Sabía que tramaban alguna cosa, y por eso decidió hacerse el dormido: desde la cama rígida donde trataba de mitigar los dolores del ataque de lumbalgia y entre la niebla de su miopía, distinguió a Seriozha que, con pasos sigilosos, entraba en las estancias del Kremlin convertidas en el apartamento de la familia desde que el gobierno se trasladara a Moscú. El muchacho cargaba en sus brazos lo que parecía ser una caja de sardinas, con las tablillas blanqueadas con agua de cal. Una tira de tela roja -Seriozha le confesaría que había cortado una bandera, uno de los pocos artículos asequibles en aquellos tiempos- pretendía armar un lazo para darle al envoltorio el aspecto de regalo. Desde la cama también pudo entrever, asomados a la puerta, los rostros cómplices de Natalia, Liova, Nina y Zina, mientras el pequeño Seriozha avanzaba hacia él.
Aquel día, Liev Davídovich cumplía los cuarenta y cinco años y la Revolución de Octubre el séptimo aniversario. Su mujer y sus hijos habían decidido hacerle el mejor regalo que tenían a su alcance, el obsequio que, bien lo sabían, más podría satisfacerlo. Por eso, cuando el homenajeado al fin se incorporó, rodeado por la familia, pudo adivinar lo que contenía aquella inquieta caja de sardinas: cuando consiguió soltar el lazo, levantó la tapa y exageró su asombro al ver la pelota de pelo blanco y rojizo que alzó la cabeza hacia él.
Desde ese día de 1924,Maya se había ganado su corazón hasta convertirse en su perra favorita. Y cuando en la primavera negra de 1933 colocó su cuerpo en la fosa abierta junto al muro del cementerio de Büyük Ada, no pudo dejar de recordar los momentos de alegría que le había regalado aquel animal que se había convertido en parte de su familia y que ahora perdía, como ya había ocurrido con parte de.aquella familia.
Durante diez días habían luchado para salvarle la vida. De la capital hicieron venir a dos veterinarios, que coincidieron en sus diagnósticos: el animal había contraído una infección incurable debida a una bacteria pulmonar. A pesar de todo, Liev Davídovich trató de combatir la enfermedad con los remedios que los viejos judíos de Yanovska aplicaban a sus perros y los que los pastores de Büyük Ada solían recetar a los suyos. PeroMaya se apagó, y con ello añadió otro motivo de dolor a la malsana tristeza en que vivía el desterrado. Por eso, aunque esos días él sufría otro de sus ataques de lumbalgia, insistió en llevar en brazos el cuerpo de su querida borzoi hasta donde sería enterrada. Con temor a que, una vez fuera de Büyük Ada, los nuevos moradores de la villa profanaran su tumba, había conseguido el beneplácito de los aldeanos para enterrarla junto al muro del cementerio. Kharálambos se encargó de abrir el hoyo, y el nuevo secretario, Jean van Heijenoort, preparó una pequeña lápida de madera. Al depositarla en la fosa, Liev Davídovich sintió que se desprendía de una parte buena de su vida. Cumpliendo con su estilo para las despedidas, lanzó un puñado de tierra sobre el manto persa que le servía de sudario al cadáver y dio media vuelta, para refugiarse en la soledad ahora más patente y opresiva de la casa de Büyük Ada.
Desde que recibiera las noticias de la muerte de Zina y del triunfo de Hitler, Liev Davídovich había sentido cómo el suelo se resquebrajaba bajo sus pies y había tratado de concentrar sus expectativas en el resultado de las negociaciones retomadas por sus amigos franceses, encabezados por su traductor Maurice Parijanine y por el clan Molinier, quienes volvían a mover los hilos con la esperanza de que el nuevo gobierno radical de Édouard Daladier le concediera asilo.
Aunque Liev Davídovich ya esperaba el ascenso nacionalsocialista en Alemania y sabía de las presiones que amordazaban a los comunistas locales, había insistido en advertirles que todavía quedaba una última opción, y no podían desaprovecharla. La coalición que había llevado a Hitler al poder era demasiado heterogénea, y la izquierda y el centro tendrían que explotar esa debilidad antes de que el líder fascista consolidara sus posiciones. Pero los días habían pasado sin que los comunistas lanzaran siquiera un quejido, como si su destino no estuviese en juego. Nunca olvidaría que la noticia de que el Reichstag alemán había ardido, la noche del 27 de febrero, le había llegado mientras escribía una de aquellas misivas a los obreros alemanes. Las informaciones, incompletas y contradictorias, rezumaban al menos una certeza alarmante: Hitler había anunciado el estado de excepción y el cumplimiento de su promesa de extirpar de raíz el bolchevismo, en Alemania y en el mundo…
Los mensajes de Liova, cargados de incertidumbre ante el rumbo de los acontecimientos, pronto trajeron noticias que afectaban directamente al exiliado de Büyük Ada. La prohibición delBoletín y, casi de inmediato, la incautación de sus obras de bibliotecas y librerías, y la quema pública de cajas completas de la recién editada Historia de la Revolución rusa, era una clara señal de que la inquisición fascista los ponía a él y a su grupo entre sus prioridades. Decidió entonces que no era momento de correr riesgos y había ordenado a Liova que abandonara Berlín sin dilación.
La indignación de Liev Davídovich explotó cuando supo que el ejecutivo de la Internacional comunista había emitido una desvergonzada declaración de apoyo al Partido alemán, cuya estrategia política calificaba de impecable, mientras repetía que la victoria de los nazis era solo una coyuntura transitoria, de la cual las fuerzas progresistas saldrían victoriosas. Lo más preocupante era que no solo los domesticados alemanes, sino también el resto de los partidos afiliados al Komintern habían acatado en silencio aquel documento revelador de un suicidio político de consecuencias predecibles. ¿Cómo podían someterse los comunistas a tan burda manipulación? ¿No quedaba en esos partidos una gota de responsabilidad que los pusiera en guardia ante una tragedia que amenazaba su supervivencia y la paz en Europa? Si no aceptaban, cuando menos, la inminencia del peligro, escribió, al borde de la ira, había que admitir que el estalinismo había degradado de modo tan irremediable al movimiento comunista que tratar de reformarlo era una misión imposible. Una de las más lacerantes dudas políticas de Liev Davídovich había caído en ese instante: se imponía lanzarlo todo al fuego. Con el dolor que produce renunciar a un hijo que se ha ido descarriando hasta convertirse en un ser irreconocible, decidió que había llegado el momento de romper con aquella Internacional y, quizás, el de crear una nueva que se opusiera al fascismo con hechos concretos y no solo con consignas manipuladoras que ocultaban segundas y macabras intenciones.
Solo una semana después de la muerte deMaya vino a sacarlo del pantano de la depresión la esperada noticia de que el gobierno de Daladier le concedía el asilo. Aunque de inmediato supo cuan limitada era la hospitalidad que le ofrecían, no dudó en aceptar: según el visado expedido, se le autorizaba a residir en uno de los departamentos del sur, con la condición de no visitar siquiera París, y de someterse al control del Ministerio del Interior. Más que un refugiado, volvería a ser un prisionero, solo que ahora estaría en uno de los pasillos centrales y no en una celda de confinamiento. Y desde allí pensaba actuar.
La mañana en que la comitiva de secretarias, guardaespaldas, pescadores y policías bajaba hacia el muelle donde ya esperaban los equipajes, Natalia y Liev Davídovich permanecieron unos minutos frente a la que había sido su casa. Querían decirle adiós a Prínkipo, donde él había terminado su autobiografía y escrito laHistoria de la revolución; donde había dejado de ser soviético y llorado la muerte de una hija; y donde, en medio del mayor desamparo, había decidido que su lucha no había terminado y que otros empeños lo necesitaban vivo, para hostigar al más despiadado poder que concibiera enfrentar un hombre solo, sin recursos, cada vez más cargado de años. El bueno de Kharálambos, que los observaba en silencio desde el sendero, debió de preguntarse si sería cierto que aquel hombre solitario alguna vez había sido un líder explosivo, capaz de conducir multitudes hacia una revolución. Nadie lo diría, seguramente concluyó, mientras lo veía cerrar la verja del jardín e inclinarse a recoger unas flores silvestres en el terreno donde cuatro años atrás había prohibido sembrar un rosal. Cuando se acercaron a él, Kharálambos les sonrió, con una abultada humedad en los ojos, y aceptó las flores que le tendió el deportado. Sin decir palabra, Liev Davídovich alzó la vista hacia los pinos tras los que se ocultaban los muros blancos del camposanto de las islas de los príncipes desterrados.
