No es verdad que los muchachos dudaran, siquiera alguna vez, del doctor Valerga. Comprendían que los tiempos habían cambiado. Si llegaba a presentarse la ocasión, el doctor no los defraudaría; sarcásticamente podría insinuarse que ellos, temerosos de que el inesperado azar de la violencia los convirtiera en víctimas, diferían y evitaban esa ocasión anhelada. Quizá Larsen y Gauna, en alguna confidencia a la que después no aludirían, habían sugerido que la facilidad del doctor para contar anécdotas no debía interpretarse en detrimento de su carácter; en los tiempos actuales, el inevitable destino de los valientes era rememorar hazañas pretéritas. Si alguien pregunta por qué este fácil narrador de su vida tenía fama de taciturno y de callado, le contestaremos que tal vez fuera una cuestión de voz o de tono y le pediremos que recuerde los hombres irónicos que ha conocido; convendrá con nosotros que en muchos casos la ironía en la boca, en los ojos y en la voz era más fina que en las mismas palabras.
Para Gauna la discusión del coraje del doctor tenía alusiones y ecos secretos. Gauna pensaba: «Larsen recuerda la vez que crucé la calle para no pelear con el chico de la planchadora. O la vez que vino a casa el ranita Vaisman -realmente parecía una rana- acompañado de Fernando Fonseca. Yo tendría seis o siete años; hacía poco que había llegado a Villa Urquiza. A Fernandito casi lo admiraba; por Vaisman sentía algún afecto. Vaisman entró solo en la casa. Me dijo que Fernandito le había contado que yo hablaba mal de él, y venía a pelearme. Yo me dejé impresionar mucho por la traición y por las mentiras de Fernandito y no quise pelear. Cuando lo acompañé a Vaisman hasta la puerta, Fernandito me hacía morisquetas desde atrás de los árboles. A los pocos días Larsen lo encontró en un baldío; hablaron de mí, y al rato los muchachos lo vieron a Fernandito colgado de la mano de una vecina, sangrando por la nariz, llorando y rengueando. Tal vez Larsen recuerde mi séptimo cumpleaños. Yo estaba muy convencido de la importancia de cumplir siete años y acepté boxear con un muchacho más grande. El otro no quería lastimarme y la pelea duró mucho; todo iba muy bien hasta que sentí impaciencia; tal vez me pregunté cómo acabaría eso; lo cierto es que me tiré al suelo y empecé a llorar. Tal vez Larsen recuerde aquel domingo que peleé con el negro Martelli. Era mulato, pecoso y entre las rodillas y la cintura se ensanchaba apreciablemente. Mientras yo le daba muchos golpes cortos en la cintura me preguntó cómo hacía para golpear tan fuerte. Durante unos segundos creí que hablaba en serio, pero después vi que en esos labios, por fuera celestes y por dentro rosados como carne cruda, había una sonrisa repugnante».
Larsen recordaba una tarde que apareció un perro rabioso y que Gauna lo mantuvo a raya con un palo, hasta que él y los demás muchachos huyeron. Larsen recordaba también una noche que durmió en casa de Gauna. Estaban solos con la tía de Gauna y poco antes de amanecer entraron ladrones. La tía y él estaban ofuscados por el susto, pero Gauna hizo un ruido con la silla y dijo: «Tomó el revólver, tío», como si su tío estuviera ahí; luego se asomó al patio tranquilamente. Larsen vio desde el fondo de la habitación un rayo de linterna alumbrando hacia el cielo, por arriba de la tapia, y vio abajo a Gauna, inerme, ínfimo, huesudo: la imagen del valor.
Larsen creía saber que su amigo era valeroso. Gauna pensaba que Larsen vivía medio acobardado pero que, llegada la ocasión, haría frente a cualquiera; de sí mismo pensaba que podía disponer, con indiferencia, de su vida; que si alguien le pedía que la jugaran a los dados, al agitar el cubilete no tendría ni muchas dudas ni muchos temores, pero sentía una repulsión de golpear con sus puños; quizá temía que los golpes fueran débiles y que la gente se riera de él; o quizá, como después le explicaría el brujo Taboada, cuando sentía una voluntad hostil se impacientaba irreprimiblemente y quería entregarse. Pensaba que ésta era una explicación verosímil, pero temía que la verdadera fuera otra. Ahora no tenía fama de cobarde. Vivía entre aspirantes a guapo y no tenía fama de achicarse. Pero es verdad que ahora casi todas las peleas se resolvían con palabras; en el fútbol hubo algunos incidentes: asunto de tirarse botellas o pedradas o de pelear indiscriminadamente, en montón. Ahora el valor era cuestión de aplomo. Cuando uno era chico uno se ponía a prueba. Para él, el resultado de la prueba había sido que era cobarde.