De las infinitas batallas que había librado, ¿cuál recordaba como la más ardua? ¿Las que tuvo con Lenin en los días de la escisión entre bolcheviques y mencheviques? ¿Las tensas y dramáticas de 1917, cuando se decidía el nacimiento o el aborto de la revolución? ¿Las furiosas de la guerra civil, siempre abocadas a la violencia fratricida? ¿Las mezquinas de la sucesión y por el control del partido? ¿Las de la supervivencia física y política en aquellos años de exilio y marginación? ¿Y cuál había sido su contendiente más temible: Lenin, Plejánov, Stalin? Cuando Liev Davídovich miraba la hoja en blanco sobre la que no se atrevía a colocar la pluma, pensaba: No, la batalla nunca ha sido tan ardua ni el contrincante tan escabroso, pues jamás se había visto obligado a luchar por algo tan esencial.
Desde que Natalia Sedova dejó la Casa Azul y él se refugiara con los guardaespaldas en una cabaña de las colinas de San Miguel Regla, pretextando la necesidad de ejercicios físicos, pero tan urgido de poner distancia con la Casa Azul como de cocinarse en la soledad de su desesperación y vergüenza, había estado buscando el modo más elegante de concretar un acercamiento con su mujer a sabiendas de que su dignidad debía ser la primera pieza que tendría que sacrificar en aras del objetivo supremo.
El sentimiento de culpa hasta entonces ausente se había desatado, y no solo por la herida que le había causado a Natalia: durante aquel infame mes de junio de 1937, las vidas de dos de sus más queridos y constantes amigos habían sido devoradas por la furia de Stalin, mientras él, hundido en la reverdecida espuma de su libido, dedicaba lo mejor de su inteligencia a idear los modos de burlar las presencias de Diego y Natalia, para correr tras Frida hacia la cercana casa de Cristina Kahlo, en la calle Linares, el lugar de sus encuentros sexuales. Van Heijenoort y los jóvenes guardaespaldas habían tenido que servir de facilitadores de las citas, prestándose a las ficciones que iba generando el cerebro afiebrado de Liev Davídovich: desde cacerías, pesquerías y paseos a las montañas hasta la búsqueda de documentos que debía localizar personalmente, había utilizado todos los pretextos. Para sus protectores la situación había resultado agónica, pues sabían de los riesgos físicos que existían en cada escapada y, sobre todo, en una escandalosa ventilación de unaffaire que podría destrozar el matrimonio del exiliado y afectar a su prestigio de revolucionario generosamente acogido en la Casa Azul o, incluso, podía provocar una reacción violenta de Rivera… Pero él había decidido no mirar hacia los lados, solo preocupado por desfogar ansias y recibir la desprejuiciada actividad sexual de Frida, capaz de revelarle, a sus cincuenta y siete años, resortes y prácticas de cuya existencia apenas sospechaba. Nunca, como en aquellos días de lujuria, la locura había rondado con tanta fuerza la mente de Liev Davídovich, y cuando se observaba en los espejos veía la imagen de un hombre que apenas le resultaba conocido y que, no obstante, seguía siendo él mismo.
La tarde del 11 de junio, luego de un combate matinal con Frida, se había empeñado en la redacción de uno de los pasajes más oscuros de su relación con Stalin: la reconstrucción del día de 1907, justo treinta años atrás, cuando la lógica decía que se habían conocido, en Londres, y, quizás, se había escrito el prólogo de aquella guerra. Natalia, que ya percibía en la atmósfera la densidad del engaño, había entrado en la habitación y, sin decir palabra, colocado el periódico sobre el folio que él estaba escribiendo. Sin levantar la vista, Liev Davídovich había leído el titular y sentido cómo crecía la angustia en su pecho mientras devoraba el reporte tomado delPravda: en Moscú se había iniciado la causa contra ocho altos oficiales del Ejército Rojo, encabezados por el mariscal Tujachevsky, el segundo hombre de la jerarquía militar, y el juicio había quedado visto para sentencia. El tribunal que los juzgaba, abundaba el despacho, era una sección especial del Supremo y se componía de «la flor y nata del glorioso Ejército Rojo».
De inmediato el ex comisario de la Guerra había advertido que, a diferencia de los juicios efectuados en el último año, a Tujachevsky y a los otros generales no se les acusaba de trotskismo sino de ser miembros de una organización al servicio del Tercer Reich. Aun cuando ya sabía que los viejos oficiales del Ejército Rojo estaban en la mira de Stalin, Liev Davídovich no había podido imaginar que, a menos que tuviera las pruebas más sólidas de la existencia de un complot, el Sepulturero se atreviera a una decapitación de la cúpula militar del país en un momento en el que la guerra parecía inevitable. El sabía que desde la sustitución de Tujachevsky como viceprimer Comisario de Defensa, dos meses antes, muchas debían de haber sido las detenciones ordenadas entre la alta oficialidad; más aún, estaba seguro de que el destino de aquellos militares se había decidido cuando se hizo público que el responsable administrativo y político del ejército, el viejo bolchevique Gamárnik, se había suicidado, mientras cuatro de sus asesores desaparecían misteriosamente.
