XV

Cuando salieron del cinematógrafo, Gauna le propuso a Clara:

– Vamos a tomar un guindado uruguayo en la confitería Los Argonautas.

– No puedo, qué pena -contestó Clara-. Tengo que cenar temprano.

Primero sintió desconfianza, después rencor. Dijo con una vocecita hipócrita, que la muchacha todavía no le conocía:

– ¿Sale esta noche?

– Sí -repuso Clara, ingenuamente-. Hay ensayo.

– Se divertirá mucho -comentó Gauna.

– A veces. ¿Por qué no va a verme?

Sorprendido, respondió:

– No sé. No quiero molestar. Pero si me invitan, voy -en seguida añadió en un tono que pretendía ser muy sincero-: Me interesa el teatro.

– Si tiene un pedazo de papel, le escribo la dirección.

Encontró papel -una tira del programa del cinematógrafo-, pero ninguno de los dos tenía lápiz. Clara escribió con el rouge. Freyre 3721. Cuántas veces a lo largo del tiempo, en el bolsillo de un pantalón guardado en el fondo del baúl o entre las páginas de una Historia de los girondinos (obra que Gauna respetaba mucho, porque heredó de sus padres, y cuya lectura, en más de una oportunidad, había iniciado) o en lugares menos verosímiles, la tira de papel reaparecía como un símbolo de prestigio variable, como una señal que dijera: Aquí todo empezó.

A eso de las diez de la noche lloviznaba. Gauna caminó apresuradamente, miró los números en las puertas, miró el papel; tuvo la impresión de estar desorientado. No sabía, con certidumbre, qué esperaba encontrar en el número 3721; lo asombró encontrar un comercio. Un letrero decía: El Líbano Argentino. Mercería "A. Nadín". Había dos puertas; la primera, tapada por una cortina metálica, entre dos vidrieras, tapadas por cortina metálica; la segunda, de madera barnizada, con una pequeña reja en el centro y grandes clavos de hierro forjado. Apretó el timbre de la puerta de madera, aunque la otra tenía el número 3721.

Al rato acudió un hombre voluminoso; Gauna entrevió en la penumbra dos oscuros arcos de cejas y algunas manchas en la cara. El hombre preguntó:

– ¿El señor Gauna?

– Así es -dijo Gauna.

– Pase, mi buen señor, pase. Lo esperábamos. Yo soy el señor A. Nadín. ¿Qué me dice del tiempo?

– Malo -contestó Gauna.

– Loco -afirmó Nadín-. Mire, yo no sé qué pensar. Antes, no le digo que fuera gran cosa, pero mal que mal usted podía prepararse. Ahora en cambio…

– Ahora todo está patas para arriba -declaró Gauna.

– Bien dicho, mi buen señor, bien dicho. De pronto hace frío, de pronto hace calor y hay gente que todavía se admira si usted cae con la gripe y con el reuma.

Entraron en una salita, con piso de mosaicos, iluminada por una lámpara con pantalla de abalorios. La mesa que sostenía la lámpara era una especie de pirámide trunca, de madera, con incrustaciones de nácar. De las paredes colgaban un escudo nacional, con anillos en los dedos y con botones de puño, y un cuadro del abrazo histórico de San Martín y O'Higgins. En un rincón había una estatuita de porcelana pintada; representaba una muchacha a la que un perro levantaba las faldas con el hocico. Gauna se resignó a mirar al vasto Nadín: las cejas eran muy negras, muy anchas, muy arqueadas; la cara estaba cubierta de lunares, con los más variados matices del negruzco y del pardusco; algo, en la mandíbula inferior, remedaba la satisfecha expresión de un pelícano. El hombre debía de tener unos cuarenta años. Hablando como si revolviera la lengua en el fondo de una cacerola de dulce de leche, explicó:

– Hay que apurarse. Ya empezó el ensayo. Los artistas, excelentes; el drama, sublime; pero el señor Blastein va a matarme.

Sacó del bolsillo posterior del pantalón un pañuelo rojo que saturó el aire de olor a lavanda; se lo pasó por los labios, como si fuera una servilleta. Nadín parecía tener siempre la boca empapada.

– ¿Dónde ensayan? -preguntó Gauna.

Nadín no se detuvo para contestar. Murmuró en un tono de queja:

– Acá, mi buen señor, acá. Sígame.

Salieron a un patio. Gauna insistió en sus preguntas:

– ¿Dónde van a representar?

La voz de Nadín fue casi un gemido:

– Acá. Ya lo verá con sus propios ojos.

«Así que éste era el teatro», pensó Gauna, sonriendo. Llegaron a un galpón con el frente revocado y con las paredes y el techo de cinc. Abrieron una puerta corrediza. Adentro, discutían unas pocas personas sentadas y dos actores de pie, sobre una mesa muy grande, encuadrada por unos paneles de color violeta que llegaban, de cada lado, hasta las paredes. Sobre la mesa, que era el escenario, no había decoración alguna. En los rincones del galpón se amontonaban cajones de mercaderías. Nadín indicó una silla a Gauna y se fue.

Uno de los actores, que estaban sobre la mesa o tarima, tenía un tapado de mujer en el brazo. Explicaba:

– Elida tiene que traer el tapado. Viene de la playa.

– ¿Qué relación hay -gritaba un hombrecito con la cara cubierta de pecas y con el abundante pelo, de un color rubio pajizo, parado- entre la circunstancia que Élida vuelva de la playa y ese objeto inefable, que se prolonga en mangas, en cinturones y en charreteras?

