas en Francia, España y Japón. Salazar había averiguado que, por órdenes del judío, se habían alquilado dos casas en Coyoacán para utilizarlas como apoyo para el ataque. A pesar de aquellos avances, Liev Davídovich estaba convencido de que el misterioso judío se convertiría en una incógnita eterna, como lo serían las razones por las cuales un profesional como aquél no había dado dos pasos hacia el interior del cuarto y ejecutado la condena.

La tensión que se vivía dentro de la fortaleza de Coyoacán se tornó un lodo absorbente donde se atascaban los días. Liev Davídovich no conseguía volver a la rutina de antes, de por sí anormal, pero a la que se había acostumbrado. No obstante, cada vez que podía, hacía una escapada fuera de aquella prisión, en busca de un horizonte. La alarma había llegado al extremo de que unos amigos norteamericanos le enviaron un chaleco antibalas, pero él se había negado a llevar aquella coraza, como también prohibió que cada una de las personas que lo visitaban fuese cacheada o que uno de los secretarios estuviese presente en sus entrevistas, ya fuera con periodistas o con amigos como Nadal, Rühle u otros que llegaban ocasionalmente.

Por aquellos días, Sylvia Ageloff regresó de Nueva York y, a instancias de Liev Davídovich, la invitaron a que fuera una tarde, con Jacson, a tomar el té: él quería agradecerle a éste sus gestos con los Rosmer y disculparse por no haberlo atendido como se merecía aquella tarde en la que, urgido por el trabajo, no pudo sentarse a tomar el té. En esa ocasión, más distendidos, tuvieron un encuentro afable. Sylvia, que siempre había sentido un respeto reverencial por Liev Davídovich, parecía estar en una nube por su deferencia hacia ella y su compañero, mientras Jacson, fiel a su educación burguesa, había llevado una caja de bombones finos para Natalia y un regalo para Sieva.

Después de aquel encuentro, Liev Davídovich le comentaría a Natalia que Jacson se le había antojado un tipo peculiar. Ante todo, era insólito que, sin la menor vergüenza, asegurase que la política lo traía sin cuidado, pues cuando Sylvia y él habían discutido sobre la simpatía de ella por la fracción de Shachtman, él se había puesto de parte de Liev Davídovich y, con cierta vehemencia, le había reprochado a ella esa actitud yankee de creer que los norteamericanos siempre tienen la razón. Poco antes de irse, cuando estuvieron hablando sobre los perros y él había rozado el tema de la necesidad de recabar fondos para los trabajos de la Internacional, Jacson le había ofrecido su experiencia en asuntos bursátiles y hasta el crédito y los contactos de su acaudalado jefe. En aquel instante, Liev Davídovich recordó que uno de los secretarios le había comentado ese ofrecimiento de Jacson, que él había rechazado, convencido de que no podía mezclarse en especulaciones monetarias ni siquiera para sostener el más idealista de los proyectos políticos. Ante la reacción del exiliado, Jacson se había disculpado, diciendo que entendía. Liev Davídovich sintió en ese instante que en aquel hombre había algo que no acababa de encajar: la historia del pasaporte comprado en Francia para no participar en la guerra, su disposición a utilizar el capital de su jefe para hacerles ganar dinero, su desinterés por la política a pesar de haber trabajado como periodista y ser hijo de diplomáticos, la ostentación que solía hacer de sus posibilidades económicas… No, algo no encajaba. Aunque el exiliado pensaba que el origen de aquella incongruencia tal vez emanaba de su charlatanería de burguesito, le dijo a Natalia que tal vez valdría la pena intentar saber un poco más de Jacson. Por lo pronto, ya agradecido su gesto hacia los Rosmer, lo mejor sería no volver a recibirlo, agregó.

Sánchez Salazar fue a verle para informarle que habían detenido a Siqueiros en un pueblo del interior. Según el policía, desde los primeros interrogatorios, siempre muy petulante (y, comentaría Liev Davídovich, seguro de que alguien lo sacaría de entre las manos de la justicia), había excluido a la NKVD de su plan de ataque y negado la participación de ningún francés o polaco en el atentado. Aseguraba que la idea del ataque la habían concebido él y sus amigos cuando, estando en España, supieron de la traición del gobierno mexicano al proletariado mundial al dar asilo a Trotski, un apóstata capaz de ordenar a sus seguidores que se levantaran contra la República en plena guerra civil. Pero que se habían decidido a llevarlo a cabo cuando se inició la guerra en Europa, pues creían que así impedirían que el traidor regresara a una URSS eventualmente ocupada por sus aliados, los nazis. En ese punto, Liev Davídovich incluso sonrió y le preguntó al policía si Siqueiros sabía que él era judío y comunista. El propio Sánchez Sala-zar admitió que las contradicciones eran flagrantes, pues el pintor había añadido que el objetivo del asalto no era matarlo (lo hubiéramos hecho de haber querido, repetía), sino presionar a Cárdenas para que lo expulsara del país. Igualmente afirmaba que habían preparado el golpe sin contar con el Partido, lo cual resultaba aún más increíble, pues todos los integrantes del comando eran militantes comunistas. Lo único que alegró a Liev Davídovich de aquella detención fue pensar que, probablemente, se celebrara un juicio, y sería la ocasión que le negaron los noruegos para denunciar en un foro público los métodos criminales y las mentiras del régimen de Stalin.