A la mañana siguiente Moscú había informado del fusilamiento sumarísimo de los acusados, que, aseguraban, habían reconocido su traición. La estupefacción y el dolor habían paralizado a Liev Davídovich: él sabía que tal vez Stalin tenía razón en temer que los líderes del ejército pudieran urdir una conspiración para echarlo del poder, pero resultaba inadmisible acusar a aquellos hombres (sostenes militares de la revolución en los días más oscuros) de agentes de una potencia fascista, sobre todo cuando la lista de reos la encabezaban, precisamente, comunistas y judíos, como los generales Yakir, Eidemann y Feldmann. Pero, si en realidad los militares habían conspirado, ¿por qué no habían actuado?, ¿por qué habían demorado el golpe cuando estaban advertidos de que iban tras ellos?
Nunca antes Liev Davídovich había sentido igual temor por el futuro de la revolución y del país, a la vez que estaba convencido de que si Stalin se atrevía a dar aquel salto mortal era porque tenía en sus manos la promesa de Hitler de respetar las fronteras de la URSS en caso de guerra. De no ser así, los jefes fascistas debían de pensar que Stalin estaba definitivamente loco al aceptar la historia de aquella conspiración que ningún ser racional se tragaría, pues solo el hecho de colocar a tres altos oficiales de origen judío como cabecillas de un complot progermano habría resultado increíble hasta para los mismos nazis, supuestos socios de los traidores. La conclusión inevitable había sido que, con aquel proceso, Stalin daba otro paso en su acercamiento a Hitler, al que tantas veces había denunciado desde el ascenso electoral del fascismo.
Durante varios días Liev Davídovich había dejado de buscar a Frida para refugiarse en el seguro consuelo de su Natasha, para quien la muerte de Tujachevsky, como tantas otras que se les revolvían en la memoria, eran pérdidas de sus propios afectos. ¿A cuántos más iba a matar Stalin?, le había preguntado Natalia una noche, mientras bebían café en la habitación, y él le ofreció su respuesta: mientras quedase un bolchevique con memoria del pasado, los verdugos tendrían trabajo… Ya la guerra a muerte no era contra la oposición, sino con la historia. Para hacerlo bien, Stalin tenía que matar a todos los que conocieron a Lenin, a los que conocieron a Liev Davídovich y, por supuesto, a los que conocieron a Stalin… Tenía que acallar a todos los que habían sido testigos de sus fracasos, del genocidio de la colectivización, de la locura asesina de sus obras y sus campos de trabajo… Y después todavía tendría que expulsar del mundo a los que lo habían ayudado a aniquilar la oposición, el pasado, la historia, y también a los testigos molestos… ¿Y Serguéi? ¿Y Liova? ¿Y por qué no ha venido ya por nosotros?, se preguntó entonces la mujer. El observó que los ojos de Natalia Sedova tenían el brillo mate del dolor y había sentido en el pecho la presión de la vergüenza por sus debilidades y se negó a decirle que sus hijos estaban tan condenados a morir como ellos dos. Quizás alterado por el dolor, en ese instante cometió uno de los deslices más imperdonables de su vida y le preguntó a Natalia si le daba miedo morir. Del azul mate, los ojos de ella pasaron al color del acero, como el de una daga húmeda, y él había sentido un miedo que jamás le había tenido a nada en la vida: no, ella no le temía a la muerte, dijo la mujer. Solo le preocupaba que murieran el respeto y la confianza.
Sintiendo cómo se ahogaba en un reflujo de vergüenza, Liev Davídovich pensó que había llegado el momento de poner fin a su relación con Frida.
Días después, Liev Davídovich se diría que otra noticia, llegada esa vez desde España, había sido la culpable de que dilatara la decisión de cerrar su amorío clandestino. La depresión en que amenazó hundirlo la confirmación de que su viejo colega Andreu Nin había desaparecido tras haber sido detenido, acusado de cargos similares a los que se utilizaban en Moscú, le había impedido sobreponerse a la lujuria que lo mantenía atado al sexo voraz de la mujer de Diego Rivera.
La historia de la detención y la desaparición de Nin estaba llena de contradicciones y, como ya era habitual, de chapuceros retos a la credibilidad. Por diversas fuentes el exiliado logró establecer que el 16 de junio la policía había sacado al comunista catalán de Barcelona para llevarlo a Valencia. La última noticia confirmada lo ubicaba, la noche del 22, en una prisión especial de Alcalá de Henares, de donde, según la prensa oficial, había sido rocambolescamente rescatado por un comando alemán, encargado de llevarlo a territorio fascista y, más tarde, de enviarlo a Berlín.
La acusación de que Nin era un espía franquista resultaba burda e insostenible: los hombres de Stalin en España ni siquiera se habían preocupado demasiado por la verosimilitud de sus imputaciones. La desaparición y casi segura muerte de aquel amigo que más de diez años atrás Liev Davídovich había conocido en Moscú y se había sumado a la oposición sin renunciar jamás a sus propios criterios políticos de comunista convencido y anárquico, solo podía deberse a la asombrosa capacidad de Nin para resistir las torturas de la GPU sin firmar las declaraciones que con toda seguridad le pusieron delante. Un luchador como él habría sabido, desde el principio de su calvario, que su destino estaba decretado, pero que de sus labios dependían el prestigio de su partido y la vida de sus compañeros, acusados de promotores de un golpe de Estado. Y vencer a Stalin debió de convertirse en su última obsesión mientras era torturado y se negaba a firmar la condena de la izquierda española y de su propia memoria.