Nueve días después, sin que el júbilo esperado lo hubiese recompensado, Liev Davídovich, Natalia y Liova llegaban a «Les Embruns», la villa que Raymond Molinier les había alquilado en las afueras de Saint-Palais, en el Midi francés. La entrada en la casa del ex comisario de la Guerra no había sido precisamente digna: temblaba por la fiebre, creía que los latidos en las sienes le destrozarían el cráneo, y sentía cómo su cintura se quebraba por la mordida de un dolor empeñado en buscar las últimas escalas del suplicio. Por eso, al trasponer el umbral, se había dejado caer en un diván y aceptado de inmediato los calmantes y somníferos que le entregó Natalia Sedova.
Apenas habían zarpado de Estambul, la lumbalgia había hecho crisis, acompañada por el reflujo del paludismo. Durante toda la travesía Liev Davídovich había permanecido en el camarote, y se negó incluso a conversar con los periodistas que lo esperaban en El Pireo, atraídos por los rumores de su inminente regreso a la Unión Soviética, luego de que se reuniera en Francia con el nuevo comisario de Exteriores de Stalin. Cuando avistaron Marsella, donde también le esperaban decenas de periodistas, policías y manifestantes opuestos a su presencia en Francia, su mujer lo había sorprendido con la noticia de que Liova y Molinier habían acudido desde el puerto en un transbordador para evitar un multitudinario encuentro que podía molestar a las autoridades. Ver de nuevo a su hijo tras una tensa separación, y oírle decir que en un par de días Jeanne viajaría desde París para traerle a Sieva, le habían procurado una alegría capaz de mitigar sus dolores. Supo entonces que Molinier lo había preparado todo para que desembarcaran por Cassis, desde donde viajaron en automóviles hasta Saint-Palais. Pero aquel trayecto de casi dos horas por carreteras estrechas había terminado de vencer las resistencias físicas del recién llegado.
Las píldoras comenzaban a hacer su efecto cuando Liev Davídovich escuchó unas voces que lo arrancaban de aquel letargo amable. Le confesaría a Natalia Sedova que al principio creyó que soñaba: en el sueño alguien gritaba ¡Fuego!, ¡fuego!, pero tuvo la suficiente lucidez para calificar de despreciable la pesadilla empeñada en devolverlo a las noches de incendios de Büyük Ada y Kadikóy. Solo al sentir que tiraban de su brazo consiguió abrir los ojos y ver la expresión de terror en el rostro de Liova. Entonces supo que la realidad superaba los desvarios de la fiebre y, apoyándose en su hijo, consiguió salir al jardín, sobre el que flotaba el humo, y tuvo la sensación de llevar el infierno consigo. ¡Mierda!, pensó, y se dejó caer en el césped, donde al fin pudo saber que el fuego (al parecer provocado por la chispa de un tren, caída sobre el pasto reseco) solo había afectado al seto y al quiosco de madera del patio.
Liova y Molinier tenían prisa por hablar con Liev Davídovich, pues en apenas un mes debía celebrarse en París la asamblea fundativa de la IV Internacional comunista planeada por el exiliado. Sin embargo, detenidos por Natalia Sedova, los hombres tuvieron que frenar su impaciencia y darle unos días de paz al enfermo. Tampoco el tan ansiado arribo de Sieva pudo ser celebrado como debía a causa de las fiebres que lo asediaban; aun así, le pidió a Natalia que le dejara conversar con el niño, pues quería ver cómo andaba su ánimo y explicarle por qué su queridaMaya no estaba con ellos.
Cuando la fiebre cedió un poco y, sobre todo, comenzaron a aplacarse los dolores de la lumbalgia, Liev Davídovich desoyó las prohibiciones de su mujer y sostuvo una reunión con Liev Sedov, Raymond Molinier y su correligionario Max Shachtman, que lo había acompañado desde Prínkipo. El exiliado sabía que el tiempo corría en su contra y las cuatro semanas que los separaban de la reunión constitutiva de París los obligaban a ser sumamente eficientes, pues presentía que estaba jugando la carta más importante de su exilio. Su principal preocupación era la capacidad de convocatoria de Liova y Molinier, quienes no solo se encargarían de la organización del encuentro, sino que serían su voz, imposibilitado como estaba de viajar a París por las condiciones del asilo. Sopesando cada juicio de sus colaboradores, el viejo revolucionario escuchó sus opiniones y de inmediato tuvo la certeza del precipicio al que se abocaba la IV Internacional, afectada por sus propias contradicciones y gestada en un tiempo adverso, quizás con demasiada prisa. Mientras Liova ofrecía un panorama tétrico (temor y dudas en Alemania, dispersión y rivalidades en Francia y Bélgica, aventurerismo en Estados Unidos), Molinier confiaba en la autoridad del desterrado para superar las dudas de muchos seguidores y en la posibilidad de aprovechar el auge del fascismo para llamar a la unidad.
Antes de regresar a París, Liova le confesaría a su madre que, por segunda vez en su vida, había sentido compasión por Liev Davídovich y hasta se preguntó si valía la pena que siguieran luchando. Aunque su padre no se daba por vencido, la verdad era que únicamente su orgullo, su optimismo histórico y su responsabilidad le hacían empeñarse en sus ideas: al cabo de treinta años de lucha revolucionaria era evidente que aquel hombre se había quedado solo, viendo cómo a su alrededor el mundo se quebraba bajo el peso de la reacción, los totalitarismos, la mentira y la amenaza de una guerra devastadora.
Precisamente aquel optimismo en el futuro y en las leyes de la historia fue el puntal que sostuvo a Liev Davídovich durante las semanas en que, desde el diván, dedicó hasta quince horas diarias a la redacción de las tesis que se discutirían en París. Su percepción política, alterada por los acontecimientos de los últimos años, le permitía clarificar algunos de sus propósitos al lanzar la convocatoria para fundar una nueva Internacional, hacia la cual esperaba atraer a los dispersos grupos trotskistas y a los descontentos con la política aplicada en Alemania por los estalinistas, y también a algunos sectores radicales, siempre difíciles de disciplinar. Pero su gran contradicción seguía siendo la política que debía asumir la reunión de partidos respecto a la Unión Soviética: la situación allí era diferente y, por el momento, se imponía la cautela, pues la lucha no tenía por qué atacar la esencia del sistema si se conseguía desenmascarar y, llegada la ocasión, destronar la excrecencia burocrática.
La labor, en todo caso, no resultaría fácil. Ya Stalin había ordenado a los «amigos de la URSS» iniciar una campaña destinada a hacerse con el monopolio del antifascismo, al menos en un plano verbal, pues, en lo que se refería a los actos, no parecían demasiado interesados en oponerse al enemigo necesario que al fin había brotado de las cenizas alemanas. La nueva campaña propagaba el mito de que el sistema soviético era la única elección posible contra Hitler y la barbarie. Mientras acusaban a las democracias de simpatizantes e incluso de causantes del fascismo, reducían las opciones éticas y políticas a dos: de un lado el horror, encarnado por el fascismo, y del otro la esperanza y el bien, representados por los comunistas encabezados por Stalin. La trampa estaba tendida y Liev Davídovich comenzó a predecir la caída en el foso de casi toda la fuerza progresista de Occidente.
Durante las cuatro semanas en que trabajó preparando la conferencia, los dolores y la fiebre no lo abandonaron. Varias veces Natalia había intentado apartarlo del trabajo, pero él se negó, prometiendo que, pasada la reunión, se sometería al régimen que ella decidiera. Al borde del colapso terminó la redacción de los documentos y despidió a Van Heijenoort encareciéndole que se olvidara de las órdenes de su mujer y lo mantuviera al día.