Fue la tarde del 17 de agosto, mientras Liev Davídovich se disponía a distraerse con los conejos y con Azteca, cuando se presentó el novio de Sylvia. El motivo de su visita era que, tras la conversación que había escuchado entre la muchacha y el exiliado, había escrito un artículo sobre la defección de Shachtman y Burnham, los líderes trotskistas norteamericanos. Y le recordó que le había comentado su interés por escribir algo sobre aquellos temas y su deseo de obtener el veredicto del viejo revolucionario. El mismo Liev Davídovich, antes de que se despidieran, le había dicho que revisaría el escrito, pese a que ya no recordaba aquel compromiso.

Durante los cuatro días siguientes, varias veces Liev Davídovich se preguntaría por qué había aceptado recibir a Jacson si ya había decidido no verlo más. Le comentaría a Natalia que había sentido pena por la ingenuidad política del joven y por el modo rotundo en que se había negado a aceptar su colaboración financiera. Por la razón que fuese, había hecho pasar al belga al estudio y comenzó a leer el artículo para convencerse definitivamente de que aquel tipo era tonto: repetía las cuatro ideas que él había dicho en la conversación con Sylvia, y de pronto saltaba a comentar la situación de la Francia ocupada, sin la menor idea de cómo enlazar una historia y otra. ¿Qué clase de periodista era aquel personaje?

En su ansiedad por oír el juicio de Liev Davídovich, Jacson había estado todo el tiempo a su espalda, recostado al borde de la mesa de trabajo, leyendo sobre el hombro del exiliado lo que éste señalaba en el texto. Aquella presión cálida sobre la nuca de pronto provocó pavor en el exiliado. Mientras doblaba las hojas, llamó a Natalia para que acompañara a Jacson a la salida y le explicó al joven que debía reescribir el artículo si pretendía publicarlo. El hombre tomó las hojas con cara de perro apaleado y, al verlo, Liev Davídovich volvió a sentir pena por él. Tal vez por eso, cuando el belga le preguntó si podía traerle el trabajo reescrito, él le respondió que sí, pensando en que la respuesta apropiada y necesaria era no. Sin embargo, durante la cena le dijo a Natalia que no quería recibirlo de nuevo; no le gustaba ese hombre que, para empezar, no podía ser belga: a ningún belga con un mínimo de educación (y éste era hijo de diplomáticos) se le ocurriría respirarle en la nuca a una persona a la que apenas conocía.


El que sería el penúltimo amanecer de su vida y el último del que tendría conciencia, Liev Davídovich despertó con la sensación de haber dormido como un niño. Los somníferos que le habían recetado tenían un efecto relajante que le permitía descansar y despertar con ánimos, a diferencia de los que había tomado unos meses antes, que le provocaban una molicie pegajosa. Por la mañana pasó más tiempo de lo habitual con los conejos, pues nada más verlos comprobó cuan abandonados los había tenido desde que el mismo doctor que le cambiara las drogas le recomendó reposo en vista de su elevada tensión sanguínea. Él había tratado de explicarle que estar con los conejos y conAzteca, lejos de fatigarlo, le reconfortaba, pero el médico insistió en que no hiciera esfuerzos físicos, e incluso le prohibió que escribiera. El cabrón debe de ser de la GPU, había pensado.

La mañana de trabajo se prolongó más de lo habitual. Se había empeñado en la redacción de un artículo prometido a sus camaradas norteamericanos sobre las teorías del derrotismo revolucionario y el modo de asumirlo en una situación diferente a la de 1917, teniendo en cuenta que la guerra imperialista actual, como había declarado en más de una ocasión, era un desarrollo de la anterior, una consecuencia de la profundización de los conflictos capitalistas, por lo cual se imponía mirar la realidad con nuevos prismas.

