El 8 de enero de 1978 pudo haber sido el día más frío de todo aquel invierno, y achaqué a la temperatura y a la lluvia intermitente que barría el mar y la arena la ausencia del hombre que amaba a los perros. ¿Se habría enfermado, quizás, y por aquella razón fallaba por primera vez a una cita acordada? La tarde siguiente, apenas entregué las pruebas de galera en la imprenta, corrí hacia la cola de la Estrella y volví a la playa. Aunque todavía hacía frío, el cielo se había despejado y el mar mostraba una calma inusual para la temporada. Caminando por la orilla o recostado a alguna casuarina otra vez esperé, otra vez en vano, hasta que cayó la noche. Los diez días siguientes, resistiendo las protestas de Raquelita, atravesando ciudad y media como un condenado, repetí seis veces aquella rutina y regresé a aquel pedazo de playa, y rogué por la aparición del hombre, los perros y la conclusión de aquella historia absorbente.
Mientras hacía juegos con mi mente para propiciar su regreso -tiraba monedas al aire, cerraba los ojos diez minutos, contando los segundos, y cosas así-, manejé todas las posibilidades para justificar la ausencia de López, aunque el sacrificio anunciado deDax y los problemas de salud del hombre me parecieron los más probables. Al sexto o séptimo viaje baldío, empecé a considerar si lo mejor no sería averiguar cómo llegar a López -la pista de los singulares borzois, actores en una película, me resultaba la más factible-, pero unos días después decidí que no tenía derecho a hacerlo y que lo mejor, para mí, era no intentarlo: ya bastante peligroso es jugar con fuego, para además querer meterse dentro de él. Finalmente, a punto de tener una crisis con Raquelita y ya en pleno mes de febrero, comencé a espaciar mis viajes a la playa y, como si me curara de otra adicción, busqué los modos de superar la ansiedad que me había dejado aquel vacío expectante, lleno de interrogaciones.
Muchos años después le confesaría a mi amigo Dany que el día en que fui a devolverle los libros sobre Trotski estuve a punto de vencer mis miedos y contarle la historia de mis encuentros con el hombre que amaba a los perros. El hecho de ser el único depositario de un relato capaz, por sí solo, de demoler los cimientos de tantos sueños me urgía a drenar el horror que me habían inoculado y me producía una especie de vértigo mental, peor que los vértigos que sufría López. Aquel manejo turbio de los ideales, la manipulación y ocultamiento de las verdades, el crimen como política de un Estado, la cínica construcción de una gran mentira me provocaban indignación y más y nuevos temores.
Todavía en aquel momento lo que en realidad más me intrigaba era desconocer el destino final de Mercader, de quien apenas sabía -por el artículo doblado dentro de la biografía de Trotski- que había ido a la cárcel en México y que luego lo habían acogido en un Moscú de cierta forma hostil hacia él y sus actos, una ciudad donde, según López, su amigo había muerto, confinado en un anonimato que incluía a su tumba.
Como no podía sacarme de la cabeza al hombre que amaba a los perros, comencé a pensar si no debía hacer algo para averiguar qué podía haber pensado, sentido, creído Ramón Mercader durante aquellos años de castigo y encierro, y más tarde, cuando regresó a un mundo que ya no se parecía -aunque seguía siendo el mismo- al mundo del cual había partido, más de veinte años antes, lleno de fe, convicciones y con una misión de muerte en las manos.
Lo que no se me ocurrió todavía, ni se me ocurriría hasta unos años después, fue la posibilidad de poner en blanco y negro la confesión que me hiciera López y menos aún la de escribir un libro sobre el crimen de Mercader y la historia y los intereses de sus demiurgos. Quizás porque el relato había quedado incompleto y muchos de los detalles de la parte conocida escapaban a mi comprensión y a mi capacidad de relacionarlos y situarlos en un contexto histórico, o quizás porque no sabía si López reaparecería en algún momento y, fuese él quien fuese, yo le había prometido no contar ni escribir su relato. Tal vez no lo pensé porque, en realidad, me había olvidado tanto de que alguna vez había querido ser escritor que ya casi no pensaba como un escritor. Pero el caso es que la idea de la escritura de aquella historia inconclusa no vino a mi mente, y, si lo hizo, fue de manera demasiado tímida -y enseguida verán que no escojo cualquier adjetivo-. Solo varios años más tarde, cuando empecé a exprimirme la memoria para tratar de reproducir los detalles de lo que López me había contado, supe que la verdadera causa de aquella larga posposición, la única y real causa, había sido el miedo. Un miedo más grande que yo mismo.