La ansiedad pronto cedió lugar al desencanto ante un fiasco previsible. Los partidos y grupos representados en París eran un reflejo de la dispersión que vivían la izquierda europea y norteamericana, desalentadas por los fracasos y atemorizadas por las presiones de Moscú. Más que una corriente, sus seguidores formaban pequeñas capillas, en su mayoría de disidentes de los partidos comunistas, y retrocedieron asustados ante una nueva filiación que les exigía una postura antiestalinista definida y una práctica filosófica esencialmente marxista, guiada por la doctrina de la revolución permanente como principio ideológico. Liev Davídovich pensó que quizás la energía desbocada de Molinier y la inexperiencia de Liova habían incidido en la imposibilidad de lograr acuerdos estratégicos importantes y por ello, al conocer que solo tres de los partidos convocados aceptaban sumarse a una nueva coalición, aconsejó a Liova que, para salvar la honra, desistiera de la fundación de la Internacional y anunciara que el encuentro solo había sido una conferencia preliminar para la futura organización.
Vencido por el cansancio y la decepción, puso su cuerpo en manos de Natalia, que empezó por confinarlo en una habitación sin escritorio, a la cual vedó la entrada a cualquier visita, incluido Liova. Sin embargo, su mente siguió revolviéndose y por varios días meditó en las razones del fracaso de París. Aquel fiasco mostraba cuánto había disminuido su peso político en cinco años de marginación casi total, aunque debía reconocer que lo decisivo era la coyuntura política en la que ahora tenía que actuar, tan distinta a la de 1917: las posiciones revolucionarias estaban en retirada y resultaba utópico esperar una situación capaz de desatar una ola de rebeldía que avanzara por Europa y llegara hasta las puertas de Moscú. A todas luces, el reclamo de las revoluciones permanentes y la imagen de un líder subvertidor tanto del orden moscovita como del capitalista empezaban a resultar anacrónicas.
Unas semanas después, cuando las autoridades francesas levantaron algunas restricciones al acta de asilo (ahora solo le impedían radicarse en París y en el departamento del Sena), Liev Davídovich decidió dejar Saint-Palais y cortar la relación de dependencia con Raymond Molinier. Adecuándose a sus finanzas, optó por establecerse en las afueras de Barbizon, el pequeño pueblo que Millet, Rousseau y otros paisajistas habían hecho célebre. Ubicado en la linde del bosque de Fontainebleau y a menos de dos horas de París, Barbizon le reportaba la ventaja de estar más cerca de sus seguidores, aunque les obligó a utilizar de nuevo el cuerpo de guardaespaldas.
La casa era una construcción de dos plantas, de principios de siglo, que sus dueños bautizaron «Ker Monique», y apenas estaba separada del bosque por un sendero de tierra por el que casi no cabía un auto. Desde que se trasladaron a aquel lugar, siempre perfumado por los olores del bosque, sintió cómo recuperaba su capacidad de trabajo y volvió a escribir y a recibir a sus seguidores, con los que hacía un proselitismo político casi individualizado. De aquel modo trataba de evitar que se generasen nuevas disensiones, como la que se acababa de producir en España, donde el grupo impulsado por su viejo amigo Andreu Nin había decidido fundar un partido independiente de cualquier Internacional, o la que en Francia protagonizaron luchadores como Simone Weil y Pierre Naville. Lo más lamentable fue descubrir cuánto habían perjudicado a la proyectada Internacional las ambiciones políticas de Molinier, capaces de sembrar el caos entre la oposición francesa al punto de que, escribió, se necesitarían años de trabajo para cohesionar al escaso centenar de militantes que aún lo seguían.
Con Natalia dedicó muchas tardes de aquel invierno a caminar por la domesticada foresta de robles y castaños que fuera coto de caza de los monarcas de Francia, e incluso lo atravesaron para visitar el palacio real. Algunas noches, dispuestos a regalarse un lujo, iban a comer carne de venado al cercano Auberge du Grand Veneur, pero él casi siempre consagraba aquellas horas a ponerse al día en las novedades de la literatura francesa y, con placer, leyó un par de novelas de Georges Simenon, aquel joven belga que lo había entrevistado en Prínkipo, descubrió al avasallador Céline deVoyage au bout de la nuit, capaz de estremecer el vocabulario de la literatura francesa, y disfrutó al Malraux épico de La condition humaine, la novela que el escritor le regaló durante su visita a Saint-Palais.
Sin embargo, el libro que verdaderamente lo removió en aquella temporada le había llegado desde Moscú y le sirvió para volver a revelarle por qué Maiakovski había optado por dispararse en el corazón y a la vez para constatar hasta qué extremos un sistema totalitario puede pervertir el talento de un artista.Belomorsko-Baltíyskiy Kanal ímeni Stálina (El canal bautizado en honor de Stalin) había sido coordinado y prologado por Máximo Gorki y reunía textos de treinta y cinco escritores empeñados en justificar lo injustificable. Desde el verano, cuando se inauguró el canal que unía el mar Blanco con el mar Báltico, los «amigos de la URSS» y la prensa comunista europea habían comenzado a cantar loas a la gran obra de la ingeniería socialista y a calificar de enemigos de la clase obrera a quienes sólo se preguntaran por la utilidad de la empresa. Pero la recopilación de textos de Gorki desbordaba los límites de la abyección. Ya en su vomitivo libro anterior el novelista se dedicaba a exaltar el empeño humanista emprendido en el lager de Solovski, donde, según proclamaban en Moscú y alegremente repetía Gorki, el sistema penal soviético luchaba a treinta grados bajo cero por transformar a lumpens y enemigos de la revolución en hombres socialmente útiles. Y ahora Kanal ímeni Stálina se proponía santificar el horror, documentando la prodigiosa transformación de los prisioneros obligados a trabajar en el canal en resplandecientes modelos del Hombre Nuevo Soviético. La inmoralidad del libro era tal que logró sorprender a Liev Davídovich cuando ya se creía inmune a ese tipo de sobresaltos. Si los gacetilleros franceses podían salvar su alma diciendo desconocer la verdad sobre lo ocurrido en la construcción de ese canal y arguyendo que apenas repitieron lo que les dictaban desde Moscú, aquellos escritores soviéticos no podían dejar de conocer el horror en que habían vivido los doscientos mil prisioneros (campesinos inconformes, burócratas degradados, opositores políticos, religiosos, alcohólicos y hasta algunos escritores) obligados por años a construir las esclusas, presas y diques de un canal que incluía veinticinco millas de recorrido cortadas sobre roca viva, solo para que Stalin demostrase la supremacía de la ingeniería socialista que, por cierto, él también dirigía. Las cifras de los muertos durante la ejecución de la obra nunca podrían ser calculadas, pero cualquier soviético sabía que más de veinticinco mil prisioneros habían perecido en accidentes o devorados por el frío y el agotamiento. Todos sabían, además, que el suministrador de mano de obra para el canal había sido el comisario del pueblo para Asuntos Internos, el maniático Guénrij Yagoda, y que por ese empeño Stalin le había conferido la Orden Lenin en el acto de inauguración de la obra.
Liev Davídovich se sintió conmovido hasta el asco, lamentando la degradación moral de un hombre como Máximo Gorki, el mismo Gorki que prefiriera irse al exilio en 1921, todavía muy convencido de que «Todo lo que dije sobre el salvajismo de los bolcheviques, sobre su falta de cultura, sobre su crueldad rayana en el sadismo, sobre su ignorancia de la psicología del pueblo ruso, sobre el hecho de que realizan un experimento asqueroso con el pueblo y destruyen a la clase trabajadora, todo eso y mucho más que dije sobre el bolchevismo, guarda toda su fuerza»… ¿Qué argumentos había utilizado Stalin para lograr que un hombre con esas ideas regresara desde su cómodo exilio italiano? ¿Cuáles para someterlo a la humillación de firmar esos libros y convertirse en cómplice de unos espantosos crímenes contra la humanidad, la dignidad y la inteligencia?
