XXX

Como el dinero escaseaba en aquellos años, el servicio de la hipoteca llegó a ser bastante duro y tuvieron que pasar algunas privaciones. Sin embargo, eran felices. En cuanto salía del taller, Gauna volvía a su casa; los sábados dormían la siesta y después iban al cinematógrafo; los domingos, Lambruschini y la señora los llevaban en el Lancia a Santa Catalina o al Tigre. Los cuatro fueron también a ver las carreras de automóviles, en la pista de San Martín, y las señoras fingieron interesarse. Alguna vez llegaron a La Plata, donde recorrieron, distraídos, el Museo de Ciencias Naturales; de regreso, en un tomo del Tesoro de la Juventud que les prestó un señor que era dentista, conocieron, con espanto, los animales antediluvianos, en cuadros que suponían tomados del natural. En compañía de Larsen, en verano, se bañaron en la playa de la Balandra y, ante las regulares olas del río, hablaron de países lejanos y de viajes imaginarios. Hablaron asimismo de un viaje factible: volver a visitar a Chorén, al borde del arroyo Las Flores; pero este proyecto nunca llegaría a cumplirse. Clara y Gauna no perdían la esperanza de reunir el dinero suficiente para comprar un Ford T y poder pasear solos.

A la salida del taller, algunas tardes Gauna iba a casa del Brujo. Allí lo esperaba Clara; también solía estar Larsen. A veces, cuando los veía reunidos, Gauna pensaba que esos tres formaban una familia y que él era un extraño. En seguida se avergonzaba del pensamiento.

Una tarde conversaron sobre el coraje. Gauna oyó con asombro -y no sin protestar- que él, según Taboada, era más valiente que Larsen. Este último parecía admitir esa afirmación, como algo indiscutible. Gauna dijo que su amigo siempre estaba listo para enfrentar a cualquiera en una pelea y que él, y que él, y que él… iba a añadir algo, con veracidad y con candor, pero no lo escucharon. Taboada explicaba:

– Ese valor, de que habla Gauna, carece de importancia. Lo que un hombre debe tener es una suerte de generosidad filosófica, un cierto fatalismo, que le permita estar siempre dispuesto, como un caballero, a perder todo en cualquier momento.

Gauna lo escuchaba con admiración y con incredulidad.

Por aquel tiempo Taboada les enseñó («para ensanchar esas frentes angostas») un poco de álgebra, un poco de astronomía, un poco de botánica. Clara estudiaba también; su inteligencia era tal vez más dúctil que la de Gauna y que la de Larsen.

– Qué sorpresa tendrían los muchachos -exclamó una vez Gauna- si supieran que me paso la tarde estudiando una rosa.

Taboada comentó:

– Tu destino ha cambiado. Hace dos años estabas en pleno proceso de convertirte en el doctor Valerga, Clara te salvó.

– En parte Clara -reconoció Gauna- y en parte usted.

Al empezar el invierno del 29, Lambruschini le propuso que «pasara a la calidad de socio». Gauna aceptó. El momento parecía bueno para ganar plata; nadie compraba automóviles nuevos; los viejos se descomponen y, como sentenciaba Ferrari, «todo bicho que camina va a parar al tallercito». Pero la «crisis» fue tan dura que la gente prefirió abandonar los automóviles a llevarlos al taller. Nada de esto comprometió su dicha.

Le habían asegurado que las personas que viven juntas llegan a mirarse, primero, con desdén, y después con encono. Él creía tener infinitas reservas de necesidad de Clara; de necesidad de conocer a Clara; de necesidad de acercarse a Clara. Cuanto más estaba con ella, más la quería. Al recordar sus antiguos temores de perder la libertad, se avergonzaba; le parecían pedanterías ingenuas y aborrecibles.

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