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La bruma helada devoró el perfil de las últimas chozas y la caravana penetró otra vez en el vértigo de aquella blancura angustiosa, sin asideros ni horizontes. Fue en ese instante cuando Liev Davídovich consiguió entender por qué los habitantes de aquel rincón áspero del mundo insisten, desde el origen de los tiempos, en adorar las piedras.

Los seis días que policías y desterrados habían invertido para viajar de Alma Ata a Frunze, a través de las estepas heladas del Kirguistán, envueltos en el blanco absoluto donde se perdían las nociones del tiempo y la distancia, le habían servido para descubrir lo fútil de todos los orgullos humanos y la dimensión exacta de su insignificancia cósmica ante la potencia esencial de lo eterno. Las oleadas de nieve que caían de un cielo de donde se habían esfumado las trazas del sol y amenazaban con devorar todo lo que se atreviera a desafiar su demoledora persistencia, se revelaban como una fuerza indomeñable, a la cual ningún hombre se podía enfrentar: suele ser entonces cuando la aparición de un árbol, el perfil de una montaña, la quebrada helada de un río, o una simple roca en medio de la estepa, se transmutan en algo tan notable como para convertirse en objeto de veneración: los nativos de aquellos desiertos remotos han glorificado las piedras, pues aseguran que en su capacidad de resistencia se expresa una fuerza, encerrada para siempre en su interior, como fruto de una voluntad eterna. Unos meses atrás, viviendo ya en su deportación, Liev Davídovich había leído que el sabio conocido como Ibn Batuta, y más al oriente por el nombre de Shams ad-Dina, había sido quien le revelara a su pueblo que el acto de besar una piedra sagrada produce un goce espiritual alentador, pues al hacerlo los labios experimentan una dulzura tan penetrante que genera el deseo de seguir besándola, hasta el fin de los tiempos. Por eso, donde existiera una piedra sagrada estaba prohibido librar batallas o ajusticiar enemigos, pues la pureza de la esperanza debía ser preservada. La sabiduría visceral que había inspirado aquella doctrina le resultó tan diáfana que Liev Davídovich se preguntó si en realidad la Revolución tendría el derecho de trastocar un orden ancestral, perfecto a su modo e imposible de calibrar para un cerebro europeo afectado de prejuicios racionalistas y culturales. Pero ya andaban por aquellas tierras los activistas políticos enviados desde Moscú, empeñados en convertir a las tribus nómadas en trabajadores de granjas colectivas, a sus cabras montaraces en ganado estatal, y en demostrarles a turkmenos, kazajos, uzbecos y kirguises que su atávica costumbre de adorar piedras o árboles de la estepa era una deplorable actitud antimarxista a la que debían renunciar en favor del progreso de una humanidad capaz de comprender que, al fin y al cabo, una piedra es solo una piedra y que no se experimenta otra cosa que un simple contacto físico cuando el frío y el agotamiento devoran las fuerzas humanas y, en medio de un desierto helado, un hombre apenas armado con su fe encuentra un pedazo de roca y se lo lleva a los labios.


Una semana antes, Liev Davídovich había visto cómo le arrebataban las últimas piedras que aún le permitían ubicarse en el turbio mapa político de su país. Después escribiría que aquella mañana había despertado aterido y agobiado por un mal presentimiento. Convencido de que los temblores que lo recorrían no eran solo obra del frío, había tratado de controlar los espasmos y conseguido ubicar en la penumbra la desvencijada silla convertida en mesa de noche. Tanteó hasta recuperar las gafas, pero los temblores lo hicieron fallar dos veces en el intento de colocar las patillas metálicas tras las orejas. En la luz lechosa del amanecer invernal, al fin había logrado entrever en la pared del cuarto el almanaque adornado con la imagen de unos pétreos jóvenes del Komsomol Leninista que unos días atrás le habían hecho llegar desde Moscú, sin que pudiera saber quién lo enviaba, pues el sobre y la posible carta del remitente habían desaparecido, como toda su correspondencia de los últimos meses. Solo en ese momento, mientras la evidencia numerada del calendario y la pared áspera de la que pendía terminaban de devolverle a su realidad, él tuvo la certeza de que había despertado con aquel desasosiego debido a que había perdido la noción de dónde estaba y cuándo despertaba. Por eso había sentido un alivio palpable al saber que era 20 de enero de 1929 y estaba en Alma Ata, echado en un camastro chirriante, y que a su lado dormía su esposa, Natalia Sedova.

