XXVIII

Poco antes del crepúsculo de esa misma tarde, cuando Gauna se disponía a salir, cayó un aguacero. El muchacho se quedó en el zaguán hasta que cesó la lluvia y entonces vio cómo los habituales colores de su barrio, el verde de los árboles, claro en el eucalipto que se estremecía en los fondos del baldío y más oscuro en los paraísos de la vereda, el pardo y el gris de las puertas y de las ventanas, el blanco de las casas, el ocre de la mercería de la esquina, el rojo de los cartelones que todavía anunciaban el fracasado loteo de los terrenos, el azul del vidrio en la insignia de enfrente, emprendían una incontenible y conjugada vivificación, como si les llegara, desde la profundidad de la tierra, una exaltación pánica. Gauna, habitualmente poco observador, notó el hecho y se dijo que debía contárselo a Clara. Es notable cómo una mujer querida puede educarnos, por un tiempo.

Las calles habían juntado mucha agua y en algunas esquinas la gente cruzaba por pasaderas giratorias. En la Avenida del Tejar se encontró con Pegoraro. Este, tocándolo, como para convencerse de que Gauna no era un fantasma, y palmeándolo y abrazándolo, exclamó:

– Pero hermano, ¿de dónde salís que ni se te veía la cabeza?

Gauna contestó vagamente y procuró continuar su camino. Pegoraro lo acompañó.

– Mirá que hace tiempo que no vas al club -comentó, deteniéndolo, abriendo los brazos hacia abajo, mostrando las palmas.

– Hace tiempo -reconoció Gauna.

Se preguntó cómo haría para librarse de Pegoraro, antes de llegar a la casa del Brujo. No quería que supiera que iba allí.

– Si ves el nuevo equipo te acordás de los buenos tiempos y decís que no hay como el fútbol. El club está desconocido. Nunca tuvimos, te lo juro por mi mama, que me dio esta medallita, una línea delantera comparable. ¿Lo viste a Potenzone?

– No.

– Entonces no hables de fútbol. Tenés que cerrar esa boca, en pocas palabras, callarte. Potenzone es el nuevo centro-forward. Un mago con la ball, puro firulete y fioritura, pero cuando llega frente al arco, el hombre pierde empuje, carece de fibra y el tanto más seguro queda en nada, si me entendés. Y a Perrone, ¿tampoco lo viste?

– Tampoco.

– Pero, che, ¿vos qué hacés? Te perdés lo mejor de la vida. Perrone es el wing más rápido que hemos tenido. Un caso diferente. Corre como una flecha, llega a la zona del arco, medio parece que se confunde, tira afuera. Y a Negrone, ¿lo viste?

– Ese en mis tiempos ya era medio veterano.

Mientras Pegoraro, haciendo oídos sordos, explicaba los defectos de este jugador, Gauna pensaba que algún domingo debería inventar una buena excusa y volver al club. Nostálgico, recordó los tiempos en que no faltaba a ningún partido.

Pegoraro le preguntó:

– ¿Ahora dónde vas?

Gauna supuso que la muchacha estaría esperándolo en la puerta de calle y advirtió que no le molestaba que Pegoraro supiera a dónde iba. Recordó lo que Larsen había dicho sobre Clara y sonrió satisfecho.

– A casa de Taboada -contestó.

Pegoraro volvió a detenerlo, a abrir los brazos hacia abajo, mostrando las palmas. Ladeó la cabeza y preguntó:

– ¿Sabés que ese hombre es brujo de veras? ¿Te acordás de la tarde que fuimos a visitarlo? Bueno. ¿Te acordás que yo tenía las piernas recubiertas de forúnculos? Bueno. El individuo masculló dos o tres palabras que ni le oí, dibujó unos garabatos en el aire y al otro día, ni un granito. Te lo juro por la medalla. Eso sí, no se lo dije a nadie, no fueran a pensar que me engañan con brujerías.

Clara estaba esperándolo en la puerta. De lejos no le pareció muy linda. Recordó que al principio, cuando se encontraban en la calle o en otros lugares públicos, se complacía pensando en la envidiosa aprobación con que la gente lo vería tomarla del brazo. Ahora ni siquiera estaba seguro de que fuera linda. Se despidió de Pegoraro. Este le dijo:

– A ver cuándo vas por el club.