En los meses que siguieron a la desaparición del hombre que amaba a los perros, por las vías más sinuosas, casi siempre en voz baja, fui persiguiendo los pocos libros existentes en la isla capaces de ayudarme a entender la dramática relación entre Stalin y Trotski y lo que habían representado aquel enfrentamiento enfermizo y el éxito previsible de Stalin y sus métodos para la suerte de la Utopía. Hurgando en la montaña de literatura de aliento estalinista que desde Moscú seguía llegando al país, desempolvando roídos panfletos de los años cincuenta que iban del trotskismo más elemental al anticomunismo de guerra fría, tragando en seco mientras leíaUn día en la vida Iván Denísovich, de Solzhenitsyn, años atrás publicado en Cuba, fui moldeando un conocimiento fragmentario y difuso que, a pesar de todos los ocultamientos (aún faltaban casi diez años para la glasnost y la primera tanda de revelaciones de algunas interioridades del terror), me trajo aparejada una inevitable sensación de asombro e incredulidad (el asco subiría a la superficie poco después), sobre todo por el burdo manejo de la verdad al que tantos hombres se habían visto sometidos.
Mientras, cada vez que podía, me daba un salto a la playa, convencido de que debía tentar a la suerte; y muchas veces, cuando escuchaba el timbre del teléfono, pensaba si no sería López quien me reclamaba.
Fue un hecho tremendamente doloroso aunque no tan inesperado el que vino a sacarme, abruptamente, del marasmo de acechos, especulaciones y lecturas en que me había abandonado el hombre que amaba a los perros. Mi hermano William había luchado por dos años para que revocasen la decisión de separarlo definitivamente de la carrera de medicina. En aquel combate de cartas, casi siempre sin respuesta, y entrevistas con funcionarios menores, William había tomado un camino peligroso y retador: exigía que se le aceptara en la universidad, y ello, además, sin tener que ocultar su condición de gay irreversible y total. Con temor a lo que pudiera ocurrirle («¿Qué más puede pasarme, Iván?», me preguntó; yo le respondí: «Siempre puede haber más»), traté de convencerlo de que la ancestral homofobia nacional, con todas sus mezquindades sociales, políticas, culturales y religiosas, no estaba preparada para asimilar aquel reto, pero sí para aplastar a quienes lo lanzaran. Tal vez mi hermano y su ex profesor de anatomía, también enrolado en la cruzada, habían confundido no sólo su capacidad para deglutir miradas de desprecio y las más diversas humillaciones, sino, sobre todo, sus posibilidades de éxito. Las vejaciones, marginaciones, ofensas a que se vieron sometidos en los sitios adonde acudieron buscando una justicia en la que ellos creían terminaron por devastarlos y, al cabo de dos años de encarnizado combate, se dieron por vencidos del peor de los modos: tratando de escapar por la tangente que los llevaría a la posible salvación o al seguro despeñadero.
La desaparición de William cobró toda su dimensión trágica cuando dos agentes de la policía fueron a la casa de Víbora Park e informaron a mis padres que, según las investigaciones realizadas hasta ese momento, habían sido su hijo William Cárdenas Maturell y el ciudadano Felipe Arteaga Martínez, ex profesor de anatomía de la Facultad de Medicina, quienes, de acuerdo con un custodio de la marina del río Almendares, se habían robado un bote de motor con el propósito de viajar a través del Estrecho de la Florida hacia Estados Unidos. El bote, volcado y sin el motor, había sido hallado por unos pescadores dos días antes, a unos cuarenta kilómetros al norte de Matanzas, y, según el servicio de guardacostas estadounidense, ninguna persona con las características de William Cárdenas o Felipe Arteaga había sido rescatada en las últimas noventa y seis horas. ¿Tenían ellos alguna noticia de su hijo? ¿Sabían algo de sus planes?