Tratando de no mover el jergón, al fin se incorporó. De inmediato sintió en sus rodillas la presión del hocico deMaya: su perra le daba los buenos días, y él había acariciado sus orejas, en las que encontró calor y un reconfortante sentido de realidad. Cubierto con el capote de piel cruda y una bufanda al cuello, había vaciado su vejiga en el orinal y pasó a la estancia que hacía las veces de comedor y cocina, ya iluminada por dos lámparas de gas y caldeada por la estufa sobre la que descansaba el samovar preparado por su carcelero personal. Para los amaneceres él siempre había preferido el café, pero ya se había resignado a conformarse con lo que le asignaban los misérrimos burócratas de Alma Ata y sus vigilantes de la policía secreta. Sentado a la mesa, muy cerca de la estufa, empezó a beber en un tazón chino unos sorbos de aquel té fuerte, demasiado verde para su gusto, mientras acariciaba la cabeza de Maya, sin imaginar aún que muy pronto iba a tener la más artera ratificación de que su vida y hasta su muerte habían dejado de pertenecerle.

Hacía exactamente un año que lo habían confinado en Alma Ata, en los confines de la Rusia asiática, más cerca de la frontera china que de la última estación de cualquier ferrocarril ruso. En realidad, desde que él, su mujer y su hijo Liova habían bajado del camión cubierto de nieve en el que habían recorrido el tramo final del camino hacia una deportación escogida con alevosía, Liev Davídovich había comenzado a esperar la muerte. Estaba convencido de que si por milagro sobrevivía al paludismo y la disentería, la orden de eliminarlo iba a llegar tarde o temprano («Si muere tan lejos, cuando la gente lo sepa ya estará bien enterrado», pensaron sin duda sus enemigos). Pero, en tanto ocurría lo que esperaban, sus adversarios habían decidido aprovechar el tiempo y se dedicaron a liquidarlo de la historia y de la memoria, que también habían pasado a ser propiedad del Partido: la edición de sus libros, justo cuando alcanzaba el tomo vigésimo primero, había sido suspendida, a la vez que se realizaba una operación de recogida de ejemplares en librerías y bibliotecas; al mismo tiempo, su nombre, calumniado primero y disminuido después, empezó a ser borrado de recuentos históricos, homenajes, artículos periodísticos, incluso de fotografías, hasta hacerlo sentir cómo se iba convirtiendo en nada absoluta, hoyo sin fondo en la memoria. Por eso Liev Davídovich pensaba que si hasta entonces algo le había salvado la vida, era el temor al sismo que esa decisión podría provocar, si es que algo todavía era capaz de alterar la conciencia de un país deformado por miedos, consignas y mentiras. Pero un año de silencio obligatorio, acumulando golpes bajos sin posibilidad de réplica, viendo cómo se desarticulaban los restos de la Oposición que había liderado, lo convencería de que su desaparición se iba convirtiendo, cada día más, en una necesidad para el macabro deslizamiento hacia la satrapía en que había derivado la Gran Revolución proletaria.

Aquel año de 1928 había sido, ni siquiera lo dudaba, el peor de su vida, aun cuando hubiera vivido otros muchos tiempos terribles, en las cárceles zaristas o vagando sin dinero y muy pocas esperanzas por media Europa. Pero en cada circunstancia descorazonadora lo había sostenido la convicción de que todos los sacrificios eran necesarios cuando se aspiraba al bien mayor de la Revolución. ¿Por qué debía luchar ahora, si ya la Revolución llevaba diez años en el poder? La respuesta se le iba haciendo cada día más clara: para sacarla del abismo pervertidor de una reacción empeñada en asesinar los mejores ideales de la civilización humana. Pero ¿cómo? Ésa seguía siendo la gran pregunta, y las respuestas posibles se le cruzaban, en un fárrago de contradicciones capaces de paralizarlo en medio de su extraña lucha de comunista marginado contra otros comunistas que se habían apropiado de la Revolución.

Con informaciones censuradas y hasta falseadas, había seguido la mezquina puesta en marcha de un proceso de desestabilización ideológica, de confusión de posiciones políticas hasta poco antes definidas, mediante el cual Stalin y sus secuaces lo despojaban de sus palabras e ideas, por el malévolo procedimiento de apropiarse de los mismos programas por los que él había sido hostigado hasta ser expulsado del Partido.

