Aquella noche, después de contar otras anécdotas, el doctor los acompañó hasta la puerta.
– ¿Mañana nos encontramos aquí a las seis y media? -inquirió Gauna.
– A las seis y media empieza la sección vermut -sentenció Valerga.
Los muchachos se alejaron en silencio. Entraron en el Platense y pidieron cañas. Gauna reflexionó en voz alta:
– Tengo que invitar al peluquero Massantonio.
– Debiste consultar con el doctor -afirmó Antúnez.
– Ahora no podemos volver -dijo Maidana-. Va a pensar que le tenemos miedo.
– Si no lo consultan, se enoja. Es mi opinión -insistió Antúnez.
– No importa lo que piense -aventuró Larsen-. Pero imaginate cómo se va a poner si ahora lo molestamos para pedirle ese permiso.
– No es pedirle permiso -dijo Antúnez.
– Que Gauna vaya solo -aconsejó Pegoraro.
Gauna declaró:
– Tenemos que invitar a Massantonio -puso unas monedas sobre la mesa y se levantó- aunque haya que sacarlo de la cama.
La perspectiva de sacar de la cama al peluquero sedujo a todos. Olvidando al doctor y a los escrúpulos que habían sentido por no consultarlo, se preguntaron cómo dormiría el peluquero e hicieron planes para entretener a la señora mientras Gauna hablaba con el marido. En la exaltación de los proyectos, los muchachos caminaron rápidamente y se distanciaron de Larsen y de Gauna. Estos, como de acuerdo, se pusieron a orinar en la calle. Gauna recordó otras noches, en otros barrios, en que también, sobre el asfalto, a la luz de la luna, habían orinado juntos; pensó que una amistad como la de ellos era la mayor dulzura para la vida del hombre.
Frente a la casa donde vivía el peluquero, los muchachos los esperaban. Larsen dijo con autoridad:
– Mejor que Gauna entre solo.
Gauna atravesó el primer patio; un perrito lanudo y amarillento, que estaba atado a un picaporte, ladró un poco; Gauna prosiguió su camino y en el corredor de la izquierda, a continuación del segundo patio, se detuvo frente a una puerta. Golpeó, primero tímidamente, después con decisión. La puerta se entreabrió. Asomó la cabeza Massantonio, soñoliento, ligeramente más calvo que de costumbre.
– Aquí he venido para invitarlo -dijo Gauna, pero se interrumpió porque el peluquero parpadeaba mucho-. Aquí he venido para invitarlo -el tono era lento y cortés; alguien podría sugerir que soñando una íntima y apenas perceptible fantasía alcohólica el joven Gauna se convertía en el viejo Valerga- para que nos ayude, a los muchachos y a mí, a gastar los mil pesos que me hizo ganar a las carreras.
El peluquero seguía sin entender. Gauna explicó:
– Mañana a las seis lo esperamos en casa del doctor Valerga. Después saldremos a cenar juntos.
El peluquero, ya más despierto, lo escuchaba con una desconfianza que trataba de ocultar. Gauna no la percibía y, cortésmente, pesadamente, insistía en su invitación.
Massantonio imploró:
– Sí, pero la señora. No puedo dejarla.
– Qué más quiere que la deje un rato -contestó Gauna, inconsciente de su impertinencia.
Entrevió frazadas y almohadas -no sábanas- de una cama en desorden; entrevió también un mechón dorado de la señora, y un brazo desnudo.