Mis padres -Sara y Antonio- se aferraron a la esperanza de que William estuviera en un cayo del norte cubano, en una playa perdida de las Bahamas o a bordo de algún barco que, por cualquier razón, no hubiera dado la noticia del rescate. Pero a medida que pasaban los días y las esperanzas comenzaban a naufragar por su propio peso, un sentimiento de culpa por no haber apoyado al hijo y haberle hecho sentir, ellos más que nadie, el peso del rechazo, se fue adueñando de su ánimo hasta lanzarlos a la depresión. Yo, por mi parte, lamentaba no haber sido lo suficientemente solidario con William y haberlo dejado solo en aquel combate desproporcionado en el que mi hermano apenas aspiraba a un reconocimiento de su libertad de elección sexual y su derecho, siendo homosexual, a estudiar la carrera de su vida.
El ambiente hasta entonces tenso de la casa de Víbora Park se tornó fúnebre. En unos pocos meses mis padres se convirtieron en unos ancianos que vivían prácticamente encerrados en su habitación. Mi casa olía a tumba y a culpa, y para escapar de aquella atmósfera me transformé en una especie de fugitivo, que pasaba todas las horas posibles en mi trabajo y al salir me sentaba en la Biblioteca Nacional a leer sobre la vida y la obra de los escritores suicidas (me dio por eso, y aún sigo sin saber de dónde me había brotado aquella necesidad casi necrofilica). La atmósfera enfermiza de la casa y la lejanía física y mental con la que trataba de evadirme hundieron mi relación con Raquelita en un primer período de crisis -parece que tengo magnetismo para las crisis- que tocó fondo cuando decidimos que lo mejor era separarnos por un tiempo. Como nunca en los últimos cinco años, temí que mi soledad, la desesperación, la urgencia por evadirme de la realidad me acercaran a una botella y volviera a caer en el foso de aquella adicción.
Las desgracias se precipitaron un año y pico después de la desaparición de William, a más de dos de mi último encuentro con el hombre que amaba a los perros -siempre recordaba que una frase tan manida como «Lo propio» fue lo último que le había dicho, deseándole unas felices navidades…-, pues en marzo de 1981 murió mi padre y, cuatro meses después, le tocó a la vieja. No llamé a ninguno de los amigos que me quedaban, tampoco a la mayoría de los familiares ni a mis compañeros de trabajo, y por eso a sus velorios asistieron unos pocos vecinos y los parientes que, por alguna vía, supieron de lo ocurrido.
Con aquellas ausencias tuve ante mí las dimensiones reales de mi soledad y una muestra de cómo las decisiones de la Historia pueden meterse por las ventanas de unas vidas y devastarlas desde dentro. La casa familiar de Víbora Park, construida por mi padre cuando yo era un niño y William aún no había nacido, se transformó en una especie de mausoleo por el que vagaban fantasmas y recuerdos, ecos de risas, llantos, saludos, conversaciones que allí se produjeron a lo largo de veinticinco años, cuando éramos una familia, si no feliz al menos normal, un clan que por lógica de la vida podía hasta crecer con la incorporación de Raquelita y la llegada previsible -al principio tan reclamada por mi padre- de unos nietos que rejuvenecieran aquellas paredes levantadas con sus esfuerzos, su amor y sus manos.
Dany fue uno de los amigos que asistió al velorio de mi madre. Raquelita lo había llamado y él vino a hacerme compañía y a disculparse por no haberse enterado, hasta ese mismo momento, de la muerte de mi padre. Recuerdo que por esa época Dany estaba exultante y lejano, pues su primer libro de cuentos acababa de ser publicado luego de recibir un reconocimiento en el mismo concurso en que yo había obtenido una mención… diez años o diez siglos antes. Dos días después del entierro Dany volvió a mi casa, y me pidió disculpas por las deslealtades que, según él, había acumulado conmigo: no haber estado a mi lado cuando la desaparición de William, la muerte de mi padre, mi separación de Raquelita, y, sobre todo, por no haber sido yo el primero en recibir un ejemplar de su libro publicado, pues, según dijo, todo lo que él pudiera hacer y llegar a ser como escritor me lo debía a mí, a mis consejos, a los libros que le había hecho leer.