En aquel instante de sus cavilaciones escuchó cómo la puerta de la casa se abría con un alarido de maderas congeladas y vio entrar al soldado Dreitser, arrastrando una nube de aire frío. El nuevo jefe del grupo de vigilancia de la GPU solía mostrar su pedazo de poder penetrando en la casa sin dignarse tocar a una puerta a la cual habían despojado de la dignidad de los pestillos. Cubierto con gorro orejero y capote de piel, el policía había empezado a sacudirse la nieve sin atreverse a mirarlo, pues sabía que era portador de una orden que solo un hombre, en todo el territorio de la Unión Soviética, era capaz de idear y, más aún, de hacer cumplir.

Tres semanas atrás, el soldado Dreitser había llegado como una especie de heraldo negro del Kremlin, cargado de nuevas restricciones y con el ultimátum de que si Trotski no suspendía del todo su campaña oposicionista entre las colonias de deportados, sería completamente aislado de la vida política. ¿Qué campaña, si desde hacía meses no podía enviar ni recibir correspondencia?; ¿y con qué nuevo aislamiento lo amenazaban que no fuera el de la muerte? Para hacer más patente su control, el agente había decretado la prohibición de que Liev Davídovich y su hijo Liev Sedov salieran de caza, a sabiendas de que con aquellas nevadas era imposible cazar. Aun así, incautó escopetas y cartuchos para mostrar su voluntad y poder.

Cuando consiguió liberarse de la nieve acumulada sobre su abrigo, Dreitser se acercó al samovar para servirse un té. Por el ulular del viento, Liev Davídovich había deducido que afuera habría menos de treinta grados bajo cero y el imperio de la nieve interminable que, a excepción de algunas piedras salvadoras, era lo único que existía en aquella estepa maldita. Luego del primer sorbo de té, el soldado Dreitser al fin había hablado y, con su acento de oso siberiano, le dijo que tenía una carta, llegada de Moscú. No le costó imaginar que aquella carta capaz de atravesar el control postal solo podía traer las peores noticias, y se lo había confirmado el detalle de que por primera vez Dreitser se hubiera dirigido a él sin llamarle«camarada Trotski», el último título que había conservado en su turbulenta degradación desde la cumbre del Poder hasta la soledad del destierro al que lo había enviado el advenedizo Iósif Stalin.

Desde que en julio recibiera la noticia de la muerte de su hija Nina, vencida por la tisis, Liev Davídovich había vivido con el temor de que ocurrieran otras desgracias familiares, provocadas por la vida o, cada vez lo pensaba con más pavor, por el odio. Zina, la otra hija de su primer matrimonio, había enfermado de los nervios, y su marido, Platón Vólkov, ya andaba, como otros oposicionistas, por un campo de trabajo en el Círculo Polar Ártico. Por fortuna, su hijo Liova estaba con ellos, y el joven Seriozha, elhomo apoliticus de la familia, permanecía ajeno a las luchas partidistas.

La voz de Natalia Sedova, que daba los buenos días a la vez que maldecía al frío, llegó en ese instante. El esperó a que ella entrara, recibida por el júbilo deMaya, y había sentido cómo el corazón se le encogía: ¿sería capaz de darle a Natasha una noticia fatal sobre el destino de su amado Seriozha? Con un tazón en las manos ella había ocupado una silla y él la observó: todavía es una mujer bella, pensó, según escribiría después. Entonces le informó que tenían correspondencia de Moscú y la mujer también se puso en alerta.

Dreitser había dejado su taza junto a la estufa para hurgar en sus bolsillos hasta hallar el paquete de los insoportables cigarrillos turkestanos y, como si aprovechara el acto, había metido la mano en el compartimento interior de su capote, de donde extrajo el sobre amarillo. Pareció, por un segundo, que tuviera la intención de abrirlo, pero optó por colocar el envoltorio en la mesa. Como si no lo corroyera la ansiedad, Liev Davídovich había mirado a Natalia, después al sobre sin timbre donde venía grabado su nombre, y arrojó hacia un rincón el té frío. Le tendió el tazón a Dreitser, que se vio obligado a tomarlo y regresar al samovar para rellenarlo. Aunque siempre le había gustado ser teatral, comprendió que malgastaba sus dotes histriónicas ante aquel público reducido y, sin esperar la llegada del té, abrió el sobre. Contenía un folio, escrito a máquina, con el membrete de la GPU, sin fecha de envío. Tras reacomodarse las gafas, había invertido menos de un minuto en la lectura, pero extendió su silencio, esta vez sin afanes teatrales: la conmoción ante lo increíble lo había dejado sin voz. El ciudadano Liev Davídovich Trotski debía abandonar el país, en un plazo de veinticuatro horas. La expulsión, sin destino específico, se decidía en virtud del recién creado artículo 58/10, útil para todo, aunque en su caso, según el folio, se le acusaba «de sostener campañas contrarrevolucionarias consistentes en la organización de un partido clandestino hostil a los Soviets…». Todavía en silencio, le pasó la nota a su mujer.