La buena nueva del día había sido el cable traído por Rigualt, su abogado mexicano, con la confirmación de que sus archivos al fin estaban a buen recaudo en la Houghton Library de la Universidad de Harvard. Rigualt le había traído también un regalo: dos latas de caviar rojo. A la hora del almuerzo le había pedido a Natalia que las abriera y él mismo lo había servido. Apenas el caviar tocó sus papilas, sintió un corrientazo que lo trasladó a los primeros tiempos del gobierno bolchevique, cuando recién se habían instalado en el Kremlin. En aquellos días, su familia y él vivían en la Casa de los Caballeros, donde antes de la revolución se alojaban los funcionarios del zar. La Casa había sido dividida en cuartos, y en uno de ellos vivían los Trotski, separados por un pasillo de los cubículos que ocupaban Lenin, su mujer y su hermana. El comedor que utilizaban era común a los dos cuartos, y la comida que solían servirles era empecinadamente mala. No comían más que carne salada, y la harina y la cebada perlada con que preparaban la sopa estaban llenas de arena. Lo único apetecible y abundante, gracias a que no podían exportarlo, era el caviar encarnado. El recuerdo de aquel caviar siempre había teñido en su memoria la imagen de esos primeros años de revolución, cuando las tareas políticas que enfrentaban eran tan grandes y desconocidas que vivían en vértigo perpetuo y, aun así, Vladimir Ilich, siempre que podía, dedicaba unos minutos a jugar con los hijos de Liev Davídovich. Ese mediodía final, mientras devoraba el caviar, había vuelto a preguntarse si ya todos los grandes sueños estaban condenados a la perversión y el fracaso.

Después de una breve siesta había regresado a su estudio, decidido a terminar varios trabajos para poder dedicarse a la revisión de la biografía de Stalin. Ahora quería incluir en el libro la, al parecer, última carta que Bujarin había escrito al Sepulturero, mientras esperaba el veredicto a su apelación. Eran unas pocas líneas, muy dramáticas, más aún, tétricas, que unas manos amigas se las habían hecho llegar y que, desde entonces, no podía sacárselas de la cabeza. En la carta, Bujarin, condenado a muerte, ya ni siquiera le pedía clemencia, sino una razón: «Koba, ¿por qué necesitas que yo muera?». ¿Bujarin no lo sabía? Porque él sí sabía por qué Stalin los quería muertos, a todos ellos.

Reanudó el trabajo dictando algunas ideas para un artículo con el que pretendía responder a los nuevos ataques verbales de los estalinistas mexicanos, pero en algún momento extravió la concentración y recordó que Jacson, el novio de Sylvia, le había anunciado que regresaría esa tarde con el artículo reescrito. Nada más pensar en tener que ver a aquel hombre y leer su sarta de obviedades lo disgustó. Lo liquidaré en un par de minutos y después daré la orden definitiva: no lo recibiré más, bajo ningún concepto, pensó.

Mientras esperaba a Jacson, observó que fuera de su estudio hacía una tarde hermosa. El verano mexicano podía ser duro pero no despiadado. Aun en agosto, al menos en Coyoacán, siempre corría la brisa. Liev Davídovich lamentó que las ventanas que daban a la calle estuviesen tapiadas y se cortara el flujo de aire fresco y la posibilidad de ver pasar a la gente, los vendedores de frutas y de flores, con sus perfumes y sus colores. Sabía que, a pesar de la miseria, de la guerra y la muerte, más allá de los muros entre los que vivía serpenteaba una vida normal y pequeña, que trataba de resolverse día a día, una vida con la que muchas veces soñaba como si fuese el gran privilegio que le había sido arrebatado.

Como Sieva aún no había regresado del colegio, Azteca dormitaba en la puerta de su estudio. El mestizo se había convertido en un perro hermoso, con una belleza diferente a la aristocrática de Maya, pero definitivamente atractiva. ¿A quién amará más Azteca, a Sieva o a mí?, se preguntó: ojalá pudiera preguntárselo a él y decirle que yo también lo amo, y sonrió. Observando al perro recordó que debía alimentar a los conejos. Salió al patio, se acomodó los guantes de tela gruesa y por varios minutos su mente solo se ocupó de la actividad que realizaba: sus conejos también eran hermosos, pensaba, y se sintió por unos instantes lejos de los dolores del mundo. Fue entonces cuando escuchó el chirrido carcelario de la puerta: Jacson, comprobó, mientras maldecía el momento en que había aceptado volver a verlo. Lo despacharé lo más rápido que pueda, seguramente pensaría, y por última vez en su vida Liev Davídovich Trotski acarició la piel suave de un conejo y dirigió unas palabras de amor al perro que lo acompañaba.

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