Mientras hablábamos y bebíamos café, sentados en la terraza que daba al patio de la casa, yo le dije que no había nada que perdonar: la vida es un vértigo y cada cual debe manejar el suyo. Como necesitaba hacerlo con alguien, le confesé que me perseguía un gran sentimiento de culpa y él trató de convencerme de que yo no era responsable de nada de lo ocurrido y me dijo algo que hasta ese momento yo no había pensado.
– Iván, el problema es que te has pasado la vida lanzando las culpas hacia los blancos más fáciles. Y casi siempre te escoges a ti mismo, porque es más sencillo y porque así puedes rebelarte, aunque lo que estás haciendo es autoflagelarte. Saca la cuenta y vas a ver: dejaste de escribir, te volviste alcohólico, te hundiste en esa revista de mierda y ni siquiera intentaste probar en un trabajo que te merezca. Cuando te conocí eras un tipo ambicioso, la gente hablaba de ti como de una promesa, pusieron tus cuentos en todas las antologías de jóvenes escritores que se publicaron…
– Yo era un engaño, Dany: ni era escritor ni prometía nada. Me usaron cuando fui útil porque habían tronado a casi todos los escritores de verdad. Y me dieron un correctivo cuando tuvieron que hacerlo.
– ¡Pero tenías que seguir escribiendo, coño!
– Se me gastaron las ganas, mi hermano.
Estoy seguro de que en aquel instante Dany debía de estar comparándose conmigo. La estrella del pupilo comenzaba a ascender, mientras que la del maestro, tan refulgente en su momento, se había apagado y ya era imposible siquiera señalar el punto del firmamento donde alguna vez pestañeó. Estoy seguro de que sintió compasión por mí. Y no me importó si ése había sido su sentimiento.
Creo que la presencia de Dany me salvó de la depresión y, quizás, de algo peor. Decidido a sacarme de aquel trance, mi amigo me invitó a lecturas de sus cuentos y allí vi a varios de mis antiguos colegas escritores, algunos todavía empeñados en serlo, pero sobre todo descubrí la existencia de una nueva legión de «jóvenes narradores», como entonces los calificaban, que tímidamente empezaban a escribir de un modo diferente, historias diferentes, con menos héroes y más gente jo-dida y triste, como en la vida real; comenzó a prestarme libros nunca publicados en la isla que conseguía con sus amigos que viajaban al extranjero; y, aun cuando sé que a él no le gustaba demasiado, fue varias veces conmigo a jugar a squash a las canchas de la playa, sin imaginarse mis segundas (¿o en realidad primeras?) intenciones de asomarme a la arena con la esperanza de ver a dos galgos rusos seguidos por un hombre con espejuelos de carey y una venda en la mano. Unos meses después me dejé arrastrar incluso a unas fiestas literarias, rociadas con los abundantes alcoholes de la ilusoria bonanza de los años ochenta (como yo no bebía, me apodaron «el Acuático»), reuniones intelectua-loides donde uno sentía que la gente empezaba a soltarse de ciertas amarras de la ortodoxia pero, sobre todo (porque era lo más interesante para mí), donde siempre se podía encontrar a poetisas etéreas, vestidas- con batones de bambula (decían ellas que hindú), negadas a usar ajustadores y en permanente desesperación por olvidarse de lo poético trascendente y recibir lo que entonces llamábamos, lezamianamente, «ofrenda de varón», o simplemente, en buen habanero, «pinga por los cuatro costados».
Yo seguía a Dany por aquellos sitios sin demasiado entusiasmo, pero al mismo tiempo fui sintiendo, por puro contagio más que por un deseo real, un latido cada vez más perceptible, que empezó a despertar al monstruo confinado dentro de mí: los deseos de volver a escribir. Fue entonces cuando, ya convencido de que López nunca regresaría, comencé a escribir, en unos blocs de hojas amarillas que me había llevado de la revista, la historia que me había contado el hombre que amaba a los perros. Lo hacía sin tener la más mínima idea de qué fin le daría a aquellos apuntes de una historia cuyas avenidas eran constantemente bloqueadas por el desconocimiento y la imposibilidad de vencerlo, y, sobre todo, lo hacía perseguido por una sensación creciente de que jugaba con fuego.