Natalia Sedova, las manos sobre la mesa de madera basta, lo miraba, petrificada por el peso de la decisión que los condenaba no ya a morir de frío en un rincón del país, sino a tomar el camino de un exilio que se presentaba como una nube oscura. Veintitrés años de vida en común, compartiendo dolores y triunfos, fracasos y glorias, le sirvieron a Liev Davídovich para leer los pensamientos de la mujer a través de sus ojos azules: ¿desterrado el líder que movió las conciencias del país en 1905, el que había hecho triunfar el levantamiento de Octubre de 1917 y había creado un ejército en medio del caos y salvado la Revolución en los años de las invasiones imperialistas y la guerra civil? ¿Expulsado por desacuerdos de estrategia política y económica?, había pensado ella. De no ser tan patética, aquella orden habría resultado risible.

Mientras se ponía de pie, con los últimos restos de su ironía le preguntó al soldado Dreitser si tenía alguna idea de cuándo y dónde sería el primer congreso de su «partido clandestino», pero el heraldo se había limitado a exigirle que acusara el recibo de la comunicación. En el borde de la orden Liev Davídovich escribió: «El decreto de la GPU, criminal en el fondo e ilegal en la forma, me ha sido notificado con fecha 20 de enero de 1929», lo firmó con un trazo rápido y calzó la hoja con un cuchillo sucio. Entonces miró a su mujer, todavía anonadada, y le pidió que despertara a Liova: apenas tendrían tiempo para recoger los papeles y los libros, y caminó hacia la habitación, seguido porMaya, como si lo azuzara la prisa, aunque en verdad Liev Davídovich había huido por el temor a que el policía y su mujer le hubieran visto llorar por la impotencia que le provocaban la humillación y la mentira.

Desayunaron en silencio y, como siempre, Liev Davídovich fue dando aMaya unas migas del pan untado con la manteca rancia que les servían. Más tarde Natalia Sedova le confesaría que en aquel instante había visto en sus ojos, por primera vez desde que se conocieran, el destello oscuro de la resignación, un estado de ánimo tan alejado de su actitud de un año antes, cuando, al pretender deportarlo de Moscú, habían tenido que sacarlo hacia la estación de trenes cargado entre cuatro hombres, sin que él dejara de vociferar y maldecir la estampa de los sepultureros de la Revolución.

Seguido por su perra, Liev Davídovich regresó a la habitación, donde ya había comenzado a preparar las cajas en las cuales colocaría aquellos papeles a los que se habían reducido sus pertenencias, pero que para él valían tanto o más que su vida: ensayos, proclamas, partes de guerra y tratados de paz que cambiaban el destino del mundo, pero sobre todo cientos, miles de cartas, firmadas por Lenin, Plejánov, Rosa Luxemburgo y tantos otros bolcheviques, mencheviques, socialistas revolucionarios entre los que había vivido y luchado desde que, siendo todavía un adolescente, fundara la romántica Unión de Obreros del Sur de Rusia, con la peregrina idea de derrocar al zar.

La certeza de la derrota le oprimía el pecho, como si lo aplastara la pata de un caballo, y lo asfixiaba. Por eso recogió las sobrebotas y las galochas de fieltro y avanzó con ellas hasta el comedor, donde Liova organizaba archivos, y comenzó a calzarse, ante el asombro del joven, que le preguntó qué se proponía. Sin responder, tomó las bufandas colgadas tras la puerta y, seguido de su perra, salió al viento, la nieve y la grisura de la mañana. La tormenta, desatada dos días antes, no parecía tener intenciones de remitir y al penetrar en ella él sintió cómo su cuerpo y su alma se hundían en el hielo y en la bruma, mientras el aire le hería la piel de la cara. Dio unos pasos hacia la calle desde la que se divisaban las últimas estribaciones de los montes Tien-Shan, y fue como si hubiese abrazado la nube blanca hasta fundirse con ella. Silbó, reclamando la presencia deMaya, y se sintió aliviado cuando la perra se acercó. Apoyando la mano en la cabeza del animal, había notado cómo la nieve empezaba a cubrirlo. Si permanecía allí diez, quince minutos, se convertiría en una mole helada y se le detendría el corazón, a pesar de los abrigos. Podría ser una buena solución, pensó. Pero si mis verdugos no me matan aún, se dijo, no les adelantaré el trabajo. Guiado por Maya desanduvo los metros que lo separaban de la casucha: Liev Davídovich sabía que todavía quedaba vida, y también balas por disparar.


