La primera vez que Gauna salió con la chica de Taboada fue un sábado a la tarde. Larsen le había dicho:
– ¿Por qué no tomas las alpargatas y te corrés hasta la panadería?
Los barrios son como una casa grande en que hay de todo. En una esquina está la farmacia; en la otra, la tienda, donde uno compra el calzado y los cigarrillos, y las muchachas compran géneros, aros y peines; el almacén está enfrente. La Superiora, bastante cerca, y la panadería, a mitad de cuadra.
La panadera atendía a su público impasiblemente. Era majestuosa, amplia, sorda, blanca, limpia, y llevaba el escaso pelo dividido en mitades, con ondas sobre las orejas, grandes e inútiles. Cuando le llegó el turno, Gauna dijo, moviendo mucho los labios:
– Me va a dar, señora, unas facturitas para el mate.
Supo, entonces, que la muchacha lo miraba. Gauna se volvió; miró. Clara estaba frente a una vitrina con frascos de caramelos, tabletas de chocolate y lánguidas muñecas rubias, con vestidos de seda y rellenas de bombones. Gauna notó el pelo negro, liso, la piel morena, lisa. La invitó a ir al cinematógrafo.
– ¿Qué dan en el Estrella? -preguntó Clara.
– No sé -contestó.
– Doña María -dijo Clara, dirigiéndose a la panadera-, ¿me presta un diario?
La panadera sacó del mostrador un Última Hora cuidadosamente doblado. La muchacha lo hojeó, lo dobló en la página de espectáculos y leyó estudiosamente. Dijo suspirando:
– Tenemos que apurarnos. A las cinco y media dan La vista de Percy Marmon.
Gauna estaba impresionado.
– Mire -preguntó Clara-: ¿le gustaría una así?
Le mostraba en el diario un dibujo, de mano torpe, que representaba a una muchacha casi desnuda, sosteniendo una carta gigantesca. Gauna leyó: Carta abierta de Iris Dulce al señor Juez de Menores.
– Usted me gusta más -contestó Gauna, sin mirarla.
– ¿A cuánto le pagan la mentira? -inquirió Clara, pronunciando enfáticamente, en cada palabra, la sílaba acentuada; después se dirigió a la panadera-: Tome, señora. Gracias -le entregó el diario; siguió hablando con Gauna-: Sabe, alguna vez he pensado hacerme bataclana. Pero ahora la molestan mucho si usted es menor.
Gauna no contestó. Descubrió que, inexplicablemente, no tenía ganas de salir con ella.
Clara prosiguió:
– Soy la loca del teatro. Voy a trabajar en la compañía Eleo. La dirige un petizo que se llama Blastein. Un odioso.
– Un odioso ¿por qué? -preguntó con indiferencia.
Pensaba en los teatros que él vio en su recorrido por el centro; en la entrada de los artistas; en una prestigiosa vida que se internaba en lejanas madrugadas, con mujeres, con alfombras rojas y, por fin, con paseos costosos, en amplios taxímetros abiertos. Nunca había sospechado que la hija del Brujo lo iniciaría en ese mundo.
– Es odioso. Me da vergüenza contar las cosas que me dice.
Gauna preguntó en seguida.
– ¿Qué le dice?
– Me dice que su teatro es una máquina de hacer chorizos y que yo, cuando entro por un lado soy una malevita -pronunciar la palabra le produjo alguna sofocación, algún rubor- y por el otro salgo más relamida que maestra de Liceo.
Gauna sintió una caliente invasión de orgullo y de rencor, una sensación agradable, que podría tal vez expresarse de este modo: la muchacha sería suya y verían cómo él sabría defenderla. Exclamó, con voz apenas audible:
– Malevita. Voy a romperle todos los huesos.
– Más bien las pecas -opinó Clara, con seriedad- que le sobran; pero déjelo tranquilo. Es un odioso. -Después de una pausa confirmó ensoñadamente-: Soy la dama del mar, sabe. La pieza de un escandinavo, un extranjero.
– ¿Y por qué no dan obras de autor nacional? -inquirió Gauna, con agresivo interés.
– Blastein es un odioso. Lo único importante para él es el arte. Si lo oyera hablar.
Gauna explicó:
– Si yo fuera gobierno obligaría a todo el mundo a dar obras de autor nacional.
– Lo mismo decimos con uno que es medio falto y hace el papel de viejo profesor de una chica que se llama Boleta -convino Clara; luego, sonriendo, añadió-: No crea que el pecoso es tan malo. ¡Lo que le gusta hablar de trapos! Es un rico.
Gauna la miró con disgusto. Caminaron unos metros en silencio. Después se despidieron.
– No me haga esperar -le recomendó Clara-. Me espera dentro de veinte minutos en la puerta de casa. Justo en la puerta, no. A media cuadra.
Gauna pensó, con cierta piedad por la muchacha, que todas esas precauciones eran inútiles, que no iría a buscarla. ¿O iría? Tristemente entró en su casa.
Larsen le dijo:
– Creí que te habías muerto. Menos mal que no puse el agua a calentar cuando saliste.
Gauna contestó:
– Voy a necesitar un poco de agua para afeitarme.
Larsen lo miró con alguna curiosidad; se ocupó del Primus y del agua; examinó el contenido del paquete que Gauna había traído; tomó una tortita con azúcar quemada y la probó. Comentó apreciativamente:
– Mirá, hay que dejar de lado los grandes proyectos extravagantes. Me convenzo que no debemos cambiar de panadería. Se porta la Gorda.
Gauna puso una hoja en la máquina y, para tener algo de luz, colgó el espejo cerca de la puerta.
– Afeitate después -dijo Larsen, mientras cebaba-. No te pierdas los primeros mates.
– Me los voy a perder todos -contestó Gauna-. Estoy apurado.
Su amigo empezó a matear en silencio. Gauna se sintió muy triste. Años después dijo que en ese momento se acordó de las palabras que le oyó a Ferrari: «Usted vive tranquilo con los amigos, hasta que aparece la mujer, el gran intruso que se lleva todo por delante».