Por suerte para mí y para la paz de mi espíritu, la calentura literaria que me estaba provocando la cercanía de Dany me abandonó cuando Raquelita volvió a vivir conmigo, a principios de 1982. Ese mismo año tuvimos a Paolo y en 1983 nació Francesca, y yo me empeñé en recuperar la ilusión de que todavía podía levantar una existencia normal, con una familia y el sonido vivo de las risas y de los llantos sin consecuencias de unos niños.
Aquél fue un paréntesis de sosiego. En el país se vivía cada vez mejor, y pude dedicarme a ver crecer a mis hijos y a forjar en mi mente las ilusiones de un futuro que quizás les sonreiría a ellos. En Moscú, mientras tanto, incluso se empezó a hablar de cambios, de perfeccionamiento, de transparencia, y muchos pensamos que sí, que era posible hacerlo mejor, vivir mejor, pues hasta los chinos, tras haber atravesado una revolución cultural de la que nada o muy poco sabíamos, reconocían que no había que vivir mal para ser socialistas. ¡Quién lo iba a decir!
La primera grieta por la que empezó a hacer agua el barco de mi tranquilidad se abrió cuando Raquelita me pidió el divorcio, en 1988. Aunque ella se había esforzado durante años por preservar un matrimonio que a todas luces no funcionaba, lo que Raquelita llamaba la apatía (de mierda) con que yo lo asumía todo y lo que consideraba mi pérdida de espíritu de lucha por defender lo más elemental de mi vida (también de mierda) terminaron por decepcionarla y vencerla. Desde siempre Raquelita había aspirado a cosas en la vida, a ascensos y recompensas, a autos y comodidades que parecían cada vez más posibles para todos en un socialismo que maduraba y se perfeccionaba. Pero, según ella -y era cierto-, yo apenas me conformaba con acariciar expectativas para el futuro (de los demás) desde un rincón del presente donde me había acurrucado con la única esperanza de que me dejaran vivir en paz.
– Eres un infeliz, un perdedor, un comemierda -me dijo ella (muchas veces) por esos días-. No eres escritor ni eres nada. Me engañaste y ya no resisto más.
Y solía agregar cuando quería rematarme:
– Si tú no quieres vivir tu vida, cuélgate de una mata, porque yo voy a hacer lo posible por vivir la mía y hasta lo imposible porque mis hijos vivan la suya.
Aun teniendo parte de razón (yo era y soy un infeliz: un no feliz), en sus descargas de odio Raquelita sufría una traición de la semántica: más que un perdedor, yo era un derrotado, y entre uno y otro estado había -hay, siempre habrá- un abismo de connotaciones e implicaciones. Y, a pesar de ello, con su huida ella también pagaba el resultado de su mala puntería: yo nunca fui el hombre que ella buscaba, y todavía no entiendo cómo alguien tan perspicaz para el cálculo cometió aquel enorme error de apreciación.
El verdadero golpe fue separarme de mis hijos, y lo sufrí amargamente cuando se convirtieron en una ausencia prolongada. Y esta vez hasta Dany hubiera tenido que admitir lo acertado de mi elección cuando escogí un culpable para lo sucedido, que no podía ser otro que yo mismo, a pesar de que, como siempre, no era el único responsable, como es fácil colegir. Esta nueva caída -¿por cuántas iba ya?, ¿llegaría a doce?- en la soledad y el vacío se completó cuando, sin fuerzas para entablar cualquier lucha, acepté, con la demanda de divorcio, la permuta de la casa de Víbora Park por dos espacios menores: por un lado una casita con jardín y dos dormitorios en el reparto Sevillano, para Raquelita y los niños, y por otro el apartamentico húmedo, interior y ya agrietado de Lawton adonde fui a parar. Reconozco, sin embargo, que sentí cierta liberación cuando me despedí de la casa familiar, llena de recuerdos, y comencé la vida de ermitaño de la que vino a sacarme, dos años después, aquella muchacha con aspecto de pajarito desvalido que, con lágrimas en los ojos, me rogó que salvara a su poodle, afectado por una obstrucción intestinal.
