XXIX

Estuvieron tan ocupados en instalarse, que el hecho mismo del casamiento -ceremonia de la que fueron testigos don Serafín Taboada y don Pedro Larsen- perdió para los protagonistas su prestigio y se confundió con los demás quehaceres y molestias de un día muy atareado. Taboada y Larsen no compartieron esa indiferencia.

Como lo había anunciado, Taboada les regaló la casa de la calle Guayra, que era su única propiedad. Gauna se hizo cargo de la hipoteca, de la que sólo quedaban por pagar contados servicios. Cuando Gauna y Clara dijeron que no podían aceptar un regalo tan importante, Taboada aseguró que las ganancias del consultorio le bastaban para su vida poco rumbosa.

A pesar de que no hubo invitaciones, recibieron regalos de Lambruschini, de los compañeros del taller, de la turquita y de Larsen. Este último debió de quedar medio arruinado, porque les regaló el juego de comedor. Blastein, el director de la compañía Eleo, les mandó una coctelera de metal blanco, que Gauna perdió en la mudanza. Todo el barrio sabía que se habían casado; sin embargo, la manera silenciosa en que lo hicieron, les valió algunas calumnias.

Pidió licencia en el taller y durante quince días trabajaron mucho en la casa. Gauna estaba tan interesado, que no se acordó del problema de su libertad perdida; hipotecas, distribución de muebles, blanqueos impermeabilizadores, esteras, repisas, calefones, la corriente eléctrica y el gas ocupaban toda su atención. Con particular esmero, construyó una pequeña biblioteca para los libros de Clara, que era muy lectora.

En el dormitorio pusieron la cama de dos plazas; cuando él propuso que compraran un catre, por si alguna vez uno se enfermaba, Clara contestó que no tenían por qué enfermarse.

Muy de tarde en tarde iba al Platense; lo hacía para que no pensaran que se había enojado o que los despreciaba o que Clara lo tenía prisionero. La primera tarde que se reunieron en casa de Valerga, Antúnez, para hacerle pasar un mal rato, preguntó:

– ¿Saben que nuestro amiguito aquí presente ha contraído enlace?

– ¿Y se puede saber quién es la agraciada? -inquirió el doctor. Gauna pensó que esa ignorancia debía de ser fingida y que el trance no se presentaba bien.

– Con la hija del Brujo -informó Pegoraro.

– No conozco a la niña -declaró con seriedad el doctor-. Al padre, sí. Un hombre de valía.

Gauna lo miró con afecto casi piadoso, recordando el invariable desdén con que Taboada hablaba de él. Al mismo tiempo, con un principio de alarma, creyó comprender que ese desdén era justo. Para alejar estas ideas, siguió hablando. Explicó:

– Nos casamos privadamente.

– Como si tuvieran vergüenza -comentó Antúnez.

– No me parece atinada la observación -dijo el doctor, mirando formidablemente a Antúnez y omitiendo, en la última palabra, la letra "b"-. Hay gente que gusta de la bullanga y gente que no. Yo me casé como Gauna, sin toldo colorado ni tanto zonzo mirando -buscó la mirada a todos los circunstantes-. ¿Tienen algo que objetar?

Por cierto que ninguna "b" entorpeció el verbo.

De la aventura de los lagos, Gauna casi no se acordaba; pero una noche, a través de un insomnio, llegó a ese misterio y, con absurda exaltación, juró aclararlo algún día y luego juró no olvidar la resolución. Estaba seguro de que si una vez esperaba la madrugada en el bosque de Palermo, el lugar le revelaría algo. Además, debía interrogar nuevamente a Santiago. ¡Pensar que el Mudo tal vez conocía la verdad! Tendría qué recorrer los cafetines y, si era necesario, juntar valor y, con traje de etiqueta alquilado, presentarse en el Armenonville. Acaso alguna señorita bailarina, si él le pagaba la copa, diría lo que había visto o lo que le habían contado.

Esa misma noche recordó también su proyectada pelea con Baumgarten. Él sabía que una fortuita trama de circunstancias había postergado y finalmente, impedido, la pelea; pero sabía también que la gente, si hubiera estado informada de lo esencial del asunto, habría pensado que él era cobarde. No estaba seguro de que ese juicio fuera erróneo.

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