Con 1934 llegó a Barbizon un rayo de esperanza que tendría en vilo a Liev Davídovich durante semanas. Por los escasos canales de información que conservaba, recibió desde Moscú la nueva de que los rivales políticos de Stalin se habían confabulado, dispuestos a utilizar el XVII Congreso del partido bolchevique para dar la batalla decisiva por su supervivencia. Muchos de los militantes que, sin mencionar el nombre de Trotski, seguían apoyándolo y considerando su regreso como una necesidad, sumados a los que alguna vez se habían opuesto a Stalin, y a los que durante años habían sido sus colaboradores y luego fueron defenestrados por el líder, pensaban utilizar el congreso para expulsar del poder al georgiano mediante una votación en la cual apostaron sus futuros políticos. Al frente del grupo (heterogéneo, unido solo por su odio o temor a Stalin) había viejos bolcheviques de diversas tendencias, entre ellos los más antiguos camaradas de Lenin -Zinóviev, Kámenev, Piatakov, el impredecible Bujarin-, y oposicionistas trotskistas readmitidos luego de capitular. El rumor aseguraba que habían depositado su fe en que saldría elegido en la votación Serguéi Kírov, el joven secretario del Partido en Leningrado, un hombre cuya historia no estaba manchada con las luchas intestinas de la década de 1920. Los informes aseguraban que Kírov, aun cuando se había negado a llegar a ningún acuerdo con los opositores y se decía fiel al Secretario General, había criticado los excesos colectivizadores, industrializadores y represores de Stalin y, como comunista, estaba dispuesto a aceptar la voluntad del congreso.
Con la experiencia de su defenestración a cuestas, Liev Davídovich no podía dejar de imaginar las artimañas con que Stalin desarticularía la rebelión en ciernes, de la que no podía dejar de estar al tanto. Su habilidad para dividir, utilizar a las personas, chantajear a los más débiles, atemorizar con posibles venganzas a sus secuaces más comprometidos y a los conversos, sin duda resplandecería esos días. Por eso, cuando en la sesión de apertura del congreso, iniciado el 26 de febrero, se escucharon las primeras loas al Plan Quinquenal, se proclamaron los ambiciosos planes económicos para el futuro y se decidió llamar «Congreso de los Vencedores» al cónclave, él había apostado a que los rivales del Secretario General tenían perdido el combate.
La derrota fue confirmada por las reseñas del discurso de Bujarin, quien centró su arenga en la condena a la postura política que él mismo había encabezado, para luego reconocer que «el camarada Stalin tiene la razón cuando, al aplicar brillantemente la dialéctica marxista-leninista, destruyó toda una serie de proposiciones teóricas de esa derecha torcida, de las cuales yo, por encima de todo, cargo con mi parte de responsabilidad». Ante aquella tácita aceptación del fracaso, Liev Davídovich no pudo dejar de admirarse por la valentía con que unos pocos militantes todavía se atrevieron a proponer lo oportuno de que Stalin fuera relevado de su cargo y la necesidad de ventilar el ambiente político del país. La votación contra Stalin, a la que se sumaron muchos delegados, finalmente no pudo imponerse a la mayoría atemorizada por el fantasma del cambio, la pérdida de privilegios y las posibles revanchas… Como Piatakov a él, ahora Liev Davídovich podía profetizarle al propio Piata-kov, a Zinóviev, Kámenev, Bujarin y hasta a Kírov, que Stalin los haría pagar con sangre la osadía y el reto que le habían lanzado.
La temporada apacible de Barbizon llegó a su fin con la primavera. La extraña detención de Rudolf Klement (había violado los límites de velocidad en su pequeña moto) por una policía que, nunca informada por la Süreté, solo ahora «descubría» la presencia de Trotski en la localidad, fue capaz de generar una virulenta campaña contra el gobierno, liderada por comunistas y fascistas, que consiguieron incluso hacer efectiva una orden de deportación en su contra.
Temeroso de las represalias anunciadas por los estalinistas y loscagoulards fascistas, Liev Davídovich y Natalia salieron de Barbizon por la noche y, para dificultar su identificación, Liev Davídovich se rasuró el bigote y la barba, cambió sus gafas de montura redonda y se escabulleron hacia París, donde discutirían con Liova qué hacer.
El hoyo escogido para desaparecer en vida fue Chamonix, el pueblo alpino, cerca de las fronteras suiza e italiana, de donde partían las expediciones de escaladores hacia el Mont Blanc. Pocas semanas después, misteriosamente descubiertos por un periodista, los Trotski fueron obligados por el prefecto de la región a ponerse de nuevo en camino. Buscando un lugar perdido en el mapa, Liev Davídovich puso proa hacia Domeñe, un caserío en las inmediaciones de Grenoble, donde incluso decidió prescindir de guardaespaldas y secretarios. Allí sería nadie.
Hasta el final de su vida Liev Davídovich recordaría que, la mañana del 2 de diciembre de 1934, había salido al patio de la casa de Domeñe, donde Natalia tendía la ropa de cama recién lavada. La mujer, el olor del jabón y el perfume de la mañana dibujaban un ambiente de paz que le había parecido definitivamente irreal ante el peso de la noticia recién escuchada en la radio: Serguéi Kirov había sido asesinado en su despacho del palacio Smolny de Leningrado. En la mente del desterrado se sucedían las escenas de la conmoción que sin duda reinaba en la Unión Soviética y las suposiciones de lo que ocurriría a partir de aquel instante que, bien lo sabía, marcaba un punto sin retorno.
Los reportes escuchados hablaban de detenciones masivas y de investigaciones preliminares que señalaban como autor intelectual del asesinato a la oposición trotskista (en la que, decían, había militado el tal Leonid Nikoláiev, el ejecutor), en un complot contra el gobierno en el que participaba hasta el cónsul letón en la ciudad, según ellos «agente» de Trotski. Por eso, cuando le contó a Natalia lo ocurrido, la mujer le formuló la pregunta que perseguiría al hombre hasta el fin de sus días: «¿Y Seriozha?».
Una semana entera de angustias terminó cuando llegó la carta de Seriozha, traída por Liova desde París. A diferencia de sus misivas anteriores, apacibles y personales, siempre dirigidas a su madre, ésta venía cargada con un grito de alarma. La situación en Moscú se había vuelto caótica, las detenciones no cesaban, todo el mundo vivía con miedo a ser interrogado, y el científico apolítico consideraba su situación «más grave de lo que podría pensarse». Al terminar de leer, Natalia soltó un sollozo. ¿Qué ocurriría con su muchacho? ¿A qué se debía la gravedad de su situación? ¿Sólo a lo que podía esperarle por ser un Trotski? La ansiedad por obtener nuevas noticias de Serguéi se multiplicó desde entonces y dejó en suspenso la vida de sus padres, a la espera de cualquier confirmación de su destino.
El rumbo que tomarían los acontecimientos comenzó a clarificarse con la noticia de que el mismo día 2 de diciembre la GPU había fusilado a unas cien personas, todas detenidas antes del asesinato de Kírov, mientras numerosos miembros del Partido habían sido encarcelados. Mucha más luz arrojó, sin embargo, la serie de artículos que Bujarin escribió para elIzvestia, donde hablaba de la ilegalidad de cualquier clase de disidencia dentro del país, al tiempo que repetía la consigna de Stalin de que la oposición solo conduce a la contrarrevolución, y ejemplificaba aquella degradación con los casos de Zinóviev y Kámenev, calificándolos de «fascistas degenerados». Por eso, cuando el 23 de diciembre escuchó que Zinóviev y Kámenev habían sido arrestados acusados de cómplices «morales» del atentado, ya no tuvo dudas de que se había desatado un vendaval de una potencia demoledora. Dos veces Stalin había defenestrado a aquellos viejos bolcheviques, compañeros de Lenin; dos veces los había readmitido en el Partido, devorando en cada ocasión pedazos de su estatura humana y política, hasta convertirlos en sombras balbucientes sin más peso que el recuerdo de su nombre. Ahora, sin embargo, parecía haber llegado el momento de la verdad para dos fantasmas del pasado a quienes aplastaría con saña, pues precisamente a ellos debía Stalin su ascenso al poder: si a la muerte de Lenin ellos no se hubieran aliado con el (así lo creyeron) limitado y torpe Stalin, empeñados todos en cerrarle el acceso al poder a Liev Davídovich, la historia soviética tal vez hubiera sido diferente.
