XLIII

En el cuarto hacía frío. Gauna se acurrucó en la piel de oveja. Abrió los ojos, para ver si encontraba algo con qué abrigarse. La oscuridad ya no era total. Por los resquicios de la puerta, por algunos agujeros de las paredes, entraba luz. Gauna se levantó, se echó la piel sobre los hombros, abrió la puerta, miró hacia afuera. Recordó a Clara y los amaneceres que habían visto juntos. Bajo un cielo violáceo, donde se entrelazaban cavernas de mármol y de vidrio con lagos de pálida esmeralda, amanecía. Un perro bayo se le acercó perezosamente; otros dormían, echados. Miró a su alrededor: estaba entre colinas de tierra parda, como en el centro de un vasto y ondulado hormiguero. Divisó, a lo lejos, alguna sutil columna de humo. Persistía el repugnante olor a humo dulce.

Caminó hacia afuera. Miró la casa en que había dormido: era un rancho de lata. No muy lejos, había otros ranchos. Comprendió que estaba en la quema de basuras. Hacia el norte, descubrió las barrancas, los pinos y las cruces del cementerio de Flores; más lejos, la fábrica de la noche anterior, con sus chimeneas. Diseminados por la ondulada superficie de la quema, vio algunos hombres, sin duda, buscadores de basura. Recordó que en el otro carnaval, después de la noche que pasaron en la quinta del amigo del doctor, viajaron en un carro basurero; mentalmente vio caer la lluvia sobre la sucia baranda del carro. En una súbita revelación adivinó que la quinta del amigo era el mismo rancho en que ahora había dormido. «Cómo habré estado -pensó- para tomarlo por quinta». Siguió reflexionando: «Por eso nos fuimos en el carro basurero; no sé qué otro vehículo puede conseguirse en este paraje, si no se cuentan los fúnebres que van al cementerio. Por eso, el doctor se asombró cuando le hablé de la quinta».

Entonces apareció un hombre a caballo. La mano de la rienda descansaba en una bolsa, a medio llenar, que el hombre llevaba delante de sí, apoyada sobre la cruz del animal; la mano derecha sostenía un largo palo terminado en un clavo: instrumento que le servía para levantar las basuras elegidas, que luego guardaba en la bolsa. Mirando ese fatigoso caballo, de orejas largas y abiertas, Gauna recordó otro caballo: el de la victoria que los llevó de Villa Luto a Flores y luego hacia Nueva Pompeya. Antúnez había viajado en el pescante, cantando Noche de Reyes y bebiendo de una botella de ginebra, que había comprado en un almacén.

– Ese pobre muchacho se va a desnucar -había comentado Valerga, al ver cómo el borracho se balanceaba en el pescante-. Por mí que se mate.

Para no caerse, el borracho se abrazaba del cochero. Este no podía manejar; protestaba y gemía. La victoria progresaba sinuosamente. Valerga, con voz muy suave, canturreaba:

A la hueya, hueya,

la infeliz madre.

El peluquero Massantonio quería arrojarse de la victoria, aseguraba que iban a estrellarse, juntaba las manos, lloraba. Él ordenó al cochero que detuviera. Subió al pescante, mandó a Antúnez al asiento de atrás. El doctor tomó la botella de manos de Antúnez, comprobó que estaba vacía, y, con puntería excelente, la despedazó contra un poste metálico.

Desde el pescante, él miraba el anguloso caballo atareado en su trote. Miraba las ancas flacas y oscuras, el pescuezo casi horizontal, el testuz, resignado y estrecho, las orejas largas, sudadas, oscilantes.

– Parece un buen caballo -dijo, dando una expresión deliberadamente sobria, a la emocionada piedad que lo embargaba.

– No lo parece, lo es -afirmó con orgullo el cochero-. Mire que en mi vida he conocido caballos; bueno, uno como el Noventa, jamás. Diga que usted lo ve cansado.

– ¿Cómo no va a estar cansado con lo que anduvimos? -preguntó él.