La imagen del joven Tujachevsky, siempre marcial, convertido en plena guerra civil en uno de los puntales del recién creado Ejército Rojo, y la desmañada y pasional de Andreu Nin, deslumbrado con la realidad soviética pero sin dejar de interrogarla, acompañarían a Liev Davídovich en el entierro de su último suspiro juvenil. Aunque después de los primeros choques eróticos Frida había comenzado a enviarle señales que podían leerse como de contención, el hombre, embriagado de sexo, se había negado o había sido incapaz de entenderlas, aun cuando no había dejado de advertir que, tras primeras citas, ella había tratado de esquivarlo (satisfecha tal vez su curiosidad político-sexual, cumplida su posible venganza contra las infidelidades de Rivera), provocando que él la persiguiera incluso con más saña. Cuando al fin se tendían en la intimidad, ella trataba de resolver el trámite con rapidez, mientras él le confesaba una y otra vez cuánto la amaba, la deseaba, la soñaba.
La tensión llegó a levantarse como una nueva barricada dentro de la Casa Azul y fue Natalia Sedova quien, a principios de julio, había prendido fuego a la mecha cuando, sin consultárselo a nadie, se trasladó a un apartamento en el centro de la ciudad, dando a Rivera la excusa de que prefería estar sola mientras se sometía a un tratamiento médico por «problemas femeninos». Ante aquella situación, Frida debió de entender que aquel disparate empezaba a rebasar los límites de lo controlable y esa misma tarde había entrado en la habitación de sus huéspedes y atacado a su amante por el flanco que él menos esperaba: tenían que aclarar las cosas de una vez, y él debía tomar una decisión definitiva: ¿se iba con su mujer o se quedaba con ella? La disyuntiva había removido al hombre, pero él respondió sin pensarlo: aquella opción nunca se había contemplado. Con sus pasos difíciles, Frida se había acercado y acariciado el rostro del amante y, llamándolo Piochitas -el nombre que dan los mexicanos a la barba de perilla-, le dijo que el juego había terminado. Ya no era divertido y podían herir a otras gentes que no lo merecían, y no lo decía por Diego, un cerdo borracho, ni por ella, la cerda sin riendas en que Diego la había convertido, lo decía por Natalia, que era una reina.
En ese instante Liev Davídovich había comprendido que tal vez nunca conseguiría saber a ciencia cierta qué reacción química había combustionado en el interior de Frida para que se lanzara a aquella aventura. Se preguntaría si él no había sido utilizado solo como instrumento de venganza contra Rivera (¿era posible que el pintor no se hubiera dado cuenta de nada?); si su halo histórico habría motivado el deslumbramiento curioso de la joven; incluso, si la compasión por verle sufrir ante el rechazo de su hermana había convencido a Frida, tan liberal, de que remojar las calenturas de un hombre que le doblaba la edad era apenas un acto de divertida misericordia que en nada mellaba su moralidad distendida. Pero cuando el perfume de Frida se diluyó en el aire de la habitación, Liev Davídovich había conseguido sonreír: ¿el juego había terminado? Solo para Frida. A él le tocaba ahora limpiar la suciedad empozada en su espíritu y tratar de salvar, con la menor cantidad de daños posibles, la confianza y el amor de Natalia Sedova. Pero treinta años de compañía le advertían que tendría que lidiar con un animal indomable que entregaba con la misma vehemencia su solidaridad que su odio, su amor que su rechazo. Tengo miedo, había pensado.
Unos días después, observando desde la ventana las montañas áridas de San Miguel, un Liev Davídovich ya decidido a sacrificar su dignidad y a superar sus miedos tomó papel y comenzó la más intensa y extraña correspondencia, de hasta dos cartas por día, donde reconocía la dependencia sentimental y biológica que tenía de su mujer. Al salir de la Casa Azul, Natalia le había dejado una nota capaz de herirle como una daga: ella se había mirado en el espejo, decía, y había visto la muerte de sus encantos a manos de la vejez. No le reprochaba nada, solo se colocaba ella y lo colocaba a él ante un hecho irreversible. Pero Liev Davídovich había entendido el sentido del mensaje: que aquella vejez llegaba al cabo de treinta años de vida común, a lo largo de los cuales Natasha había vivido por él y para él. En ese instante, empezó a escribir unas súplicas, a menudo firmadas como «Tu viejo perro fiel», a manera de toques cada vez más quejumbrosos en las puertas de un corazón al que trataba de reconquistar con recuerdos del ayer y urgencias sentimentales y físicas del presente, expresadas a veces en un lenguaje tan directo que a él mismo le asombraba… Cuando al fin recibió una carta de ella, preocupada por el pesimismo que le impedía a su marido concentrarse en el trabajo, él supo que la batalla estaba ganada y que el vencedor había sido el sentido de la bondad de su querida Natasha: «Tú seguirás llevándome en tus hombros, Nata, como me has llevado a lo largo de tu vida», le escribió y, al día siguiente, con el séquito inevitable, tomó el camino de la capital en busca de la mujer de su vida.