Liev Davídovich recordó la mirada turbia de Zinóviev y la escurridiza de Kámenev (jamás entendió cómo su pequeña hermana Olga había podido casarse con él) cuando lo acusaron de querer hacerse con el poder. Jubilosos por el éxito que esperaban obtener, asumieron el li-derazgo visible de la ofensiva contra Liev Davídovich y sus ideas, tildándolo de ser un hombre ansioso de protagonismo, capaz de lanzarse a propalar la revolución por media Europa mientras ponía en riesgo el sagrado destino de la Unión Soviética. Aquel dúo trágico nunca lamentaría bastante la hora infausta en que aceptaron la mano viscosa del montañés que, en la otra, llevaba oculto el puñal.
El silencio de Seriozha acompañó a los Trotski en el tránsito hacia un año 1935 que llegaba con los peores augurios. En la tarde del 31 de diciembre, a pesar del frío que descendía de las montañas, el matrimonio salió a dar un paseo por los campos cercanos, con la intención de separarse del aparato de radio que desde Moscú transmitía marchas patrióticas, versiones de discursos triunfalistas del Líder y noticias como la de que el asesino Nikoláiev, su esposa, su suegra y otros trece miembros del Partido habían sido ejecutados, luego de que hubieran admitido su cercanía con la oposición trotskista y la participación directa o indirecta en la muerte de Kírov. En un momento de la caminata, Natalia le pidió detenerse y se sentó sobre las hojas, sorprendida por la fatiga. El la observó y comprobó cómo los sufrimientos la hacían envejecer con una prisa traidora. Sin embargo, ella nunca se quejaba de su suerte y, cuando oía a su marido lamentarse, lo empujaba para que reanudase el camino. Liev Davídovich le preguntó si se sentía mal y ella le respondió que era un poco de cansancio, y regresó al mutismo, como si se hubiera impuesto un voto de silencio que le impidiera hablar de sus angustias: desesperarse por la falta de noticias de Seriozha era de algún modo admitir que también aquel hijo podía haber sido devorado por la arrolladura violencia desatada por una revolución cuyo primer principio fue la paz.
La ansiedad se fue embotando con los días, pero durante semanas Liev Davídovich vagó como un fantasma por la casa de Domeñe. Su aturdimiento apenas se alteró cuando desde Moscú llegó la noticia de que Zinóviev, Kámenev y los otros «responsables morales» de la muerte de Kírov recibían condenas de entre diez y cinco años de cárcel. Casi de inmediato se enteraron de que Vólkov y Nevelson, los esposos de las difuntas Zina y Nina, deportados desde 1928, también recibían nuevas condenas y que su ex mujer, Alexandra Sokolóvskaya, a pesar de su edad, sería expulsada de Leningrado hacia la colonia de To-bolsk, al igual que Olga Kameneva, la esposa de Kámenev. Todas aquellas sanciones tenían un lado positivo al que se aferraron los Trotski: si los oposicionistas reconocidos y los otros miembros de la familia solo eran encarcelados y deportados, Serguéi debía de estar vivo, aun cuando hubiera sido detenido. Pero ¿por qué no escribía?, ¿por qué nadie lo mencionaba?
Imponiéndose al escepticismo de su marido, Natalia redactó una carta abierta, dirigida a la opinión internacional, donde afirmaba su convicción de que Seriozha, científico del Instituto Tecnológico de Moscú, no tenía filiación política, y pedía que se investigasen sus actividades y se revelase su destino. Reclamaba su intercesión a personalidades como Romain Rolland, André Gide, Bernard Shaw y a varios líderes obreros, pues estimaba que la burocracia soviética no podía alzar su impunidad por encima de la opinión pública, la intelectualidad de izquierda y la clase obrera mundial.
Mientras, las voces que se alzaban en su contra se habían vuelto tan agresivas que cada día Liev Davídovich podía esperar ser víctima de un acto violento, irracional o premeditado. Por ello, tras hacer venir a sus guardaespaldas desde París, volvió a cifrar sus esperanzas de asilo en la esquiva Noruega, donde el Partido Laborista acababa de triunfar en las elecciones generales. En su requerimiento argumentaba problemas de salud pero, sobre todo, de seguridad personal y, como antes había hecho con Francia, reiteraba el compromiso de no participar en la política del país.
Cuando sintió que el cerco de las presiones estalinistas y fascistas estaba a punto de atraparle (se hablaba de enviarlo a alguna colonia, quizás la Guyana), la puerta del fondo volvió a abrirse con la llegada de la visa noruega. A diferencia de lo que le ocurrió dos años antes, cuando dejó Büyük Ada, ningún rezago de nostalgia lo acompañó en la apresurada partida de Domeñe, donde había vivido por casi un año sin haber ganado un recuerdo feliz.
Acompañados por Liova, viajaron a París, donde aún tuvieron que luchar para que les entregaran una visa que no llegaba, mientras los franceses le exigían que abandonara el país en cuarenta y ocho horas, pues había violado la restricción de viajar a la capital. Ya en el momento de partir, Liev Davídovich entregó a Liova una carta para que la publicase en elBoletín. En ella acusaba a los políticos de la Francia democrática no solo de haber jugado sucio con él, sino de estar haciéndolo con el destino de la república, prestándose a componendas con Moscú mientras el fascismo se extendía por el país. «Salgo de Francia con un profundo amor por su pueblo y con una fe inextinguible en el futuro de la clase obrera. Tarde o temprano ella me brindará la hospitalidad que la burguesía me niega», decía al final de la carta, desplegando su optimismo de siempre. Pero, mientras atravesaban París, se sintió hastiado: pensó si no sería una ilusión el posible regreso a una Francia proletaria. Sin duda lo es: el socialismo ha cavado su propia tumba y presiento que allí se va a podrir por mucho tiempo, escribió.
La cálida disposición con que el periodista noruego Konrad Knudsen lo había acogido en su casa resultó como un premio de consolación tras los meses de soledad, tensión y confinamiento vividos en Francia. El silencio y la paz que había encontrado en el pueblito de Vexhall eran tan compactos que se podían apartar con las manos, como una cortina de terciopelo. En verano los atardeceres solían deslizarse perezosos, como si el día no quisiera marcharse, mientras los amaneceres parecían nacer de entre las ramas de los árboles, ya hechos, preparados para una larga andadura. Desde que llegara a Vexhall había adquirido la costumbre de deleitarse viendo aquellas alboradas mientras bebía su café en el patio de los Knudsen y respiraba los aromas del bosque.
Cuando lo recibieron en Noruega, Liev Davídovich había abrigado la fantasía de que tal vez allí pudiera escapar de las tensiones que lo habían perseguido a lo largo de casi siete años de deportación y exilio. Recién llegado al país, se había visto sometido a los insultos que, con igual énfasis y muy similares palabras, lanzaron sobre él la prensa comunista y la fascista, tratando de convertirlo en un problema político para el gobierno de Oslo. Pero sus huéspedes laboristas habían abortado la campaña con declaraciones cortantes, afirmando que el derecho de asilo no podía ser letra muerta en una nación democrática y que el pueblo noruego, y en particular sus obreros, se sentían honrados por su presencia en el país y nunca podrían admitir cualquier presión de Moscú contra la hospitalidad brindada a un revolucionario cuyo nombre estaba ligado al de Lenin. Además, para rebajar la tensión, varios ministros le habían ofrecido la seguridad de que podía considerar los seis meses de visado como una formalidad. Las exigencias seguían siendo que no participase en los asuntos internos y estableciese su residencia fuera de Oslo. Por ello, ante la dificultad transitoria de hallar el sitio adecuado, ellos mismos habían pedido al político y periodista socialdemócrata Konrad Knudsen que lo hospedara en Vexhall, un caserío cercano a Honefoss, a cincuenta kilómetros de la capital.