Cuando ya no lo esperaba, tuve un nuevo, alarmante y esclarecedor contacto con el hombre que amaba a los perros. Fue en 1983, unos meses antes del nacimiento de Francesca, y lo puedo precisar porque recuerdo con mucha nitidez cuando Raquelita vino a decirme que alguien me buscaba y puedo verla con aquella panza desparramada, tan distinta a la que había albergado a Paolo. Si unos años antes yo me había torturado preguntándome qué conjunción astral me había llevado hasta López y me había convertido, según él, en excepcional depositario de la historia de su difunto amigo Ramón Mercader, en aquel momento me atormentaría la certeza de que el hombre que amaba a los perros no había llegado a mi vida solo por azar, sino que me había perseguido con toda intención y me seguía persiguiendo incluso después de que, por una lógica elemental, lo creyera muerto y enterrado, incluso después de que, por mi bien y mi desidia, yo me hubiera impuesto y conseguido olvidarme de él y de las reacciones adversas que me provocaba la historia que me había contado: rencor, miedo, curiosidad, asco y los cada vez más adormecidos pero todavía latentes y peligrosos deseos de escribir.
La carta -si es que puede llamársele así a un macuto de más de cincuenta hojas escritas a mano con una caligrafía trabada, casi infantil, pero más que correctamente redactadas- me llegó por manos de una mujer, negrísima y delgada. Según me dijo, ella había sido una de las enfermeras que cuidaron de López cuando se agravó su enfermedad: la mujer, que a duras penas se sentó en la sala de mi casa y no se atrevió siquiera a inventarse un nombre para que yo la llamara, comenzó por exigirme la mayor discreción. Me contó que tenía guardados aquellos papeles desde mediados de 1978, cuando el compañero López, como lo llamaba, se los entregó antes de irse de Cuba. Para esa época el hombre había entrado en un estado de suma gravedad y tuvo que salir para someterse a un tratamiento de choque. La mujer no sabía -según dijo- ni cuál era la enfermedad ni hacia dónde había ido López, y tampoco si todavía vivía o si había muerto, aunque ella estaba segurísima de que debía de haber ocurrido lo último, tan mal estaba. Me explicó que, antes de irse, el enfermo le había pedido, muy discretamente, le hiciera el favor de entregar aquel sobre de Manila a un muchacho con quien había hecho amistad y le dio mi nombre y las señas de donde yo vivía. La enfermera le había prometido cumplir la encomienda, pero se había demorado casi cinco años porque tenía miedo de que pudiera perjudicarla a ella o a mí mismo. Perjudicarme, ¿por qué? ¿López no era un simple republicano español que trabajaba y vivía en Cuba con todas las autorizaciones imaginables? ¿O era que la enfermera había leído aquellos papeles (y descubierto otras verdades)? La mujer, resbalosa y precisa a la vez, solo me respondió la tercera pregunta y agregó una reveladora coletilla: no, no había leído la carta, tampoco le había hablado a nadie de su existencia, y esperaba de mí una discreción similar, sobre todo con respecto a ella y su papel en aquella historia. Y antes de irse me hizo un ruego que sonaba a advertencia: si alguna vez alguien me preguntaba de dónde habían salido esos papeles, ella nunca había visto nada parecido y jamás había estado en la casa del destinatario. Y se esfumó.
Apenas comencé a leer el manuscrito comprendí dos cosas: ante todo, que la extraña enfermera sin duda lo había leído y, como consecuencia de ese acto, le había tomado cinco años decidirse a traérmelo. De todas maneras, cuando terminé su lectura, entendí menos que hubiera vencido sus temores y decidido venir a verme, pero le agradecí que no hubiera destruido la carta, como tal vez yo mismo habría hecho en su situación.