Natalia Sedova, Liev Sedov y Liev Davídovich se habían sentado a beber un último té mientras esperaban la llegada del séquito policial que los conduciría al destierro. En la habitación, las cajas de papeles estaban listas, tras una criba mediante la cual se habían deshecho de decenas de libros considerados levemente prescindibles. Temprano en la mañana, uno de los policías había recogido los tomos desechados y, apenas los sacó de la cabaña, les había prendido fuego después de rociarlos con petróleo.

Dreitser llegó hacia las once. Como de costumbre, entró sin tocar y les comunicó que se posponía el viaje. Natalia Sedova, siempre preocupada por las cosas prácticas, le preguntó por qué pensaba que al día siguiente la tormenta remitiría, y el jefe de los vigilantes le explicó que acababa de recibir el reporte del tiempo pero, sobre todo, lo sabía porque podía otearlo en el aire. Fue entonces cuando Dreitser, otra vez necesitado de mostrar su poder, le dijo a Liev Davídovich que la perraMaya no podía viajar con ellos.

La reacción del desterrado fue tan violenta que sorprendió al policía:Maya formaba parte de su familia y se iba con él o no se iba nadie. Dreitser le recordó que él ya no estaba en condiciones de ordenar ni de amenazar, y Liev Davídovich le dio la razón, pero le recordó que aún podía hacer algún disparate que acabaría con la carrera del vigilante y haría que lo devolvieran a Siberia, pero no a su pueblo, sino a uno de esos campos de trabajo que dirigía su jefe en la GPU. Al observar el efecto inmediato de sus palabras, Liev Davídovich comprendió que aquel hombre estaba sometido a una gran presión y decidió ganar la partida sin emplear más cartas: ¿cómo era posible que un siberiano le pidiera a alguien que abandonara a un galgo ruso? Y lamentó que Dreitser nunca hubiera visto a Maya cazar zorros en la tundra helada. El policía, escabullándose por la puerta que le abría el otro, ejecutó el acto con el cual trataba de demostrar quién tenía el poder: podían llevar al animal, pero ellos se encargaban de limpiar sus mierdas.

El olfato siberiano de Dreitser se equivocaría tanto como las predicciones de los meteorólogos, y la tormenta bajo la que dejaron Alma Ata, lejos de remitir, arreció a medida que el autobús avanzaba en las estepas. En la tarde (supo que era la tarde solo porque así lo indicaban los relojes), cuando llegaron a la aldea de Koshmanbet, comprobó que habían gastado siete horas para recorrer treinta kilómetros de camino llano bajo la helada.

Al día siguiente, cabeceando sobre el sendero helado, el autobús logró llegar al puerto de montaña de Kurdai, pero el intento de mover con un tractor la caravana de siete automóviles en los que viajarían todos desde ese punto resultó inútil y cruento: siete miembros de la escolta policial murieron de frío junto a una cantidad notable de caballos. Entonces Dreitser había optado por los trineos, sobre los cuales se deslizarían durante otros dos días, hasta avistar Pichpek, de nuevo en camino llano, donde abordaron otros automóviles.

Frunze, con sus mezquitas y el olor a manteca de carnero que escapaba de las chimeneas, les pareció a deportados y deportadores la estampa de un oasis salvador. Por primera vez desde que dejaron Alma Ata pudieron volver a bañarse y a dormir en camas, despojados de los abrigos malolientes cuyo peso casi les impedía caminar. Para corroborar que en la miseria todos los detalles son un lujo, Liev Davídovich tuvo incluso la posibilidad de paladear un oloroso café turco del que bebió hasta sentir cómo se le agitaba el corazón.