– Y lo que anduvimos antes, ¿dónde lo deja? Tira de puro liberal -aseguró el cochero-. Otro caballo, con la mitad de fajina, ya no mueve un pelo. Es voluntarioso por demás. Yo le digo que se va a reventar.

– ¿Hace mucho que lo tiene?

– El 11 de setiembre del año 19 lo compré en lo de Echepareborda. Y no vaya a creer que ha pasado una vida de lujo y de forraje. Yo siempre digo: si de tanto en tanto pudiera tomarle tan siquiera el olor al maíz, el Noventa no tendría que envidiar a ningún placero de Buenos Aires.

Ya no quedaban casas a los lados. Avanzaron por un callejón de tierra, entre potreros imprecisos. Por momentos la luna se ocultaba detrás de espesos nubarrones, luego resplandecía en el cielo. Había ese repugnante olor a humo dulce.

Algo ocurría adelante. El caballo había iniciado una marcha oblicua y muy lisa, intermedia entre el paso y el trote. El cochero tiró de las riendas; inmediatamente el caballo se detuvo.

– ¿Qué pasa? -preguntó el doctor.

– Así el caballo no puede seguir -explicó el cochero-. Sea razonable, señor; hay que darle un respiro.

Valerga inquirió con voz adusta:

– ¿Se puede saber con qué derecho usted me pide que sea razonable?

– El caballo se me va a morir, señor -argumentó el cochero-. Cuando entra en ese trotón, es la señal de que ya no da más.

– Su obligación es llevarnos a destino. Por algo usted bajó la bandera, y el taxímetro, cada triqui traca, nos computa diez centavos.

– Llame al vigilante, si quiere. Ni por usted ni por nadie voy a matar a mi caballo.

– Y si yo lo mato a usted, ¿el caballo va a llamar a las pompas fúnebres? Mejor es que le diga a su caballo que trote. Este parlamento empieza a comprometerme la paciencia.

La discusión había continuado en el mismo tono. Por fin, el cochero se resignó a rozar con el látigo a su caballo y éste a seguir trotando. Muy pronto, sin embargo, el caballo tropezó, lanzó un quejido como de humano y quedó tendido en el suelo. Con una sacudida violenta, el coche se detuvo. Todos bajaron. Rodearon al caballo.

– Ay -exclamó el cochero-. No se levanta más.

– ¿Cómo no se va a levantar? -preguntó en tono animoso el doctor. El cochero parecía no oírlo. Miraba fijamente a su caballo. Por fin, dijo:

– No, no se levanta. Está perdido. ¡Ay, mi pobre Noventa!

– Yo me voy -declaró Massantonio. Se movía continuamente y debía de estar muy próximo a un ataque de nervios.

– No moleste -le ordenó Valerga. El peluquero insistió, casi llorando.

– Pero, señor, yo tengo que irme. ¿Qué cara va a poner la señora cuando me vea llegar a la mañana? Yo me voy.

Valerga le dijo:

– Usted se queda.

– Estás perdido, mi pobre caballo, estás perdido -repetía, desconsolado, el cochero. Parecía incapaz de tomar una resolución, de hacer nada por su caballo. Lo miraba patéticamente y movía la cabeza.

– Si este hombre dice que está perdido, opino que se le dé por muerto -argumentó Antúnez, con gravedad.

– Y después ¿qué? ¿Nos vamos a babuchas del cochero? -preguntó Pegoraro.

– Esa es otra cuestión -protestó Antúnez-. Cada cosa a su tiempo. Ahora hablo del caballo apodado el Noventa. Opino que habría que despenarlo, de un balazo.

Antúnez tenía en la mano un revólver. Él miró los ojos del caballo tendido en el suelo. Por ese dolor, por esa tristeza, manifestaba su participación en la vida. Era horrible que ahí estuvieran hablando de matarlo.