Liev Davídovich siempre recordaría sus primeros días en Vexhall como extraños y confusos. Alojados en una amplia habitación, donde habían ubicado un espléndido escritorio de caoba, Natalia y él debieron asumir los ritmos de una casa habitada por una familia numerosa que en la temporada veraniega disfrutaba de libertad para violar horarios y de la capacidad de crecer o disminuir sin previo aviso. La ausencia de guardaespaldas, innecesarios a juicio de Knudsen y los laboristas, lo hacían mirar con aprehensión la reja abierta del jardín y pensar que la confianza de los noruegos jugaba con límites que Stalin y los matones de su policía secreta solían desconocer. Pero la más importante de las adecuaciones a la vida en Vexhall había sido el establecimiento, entre Knudsen y su huésped, de lo que bautizaron como «pacto de no agresión», mediante el cual se permitían hablar de la política, pero siempre sin cuestionar sus respectivas posiciones de comunista y de socialdemócrata.
Si al exiliado le quedaban restos de dudas respecto a la hospitalidad noruega, éstos desaparecieron cuando el ministro de Justicia, Trygve Lie, había ido a visitarle, de la mano del mismísimo Martin Tranmael, líder y fundador del Partido Laborista. La charla, informal en un inicio, había derivado hacia una entrevista que Lie publicaría en elArbeiderbladet, el principal periódico laborista, y en la que entrevis-tador y entrevistado se dieron la mano por encima de diferencias políticas.
Unas semanas más tarde, aunque la mente de Liev Davídovich sintió el descenso de la tensión, su cuerpo había respondido con un malestar ubicuo que lo acompañaría durante meses. No obstante, cada día se encerraba en su habitación, decidido a imponerse a las cefaleas y los dolores en las articulaciones, para reanudar la biografía de Lenin que, con entusiasmo decreciente, le reclamaba su editor norteamericano, solitario en la exigencia luego de la retirada del editor alemán y el desinterés por su obra de los franceses. Pero una noticia llegada de Moscú, a principios de aquel agosto de 1935, lo llevó a dudar de si sus esfuerzos debían centrarse en la biografía del líder o si el cinismo imperante en la Unión Soviética le exigía una reflexión sobre el horror del presente y la necesidad de revertirlo. La edición delPravda que había logrado alarmarlo recogía la crónica de otra de aquellas fiestas en el Kremlin en las que Stalin, después de repartir condecoraciones a manos llenas, había lanzado un infaltable discurso. Esta vez su intervención se redujo a un simple grito de victoria: «¡La vida ha mejorado, camaradas, la vida es más alegre! ¡Brindemos por la vida y el socialismo!». La experiencia que le había permitido aprender a evaluar los movimientos de aquel hombre le advirtió que aquélla no podía ser una frase casual, sino el rugido de un león dispuesto a una devastadora cacería.
Durante meses Liev Davídovich había ido evaluando cada acto, colocando cada dato en su lugar, tratando de entender los fines de la política de distensión generada por el Kremlin tras el juicio celebrado a principios de 1935 contra Zinóviev, Kámenev y compañía, con el que M habían cerrado las pesquisas sobre el asesinato de Kírov. Desde entonces las detenciones habían disminuido y una ola de optimismo oficial, constantemente reforzado por la propaganda, había comenzado a recorrer el país mientras en Moscú se agasajaba a trabajadores destacados y a representantes de las diversas repúblicas, se ofrecían ágapes a científicos, deportistas y funcionarios destacados, se reconocía a dirigentes del partido de todos los niveles. Luego de la hambruna y la represión de los últimos años, Stalin trataba de crear un clima de seguridad y difundir la idea de que los tiempos difíciles eran cosa del pasado, pues ya vivían los de la prosperidad socialista. Pero una vez construido aquel espejismo, Liev Davídovich sabía que llegaría el momento de dar el nuevo golpe que sacudiría al país y consolidaría un sistema en el que Stalin pudiese imperar, por fin, sin asomo de rivalidades.
Salvo la noticia de que Seriozha estaba vivo, recluido en un apartamento de Moscú, nada bueno sucedería durante las semanas finales de noviembre y las primeras de diciembre, cuando su organismo se declaró agotado, al punto de que temió que el fin se acercara de aquella manera vulgar: ¡muerto de agotamiento, qué horror!, escribiría… Sin embargo, tal vez la misma conciencia de que podía morir dejando pendientes tantos proyectos había obrado el milagro de sacarlo de la cama, casi de un día para otro, con sus fuerzas prácticamente restituidas. A pesar de sentir los músculos entumecidos, lo abrazó una arrolladora sensación de renacimiento y por eso se había atrevido a aceptar la invitación de Knudsen a participar en una excursión a los campos del norte de Honefoss, ideales para el esquí en aquella temporada. En su memoria iba a quedar como el suceso más notable de la expedición el día en que, sobre los esquíes, se había hundido en la nieve hasta los muslos y requirió una operación de rescate dirigida por Knudsen y llevada a cabo por Jean van Heijenoort y su nuevo ayudante, el recién llegado Erwin Wolf.
Poco después, en las primeras semanas de 1936, Liev Davídovich recibió una carta capaz de revelarle, mejor que toda la literatura del psicoanálisis, la noción más dramática y exacta de lo que podía ser el miedo y los imprevisibles mecanismos humanos que puede movilizar. Se la había escrito su viejo contendiente Fiódor Dan, exiliado en París desde poco después del triunfo bolchevique. Conocía a Dan desde que, en 1903, había sido uno de los socialdemócratas revolucionarios que, en el Congreso de Bruselas, votó contra Lenin y, con el resto de los in-conformes, dio origen al menchevismo dentro del partido. Aunque Dan había sido uno de los mencheviques que más trabajó por aproximar a las facciones envueltas en la lucha revolucionaria, su fidelidad hacia su grupo lo había colocado en 1917 en una corriente contraria a la revolución proletaria, pues defendía el establecimiento de un sistema parlamentario en Rusia, a lo cual Liev Davídovich se había opuesto durante los meses previos al golpe de Octubre. Definitivamente concretada la victoria bolchevique, Dan trató de pactar un acercamiento y más tarde tuvo la decencia de reconocer la derrota y retirarse en silencio.
Después de saludarlo y desearle buena salud, Dan le explicaba que se había atrevido a escribirle, tras tantos años de lejanía física y política, porque un amigo común, el doctor Le Savoureux, le había insistido para que le contara algo que, en muchos sentidos, tenía que ver con el pasado y el predecible futuro de Liev Davídovich.
Dan le explicaba que Bujarin, a pesar de la marginación a la que lo había ido reduciendo Stalin después de varias castraciones, había sido enviado a Europa con la misión de comprar unos importantes documentos de Marx y Engels que Stalin deseaba depositar en los fondos del antiguo Instituto Marx-Engels-Lenin, recientemente crecido con la inclusión de su propio nombre. Bujarin, con abundante dinero para la compra de los archivos y para su sostenimiento, había estado en Viena, Copenhague, Amsterdam y Berlín, antes de llegar a París, adonde los socialdemócratas alemanes que poseían los documentos habían llevado el grueso de los archivos luego del ascenso de Hitler al poder. Bujarin debía negociar en París con un antiguo conocido de los viejos luchadores rusos, el menchevique Boris Nikoláievski, también amigo del doctor Le Savoureux. Durante las conversaciones, Bujarin siempre se había mostrado reservado, nervioso, indeciso, como un hombre sometido a una gran tensión, y aunque Nikoláievski lo aguijoneaba, fue imposible arrancarle un juicio sobre lo que ocurría en la URSS, sobre el asesinato de Kírov o sobre el encarcelamiento de Zinóviev y Kámenev, a los que el propio Bujarin había colocado en la picota con su acusación pública de que eran unos fascistas. «Al principio nos parecía un hombre con un gran recelo», aseguraba Dan, que, en dos o tres ocasiones, acompañado por su esposa, había llegado a verlo y a charlar con él sobre los únicos temas que Bujarin se permitía: los quesos franceses y la literatura gala, su amistad con Lenin y los documentos que debía comprar. Solo en una ocasión Dan consiguió que comentara la política de Stalin y, quizás en un momento de sinceridad, Bujarin había confesado el enorme dolor que le producía el modo en que el Secretario General estaba demoliendo el espíritu de la revolución. A cualquier conocedor de la política soviética, decía Dan, le habría resultado cuando menos curioso que Stalin hubiera elegido a Bujarin para aquella operación, más comercial que filosófica o histórica, pues el rumbo de las limpiezas políticas en el país advertía que tarde o temprano el histérico Bujarin, que en un momento osó desafiar a Stalin, sería una víctima propicia. Pero la mayor sorpresa en la decisión de Stalin estaba por llegar: sin que Bujarin se hubiera atrevido siquiera a insinuárselo, el sátrapa había enviado a París a Anna Lárina, la joven esposa de Bujarin, embarazada de varios meses. ¿Qué jugada extraña era aquélla? ¿Por qué Stalin le abría la puerta a su rehén y le permitía desertar sin dejar atrás a su mujer? ¿Prefería a Bujarin fuera de la Unión Soviética y no dentro del país, donde siempre podría destrozarlo con la misma impunidad con que había defenestrado a Zinóviev y Kámenev, o mandarlo matar, como a Kírov? ¿Se trataba de una jugada destinada a convertir a Bujarin en desertor antes que en mártir?, se preguntaba Dan, obligando a Liev Davídovich a meditar mientras leía.