– Pronto, Gordo. Te lo prometo.

Hasta que Pegoraro se fue, Gauna no atravesó la calle. La muchacha se adelantó para recibirlo y le dio un beso. Cerró la puerta, después apretó el botón de la luz y entraron en el ascensor.

– ¿Qué me decís de la lluvia? -comentó Clara, mientras subían.

– Muy fuerte.

Recordó su intención de hablar de la vehemencia de colores y de la luz que hubo después del aguacero, pero sintió un súbito enojo y calló. Entraron en la salita.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Clara.

– Nada.

– ¿Cómo nada? Decíme qué te pasa.

Había que encontrar una explicación. Gauna preguntó:

– ¿Siempre lo ves a Baumgarten?

Para ocultar la vacilación habló con voz demasiado alta. Clara le hizo señas de que iban a oírlo. Esa demora en la contestación lo exasperó.

– Contestáme -insistió con despecho.

– Nunca lo veo -aseguró Clara.

– Pero pensás en él.

– Nunca.

– Entonces, ¿por qué saliste esa tarde?

La arrinconó contra el diván, la asedió con pedidos de explicaciones. Clara no lo miraba.

– ¿Por qué? ¿Por qué? -insistía él. Clara lo miró en los ojos.

– Estabas volviéndome loca -dijo. Con alguna inseguridad, Gauna preguntó:

– ¿Y ahora?

– Ahora no.

Calló, pacífica y sonriente. Gauna la recostó en el diván, se reclinó a su lado. Pensó: Es un animalito, un pobre animalito. La besó con ternura. Pensó: De cerca es linda. La besó en la frente, en los párpados, en la boca.

– Vamos a ver a tu padre -dijo después Gauna.

Clara seguía echada, no abría los ojos; por fin se levantó, muy despacio y fue hasta un espejo, se miró sonriendo vagamente, «¡Qué cara!», exclamó y sacudió la cabeza. Se arregló un poco, le asentó un mechón a Gauna, le ajustó la corbata, lo tomó de la mano, golpeó a la puerta del cuarto de su padre.

– Adelante -contestó la voz de Taboada.

El Brujo estaba en la cama, con un camisón muy abierto sobre el pecho y tan amplio que, tal vez, por contraste, él parecía notablemente menudo y flaco. Sus grandes ondas grises despejaban la frente alta y estrecha, y caían hacia atrás con noble descuido. La blancura de las sábanas era impecable.

– Qué me decís de la lluvia -comentó mientras aplastaba un cigarrillo contra el cenicero de la mesa de luz.

– Muy fuerte -reconoció Gauna.

Tenía el cuarto esa mezcla de indiferencia y de pretensión, esa desapacible y muy pobre heterogeneidad, determinada, acaso, por la falta de estilo, y esa desnudez, imperfecta pero áspera, que no son frecuentes adentro y afuera de las casas de la Argentina, en el campo y en las ciudades. La cama de Taboada era angosta, de hierro, pintada de blanco y la mesa de luz, también blanca, era de madera, muy simple; había tres sillas de Viena y, contra una pared, un pequeño sofá, con brazo en un extremo, tapizado en cretona (cuando Clara tenía cuatro o cinco años, estaba tapizado en chintz); en una mesa rinconera se adivinaba el teléfono, adentro de una muñeca de trapo, que representaba una negra (hay gallinas, parecidas, que se usan de cubreteteras); sobre una cómoda moderna, de cedro, con manijas negras y brillosas, había una flor que era rosada cuando hacía buen tiempo y azul cuando iba a llover, una caja de caracoles y de nácar, con la inscripción Recuerdo de Mar del Plata, una fotografía, en marco de terciopelo, con mostacilla, de los padres de Taboada (personas antiguas, más toscas, sin duda, que Taboada, pero mucho menos que los antepasados de todos sus vecinos) y un ejemplar, encuadernado en cuero repujado, de Los simuladores del talento en la lucha por la vida, de José Ingenieros.

– Todo eso -explicó Taboada, notando la curiosidad con que Gauna miraba los objetos de la cómoda- me lo ha traído Clara. La pobre me va a echar a perder con tanto regalo.

