Ahora hay que andar despacio, muy cuidadosamente. Lo que he de contar es tan extraño, que si no explico todo con claridad no me entenderán ni me creerán. Ahora empieza la parte mágica de este relato; o tal vez todo él fuera mágico y sólo nosotros no hayamos advertido su verdadera naturaleza. El tono de Buenos Aires, descreído y vulgar, tal vez nos engañó.
Cuando Gauna entró en la fulgurante sala del Armenonville, cuando bordeó el lento y vivo tejido de máscaras que bailaban algún vago fox imitado de algún vago fox de los años anteriores, cuando olvidó su propósito, creyó que el buscado milagro estaba ocurriendo; creyó que la anhelada recuperación del estado de ánimo de 1927 por fin se producía y no sólo se producía en él sino también en sus amigos. Dirán algunos que nada muy extraño hay en todo esto; que él se había preparado psicológicamente, primero buscando esa recuperación y luego olvidándola, como quien deja una puerta abierta; y que también físicamente se había preparado, ya que el cansancio, al cabo de andar tres días completos bebiendo y trasnochando por los carnavales, debía de ser parecido en las dos ocasiones; y que por último, el Armenonville, tan lujoso, tan intenso de luz, de música y de máscaras, era un sitio único en su experiencia. Por cierto que esto no parece la descripción de un hecho mágico sino la descripción de un hecho psicológico; parece la descripción de algo que sólo hubiera ocurrido en el ánimo de Gauna y cuyos orígenes habría que buscarlos en el cansancio y en el alcohol. Pero me pregunto si después de esta descripción no quedan sin explicar algunas circunstancias de la última noche. Me pregunto también si tales circunstancias no serán inexplicables o, por lo menos, mágicas.
Después de unos minutos encontraron mesa. Cada uno examinó el sombrero de fantasía que tenía sobre la servilleta. Ante la hilaridad de los muchachos y la indiferencia del doctor, Pegoraro se probó el suyo; los demás los apartaron, con intención de llevarlos a casa como recuerdo.
Brindaron con champagne y, al levantar la copa, ¿a quién vio Gauna, bebiendo junto al mostrador? Como él se dijo, es para no creerlo: a uno de los muchachitos del Lincoln, al rubio cabezón que en 1927 apareció en ese mismo local. Gauna no dudó de que si buscaba un poco más encontraría a los tres restantes: al de la guardia de boxeador y de las piernas cambadas; al pálido y alto; al de la cara de prócer del libro de Grosso. Volvió a llenar la copa y volvió a vaciarla, dos veces. Pero ¿es necesario recordar con quién llegaron al Armenonville esos muchachitos, en la noche del 27? Por cierto que no y por cierto que ante los incrédulos y absortos ojos de Gauna, contra el mismo mostrador, hacia la derecha, con un vestido de dominó idéntico al que llevaba en el 27, estaba, inconfundiblemente, la máscara.