Unas semanas después, proseguía Dan, le llegó a Bujarin un comunicado de Stalin: debía olvidarse de las negociaciones, ya no le interesaban los papeles de Marx y Engels, y le exigía que se presentase de inmediato en Moscú. El doctor Le Savoureux estaba presente cuando Bujarin recibió la orden y fue testigo de la lividez que invadió el rostro de quien fuera el niño prodigio del bolchevismo, el teórico más prometedor de la revolución. Le Savoureux le había sugerido no regresar: aquella llamada imprevista solo podía tener el fin de retenerlo y convertirlo en víctima de alguna represión. Nikoláievski opinó igual, y le recordó a Bujarin que si se quedaba en Europa podía convertirse en un segundo Trotski y liderar juntos una oposición con mayores oportunidades de deshancar a Stalin. Pero Bujarin había comenzado a preparar su regreso: lo hacía en silencio, automáticamente, como un hombre que a voluntad y conciencia se dirige al cadalso. Le Savoureux, en un ataque de ira, le preguntó cómo era posible que un hombre que por años había peleado contra el zarismo y acompañado a Lenin en los días más oscuros de la lucha aceptara regresar, como un cordero, para someterse a un seguro castigo. Entonces Bujarin le había dado la más demoledora de las respuestas:«vuelvo por miedo». Le Savoureux pensó que no lo había entendido bien, quizás el francés de Bujarin se había enturbiado por el nerviosismo, pero cuando lo pensó dos veces tuvo la certeza de que había escuchado perfectamente: vuelvo por miedo. Le Savoureux le dijo que precisamente por eso no debía regresar, en el exilio era más útil a su país y a la revolución, y entonces Bujarin le había ofrecido al fin la totalidad de su razonamiento: él no estaba hecho de la misma madera que Liev Davídovich y eso Stalin lo sabía y, sobre todo, lo sabía él mismo. El no podría resistir las presiones que durante años había sufrido Trotski, y no estaba dispuesto a vivir como un paria, esperando a que cualquier día le clavasen un puñal en la espalda. «Sé que tarde o temprano Stalin va a acabar conmigo; quizás me mate, quizás no. Pero voy a regresar para aferrarme a la posibilidad de que no crea necesario matarme. Prefiero vivir con esa esperanza que con el miedo constante de saber que estoy condenado.»
Bujarin regresó a Moscú. Llevó con él a Anna Lárina, ya con siete meses de embarazo. Le Savoureux lo despidió en la Gare du Nord y luego fue a encontrarse con Nikoláievski y Dan en un restaurante ruso del Barrio Latino donde solían cenar. La conversación, por supuesto, giró en torno a Bujarin. «Entonces nos dimos cuenta», seguía Dan, «de que Stalin había jugado todo el tiempo con él, como el gato que se hace el dormido. Pero Stalin había apostado a que no necesitaría correr detrás de su presa. Estaba seguro de que el pobre ratón, vencido por el miedo, regresaría a besar las garras que, cuando el apetito del gato lo requiriese, lo desgarrarían para devorarlo después. Es imposible concebir una actitud más sádica y enfermiza. Lo terrible es saber que el hombre capaz de practicarla es el que dirige hoy nuestro país, la revolución que de formas diferentes, pero con la misma pasión, soñamos tú y yo, y soñó Lenin y tantos hombres que Stalin está aniquilando y aniquilará en el futuro. Y estoy seguro de que entre los sacrificados en el matadero estalinista estará Bujarin, que tuvo tanto miedo que prefirió la certeza de la muerte al riesgo de tener que mostrar valor para vivir cada día.»
Durante semanas Liev Davídovich luchó consigo mismo para arrancar de sus preocupaciones la tétrica historia que le había relatado Fiódor Dan. Pero la imagen de un Bujarin lívido, tan diferente del exultante y romántico joven que lo había recibido en Nueva York cuando Francia lo expulsara en 1916, retornaba a su mente con demasiada frecuencia, y unos meses después, mientras devoraba los periódicos y perseguía los noticieros radiales en que se informaba sobre el proceso iniciado en Moscú contra un grupo de viejos camaradas, recordaba una y otra vez la frase de Bujarin: «Vuelvo por miedo». Liev Davídovich tuvo entonces la dimensión exacta de hasta qué punto el país que había ayudado a fundar se había convertido en un territorio dominado por el miedo. Y cuando escuchó las conclusiones de ese juicio, que más parecía una farsa, tuvo la dolorosa certeza de que, con la decisión de fusilar a varios de los hombres que habían trabajado por el triunfo del bolchevismo, Stalin había envenenado el último rescoldo del alma de la revolución y ya solo habría que sentarse a ver llegar su agonía, mañana, dentro de diez, veinte años. Pero la inoculación era irreversible y fatal.
Desde que había llegado a Noruega, un año atrás, Liev Davídovich solía comentarle a Knudsen que, cuando la salud se lo permitiera, le gustaría participar en una pesquería y le había contado de las relajantes salidas al Mar de Mármara con su amigo Kharálambos. Muchas cosas le habían impedido cumplir ese deseo, hasta que, el 4 de agosto de 1936, subió al auto de su anfitrión y pusieron rumbo a uno de los fiordos del sur, donde había una pequeña isla desolada, decían que ideal para la pesca. Mientras salían de Vexhall, Knudsen había tenido la impresión de que un auto los seguía; entonces tomó un camino vecinal y logró dejar atrás a los perseguidores, a quienes había identificado como hombres del partido fascista del llamado comandante Quisling.
Al llegar al fiordo, una lancha de motor los condujo hacia el islote, donde se alzaban varias cabanas de madera. El paisaje, agreste y sosegado, le pareció a Liev Davídovich una estampa de la tierra en los primeros días de la creación y de inmediato se había sentido en armonía con su desolada grandeza.
A la mañana siguiente Liev Davídovich se había alzado temprano; a pesar del fresco, abandonó la cabaña y con un jarro de café en la mano se fue al espigón para ver el espectáculo de la salida del sol justo en una quebrada entre las montañas. Embebido en la contemplación, se sobresaltó cuando Knudsen le tocó el hombro para decirle que le habían enviado un mensaje de Vexhall: un grupo de hombres vestidos de policías, pero que evidentemente eran miembros del partido del comandante Quisling, habían entrado en la casa para registrar la habitación de Liev Davídovich. Los hijos y yernos de Knudsen, al comprender que se trataba de impostores, habían dado la voz de alarma y logrado echarlos, pero no pudieron evitar que se llevaran algunos papeles. Según Knudsen, ésa debía de ser la razón por la que los habían seguido en el auto: querían estar seguros de que se iban de Vexhall.
Cuando supo que no le había ocurrido nada a ninguno de los familiares de Knudsen, Liev Davídovich restó importancia al episodio: si buscaban sus papeles cuando estaba fuera, quería decir que él mismo no les interesaba demasiado, al menos de momento.