– No se acalore -recomendó un segundo hombrecito (moreno, con barba de dos días, saco de repartidor de leche, despectivo cigarrillo en los labios pegajosos de saliva seca y libreto en la mano)-. El autor vota por el tapado. Ustedes agachan el testuz. Aquí dice en letra de imprenta: Élida Wangel aparece bajo los árboles cerca de la alameda. Se ha echado un abrigo sobre los hombros: lleva el pelo suelto, húmedo todavía.

Nadín reapareció con nuevos espectadores. Se sentaron. El del pelo parado saltó sobre la tarima y arrebató el abrigo. Mostrándolo, vociferó:

– ¿Por qué van a crucificar a Ibsen en estas mangas realistas? Basta un manto. Algo que sugiera un manto. Recuerden que acentuaremos el lado mágico. En realidad, Elida es una muchacha que ha visto el mar desde un faro y, sobre todo, que ha conocido a un marino de mala índole. Lo perverso atrae a las mujeres. Élida queda marcada. Esta es la historia, según la biblia que Antonio está blandiendo -señaló al hombrecito del libreto-. Pero ¿quién tendrá el corazón tan duro para dejar desamparado a un genio? No le negaremos el socorro. En nuestro drama, Élida es una sirena, como en el cuadro de Ballested. Ha llegado misteriosamente del mar. Se casa con Wangel y levantan una casa feliz. Mejor dicho, todos saben que la felicidad está en esa casa, pero ninguno es feliz porque Élida languidece bajo la fascinación del mar -hizo una pausa; después agregó-: Basta de hablar con monigotes -de un salto bajó de la tarima-. ¡Siga el ensayo!

Sin transición alguna los actores empezaron a representar. Uno de ellos dijo:

– La vida en el faro le dejó rasgos imborrables. Aquí nadie la entiende. La llaman la dama del mar.

El otro actor contestó con exagerada sorpresa:

– ¿De veras?

Antonio, el hombrecito del libreto, se irritó.

– Pero ¿de dónde van a sacar el manto?

– De aquí -gritó, furioso, el de pelo parado, dirigiéndose hacia los cajones.

El enorme señor A. Nadín se precipitó con los brazos en alto. Exclamaba:

– ¡Les doy mi vida, mi casa, mi galponcito! ¡Pero la mercadería, no! ¡La mercadería no se toca!

Blastein abría impasiblemente los cajones. Preguntó:

– ¿Dónde hay tela amarilla?

– Este señor va a matarme -gimió Nadín-. La mercadería no se toca.

– Le he preguntado dónde esconde la tela amarilla -dijo Blastein implacablemente.

Blastein encontró la tela; pidió una tijera (que Nadín entregó suspirando); midió dos largos de su brazo; con ferocidad y con descuido cortó.

Al ver los desgarrones, Nadín meció la cabeza, tomándola entre sus manos enormes y consteladas de piedras verdes y rojas.

– Se acabó el orden en esta casa -exclamó-. ¿Cómo impediré ahora los pequeños hurtos de la empleadita?

Blastein, agitando la tela como una llama de oro, volvió hacia la tarima.

– ¿Qué hacen ahí petrificados -preguntó a los actores- mirando como dos Zonza Brianos de sal?

Subió de un salto al escenario, para desaparecer en seguida detrás de los paneles violetas. El ensayo continuó. Gauna oyó de pronto, muy conmovido, la voz de Clara. La voz preguntó:

– Wangel, ¿estás ahí?

Uno de los actores contestó:

– Sí querida -Clara salió de atrás de uno de los paneles, con el manto amarillo sobre los hombros; el actor extendió las manos hacia ella y, sonriendo, exclamó-: Aquí está la sirena.

Clara se adelantó con movimientos vivos, tomó de las manos al actor y dijo:

– ¡Por fin te encuentro! ¿Cuándo llegaste?

Gauna atendía el ensayo con ojos fijos, boca entreabierta y sentimientos contrarios. La desilusión del primer momento aún resonaba en él, como un eco débil y prolongado. Había sido como una humillación ante sí mismo. «¿Cómo no desconfié -pensó- cuando me dijeron que el teatro quedaba en la calle Freyre?». Pero ahora, perplejo y orgulloso, veía a la conocida Clara transfigurarse en la desconocida Elida. Su abandono al agrado -a una suerte de agrado vanidoso y marital- hubiera sido completo si las caras masculinas, inexpresivas y atentas, que seguían el espectáculo, no le hubieran sugerido la posibilidad de una inevitable trama de circunstancias que podían robarle a Clara o dejársela, aparentemente intacta, pero cargada de mentiras y de traiciones.

Entonces notó que la muchacha lo saludaba con una expresión de confiada alegría. El ensayo se había interrumpido. Todo el mundo opinaba en voz alta, sobre el drama o sobre la interpretación. Gauna pensó que él era el más tonto; sólo él no tenía nada que decir. Clara, resplandeciente de juventud, de hermosura y de una superioridad nueva, bajó de la tarima y fue hacia él, mirándolo de una manera que parecía eliminar a las demás personas, dejándolo solo, para recibir el homenaje de su cariño ingenuo y absoluto. Blastein se interpuso entre ellos. Traía del brazo a una especie de gigante dorado, limpio, con la piel sonrosada, como si acabara de tomar un baño de agua hirviendo; tenía el gigante ropa muy nueva y en conjunto se manifestaba pródigo en grises y en marrones, en franelas, en tricotas y en pipas.

– Clara -exclamó Blastein-, te presento al amigo Baumgartner. Un elemento joven en la crítica de teatro. Si no lo entendí mal, es compañero, en el club Obras Sanitarias, del sobrino de un fotógrafo de la revista Don Goyo y va a sacar una notita breve sobre nuestro esfuerzo.

– Mirá qué bien -contestó la muchacha, sonriendo a Gauna. Éste la tomó del brazo y la apartó del grupo.

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