XXXVI

En la mañana del sábado 1° de marzo de 1930, Gauna estaba «sirviéndose» en la peluquería de la calle Conde. Se dirigió al peluquero:

– ¿Entonces, Pracánico, no tenés ninguna fija para las carreras de esta tarde?

– Déjeme de carreras, que yo no quiero morir en el asilo -contestó Pracánico-. El juego está bueno para cada loco. No le digo la ruleta, que siempre me despluma en Mar del Plata, ni la lotería de todas las semanas, que me consume los ahorros que guardo con la ilusión de ir en verano a Mar del Plata.

– Pero, ¿qué clase de peluquero sos vos? -preguntó Gauna-. En mis tiempos, los peluqueros siempre estaban ofreciéndole a uno datos para las carreras. Además le contaban a uno la historia divertida, el cuento al caso.

– Si es por eso, le cuento mi vida, que es una novela -aseguró Pracánico-. Le narro cuando navegaba en el buque de guerra, con tanto miedo que no tenía tiempo de marearme. O la vez que aprovechando que el marido estaba en el Rosario, salí con la mujer del verdulero.

Gauna canturreó:

Es la canguela,

la que yo canto,

la triste vida

que yo pasé,

cuando paseaba

mi bien querido

por el Rosario de Santa Fe.

– No le escuché bien -dijo Pracánico.

– No es nada -contestó Gauna-. Un canto que recordé. Seguí.

– Aprovechando la ocasión, aquella noche salí con la mujer del verdulero. Yo era joven entonces, y de mucho arrastre.

Mirando de lado, hacia arriba, agregó con sincera admiración:

– Yo era alto.

(No aclaró cómo podía ser apreciablemente más alto que ahora.)

– Fuimos a un baile, lo más cafiolo, en el Teatro Argentino. Yo era imbatible para el tango y cuando emprendimos la primera piecita un malevo con voz ronca me espetó: «Joven, la otra mitad es para don yo de Córdoba». Ese ignorante debía de imaginarse que bailábamos un estilo, que tiene primera y segunda. Yo le repliqué en el acto que tomara ahí no más a mi compañera, que yo estaba lo más cansado de bailar. Salí del teatro a la disparada, no fuera a incomodarse tamaño malevaje. Al día siguiente, la mujer me visitó en la peluquería, que entonces tenía en la calle Uspallata al 900, y me prohibió absolutamente que volviera a hacer un papel tan triste en el baile. Otra vez dormíamos la siesta, lo más juntitos, y tuvimos unas palabras sin importancia. ¿Qué me dice usted cuando la veo que se levanta de todo su alto, abre el baúl y saca el cuchillo Solingen para cortar un cacho de pan y dulce? Yo lo menos que pensé fue en el pan y en el dulce. Dio farol, caí de rodillas, como un santo, y con lágrimas en los ojos le pedí que no me matara.

Como Gauna lo miró sorprendido, Pracánico explicó con vehemencia y con orgullo:

– Yo no sirvo para hacer frente a situaciones difíciles. Se lo juro por lo que más quiera: yo soy un cobarde infame. Cuando empecé a arrastrarle el ala a Dorita, no hacía mucho que ella se había separado de su marido. Una noche que yo iba a visitarla, el marido me salió al paso, en un sitio todo oscuro, y me dijo: «Quiero hablarle». «¿A mí?», le pregunté. «Sí, a usted», me dijo. «No puede ser», le contesté en el acto. «Debe estar en un error». «Qué error ni qué error», me aseguró. «Ármese porque estoy armado». Yo me puse a temblar como una hoja, le juré mil veces que estaba equivocadísimo, le expliqué que no había armería en el barrio y que, poniendo por caso que la hubiera, a tan altas horas estaría cerrada, le pedí que antes de hacer lo que se le diera la gana conmigo me permitiera llamar por teléfono a mis nenas para despedirme. El hombre comprendió que yo era un pobre desgraciado, el último infeliz. Se le pasó el enojo y me dijo, lo más razonable, que fuera a visitar a Dorita, que después hablaríamos en el café. Yo hubiera querido hacerme el que no sabía quién era Dorita, pero no me dio el cuero, si usted me entiende. Dorita me preguntó esa noche qué me pasaba. Yo le dije que estaba mejor que nunca. Vea lo que son las mujeres: ella me aseguró que parecía asustado. Cuando salí, el esposo estaba esperándome y fuimos al café, como era su capricho. Yo le ofrecí francamente mi amistad. El hombre se hacía el difícil. Al rato se avino a explicarme que trabajaba en los talleres de la Armada y que un ascenso le convendría de veras. Dio farol, le juré ahí mismo que se lo conseguiría y al otro día estuve activo molestando a mis relaciones. Soy tan metido que para fin de semana el punto tenía el ascenso firmado. Pucha, nos convertimos en grandes amigos y nos veíamos todas las noches. No faltaron veces que saliéramos al teatro los tres juntos, con Dorita, todo sin doble sentido, lo más familiar y lo más decente. Así viéndonos a diario, pasamos cinco años, hasta que al fin ese desgraciado murió de un grano y pude respirar.

Mientras se anudaba la corbata, Gauna insistió:

– Entonces ¿no tenés ninguna fija para las carreras de hoy?

Un señor vestido de negro, con paraguas, con cara de pájaro de mal agüero, que desde hacía un rato esperaba decorosamente su turno, habló con visible agitación:

– Decíle que sí, Pracánico, decíle que sí. Yo tengo el dato que no falla.

Contrariado, Pracánico aceptó el dinero que Gauna le entregó. Gauna encontró en un bolsillo del chaleco un viejo boleto de tranvía. Sacó un lápiz; miró al señor vestido de negro. Éste, moviendo mucho la cara, con voz apagada, sibilante, pronunció un nombre que Gauna escribió en letras de imprenta:

– CALCEDONIA.

Загрузка...