XX

Al otro día no ensayaban. Cuando volvió del trabajo, Gauna llamó a Clara por teléfono, desde la tienda, para preguntarle dónde irían. Clara le dijo que su tía Marcela había llegado del campo y que tal vez tuviera que salir con ella; le pidió que volviera a llamarla diez minutos más tarde; ya entonces habría hablado con Marcela y sabría qué iba a hacer.

Gauna preguntó a la hija del tendero si podía quedarse un rato. La muchacha lo miraba con sus grandes ojos verdes, en forma de pera; tenía dos largas trenzas, era muy pálida y parecía sucia. En honor de Gauna, puso en el gramófono Adiós, muchachos. Mientras tanto el tendero discutía laboriosamente con un viajante de comercio que le ofrecía «un producto muy noble, unas pantuflas con fieltro». El tendero estudiaba sus boletas y porfiaba que en veinticinco años al pie del mostrador nunca oyó hablar de calzado con fieltro. Tal vez por la innata falta de escrúpulos en la manera de pronunciar, no percibían diferencias entre el fieltro que ofrecía uno y el fieltro que rechazaba el otro; no se ponían de acuerdo: hablaban y hablaban, despreciándose mutuamente esperando cada uno, para contestar, que el otro callara, sin haberle oído, sin prisa, con indignación.

Gauna volvió a llamar a Clara. Ésta le dijo:

– Es un hecho, querido. No salgo con vos. Mañana a la tarde te espero en el teatro.

Por lo que sucedió después, todo lo ocurrido esa tarde tiene importancia, o la tuvo en el alma de Gauna. Éste, cuando salió de la tienda, se dirigió a su casa, tarareando el tango que oyó en el gramófono. Larsen había salido. Gauna pensó ir al Platense y ver a los muchachos; o visitar a Valerga; o hacer cualquiera de estas cosas y proseguir la investigación, tan lejana ya, tan olvidada, de los hechos de la tercera noche de carnaval. De antemano, todos estos proyectos lo desanimaban, lo cansaban, lo aburrían. No tenía ganas de hacer nada, ni siquiera de quedarse en el cuarto. Así empezó la tarde libre, que él tanto había anhelado.

Con renovado rencor hacia Clara, pensó que había perdido la costumbre de estar solo. Para no seguir ahí, mirando las paredes vacías y atareándose con pensamientos inútiles, se fue al cinematógrafo. Otra vez, en el camino, canturreó Adiós, muchachos. En la esquina de Melián y Manzanares vio un carrito de panadero tirado por un caballo tobiano; cruzó el dedo mayor sobre el índice y pidió que le fuera bien con Clara, que descubriera el misterio de la tercera noche, que tuviera suerte. Justamente cuando iba a entrar en el cinematógrafo, por la avenida pasó otro carro con un cadenero tobiano. Pudo soltar los dedos.

Alcanzó las últimas escenas de una vista de Harrison Ford y de Marie Prévost; lo hicieron reír mucho y lo dejaron contento. Después de un entreacto ocupado especialmente por carreras de chicos e idas y venidas del chocolatinero, empezó El amor nunca muere. Era una larga historia de amor sentimental, que seguía más allá de la muerte, con hermosas muchachas y con jóvenes desinteresados y nobles, que envejecían ante el espectador y se congregaban, hacia el final, blanquecinos, ojerosos, y encorvados sobre bastones, en un cementerio nevado. Había gente demasiado buena, gente demasiado mala y como un ensañamiento del infortunio. Gauna salió con una sensación de recogimiento y de repugnancia que, ni siquiera el regreso al mundo de afuera y la aspiración del aire de la noche, atenuaron. Con vergüenza comprobó que estaba asustado. Le parecía que todo, repentinamente, se había contaminado de penas y de infelicidades y que no podía esperarse nada bueno. Trató de cantar Adiós, muchachos.

Cuando llegó a su casa, Larsen estaba por salir. Fueron a comer juntos a ese restaurant de guardas de tranvía, que hay en la calle Vilela. Como siempre, don Pedro, el viejo camionero francés, al sentarse pesadamente a su mesa, gritó:

– Un fricandeau con huevos.

Como siempre, desde el mostrador, el patrón averiguó:

– ¿Con agua o con soda, don Pedro?

Y como siempre, con voz aguardentosa y entonación de mozo de restaurant, don Pedro contestó:

– Con vino.

Esa noche estaban sin tema y Gauna se puso a hablar de Clara. Larsen casi no contestaba; Gauna sentía la omisión y tratando de propiciar a su amigo, se prodigaba en explicaciones, en distinciones y en justificaciones. Quería darle una buena impresión de Clara, pero temía parecer enamorado y subyugado; entonces hablaba mal de la muchacha y veía con disgusto que Larsen movía la cabeza y asentía. Habló mucho y habló solo, y al final se sintió asqueado y deprimido, como si lo abandonara un frenesí que después de impulsarlo a vituperar a Clara, a desconcertar a su amigo y a manifestarse él mismo como un desequilibrado y como un tonto, lo dejara vacío y exhausto.

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