Un suceso ocurrido en París, del que Liova lo había puesto al tanto, atrajo su atención desde que volvieron a la Casa Azul. Ignace Reiss, nombre de guerra de uno de los jefes del servicio secreto soviético en Europa, se había acercado a Liev Sedov para comunicarle su decisión de desertar. El joven, con la cautela previsible, había tenido dos encuentros con el agente, y éste le había contado, entre otros horrores, que Yézhov y varios militares designados por Stalin habían sido quienes, de acuerdo con los alemanes, habían planificado la fabricación de acusaciones falsas para procesar a los jefes del ejército. Según Reiss, la todavía andante purga de militares era no solo una limpieza necesaria para la seguridad política de Stalin, sino también parte de la colaboración que sostenían el estalinismo y el nazismo, bajo la cobertura de sus respectivos odios, y con el objetivo de negociar la alianza con la que llegarían a la guerra. Los servicios secretos desempeñaban, de momento, la parte más activa de aquella cooperación y lo que más horrorizaba a Reiss era la traición que representaba esa componenda para todos los revolucionarios que en el mundo se alistaban en la lucha antifascista junto a la URSS, para los comunistas que, a pesar de lo ocurrido en Moscú, aún los obedecían.
Mientras leía los informes sobre Reiss, al exiliado no lo abandonaba el asco que le provocaba comprobar aquellas traiciones a los principios más sagrados. Y, a pesar de las infamias que por su oficio seguramente Reiss había cometido, no podía dejar de sentir admiración por un hombre que, él bien debía de saberlo, había colocado su cabeza bajo el hacha del verdugo. Su mayor temor, sin embargo, era que la ruptura de Reiss había implicado a Liova y a la IV Internacional, y que, cuando la ira de Stalin y sus testaferros se desatase, los trotskistas iban a ser otra vez sus víctimas propiciatorias.
Liev Davídovich no tuvo que esperar mucho para conocer el desenlace de aquella historia que terminaría tocando el centro mismo de su vida: el 6 de septiembre, Liova le dio la noticia de que unos días antes Reiss había sido asesinado en una carretera, cerca de Lausana. La policía sospechaba de un comité para la repatriación de ciudadanos rusos, una de las tapaderas de la NKVD creadas en París. Pero ese mismo día, por un camino paralelo, recibió otra carta, enviada por su colaborador Rudolf KJement, donde éste le comentaba que Reiss le había asegurado que entre los planes de la policía estalinista estaba la eliminación de los trotskistas fuera de la URSS y que Liev Sedov encabezaba la lista. Klement aconsejaba, por tanto, una evacuación del joven, a quien, además, se le veía al borde de una quiebra física y nerviosa debido a las tensiones económicas y políticas en medio de las cuales realizaba su trabajo, a lo que se agregaban las complicaciones familiares acrecentadas desde que su esposa, Jeanne, se declarara partidaria de la facción política de su ex marido, Raymond Molinier. Por ello, después de una conversación con Natalia, en la que barajaron las opciones para el futuro del muchacho, Liev Davídovich escribió a Liova, pidiéndole su opinión respecto a los temores de KJement, antes de proponerle cualquier alternativa para proteger su vida.
Mientras esperaban respuesta de Liova, al fin llegó el ansiado veredicto de la Comisión Dewey. Como había previsto Liev Davídovich, Dewey y los demás miembros del jurado habían llegado a la conclusión de que los procesos de Moscú de agosto de 1936 y enero de 1937 habían sido fraudulentos y, por lo tanto, los declaraban inocentes a su hijo y a él. Entusiasmado, envió un telegrama a Liova, exigiéndole que le diera la mayor difusión a los resultados del contraproceso, que convocara a periodistas y partidarios para iniciar una ofensiva propagandística, mientras él se dedicaría a preparar los artículos que debían acompañar al texto de la sentencia en un número especial del Boletín.
Apenas unos meses después, Liev Davídovich trataría de clarificarse el modo en que la vida y la historia se fueron entrelazando en aquellos momentos hasta conducir a la mayor tragedia. Porque, en medio de la vorágine de optimismo desatada por el veredicto, recibieron la respuesta de Liova a los temores de Klement: el joven consideraba (como su padre) que de momento era insustituible en París, y no podía delegar sus tareas en Klement, encargado de la coordinación de la pospuesta fundación de la IV Internacional, ni en Etienne, su colaborador más responsable. Era verdad, les confesaba, que él tenía problemas de dinero, que vivía en una buhardilla fría, que las relaciones con Jeanne se habían complicado y que lo sucedido en Moscú lo había afectado más de lo que en principio había creído, pues prácticamente todos los hombres entre los cuales había crecido y fueron sus modelos habían ido cayendo, tras admitir traiciones desproporcionadas. Mientras leían la carta, Natalia y Liev Davídovich volvieron a discutir el destino de Liova y en aquel momento les pareció injusto pedirle que acudiera a México, casi seguro sin su esposa, y se confinara como ellos, pues si no se escondía, apenas sustituiría un peligro por otro. Liev Davídovich le dijo entonces a su mujer que confiaba en la capacidad de Liova para cuidarse, y que quizás Stalin pensase que matarlo podía ser una medida un tanto excesiva. Para él nada es excesivo, había comentado Natalia: a pesar de coincidir con su marido, ella hubiera preferido tener al muchacho más cerca de ellos.
