XXVII

Era un domingo a la tarde. Gauna estaba solo en la pieza, fumando, echado de espaldas en la cama, con las piernas cruzadas en alto, con los pies sin medias, en chancletas. Clara se había quedado en su casa, para acompañar a don Serafín, que estaba «atrasado de salud». A las siete, Gauna iría a visitarla.

Habían resuelto casarse. Entre los dos llegaron a la resolución, involuntariamente, inevitablemente, sin que ninguno la sugiriera. Larsen volvió. Había ido a la panadería a buscar la factura para el mate.

– Sólo conseguí pancitos criollos. ¡Qué barbaridad, lo que la gente consume de factura y de pan! -exclamó abriendo el envoltorio y mostrando el contenido a Gauna, que apenas lo miró-. Estoy por proponerte que nos hagamos panaderos.

No sin envidia Gauna pensó que su amigo vivía en un mundo simple. Siguió pensando: Larsen era, efectivamente, muy llano, pero en su carácter asomaba alguna terquedad. No podían hablar de la muchacha (o, por lo menos, no podían hablar cómodamente). Antes del paseo al campo, porque Larsen desconfiaba de ella y porque, era evidente, desaprobaba la pasión que había convertido la vida de Clara y de Gauna en un secreto y, al mismo tiempo, en un espectáculo público; desaprobaba esa pasión y toda pasión. Después del paseo, porque había conocido a Clara y hubiera condenado cualquier deslealtad de Gauna y sus deseos de huir le hubieran parecido incomprensibles. Acaso en Larsen había una amistad y un respeto por Clara que él no podría sentir por ninguna mujer. Acaso en la sencillez de su amigo había delicadezas que él no entendía.

Si no podían hablar de este tema, recapacitó, no toda la culpa era de Larsen. Este más de una vez había empezado a hablar, pero él siempre cambiaba de conversación. Cualquier discusión sobre la muchacha le desagradaba y, casi, lo ofendía. Con Ferrari, de quien se había hecho bastante amigo, solían comentar, enfática y anecdóticamente, la calamidad que eran las mujeres. Por cierto que esos vituperios contra las mujeres en general eran, en lo que respecta a Gauna, contra Clara en particular. Así no le importaba discutirla.

– Pucha que sos cómodo -lo recriminó afectuosamente Larsen, mientras sacaba del ropero la yerba-. Si no estás atado a la cama podrías tostar un poco esos pancitos.

Gauna no contestó. Pensaba que si alguien había insinuado la conveniencia del matrimonio, indudablemente no era Clara, ni el padre de Clara. «Hay que reconocer que lo más probable -se dijo- es que sea yo mismo». Tal vez en algún momento, estando con ella, en un impulso de ternura, de un modo confuso había deseado casarse, y en el acto, había propuesto el matrimonio, para no negarle nada, para no reservarse nada para sí. Pero ahora no podía saberlo. Cuando estaba con ella estaba tan lejos de cuando estaba solo… Cuando estaba con ella los pensamientos que había tenido cuando estaba solo le parecían fingidos y lo impacientaban como si alguien le atribuyera sentimientos ajenos. Ahora, que estaba solo, creía saber que no debía casarse; dentro de un rato, cuando la viera, el invariable futuro en el taller de Lambruschini y, peor aún, en su casa propia, no importaría, no existiría. Su único anhelo sería prolongar ese momento en que estaban juntos.

Gauna se levantó, sacó del ropero un tenedor de estaño, con todos los dientes ladeados, clavó un pancito y lo puso en la llama del calentador.

– Ves -dijo poniendo un segundo pancito-, si los hubiera tostado antes, ya estarían fríos.

– Tenés razón -dijo Larsen, y le pasó el mate.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Gauna con dificultad y con tristeza- ¿Qué vas a hacer cuando yo me vaya? ¿Vas a quedarte aquí o vas a mudarte?

– ¿Y por qué te vas a ir? -preguntó sorprendido Larsen. Gauna le recordó:

– Pero, viejo, el casamiento.

– Es cierto -reconoció Larsen-. No había pensado.

Gauna sintió un súbito enojo contra Clara. Por su culpa, algo en su vida se moría y, lo que era peor, también en la de Larsen. Desde hacía muchos años vivían juntos y esa vida era una tranquila costumbre para los dos; parecía mal que uno la rompiera.

– Me quedaré aquí -dijo Larsen, todavía perplejo-. Aunque sea un poco cara, prefiero quedarme con esta pieza a salir a buscar otra.

– Si yo fuera vos haría lo mismo -declaró Gauna.

Larsen volvió a cebar. Después dijo apresuradamente:

– Mirá que soy bruto. A lo mejor ustedes la quieren. No había pensado…

La palabra «ustedes» aumentó el encono de Gauna contra la muchacha. Contestó:

– No, de ninguna manera te sacaría la pieza. Además, sería chica para nosotros. -Decir «nosotros» también lo enconó. Siguió hablando-: Voy a extrañar la vida de soltero. Las mujeres le cortan a uno las alas, si me entendés. Con sus cuidados, lo vuelven prudente y hasta medio feminista, como decía el alemán del gimnasio. A los pocos años estaré más domesticado que el gato de la panadera.

– Dejáte de pavadas -le contestó sinceramente Larsen-. Clara no es linda: es lindísima y vale más que yo, que vos, que la panadera y que el gato. Decíme una cosa, ¿por qué no te dejás de embromar?

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