La muchacha salió del cuarto.

– ¿Cómo anda la salud, don Serafín? -preguntó Gauna.

– No anda mal -respondió Taboada; luego añadió sonriendo-: Pero esta vez Clara se asustó. No deja que me levante de la cama.

– ¿Y qué más quiere? Descanse. Mientras los demás trabajan usted se la pasa leyendo el diario y fumando, echado en la otomana.

– En el banco de la paciencia, querrás decir; pero eso no es nada. ¿A qué no sabés lo que hizo? -inquirió Taboada riéndose-. Esa muchacha va a hundirme. No se lo digas a nadie: trajo un médico, me obligó a recibirlo.

Gauna lo miró con interés y habló seriamente:

– Lo mejor es cuidarse. ¿Qué le dijo el médico?

– Cuando se quedó solo conmigo, me dijo que no debo pasar el invierno en Buenos Aires. Pero de esto, ni una palabra a Clarita. No quiero tutores ni metidas que resuelvan lo que debo hacer.

– ¿Y usted qué resuelve?

– No hacerle caso, quedarme en Buenos Aires, donde he pasado toda mi vida, y no andar como pan que no se vende por las sierras de Córdoba, aprendiendo a hablar con tonada.

– Pero don Serafín -insistió obsequiosamente Gauna-, si es por la salud.

– No, che, dejáte de joder. Ya he cambiado, o creí cambiar, destinos ajenos. Que el mío siga solo y como quiera.

Gauna no pudo insistir, porque Clara había regresado. Traía una bandeja y les sirvió café. Hablaron del casamiento.

– Tendré que invitar al doctor Valerga y a los muchachos -insinuó Gauna.

Como siempre, Taboada replicó:

– ¿Doctor en qué?, ¡haceme el favor…! En asustar a los chicos y a los faltos.

– Como usted quiera -contestó Gauna, sin enojarse-, pero voy a tener que invitarlo.

Taboada le dijo con una voz muy suave:

– Lo mejor que podés hacer, Emilio, es cortar con toda esa gente.

– Cuando estoy con usted, pienso como usted, pero son mis amigos…

– No siempre uno puede ser leal. Nuestro pasado, por lo común, es una vergüenza, y no puede uno ser leal con el pasado a costa de ser desleal con el presente. Quiero decirte que no hay peor calamidad que un hombre que no escucha su propio juicio.

Gauna no contestó. Pensó que había alguna verdad en las palabras de Taboada y, sobre todo, que a éste no le faltarían argumentos para abochornarlo si él intentaba discutir. Pero estaba seguro de que la lealtad era una de las virtudes más importantes y hasta sospechó, recordando la confusión de las frases que acababa de oír, que Taboada era de la misma opinión.

– A mí lo que siempre me apartó del casamiento -confesó Taboada, como pensando en voz alta- es la bulla.

Clara sugirió:

– Podríamos casarnos sin invitaciones ni fiesta.

– Yo creía que lo principal, para las muchachas, era el vestuario de novia -afirmó Gauna.

Taboada encendió un nuevo cigarrillo. Su hija se lo sacó de la boca y lo aplastó contra el cenicero.

– Por hoy has fumado bastante -dijo.

– Vea la mocosa -comentó con indiferencia Taboada. Gauna miró la hora y se levantó.

– ¿No vas a acompañarnos a comer, Emilio? -preguntó el Brujo.

Gauna aseguró que Larsen lo esperaba. Se despidió.

– Quería pedirles un favor, a los dos -declaró Taboada mientras acomodaba el almohadón, para sentarse mejor en la cama-. Cuando salgan juntos córranse hasta la calle Guayra y tengan a bien de dar una revisada a mi casita. Es un sucucho de pocas pretensiones, pero me parece que para la gente de trabajo no está mal. Es mi regalo de bodas.

Cuando estuvo solo, Gauna pensó que dejar a su padre sería para Clara más doloroso que para él dejar a Larsen. Brujo y todo, Taboada le pareció digno de compasión y encontró que sacarle la hija era mucha crueldad. Clara debía de sentir eso; nunca, sin embargo, se lo había dicho. Incrédulamente, Gauna se preguntó si Clara sentiría por él ese resentimiento que él sentía por ella.

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