VI

Lo más extraño de todo esto es que en el centro de la obsesión de Gauna estaba la aventura de los lagos y que para él la máscara era sólo una parte de esa aventura, una parte muy emotiva y muy nostálgica, pero no esencial. Por lo menos esto era lo que había comunicado, con otras palabras, a Larsen. Tal vez quisiera restar importancia a un asunto de mujeres. Hay indicios que sirven para confirmar la afirmación; lo malo es que también sirven para contradecirla, por ejemplo en Platense declaró una noche: «Todavía va a resultar que estoy enamorado». Para hablar así ante sus amigos, un hombre como Gauna tiene que estar muy ofuscado por la pasión. Pero esas palabras prueban que no la oculta.

Por lo demás, él mismo confesó que nunca vio la cara de la muchacha o que si alguna vez la vio estaba demasiado bebido para que el recuerdo no fuera fantástico y poco digno de crédito. Es bastante curioso que esa muchacha ignorada le hubiera causado una impresión tan fuerte.

Lo ocurrido en el bosque fue, también, extraño. Nunca pudo Gauna explicarlo coherentemente; nunca pudo, tampoco, olvidarlo. «Si la comparo con eso -aclaraba- ella casi no importa». De todos modos, los vestigios que dejó en su alma la muchacha eran vivísimos y resplandecientes; pero el resplandor provenía de las otras visiones, a las que él, un rato después, ya sin la muchacha, se habría asomado.

Después de la aventura, Gauna nunca fue el mismo. Por increíble que parezca, esa historia, confusa y vaga como era, le dio cierto prestigio entre las mujeres y hasta contribuyó, según algunos comentarios, a que la hija del Brujo se enamorara de él. Todo esto -el ridículo cambio operado en Gauna y sus irritantes consecuencias- disgustó de verdad a los muchachos. Se murmuró que proyectaron aplicarle un «procedimiento terapéutico» y que el doctor los contuvo. Tal vez esto fuera una exageración o una invención. La verdad es que nunca lo habían considerado uno de ellos y que ahora, conscientemente, lo miraban como a un extraño. La común amistad con Larsen, el respeto por Valerga, terrible protector de todos ellos, impedía la manifestación de estos sentimientos. Aparentemente, pues, las relaciones entre Gauna y el grupo no se alteraron.

El taller era un galpón de chapas situado en la calle Vidal, a pocas cuadras del parque Saavedra. Como decía la señora de Lambruschini, en verano el local era una fiebre, y sobre el frío que hacía en invierno, con todas las chapas como una sola escarcha, no había para qué insistir. Sin embargo, los obreros nunca se iban del taller de Lambruschini. No hay duda que tenían razón los clientes: en el taller nadie se mataba trabajando. Lo que más le gustaba al patrón era sentarse a tomar unos mates o un café, según las horas, y dejar que los muchachos hablaran. Yo creo que lo estimaban por eso. No era una de esas personas cansadoras, que siempre tienen algo que decir. Lambruschini escarbaba con la bombilla en el mate y con la cara benévola y roja, con los ojos vidriosos, con la nariz como una enorme frambuesa, escuchaba. Cuando había un silencio preguntaba distraídamente: «¿Qué otra noticia?». Parecía temer que por falta de tema lo obligaran a volver al trabajo o a cansarse hablando. Eso sí, cuando se acordaba de la casa de sus padres o de las vendimias en Italia o de su aprendizaje en el taller de Viglione, cuando ayudó a preparar el primer Hudson de Riganti, el hombre parecía otro. Entonces hablaba y gesticulaba durante un rato. Los muchachos se aburrían en esos momentos, pero se lo perdonaban, porque pasaban pronto. Gauna simulaba aburrirse, y alguna vez se había preguntado qué había de aburrido en las descripciones de Lambruschini.

Ese día Gauna llegó a la una y buscó al patrón, para pedirle disculpas por el retraso. Lo encontró sentado en cuclillas, tomando un café. Cuando Gauna iba a hablar, Lambruschini le dijo:

– Lo que te perdiste esta mañana. Vino un cliente con un Stutz. Quiere que se lo preparemos para el Nacional.

No logró interesarse en la noticia. Todo, esa tarde, le desagradaba.

Dejó el trabajo poco antes de las cinco. Se enjuagó las manos y los brazos con un poco de nafta; después, con un pedazo de jabón amarillo, se lavó las manos, los pies, el cuello y la cara; frente a un fragmento de espejo, se peinó con mucho cuidado. Mientras se vestía, pensaba que lavarse, con ese tachito de agua fría, le había hecho bien. Iría en seguida al Platense y hablaría con los muchachos. Bruscamente, se sintió muy cansado. Ya no le interesaba lo que había ocurrido la noche anterior. Quería irse a su casa a dormir.

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