XXXI

Era un domingo de invierno, a la hora de la siesta. Echado en la cama, envuelto en ponchos, extendido en medio de la caótica dispersión de secciones ilustradas de los diarios, Gauna miraba distraídamente el delicado dibujo de las sombras que se reflejaban en el techo. Estaba solo en la casa. Clara, que había ido a ver a su padre, regresaría a las cinco, a tiempo para llegar al cinematógrafo. Antes de irse le había recomendado que saliera a tomar sol a la plaza Juan Bautista Alberdi. Por ahora, su única salida había sido hasta la cocinita, para calentar el agua para el mate. De nuevo en la cama, sacaba un brazo; cebaba rápidamente, daba dos o tres chupadas, mordía la corteza de un pan francés (Larsen le había dicho que matear sin comer nada provocaba dolores de estómago), dejaba el mate y el pan en la silla que hacía las veces de mesa de luz, volvía a taparse. Pensaba que si pudiera alcanzar el sombrero -estaba sobre una mesa de mimbre, cerca de la puerta- sin levantarse de la cama, se lo pondría. El ala, pensó, molestaría en la nuca. Los antiguos tenían razón. Haber dejado el gorro de dormir era toda una injusticia con la cabeza. Le dieron lástima las orejas y la nariz y cuando estaba pensando en añadir las correspondientes orejeras y naricera, llamaron a la puerta.

Gauna se levantó protestando; temblando de frío, pisando las puntas de los ponchos en que se arropaba, llegó, como pudo, hasta la puerta; abrió.

– A ver si se mueve -le dijo la señora que cocinaba para el carpintero-. Lo llaman por teléfono.

Gris y baja como una rata, la señora huyó en seguida. Gauna, muy alarmado, se arregló un poco y todavía a medio vestir corrió a la casa del carpintero. Con voz extraña, Clara le dijo que su padre no estaba del todo bien.

– Voy para allá -contestó Gauna.

– No, no es necesario -aseguró Clara-. No tiene nada de cuidado, pero prefiero no dejarlo solo.

Le pidió que saliera a distraerse un poco; se pasaba la semana trabajando en ese taller tan frío; necesitaba descansar; lo encontraba flaco, nervioso. Le preguntó si había tomado sol en la plaza y, antes de que Gauna mintiera, le propuso que fuera al cine por los dos. A todo Gauna decía que sí; Clara continuó: que la buscara a eso de las ocho, que para comer se arreglarían con cualquier cosa, tal vez abrirían una de esas latas de conservas que nunca se resolvían a probar.

Cuando Gauna volvía a la casa, después de agradecer la atención del carpintero (que no contestó, que ni siquiera levantó la cabeza), comprendió que la esperada oportunidad había llegado. Esa misma tarde emprendería una nueva investigación de la aventura de los lagos, del misterio de la tercera noche. No sentía ninguna impaciencia ni tampoco ninguna incertidumbre. Pensó con agrado que la decisión, ya tomada, siempre al alcance de su mano, por así decirlo, había estado aguardando el momento oportuno y que él, para un observador ligero, habría aparecido quizá como un hombre de voluntad débil o, por lo menos, como un hombre con una muy débil voluntad de esclarecer ese particular misterio. Sin embargo no era así; ahora que había llegado la ocasión, lo demostraría.

Lo cierto es que para llevar adelante planes tan vagos como los suyos hubiera sido una majadería decirle un sábado o un domingo a Clara: Hoy no salimos juntos. O salir una noche y darle quién sabe qué ideas. Y si al fin hubiera tenido que explicar las cosas (porque mire que las mujeres son insistentes) quedaría como un embustero o como un loco.

Llevó a la cocina los utensilios del mate y cuando ya iba a tirar a la pileta la yerba usada, volvió a servir agua y probó; en seguida escupió con disgusto; limpió el mate y guardó todo en la alacena.

Aunque tenía camiseta de lana, se puso la tricota que Clara le había tejido (siempre se había manifestado francamente reacio a las tricotas y el color de ésa, en particular, le parecía demasiado vistoso y casi fantástico para ser llevado por un hombre, pero la pobre Clara se entristecía si él le desairaba el regalo y ese día, qué diablos, el frío apretaba). Se abrigó cuanto pudo; si no llevó el sobretodo, fue porque nunca le había llegado el momento de comprarlo.

Caminando enérgicamente, para combatir el frío, pero cansado y perezoso, llegó a la estación Saavedra. Tomó un boleto a Palermo y se sentó a esperar; ni bien hizo esto, pensó que todavía el plan no había madurado, que tal vez él andaría cansándose como un pobre loco por los bosques de Palermo y total ¿para qué? Para nada. Más le convenía concretar previamente el plan de batalla y, mientras tanto, ver una sección de cinematógrafo con Larsen. Es verdad que ese boleto le quemaba el bolsillo, pero no se atrevía a devolverlo, porque el señor de la ventanilla era un total desconocido. Si Larsen no estuviera en su casa, pensó levantándose y caminando hacia afuera de la estación, aprovecharía el boleto. Pero ¿por qué Larsen no iba a estar en su casa?

Al volver a las calles del barrio siempre le acometía alguna nostalgia, acaso tierna, acaso malhumorada; así, distraído, entró en la casa, llegó a la puerta de su viejo cuarto. Golpeó: no contestaron. La encargada, a quien llamó a gritos, a quien ofendió con su impaciente indiferencia por el inevitable preludio de interrogaciones corteses y de saludos le dijo que el señor Larsen acababa de salir y le cerró la puerta. Ya en la calle, Gauna vaciló un instante; no sabía si volver a la estación o presentarse en casa de Taboada. En ese momento, pedaleando en el triciclo celeste, sonriendo con toda su cara pilosa, apareció el Musel (como apodaban en el barrio al encargado de La Superiora, por alusión a su costumbre de recordar tesoneramente, con cualquier pretexto, su puerto natal); Gauna le preguntó si sabía a dónde había ido Larsen.

– No, no sé, que no sé -contestó el Musel-. Vamos, y usted ¿qué hace?, que anda solito, ¿cómo? ¿Ya se cansó de la vida de casado? No puede ser. Que no puede ser.

Se palmearon amistosamente y Gauna siguió su camino, rumbo a la estación. Estaba arrepentido de haber formulado esa pregunta al Musel. Además, pensó ¿cómo dejar pasar la oportunidad de iniciar las investigaciones definitivas? Por más que tratara de disimulárselo a sí mismo, estaba preocupado y nervioso. Llegó a la estación a tiempo para alcanzar, de un salto, el último vagón, cuando éste salía del andén. Bajó en la avenida Vértiz, cruzó por debajo de los puentes, atravesó el Rosedal y se internó en el bosque.

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