En una nota que introducía el documento, Jaime López se disculpaba conmigo por no haber regresado a la playa, pero primero su ánimo y más tarde su salud se lo habían impedido: el deterioro de la salud deDax y el inevitable sacrificio del animal lo había afectado mucho más de lo que él mismo hubiera esperado, y los vértigos de que sufría se habían hecho tan violentos que prácticamente no podía caminar y hasta le impedían la concentración, por lo que le habían realizado nuevos encefalogramas y cambiado el tratamiento por unas píldoras que lo mantenían en un limbo de modorra casi todo el día. Pero siempre había tenido presente que le debía «al muchacho» aquella parte de la historia y, con disculpas por su letra -yo debía de haber visto la caligrafía redonda y hermosa que antes había tenido, comentaba- y por alguna divagación que seguramente cometería, entraba en el relato de lo que conocía sobre los años finales de su viejo amigo Ramón Mercader, gracias al inesperado encuentro con aquel fantasma del pasado, justo el día en que caía la primera nevada del invierno moscovita de 1968.
Mientras leía, sentí cómo el horror me desbordaba. Según el hombre que amaba a los perros, tras aquel reencuentro casual Ramón le había ido contando los detalles que ya yo conocía de su entrada en el mundo de las tinieblas, su transformación espiritual y hasta física y sus acciones bajo la piel de Jacques Mornard y con el nombre de Frank Jacson. Pero también le había confiado todo lo que, con los años, había logrado saber de sí mismo, y de las maquinaciones y los propósitos más siniestros de los hombres que lo llevaron hasta Coyoacán y le pusieron un piolet en las manos. Si antes yo había pensado que López excedía con frecuencia los límites de la credibilidad, lo que narraba en aquella larga misiva superaba lo concebible, a pesar de todo lo que, desde nuestro último encuentro, yo había podido leer sobre el mundo oscuro pero tan bien cubierto del estalinismo.
Como es fácil colegir, aquella historia (recibida unos años antes de las revelaciones de laglasnost) fue como una explosión de luz capaz de iluminarme no solo sobre el destino tétrico de Mercader, sino sobre el de millones de hombres. Aquélla era la crónica misma del envilecimiento de un sueño y el testimonio de uno de los crímenes más abyectos que se hubieran cometido, porque no solo atañía al destino de Trotski, al fin y al cabo contendiente de aquel juego por el poder y protagonista de varios horrores históricos, sino al de muchos millones de personas arrastradas -sin ellas pedirlo, muchas veces sin que nadie les preguntara jamás sus deseos por la resaca de la historia y por la furia de sus patrones -disfrazados de benefactores, de mesías, de elegidos, de hijos de la necesidad histórica y de la dialéctica insoslayable de la lucha de clases…
Pero cuando leí la carta de Jaime López no podía sospechar que tendrían que pasar otros diez años -casi dieciséis desde mi último encuentro con él- para que yo diera con las claves que al fin me permitieron encajar en su sitio revelador todas las piezas de aquel rompecabezas hecho con fichas de sordidez y toneladas de manipulación y ocultamiento: los componentes que conformaron el tiempo y moldearon la obra de Ramón Mercader. Aquellos diez años resultaron ser, además, los que vieron nacer y morir las esperanzas de laperestroika y les provocó a muchos los asombros que generó el destape de la glasnost soviética, el conocimiento de los verdaderos rostros de personajes como Ceausescu y el cambio de rumbo económico en China, con la consiguiente revelación de los horrores de su genocida Revolución Cultural, realizada en nombre de la pureza marxista. Fueron los años de una ruptura histórica que cambiaría no solo el equilibrio político del mundo, sino hasta los colores de los mapas, las verdades filosóficas y, sobre todo, cambiaría a los hombres. En esos años se atravesó el puente que iba del entusiasmo de lo mejorable a la decepción de comprobar que el gran sueño estaba enfermo de muerte y que en su nombre se habían cometido hasta genocidios como el de la Camboya de Pol Pot. Por eso, al final, lo que parecía indestructible terminó deshecho, y lo que considerábamos increíble o falso resultó ser la punta de un iceberg que ocultaba en las profundidades las más macabras verdades de lo que había ocurrido en el mundo por el que había luchado Ramón Mercader. Aquéllas fueron las revelaciones que nos ayudaron a enfocar los bultos imprecisos que, durante años, apenas habíamos entrevisto en las penumbras y a darles un perfil definitivo, tan espantoso como ya es fácil saber. Aquéllos fueron los tiempos en los que se concretó el gran desencanto.