Fue por aquellos días cuando se presentó en Coyoacán un tal Josep Nadal. El hombre se decía catalán, militante del POUM y muy cercano amigo de Andreu Nin. En vista de la represión desatada en España contra su partido, Nadal había preferido poner mar y tierra por medio. Como pedía tener una entrevista con el camarada Trotski, Van Heijenoort sostuvo un primer encuentro con él y, al regresar, le confesó a Liev Davídovich que había sentido un escozor en la espalda al conversar con el hombre en un restaurante de la capital. Las muertes de Nin y Reiss, sumados a los temores de Klement, advertían a Liev Davídovich y su círculo más cercano de la nueva ofensiva estalinista fuera de la URSS, y todos sabían que cualquier modesto obrero español, cualquier refugiado alemán, cualquier intelectual francés podía ser el ángel negro enviado por Moscú. Pero, motivado por lo que al parecer conocía el recién llegado sobre la desaparición de Nin, Liev Davídovich decidió verlo, aunque aceptó que Jean van Heijenoort estuviese presente durante la entrevista.
El catalán resultó ser un hombre locuaz y de razonamientos agudos que, a pesar de su desmedida afición a los cigarrillos, cautivó a Liev Davídovich. Según contó, para él no cabía duda: Nin estaba muerto y sus asesinos habían sido dirigidos por los hombres de Moscú que imponían su ley en el bando republicano. Los comentarios escuchados señalaban incluso al asesor soviético llamado Kotov y al comunista francés André Marty, célebre por su brutalidad, como los organizadores del operativo encargado de secuestrar a Nin y de eliminarlo, cuando éste se negó a firmar las confesiones de su colaboración con los franquistas.
Nadal, que por su cercanía con Andreu estaba al tanto de muchos entresijos políticos, confirmaría a Liev Davídovich varias sospechas sobre la estrategia de Moscú respecto a España. Para él estaba claro que Stalin jugaba al dominio y eventual sacrificio de la República con varias cartas, y una de ellas era la financiera. Tras conseguir que Negrín, en sus días de ministro de Hacienda (recompensado ahora con la jefatura del gobierno, Nadal dixit), autorizara la salida del tesoro español hacia territorio soviético, aquella enorme cantidad de dinero parecía haberse evaporado y ahora se le exigía al gobierno republicano nuevos pagos en metálico por la ayuda militar, que comprendía aviones, artillería, municiones y hasta el sostén diario del contingente de asesores enviados al país. Las armas recibidas, le había dicho Nin, eran suficientes para que la República resistiera un tiempo pero insuficientes para hacer frente a los fascistas apoyados por Hitler y Mussolini, y la razón oculta de que no vendiera más material de guerra al gobierno era que a Stalin no le interesaba un ejército republicano lo bastante bien equipado como para aspirar a la victoria pues, llegado ese punto, podría resultar incontrolable… Pero como el yugo financiero no lo garantizaba todo, Stalin había ordenado también el control político de la República.
La ofensiva contra los «trotskistas» del POUM, los anarquistas, los grupos sindicalistas e incluso contra los socialistas que no se plegaban a la política de Moscú había comenzado desde el mismo año 1936, pero la gran represión se había producido a partir de los sucesos de mayo en Barcelona. Según Nadal, el resultado de aquella operación ya se podía palpar; ahora los comunistas dominaban los tres sectores que más le interesaban a Stalin: la seguridad interior, el ejército y la propaganda. Mientras, los asesores del Komintern y los hombres de la GPU trabajaban a la vista de todos, decidiendo líneas políticas y dirigiendo la represión. Los dos representantes más visibles de la Internacional habían sido, hasta unas semanas antes, el francés Marty y el argentino Vi-ttorio Codovilla, encargado el primero de las Brigadas Internacionales y el otro del control del Partido Comunista. El rechazo contra estos hombres era tan patente que a Marty lo llamaban «el Carnicero de Albacete», por su crueldad con los voluntarios internacionales, y a Codovilla, convertido en un dictador, la propia Internacional había tenido que sustituirlo por el más discreto Palmiro Togliatti.