Esa noche, antes de que se fueran a la cama, el soldado Igor Dreitser se sentó a beber café con los Trotski y les informó que su misión al frente de la escolta terminaba allí. Varias semanas de convivencia con aquel siberiano malencarado lo habían convertido, sin embargo, en una presencia habitual entre ellos y por eso, en el instante de la despedida, Liev Davídovich le deseó buena suerte y se permitió recordarle algo: no importaba quién fuese el Secretario del Partido. Daba igual si estaba Lenin, Stalin, Zinóviev o él… Los hombres como Dreitser trabajaban para el país, no para un dirigente. Luego de escucharlo, Dreitser le extendió la mano y, sorprendentemente, le dijo que, a pesar de las circunstancias, para él había sido un honor conocerlo; pero lo que verdaderamente lo intrigó fue cuando el agente, casi en un susurro, le informó que, aunque la orden especificaba que quemaran toda la papelería del deportado, él había decidido que se quemaran solo unos libros. Apenas Liev Davídovich había conseguido asimilar aquella extraña información cuando sintió en sus falanges la presión siberiana de la mano de Dreitser, quien dio media vuelta y salió a la oscuridad y la nevada.

Con el relevo del equipo policial, al frente del cual se colocó un agente nombrado Bulánov, los deportados habían tenido la esperanza de rasgar el velo y conocer cuál sería el destino que les habían asignado. Sin embargo, Bulánov tan solo les pudo informar que tomarían un tren especial en la cabeza de línea de Frunze, sin que la orden especificara hacia dónde. Tanto misterio, pensó Liev Davídovich, solo podía ser obra del miedo a improbables pero todavía temidas reacciones de sus diezmados seguidores en Moscú. También pensó si toda aquella operación no era otra pantomima orquestada para crear confusión y estados de opinión manejables, técnica predilecta de Stalin, que en varias ocasiones a lo largo de aquel año había hecho rodar rumores sobre su inminente destierro, posteriormente desmentidos con mayor o menor énfasis, pero que le sirvieron para difundir la idea y preparar la llegada de aquella condena de la que la gente solo tendría noticia cuando ya se hubiera concretado.

Solo durante los meses previos a la expulsión, sufriendo una derrota política que conseguía atarle las manos, Liev Davídovich había comenzado a valorar con seriedad y espanto la magnitud de la habilidad manipuladora de Stalin. Demasiado tarde comprendió que había menospreciado la inteligencia del ex seminarista georgiano, y no había sido capaz de valorar su genio para la intriga, su desvergüenza para mentir y armar componendas. Stalin, educado en las catacumbas de las luchas clandestinas, había aprendido todas las modalidades de demolición subterránea, y ahora las aplicaba, en beneficio personal, en busca de los mismos fines por los que antes las había practicado el partido bolchevique: para hacerse con el poder. El modo en que fue desarmando y desplazando a Liev Davídovich, mientras utilizaba la vanidad y los miedos de hombres que nunca parecieron tener miedos ni vanidades, los calculados virajes de sus fuerzas a uno y otro extremo del diapasón político, habían sido la obra maestra de una manipulación que, para coronar la victoria del georgiano, había contado con la imprevisible ceguera y el orgullo de su rival.

Más que lograr su expulsión del Partido, y ahora del país, la gran victoria de Stalin había sido convertir la voz de Trotski en la encarnación del enemigo interno de la Revolución, de la estabilidad de la nación, del legado leninista, y haberlo aplastado con el muro de la propaganda de un sistema que el propio Liev Davídovich había contribuido a crear, y contra el cual, por principios inviolables, no podía oponerse si con ello arriesgaba la permanencia de ese sistema. El combate en que debía empeñarse desde ese momento sería contra unos hombres, contra una fracción, jamás contra la Idea. Pero ¿cómo luchar contra ellos si esos hombres se han apropiado de la Idea y se presentan al país y al mundo como la encarnación misma de la revolución proletaria?, comenzó a pensar entonces y seguiría pensando después de su deportación.