– Le abono dos pesos por el cadáver -Antúnez le decía al cochero, que lo escuchaba alelado-. Se lo compro para mi viejito, el pobre es medio soñador. Tiene la ilusión de montar un día una comandita para desarmar animales muertos y venderlos al detalle: el cuero por un lado, la grasa por otro, si usted me entiende. Con el hueso y la sangre prepararíamos con el viejito un abono de primera. Usted no me creerá, pero en materia de abonos…

Valerga lo interrumpió:

– ¿Por qué van a sacrificar un caballo en buen estado de conservación? Lo mejor es ayudarlo a levantarse.

– Si no -preguntó Pegoraro-, ¿quién nos lleva en asiento y lo más orondos a destino?

– Todo es inútil -repitió el cochero-. El Noventa se muere.

Él dijo:

– Habría qué desprenderlo de las varas.

Con gran dificultad lo desprendieron. Luego empujaron hacia atrás el coche. El doctor recogió las riendas y le ordenó a él que tomara el látigo. «¡Ahora!», gritó el doctor y dio un tirón; él, con el látigo, trató de animar al caballo. El doctor empezó a impacientarse. Cada tirón de riendas era más brutal que el anterior.

– Y a vos, ¿qué te pasa? -le preguntó el doctor, mirándolo con indignación-. ¿No sabés manejar el látigo o le tenés lástima al caballo?

Los tirones habían lastimado la boca del animal. Rotas por el freno, las comisuras de la boca sangraban. Un abismo de calma inconmovible parecía reflejarse en la tristeza de los ojos. De ningún modo él usaría el látigo contra el caballo. «Si es necesario -pensó- lo usaré contra el doctor». El cochero empezó a llorar.

– Ni por sesenta pesos -gimió- conseguiré un caballo como éste.

– Vamos a ver -le preguntó Valerga-, ¿qué saca llorando? Hago lo que puedo, pero le aconsejo que no me canse.

– Yo me voy -dijo Massantonio.

Valerga se dirigió a los muchachos:

– Yo tiro de las riendas y ustedes lo levantan a pulso. Él dejó el látigo en el suelo y se dispuso a ayudar.

– Esto no es boca ni nada -comentó Valerga-. Es una masa de carne. Si tiro, la deshago.

Valerga tironeó, los demás empujaron y, entre todos, incorporaron al caballo. Lo rodearon gritando: «¡Hurra!», «¡Viva el Noventa!», «¡Viva Platense!», dándose palmadas y saltando de alegría.

Valerga le habló al cochero.

– Ve, amigo: no había qué llorar tan pronto.

– Voy a atarlo al coche -declaró Pegoraro. Maidana se interpuso.

– No seas bruto -dijo-. El pobre caballo está medio muerto. Dejálo siquiera que resuelle.

– Qué dejarlo ni qué dejarlo -protestó Antúnez, esgrimiendo el revólver-. No vamos a pasar la noche al raso.

De buen humor, Pegoraro comentó:

– A lo mejor quiere que lo atemos a él.

Empujó el coche hacia el caballo, Antúnez, con la mano libre, trató de ayudarlo: tomó las riendas y dio un tirón. El caballo volvió a caerse.

Valerga recogió el látigo que estaba en el suelo; se lo mostró a Antúnez.

– Debería cruzarte la cara con esto -le dijo-. Sos una basura. La última basura.

Le arrancó las riendas de la mano y se volvió hacia el cochero. Le habló con voz tranquila:

– Francamente, maestro, me parece que su caballo quiere reírse de nosotros. Yo le voy a sacar las mañas.

Con la mano izquierda tironeó hacia arriba y con la derecha descargó sobre el animal un terrible latigazo; después otro y otro. El caballo se quejó roncamente; estremeciéndose todo, intentó levantarse; lo consiguió a medias, tembló, se desplomó de nuevo.

– Por piedad, señor, por piedad -exclamó el cochero.

Los ojos del caballo parecían desorbitarse en un frenesí de pavor. Valerga volvió a levantar el látigo, pero él se había acercado a Antúnez y, antes de que el látigo bajara, le arrebató el revólver, apoyó el caño en el testuz del caballo y, con los ojos bien abiertos, disparó.

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