Liev Davídovich había escuchado la exposición del poumista sin hacer preguntas. Nadal fumaba con una fruición desfasada, como si la abstinencia a que se había visto sometido en España todavía le cobrara el precio de la ansiedad. Llamándolo camarada Trotski, le preguntó entonces que cuando se supiera que habían sido los hombres de Moscú quienes habían mandado a matar a Nin y a otros revolucionarios, ¿qué quedaría del sueño de una sociedad soviética que conduciría a la victoria de la justicia, la democracia y la igualdad?, ¿qué, cuando se supiera que los hombres de la URSS manipulaban a los comunistas y les encargaban la liquidación política y hasta física de los que se oponían, mientras exigían más dinero a cambio de armas y asesores?, ¿qué sobreviviría cuando se conociera que impedían la revolución proletaria que tantos hombres como Andreu pensaban que salvaría a España?… Liev Davídovich despidió a Nadal casi convencido de que al menos aquel hombre no sería el asesino que podría enviarle Stalin. Y no, le había dicho mientras le estrechaba la mano: él no sabía qué iba a quedar en pie del pobre sueño comunista.
Aquel noviembre la revolución cumplió su vigésimo aniversario y Liev Davídovich sus cincuenta y ocho años. Como el onomástico casi coincidía con el Día de los Muertos, que los mexicanos celebran con una fiesta que pretende traer a los difuntos de regreso a la vida y lleva a los vivos a asomarse a los umbrales del más allá, Diego y Frida llenaron la Casa Azul de unas calaveras vestidas de las más extrañas maneras y montaron un altar, con velas y comidas, para recordar a sus difuntos. Aquella cercanía mexicana con la muerte le pareció saludable a Liev Davídovich, porque los familiarizaba con la única meta que compartían todas las vidas, la única de la cual no es posible escapar, incluso en contra de la voluntad de Stalin.
Pero el ánimo de Liev Davídovich no era propicio para celebraciones. Unos días antes le había llegado la información de que, tras la caída del mariscal Tujachevsky, Yézhov se había cebado con la familia del militar. Mientras dos de los hermanos, la madre y la esposa del mariscal eran fusilados, una de sus hijas, de trece años (a la que Liev Davídovich había cargado apenas nacida), se había suicidado de puro terror. Aquella limpieza familiar no lo sorprendió demasiado, pues parecía ser una práctica habitual: su propia hermana Olga y su hijo mayor, culpables de ser la esposa y el hijo debmismo Kámenev que dirigió el Consejo de los Soviets en octubre de 1917, habían sido detenida ella y fusilado él; tres hermanos, una hermana y Stephan, el hijo mayor del mismo Zinóviev que protegió a Lenin en los días más difíciles de 1917, también habían sido ejecutados, mientras otros tres hermanos, cuatro sobrinos y quién sabía cuántos parientes más de aquel bolchevique permanecían en los llamados gulags, verdaderos campos de la muerte. ¿Y su pobre Seriozha, qué había pasado con su hijo?
Desde que Yézhov había sustituido a Yagoda, la ola de terror desatada diez años antes con la colectivización forzosa de la tierra y la lucha contra los campesinos dueños de tierras había alcanzado unos niveles de insania que parecían dispuestos a devorar un país postrado por el miedo y la práctica de la delación. Se decía que en las oficinas del Estado, en las escuelas, en las fábricas, una de cada cinco personas era informante habitual de la GPU. De Yézhov se sabía también que se ufanaba de su antisemitismo, del placer que le procuraba participar en los interrogatorios y que su mayor regocijo era oír cómo el detenido se inculpaba a sí mismo, vencido por la tortura y el chantaje: él y sus interrogadores advertían a su víctima que, si no confesaba, sus familiares serían deportados a campos donde no sobrevivirían (o simplemente serían fusilados): «Tú no podrás salvarte y los condenarás a ellos», era la fórmula más eficaz para conseguir la confesión de delitos nunca cometidos. ¿Habría resistido su hijo Serguéi a esas amenazas, a los dolores físicos y mentales?, solía preguntar a las personas con quienes hablaba. ¿Aún debo alentar la esperanza de que sobreviva en un campo de prisioneros en el Ártico, casi sin alimentos, con jornadas de trabajo que los más curtidos solo pueden resistir durante tres meses antes de postrarse como cadáveres vivientes?
El más reciente dolor, sin embargo, le había llegado de una fuente inesperada: desde varias semanas atrás, un grupo de escritores y activistas políticos que se decían cercanos a las posiciones del viejo revolucionario se habían empeñado, al calor de los veinte años de Octubre, en buscar los defectos del sistema bolchevique que propiciaron la entronización del estalinismo. Para ello habían querido con especial insistencia desenterrar la sangrienta represión del alzamiento de los marineros de Kronstadt e, invocando la pureza de la verdad histórica, decidieron ventilar la responsabilidad del exiliado en los sucesos. El argumento más manejado había sido que aquella represión se podía considerar como el primer acto del «terror estalinista» inherente al bolchevismo en el poder, y equiparaban la respuesta militar y el fusilamiento de rehenes con las purgas de Stalin. Por su responsabilidad al frente del ejército, consideraban al entonces comisario de la Guerra como el progenitor de aquellos métodos de represión y terror.
A Liev Davídovich le había resultado doloroso conocer que hombres como Eastman, Víctor Serge o Souvarine sostenían aquellas opiniones sobre una responsabilidad que desde hacía años lo acosaba, pero sobre todo le molestaba que hubiesen sacado de su contexto un motín militar, acaecido en tiempos de guerra civil, y lo colocaran junto a procesos amañados y fusilamientos sumarios de civiles ocurridos en tiempos de paz. Pero más aún le dolía que no reparasen en el hecho de que tal discusión solo servía para beneficiar a Stalin justo cuando más empeñado estaba Liev Davídovich en denunciar el terror en que vivían y morían los opositores del montañés e, incluso, muchos hombres y mujeres que siquiera habían soñado oponérsele.