Al dejar atrás Frunze, se inició la odisea ferroviaria de aquel peregrinaje. La nieve impuso una marcha lenta a la vieja locomotora inglesa tras la cual se movían cuatro vagones. En sus años al frente del Ejército Rojo, cuando tuvo que recorrer la geografía del país inmerso en la guerra civil, Liev Davídovich llegó a conocer casi todo el entramado de las vías férreas de la nación. En aquel tren especial había viajado, según cálculos, suficientes kilómetros como para dar cinco veces y media la vuelta a la Tierra. Por eso, al salir de Frunze pudo deducir que se movían atravesando el sur asiático de la Unión de los Soviets y su destino no podía ser otro que el mar Negro, por alguno de cuyos puertos los sacarían del país. ¿Hacia dónde? Dos días después, cumplida una rápida estadía en una estación perdida en la estepa, Bulánov llegó con la noticia que daba fin a las expectativas: un telegrama remitido desde Moscú informaba de que el gobierno de Turquía aceptaba recibirlo en calidad de invitado, con una visa por problemas de salud. Al oír la noticia la ansiedad del deportado se sintió tan congelada como si viajara desnuda en el techo del tren: de todos los destinos imaginados para su destierro, la Turquía de Kemal Paschá Atatürk no había figurado entre las posibilidades realistas, a menos que quisieran ponerle sobre un cadalso y adornarle el cuello con una soga engrasada, pues desde el triunfo de la Revolución de Octubre el vecino del sur se había convertido en una de las bases de los exiliados blancos más agresivos contra el régimen de los Soviets, y depositarle en ese país era como soltar un conejo en medio de una jauría de perros. Por eso le gritó a Bulánov que no iría a Turquía: podía aceptar que lo expulsaran del país que se habían robado, pero el resto del mundo no les pertenecía y su destino tampoco.

Cuando se detuvieron en la legendaria Samarcanda, Liev Davídovich vio a Bulánov y a dos oficiales descender del vagón de la comandancia y perderse en el edificio con aires de mezquita que funcionaba como estación: tal vez cumplían la exigencia del deportado y Moscú gestionaría otro visado. Comenzó ese día la ansiosa espera de los resultados de las consultas y, al hacerse evidente que el proceso sería dilatado, hicieron avanzar el tren durante más de una hora para detenerlo en un ramal muerto en medio del desierto helado. Fue entonces cuando Natalia Sedova le pidió a Bulánov que, mientras aguardaban respuesta de Moscú, telegrafiaran a su hijo, Serguéi Sedov, y a Ania, la esposa de Liova, para que, como les habían concedido, se reunieran por unos días con ellos antes de abandonar el país.

Liev Davídovich nunca lograría saber si los doce días en que permanecieron varados en aquel paraje en medio de la nada se debieron a las demoras de las consultas diplomáticas o solo fue por la más asoladora tormenta de nieve que jamás hubiera visto, capaz de bajar los termómetros a cuarenta grados bajo cero. Cubiertos con todos los abrigos, gorros y mantas a su alcance, recibieron la visita de Seriozha y Ania, que viajó sin los niños, demasiado pequeños para ser expuestos a aquellas temperaturas. Bajo la mirada ocasional de alguno de los vigilantes, la familia disfrutó durante ocho días de charlas intrascendentes y amables, encarnizadas partidas de ajedrez y lecturas en voz alta, mientras él, personalmente, se encargaba de preparar el café traído por Serguéi. A pesar del escepticismo del auditorio, cada vez que los guardias los dejaban solos, el optimismo compacto de Liev Davídovich se desataba y le hacía hablar de planes para la lucha y el regreso. En las noches, cuando los demás dormían, el deportado se arrinconaba en el vagón y, escuchando las respiraciones entrecortadas a causa de la epidemia de gripe que se había desatado en el convoy, aprovechaba sus insomnios para escribir cartas de protesta dirigidas al Comité Central bolchevique, y programas de lucha oposicionista que, finalmente, decidió guardar consigo para no comprometer a Seriozha con unos papeles que bien podrían llevarlo a la cárcel.

El frío era tan intenso que, periódicamente, la locomotora tenía que encender sus motores y recorrer algunos kilómetros, para evitar que se atrofiaran sus mecanismos. Imposibilitados de bajar por la intensidad de la nieve (Liev Davídovich no quiso rebajarse a pedir permiso para conocer Samarcanda, la mítica ciudad que siglos atrás había reinado sobre toda el Asia central), esperaban los periódicos solo para comprobar que las noticias eran siempre desalentadoras, pues cada día se informaba de nuevas detenciones de contrarrevolucionarios antisoviéticos, como habían bautizado a los miembros de la Oposición. La impotencia, el tedio, los dolores en las articulaciones, las difíciles digestiones de comidas enlatadas, llevaron a Liev Davídovich al borde de la desesperación.

Al duodécimo día Bulánov le ofreció un resumen de respuestas: Alemania no estaba interesada en darle un visado, ni siquiera por motivos de salud; Austria ponía pretextos; Noruega exigía incontables documentos; Francia esgrimía una orden judicial de 1916 por la cual no podía entrar en el país. Inglaterra ni siquiera había respondido. Solo Turquía reiteraba su disposición a aceptarlo… Liev Davídovich tuvo la certeza de que, por ser quien era y por haber hecho lo que hizo, para él el mundo se había convertido en un planeta para el que no tenía visado.

