XXXVIII

El domingo se presentó nublado y lluvioso. Lambruschini los invitó a ir a Santa Catalina.

– No es un día para excursiones -opinó Clara-. Mejor nos quedamos en casa. Más tarde, si tenemos ganas, vamos al cinematógrafo.

– Como quieras -contestó Gauna.

Le agradecieron la invitación a Lambruschini y le prometieron salir el domingo siguiente.

Pasaron la mañana sin hacer casi nada. Gauna estuvo leyendo la Historia de los girondinos; entre las páginas encontró la tira de papel, con la inscripción roja: "Freyre 3721" escrita por Clara, con el lápiz de labios, la tarde de la primera salida. Después Clara cocinó, almorzaron y durmieron la siesta. Cuando se levantaron, Clara declaró:

– Francamente, hoy no tengo ganas de salir de casa.

Gauna empezó a trabajar en el aparato de radio. La noche antes había notado que la bobina, después de funcionar un rato, se calentaba. A eso de las seis, anunció:

– Ya te lo arreglé.

Tomó el sombrero, se lo puso casi en la nuca.

– Voy a dar una vuelta -dijo.

– ¿Vas a tardar mucho? -preguntó Clara.

La besó en la frente.

– No creo -contestó.

Pensó que no sabía. Hacía un rato, cuando se preguntaba qué haría esa noche, sentía alguna angustia. Ahora no. Ahora, secretamente complacido, observaba su indeterminación acaso verdadera, su libertad acaso ficticia.

No ha llovido bastante, pensó al cruzar la plaza Juan Bautista Alberdi. Los árboles parecían envueltos en un halo de bruma. Hacía mucho calor.

Alrededor de una mesa de mármol, los muchachos se aburrían en el Platense. Apoyado en los respaldos de las sillas de Larsen y de Maidana, reclinado, pálido, absorto, Gauna dijo:

– He ganado más de mil pesos en las carreras.

Miró a los muchachos. Retrospectivamente (entonces no, estaba demasiado exaltado), creyó notar una expresión ansiosa en el rostro de Larsen. Continuó:

– Los invito a salir esta noche.

Larsen le decía que no con la cabeza. Simuló no advertirlo. Siguió hablando rápidamente:

– Tenemos que divertirnos como en el veintisiete. Vamos a buscar al doctor.

Antúnez y Maidana se levantaron.

– ¿Hay pulgas? -preguntó Pegoraro, recostándose en la silla-. Pero, amigo, se están portando como los brutos que son ¿vamos a irnos de aquí sin celebrar, aunque sea con Bilz, la suerte de Emilito? Siéntense, háganme el favor. Sobra el tiempo, no se apuren.

– ¿Cuánto ganaste? -interrogó Antúnez.

– Más de mil quinientos pesos -contestó Gauna.

– Si le preguntan dentro de un rato -acotó Maidana- habrá superado ampliamente los dos mil.

– ¡Mozo! -llamó Pegoraro-. El señor, aquí, va a convidarnos con una caña quemada.

El mozo miró inquisitivamente a Gauna.

Este asintió.

– Sirva, nomás -dijo-. Yo hago frente.

Después de beber, todos se levantaron, salvo Larsen. Gauna le preguntó:

– ¿No venís?

– No, che. Yo me quedo.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Maidana.

– No puedo ir -Larsen contestó, sonriendo significativamente.

– Dejála que espere -aconsejó Pegoraro-. Les asienta bien.

Antúnez comentó:

– Este le cree.

– Si no ¿por qué no iba a ir? -interrogó Larsen.

Gauna le dijo:

– Pero imagino que esta noche te sumarás a nosotros.

– No, viejo. No puedo -le aseguró Larsen.

Gauna se encogió de hombros y empezó a salir con los muchachos. Después volvió a la mesa y le dijo en voz baja a su amigo:

– Si podés, pasá por casa y decíle a Clara que he salido.

– Debías decírselo vos -replicó Larsen.

Gauna alcanzó al grupo.

– ¿A quién tendrá que ver Larsen? -preguntó Maidana.

– No sé -contestó secamente Gauna.

– A nadie -aseguró Antúnez-. ¿Cómo no comprenden que es un pretexto?

– Un puro pretexto -repitió tristemente Pegoraro-. Ese muchacho carece de calor humano, es un egoísta, un comodón.

Antúnez entonó con la voz melosa, que ya cansaba a los propios amigos:

Contra el destino

nadie la talla.

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