Durante semanas, Liev Davídovich se enfrascaría en aquella disputa histórica. Para comenzar a rebatirlos, el exiliado tuvo que aceptar la responsabilidad que, como miembro del Politburó, le correspondía por haber aprobado, él también, la represión de aquella extraña sublevación, pero se negó a admitir la acusación de que él personalmente hubiera propiciado la represión y alentado la crueldad con que se había desarrollado. «Estoy dispuesto a considerar que la guerra civil no es precisamente una escuela de conducta humanitaria y que, de una parte y de otra, se cometen excesos imperdonables», escribió. «Cierto es que en Kronstadt hubo víctimas inocentes, y el peor exceso fue el fusilamiento de un grupo de rehenes. Pero aun cuando murieran inocentes, lo cual es inadmisible en todo tiempo y lugar, y aun cuando yo fuera, como jefe del ejército, el responsable último de lo que allí ocurrió, no puedo admitir una equiparación entre el sofocamiento de una rebelión armada contra un gobierno endeble y en guerra con veintiún ejércitos enemigos, con el asesinato frío y premeditado de camaradas cuyo único cargo fue pensar y, si acaso, decir que Stalin no era la única ni la mejor opción para la revolución proletaria.»
Pero Liev Davídovich sabía que Kronstadt iba a quedar siempre como un capítulo negro de la revolución y que él mismo, lleno de vergüenza y dolor, cargaría siempre con esa culpa. También sabía que si en Kronstadt los bolcheviques (y se incluía, y también a Lenin) no hubieran reprimido sin piedad la rebelión, quizás habrían abierto las puertas a la restauración: así de simple, de terrible, de cruel pueden ser la revolución y sus opciones, pensó entonces y pensaría hasta el final, sin que nada lo hiciera cambiar de opinión.
Cuando a finales de noviembre llegó la carta de Liova donde le informaba de la tardía salida del número delBoletín con los resultados de la Comisión Dewey, Liev Davídovich prefirió no responderle. En las últimas cartas cruzadas habían estado al borde de una ruptura: sencillamente, no podía admitir que Liova hubiese necesitado cuatro meses para poner a punto la edición más importante que se hubiera hecho del Boletín. Todas las justificaciones resultaban inadmisibles y llegó a pensar que había habido negligencia y hasta incapacidad por parte de su hijo. En una de aquellas cartas incluso le había comentado si no sería mejor trasladar la publicación a Nueva York y ponerla en manos de otros camaradas. Natalia, que recibía otras misivas del hijo, le había dicho que Liova se sentía ofendido, pues no entendía cómo su padre podía ser tan insensible, conociendo los problemas que lo acosaban. ¡Insensible!, había protestado al oír a su esposa: ¿un hombre con la experiencia de Liova no entiende lo que está en juego? Liova es un excelente soldado y estamos en guerra, había agregado, sin sospechar cuánto lamentaría, muy pronto, sus exabruptos, su falta de sensibilidad.
Fue a principios de año cuando decidieron que el exiliado pasara una temporada lejos de la Casa Azul. Rivera aseguraba haber visto a unos hombres sospechosos merodeando por los alrededores y, para evitar riesgos, optaron por trasladarlo a la casa de Antonio Hidalgo, un buen amigo de los Rivera que vivía en las alturas del bosque de Chapultepec. Liev Davídovich aceptó la idea incluso con satisfacción, pues deseaba aprovechar el aislamiento para avanzar en la biografía de Stalin: necesitaba sacarse aquella bruma oscura de la cabeza. Natalia, mientras tanto, se quedaría en Coyoacán, y acordaron que solo lo visitaría si la estancia se prolongaba. ¿Hasta cuándo viviremos huyendo, escondidos, provocando incluso la paranoia de hombres como Diego Rivera?, pensó mientras se adentraba en el bosque de cipreses.
Los días vividos en la casa de Antonio Hidalgo pronto perderían sus contornos y de aquella estancia solo recordaría hasta el final la tarde del 16 de enero de 1938. Desde la ventana del estudio que le habían asignado, había visto a Rivera atravesar el jardín con el sombrero en la mano. Liev Davídovich escribía en ese instante un artículo en el que utilizaba la polémica sobre Kronstadt para hacer una defensa de la ética del comunista. Cuando Diego llegó al estudio, él advirtió en su cara que algo grave había sucedido y, sin pensar, casi negándose a pensar, le preguntó.
Liova había muerto en París. Cuando Liev Davídovich oyó aquellas palabras, sintió cómo la tierra se abría y él quedaba suspendido en el aire, como una marioneta. Nunca recordaría si agredió físicamente a Diego, pero sí que le gritó embustero, canalla… hasta que se derrumbó en una silla. Cuando comenzó a recuperarse, Rivera le contó que, tras leer la noticia en los periódicos de la tarde, había telegrafiado a París en busca de confirmación. Solo cuando la tuvo se había atrevido a ir a verlo. Hidalgo le propuso entonces que se comunicara con París para informarse mejor, pero él se negó: nada iba a cambiar el destino del hijo muerto y lo único que deseaba en ese instante era estar junto a Natalia.