En los días que invirtieron en el trayecto hasta Odesa, el ex comisario de la Guerra tuvo tiempo de hacer un nuevo recuento de los actos, convicciones, errores mayores y menores de su vida, y pensó que, aun cuando le hubieran impuesto convertirse en un paria, no se arrepentía de lo hecho y se sentía dispuesto a pagar el precio de sus acciones y sueños. Incluso se reafirmó más en esas convicciones cuando el tren atravesó Odesa y recordó aquellos años que se empeñaban en parecer tremendamente remotos, cuando había ingresado en la universidad de la ciudad y comprendido que su destino no estaba en las matemáticas, sino en la lucha contra un sistema tiránico, y había comenzado la interminable carrera de revolucionario. En Odesa había presentado a otros grupos clandestinos la recién fundada Unión de Obreros del Sur de Rusia, sin tener una idea clara de sus proyecciones políticas; allí había sufrido su primer encarcelamiento, había leído a Darwin y desterrado de su mente de joven judío ya demasiado heterodoxo la idea de la existencia de cualquier ser supremo; allí había sido juzgado y condenado por primera vez, y el castigo también había resultado el destierro: entonces los esbirros del zar lo habían enviado a Siberia por cuatro años, mientras que sus antiguos compañeros de lucha ahora lo deportaban fuera de su propio país, quizás por el resto de sus días. Y allí, en Odesa, había conocido al afable carcelero que lo proveía de papel y tinta, el hombre cuyo sonoro apelativo había escogido cuando, fugado de Siberia, unos camaradas le entregaron un pasaporte en blanco para que saliera a su primer exilio y, en el espacio reservado para el nombre, Trotski escribió el apellido del carcelero, que lo acompañaba desde entonces.

Luego de bordear la ciudad por la costa, el tren fue a detenerse en un ramal que penetraba hasta los atracaderos del puerto. El espectáculo que se desplegó ante los viajeros resultó conmovedor: a través de la ventisca que golpeaba las ventanillas, contemplaron el extraordinario panorama de la bahía helada, los buques sembrados en el hielo, las arboladuras quebradas.

Bulánov y otros chequistas abandonaron el tren y subieron a un vapor llamado Kalinin, mientras otros agentes se presentaron en el vagón para anunciarles que Serguéi Sedov y Ania debían retirarse, pues los deportados embarcarían en breve. La despedida, al cabo de tantos días de convivencia entre las paredes de un coche, resultó más desgarradora de lo que imaginaban. Natalia lloraba mientras acariciaba el rostro de su pequeño Seriozha, y Liova y Ania se abrazaban, como si quisieran transmitirse a través de la piel el sentimiento de abandono al que los lanzaba una separación sin límites visibles. Para protegerse, él fue conciso en sus despedidas, pero mientras miraba a Seriozha a los ojos tuvo la premonición de que estaba viendo por última vez a aquel joven, tan saludable y bello, dueño de la suficiente inteligencia para despreciar la política. Lo abrazó con fuerzas y lo besó en los labios, para llevarse consigo algo de su calor y su forma. Entonces se retiró a un rincón, seguido de Maya, y luchó por alejar de su mente las palabras que le dijera Piatakov, al final de aquella tétrica reunión del Comité Central en 1926, cuando Stalin, con el apoyo de Bujarin, había logrado su expulsión del Politburó y Liev Davídovich lo acusara delante de los camaradas de haberse convertido en el sepulturero de la Revolución. A la salida, el pelirrojo Piatakov le había dicho, con aquella costumbre suya de hablar al oído: «¿Por qué, por qué lo has hecho?… El nunca te perdonará esa ofensa. Te lo hará pagar hasta la tercera o cuarta generación». ¿Sería posible que el odio político de Stalin llegase a tocar a estas criaturas que representan lo mejor no ya de la Revolución, sino de la vida?, se preguntó. ¿Alguna vez su mezquindad alcanzaría al Seriozha que había enseñado a leer y a contar a la pequeña Svetlana Stalina? Y tuvo que responderse que el odio es una enfermedad imparable, mientras acariciaba la cabeza de su perra y observaba por última vez -en su fuero interno lo presentía- la ciudad donde treinta años antes él se había desposado para siempre con la Revolución.

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