Tres días después, Knudsen, Natalia y Liev Davídovich vieron aterrizar en la isla una pequeña avioneta y comprendieron que algo inusual sucedía. El jefe de la policía judicial de Honefoss acudía, enviado por el ministro de Justicia, Trygve Lie, para interrogar al exiliado sobre los papeles sustraídos. Quería saber si en aquellos documentos se hacía alguna referencia a la política noruega, y cuando él le garantizó que en los catorce meses que llevaba residiendo en el país no se había inmiscuido en sus asuntos internos, el policía les dio las buenas tardes y volvió a la avioneta. Pero no pudieron evitar que la visita les dejase inquietos. A pesar del convencimiento de que nadie podría culparle de haber violado sus compromisos, Liev Davídovich pensó que la preocupación del ministro debía de tener algún trasfondo que en aquel momento se le escapaba.
Al día siguiente, mientras desayunaban, Knudsen había encendido una pequeña radio para escuchar los noticieros de Oslo. Como Liev Davídovich apenas empezaba a comprender el noruego, se desentendió de la transmisión y salió al patio. Minutos después, con una seriedad pétrea en el rostro, Knudsen se acercó para decirle que algo grave ocurría en Moscú: acababan de anunciar que llevarían a juicio a Zinóviev, a Kámenev y a catorce hombres más, acusados de conspirar contra el poder soviético, de cometer el asesinato de Kírov y de organizar complots con la Gestapo para matar a Stalin. La fiscalía pedía penas de muerte.
Liev Davídovich miró a su amigo y la indignación le provocó deseos de abofetearlo. Regresaron a la cabana y el exiliado comenzó a buscar en la radio alguna emisora que le demostrara que aquella información solo era un macabro malentendido. Una hora después, en un noticiero alemán, la agencia soviética ratificaba lo oído por Knudsen y agregaba que en las actas de la fiscalía también se acusaba a Liev Trotski de cabecilla e instigador de la conspiración, organizada por un centro trotskista-zinovievista a favor de una potencia extranjera, y denunciaba que utilizara a Noruega como base para enviar terroristas y asesinos a la URSS. De inmediato Liev Davídovich supo que la más sanguinaria y devastadora ola de terror se había desatado en Moscú y que sus efectos llegarían hasta la remota Vexhall, donde había pasado sus más apacibles días de exilio.
Mientras se celebraba el proceso contra los dieciséis reos, en cada ocasión que escuchaba la voz iracunda del fiscal Vishinsky, que, en su papel de indignada conciencia del pueblo soviético, pedía al tribunal el fusilamiento de los perros rabiosos llevados a juicio, Liev Davídovich recordaba aquellos tiempos heroicos en que Lenin y él habían entregado a Félix Dzerzhinski las riendas de una maquinaria de represión revolucionaria para que aplicara sin ley y sin cuartel un Terror Rojo capaz de salvar, a sangre y fuego, una balbuciente revolución que apenas se sostenía en pie. El terror de la Cheka de Dzerzhinski fue el brazo oscuro de la Revolución, impío como debía, como tenía que ser, se diría, y aniquiló por centenares y miles a los enemigos del pueblo, a los perdedores de la lucha de clases que se negaban a ver la desaparición de su forma de vida y su cultura de la injusticia. Ellos, los vencedores, habían administrado sin piedad la derrota de sus adversarios, y el Partido tuvo que funcionar como el instrumento de la Historia y de su inevitable venganza masiva, aunque impersonal. Había sido una violencia despiadada, seguramente excesiva, pero necesaria: la de la clase vencedora sobre la vencida, la disyuntiva del «nosotros o ellos»… Pero los hombres a los que Stalin había decidido matar en aquel tétrico mes de agosto de 1936 eran comunistas, compañeros de lucha, y ante aquella filiación siempre se había detenido, respetuosa del último límite, la maquinaria de la violencia conducida por Lenin y por Liev Davídovich. El terror estalinista, perfeccionado en sus persecuciones previas (campesinos, religiosos, laintelligentzia del país) parecía ahora a punto de traspasar un coto inviolable.
Liev Davídovich quiso confiar en que la farsa se detendría al borde del precipicio: Stalin, con un resto de cordura histórica, impediría la catástrofe y mostraría al mundo su benevolencia. Porque ya no se trataba del desconocido Blumkin, ni se velaban los castigos tras las oscuras circunstancias en que había muerto Kírov. Varios de los acusados habían sido compañeros de Lenin y, durante décadas, habían resistido las represiones y deportaciones zaristas; siendo quienes eran, incluso habían complacido a Stalin y representado un nada creíble papel en el espeluznante guión: se habían autoinculpado de los más descabellados crímenes contra el Estado soviético y, sobre todo, habían admitido que desde Turquía, Francia, Noruega, las manos tenebrosas de Trotski y su lugarteniente Liev Sedov habían conducido la conspiración urdida por un «centro trotskista-zinovievista», empeñado en asesinar al camarada Stalin y reinstaurar el capitalismo en el heroico suelo soviético. Una insultante falta de respeto por la inteligencia emanaba de aquel esperpento legal: la desvergüenza de la representación que tenía lugar en Moscú exigiría a los adoradores del dueño de la revolución una nueva clase de fe ideológica y un nuevo tipo de sometimiento capaz de superar la obediencia política para convertirse en complicidad criminal.
Como todos los dictadores, Stalin había seguido la gastada tradición de acusar a sus enemigos de colaborar con una potencia extranjera y, en el caso de Liev Davídovich, repetía casi los mismos argumentos que el gobierno provisional de 1917 había lanzado contra Lenin para convertirlo, con pruebas fabricadas por los servicios secretos, en agente a las órdenes del Imperio alemán con la misión de entregarle Rusia al Kaiser. La misión de Trotski, contextualizada, era servirle la Unión Soviética al Führer… El exiliado se preguntaría después cómo había podido ser tan iluso de, por momentos, haberse sentido casi tranquilo, incluso de haberse convencido de que a los fiscales les sería imposible presentar pruebas que sustentaran aquellas acusaciones. Es más, el hecho de que en las primeras actas se hablara de cincuenta detenidos y que al juicio solo fueran llevados dieciséis hombres indicaba claramente que éstos eran los que habían pactado un acuerdo y, a cambio de las autoacusaciones, Stalin les perdonaría la vida, cuando el montaje de la campaña antitrotskista y de aniquilación de la oposición hubiese logrado sus propósitos propagandísticos.
Pero enarbolando aquellas acusaciones inverosímiles, sin que se presentara una sola prueba, el tribunal confirmó las penas de muerte para Zinóviev, Kámenev, Smirnov, Evdokimov, Mrachkovsky, Bakáiev y otros siete acusados, entre ellos el soldado Dreitser, el que acompañara a Liev Davídovich en su salida de Alma Ata y le permitiera (¿había sido ése su delito?) llevarse sus papeles al exilio. En las conclusiones del juicio, Liev Davídovich también escuchó la previsible condena que le esperaba: Liova y él eran culpables de preparar y dirigirpersonalmente -como agentes pagados por el capitalismo, primero, y el fascismo, después- actos terroristas en la Unión Soviética y quedaban sujetos, en caso de ser descubiertos en territorio soviético, a inmediato arresto y enjuiciamiento por el Colegio Militar de la Suprema Corte.
Cuando oyó dictar aquellas sentencias, Liev Davídovich sintió cómo lo envolvía una gran tristeza por el destino de la revolución, pues sabía que en el Salón de las Columnas de la Casa de los Sindicatos de Moscú, y bajo una bandera que advertía «El tribunal del proletariado es el protector de la Revolución», se había cruzado la última frontera. Dentro y fuera de la URSS quizás muchos ingenuos y fanáticos creyeron algo de lo que se había dicho durante el proceso. Pero las personas con un mínimo de inteligencia tendrían que admitir que prácticamente cada palabra pronunciada allí era falsa y se había utilizado esa mentira para asesinar a trece revolucionarios. El juicio y la ejecución de aquellos comunistas se convertiría, por los siglos, en un ejemplo único en la historia de la injusticia organizada y una novedad en la historia de la credibilidad. Significaría el asesinato de la fe verdadera: el estertor de la utopía. Y, bien lo sabía el exiliado, también en la preparación de la carga destinada a eliminar al mayor Enemigo del Pueblo, al traidor y terrorista Liev Davídovich Trotski.