Antes de ponerse en el camino, le reclamó a Diego toda la información. Lo ocurrido había sido y seguiría siendo confuso: el 8 de febrero, ciertos malestares de Liova habían hecho crisis y los médicos le diagnosticaron una apendicitis y decidieron una operación de urgencia. Para evitar que los asesinos de la GPU pudieran localizarlo, Liova había optado por ingresar en una clínica privada en las afueras de París, regentada por unos emigrados rusos. Su paradero solo lo sabían Jeanne y su colaborador, Etienne, pues para extremar precauciones Liova se había inscrito en la clínica como monsieur Martin. La operación resultó un éxito, pero cuatro días después, aún no se sabía por qué razón, el joven había sufrido una extraña recaída. Según los testigos, deliraba, deambulaba por la clínica y gritaba de dolor. Los médicos habían vuelto a operarlo, pero su organismo, vencido por el agotamiento, no resistió la segunda intervención.
Mientras se dirigían a Coyoacán, Liev Davídovich sentía cómo las sienes le latían y el cuerpo le temblaba. No podía dejar de pensar que su hijo había muerto solo, lejos de su madre, sin haber vuelto a ver a sus hijas, perdidas en la Unión Soviética. Y que Liova apenas tenía treinta y dos años. Al entrar en su habitación vio a Natalia Sedova, sentada en la cama, mirando viejas fotos familiares. Como nunca antes en su vida deseó morir en ese segundo, desaparecer para siempre antes que verse obligado a darle a su mujer la noticia. Ella, al observarlo (nunca lo había visto tan desvalido y envejecido, le diría semanas después), se había levantado, empujada por las dos únicas preguntas que podía hacer: ¿Liova? ¿Seriozha? La mente humana es un gran misterio, pero sin duda es a la vez sabia y sibilina, pues en ese instante el exiliado sintió que hubiera preferido decir Seriozha antes que Liova: la vida de Serguéi, si aún la conservaba, le pertenecía a Stalin; la de Liova le parecía más suya, más real. Era tanto el dolor que le iba a provocar a Natalia que no se atrevió a decir «ha muerto», y balbuceó que el pequeño Liova estaba muy enfermo. Natalia Sedova no necesitó más para saber la verdad.
Ocho días permanecieron encerrados, sin recibir visitas ni condolencias, apenas sin comer, solos Natalia y él: ella leía y releía las cartas del hijo muerto y lloraba; él, echado a su lado, lloraba con ella, lamentando la suerte del joven, haciendo cábalas sobre cómo debió haberlo protegido, sobre cómo debió haberlo tratado, culpándose por no haber reconocido cada día su gran trabajo, por no haberlo obligado a salir de Francia. Pero decidió que tampoco quería olvidar el dolor: era el tercer hijo que perdía y no sabía cuándo debería llorar a Seriozha, que quizás ya estuviese muerto, también sacrificado por el odio de un criminal.
Lentamente empezaron a desentrañar la sórdida madeja que había envuelto el final de Liova y comprendieron que había algo oscuro en su muerte, y que esas tinieblas solo podían proceder de un sitio: el
Kremlin. Los médicos de la clínica seguían sin explicarse el motivo de su recaída, pero uno de ellos le había confesado a Jeanne que sospechaba que lo habían envenenado con algún producto para él desconocido. A Jeanne y a Étienne ahora les parecía extraño que Liova hubiera decidido camuflar su origen precisamente en una clínica de rusos, y decían desconocer quién había podido sugerirle ese lugar. Además, no tenían idea de quiénes, además de ellos y Klement, conocían su paradero.
Liev Davídovich estaba convencido de que el remordimiento nunca lo dejaría en paz. La muerte del muchacho, fuese por la causa que fuese, parecía más ligada al destino de su padre que al suyo; era una consecuencia directa de la vida y los actos del progenitor. La ausencia de Liova les había dejado a él y a Natalia una desolación insondable, pues sentían que ninguno de sus hijos les había sido más cercano. «Él era nuestra parte joven. Y no me perdono que no hayamos sido capaces de salvarle», escribió, como homenaje de despedida. «La vieja generación con la que una vez emprendimos el camino de la revolución ha sido barrida del escenario. Lo que las deportaciones y las cárceles zaristas, lo que las privaciones del exilio, la guerra y las enfermedades no hicieron, lo ha logrado Stalin, el peor azote de la revolución…», escribió en las líneas finales del obituario de Liova, convencido de que, tarde o temprano, el mundo tendría la certeza de que Stalin también había matado al niño que en las mañanas frías y pobres de París, camino de la escuela, entregaba en la imprenta los llamados a la paz y a la revolución proletaria por las que vivió y ahora estaba muerto… ¡Que el dolor se convierta en rabia, que me dé fuerzas para continuar!, escribió y volvió a llorar.