XXIII

Mientras el tranvía bajaba hacia el este o se internaba en el sur, Gauna pensaba en Clara, pensaba en Baumgarten, se imaginaba golpeando a Baumgarten delante de Clara, maltratando y perdonando a Clara, fracasando en estas aventuras por el mayor peso, el mayor alcance de su rival o por las burlas de la muchacha; descorazonado, se imaginaba entonces en un hosco y definitivo aislamiento, comentado respetuosamente por todo el barrio de Saavedra. El ruido de las ruedas sobre las vías, que alcanzaba momentáneos éxtasis cuando el vehículo aumentaba la velocidad o emprendía una curva, alentaba secretamente sus cavilaciones; Gauna sentía la plenitud del infortunio; se tenía lástima; llegaba a creer que el suyo era un caso extraordinario y pensaba que si le facilitaran papel y lápiz ahí mismo escribiría, si dominara el rudimento de la música y la mitad de lo que sabía de piano la más fea de sus primas, un tango que lo convertiría, en un abrir y cerrar de ojos, en el ídolo mimado del gran pueblo argentino y que dejaría a Gardel-Razzano con la boca abierta; pero no, el mundo no cambiaría para él; todo el futuro ya estaba dibujado: la duración de ese viaje en tranvía y, más temprano o más tarde, la vuelta a Saavedra. Lo peor de todo es que tampoco en su cabeza habría cambio alguno: ahí estaría, invariablemente, la traición de Clara, obligándolo a retirarse, a buscar soledad; ahí estaría su relación con Clara, relación sentimental, pero también comprensiva y amistosa, que reclamaría explicaciones, invocaría responsabilidades y exigiría lo que era razonable: la reconciliación, el olvido, el sacrificio del rencoroso amor propio; ahí estarían Larsen y todo el barrio, mirando, con pena, con asombro o con desdén, su vergüenza. Para cambiar todo eso, habría que intentar una locura; no una simple locura, que sólo sirviera para agrandar el oprobio; una locura ingeniosa, que alterara todo, que dejara a la gente confundida, mirando para otro lado, sin recuerdos ya de ese espectáculo francamente desolador. Pero le iba a fallar el ingenio y se sentía muy capaz de cometer una estupidez que lo cubriera de ridículo. O tal vez no. Tal vez le faltara el empuje necesario. Le quedaban todavía dos caminos. Volver, acallando todo lo que sentía, contrariando su rencor, que era lo que más le importaba, disimulando, para vivir una íntima soledad, para lograr una remota venganza; o el segundo camino, buscar una pelea. Esta era la solución. Después de la pelea, todo habría cambiado. El cambio no sería fundamental; sería, apenas, una cuestión de matiz, pero eso ya era mucho. Una pelea ¿con quién? La persona evidente era Baumgarten, pero había que buscar otra, a una que no pudieran vincularla con la traición de Clara. Había que emprender algo que llevara la atención de la gente hacia otro lado y que a él mismo lo distrajera del asunto.

Avanzaban, cabeceando, por una desnuda calle de Barracas. Gauna vio, al pasar, una luz en la vereda. Se levantó; cuando llegó a la plataforma, el tranvía ya estaba en la esquina. Miró hacia atrás. Con un movimiento leve y seguro se descolgó del tranvía y, caminando lentamente por el centro de la calle, mirando los rieles, cuyo móvil reflejo azulado invocaba en su memoria la rápida, inquieta sensación de un recuerdo, llegó hasta el zaguán iluminado. La puerta estaba entreabierta; entró sin tocar el timbre. «Hay demasiada gente -se dijo-. Mejor es que me vaya.» Estaba apoyado contra la espalda enlutada de un hombre y contra el hombro de otro, con saco de panadero. Mientras avanzaba, con dificultad, en puntas de pie, tratando de ver, pensó: «Con tal de que no haya ocurrido algo y lo tomen a uno de testigo». En ese momento sintió una presión en un brazo. La causaba una señora de escasa estatura, de alguna edad, con pelo exageradamente rubio y con vestido exageradamente verde. Gauna la miraba, interesado; el espeso dibujo de los labios se había corrido y el lunar postizo de la mejilla parecía de hollín. La señora le dijo con tosco acento extranjero:

– ¿Usted sabía que estábamos de casamiento?

– No, no sabía. Yo no conozco a nadie aquí -contestó Gauna.

– Entonces va a tener que volver mañana -explicó la señora y en seguida agregó-: Pero ahora va a acompañarnos en la fiestita. Venga a tomar un vaso de vino Zaragozano o siquiera El Abuelo, y a probar el pastel.

Trabajosamente se abrieron paso y llegaron hasta la mesa donde estaba la bandeja de los pasteles. Ahí le suministraron alimento y le presentaron a dos señoritas de aspecto formal. Una tenía ojos arqueados, cara de gata y hablaba mucho, con suspiradas exclamaciones. La otra era oscura, taciturna, y su parte en la conversación parecía reducirse al mero acto de presencia; a estar ahí; a estar ahí su cuerpo debajo de un vestido, modesto y tenue.

Gauna oyó vagamente que las señoritas trabajaban en el Rosario y se encontró ponderando, segundos después, el continuo progreso de la Chicago Argentina, ciudad mucho más alegre que Buenos Aires y a la que un día esperaba conocer.

– Como nosotras nunca salimos de casa -la señorita conversadora acotó rencorosamente- poco nos importa que el Rosario sea alegre como una castañuela.

La señora extranjera le habló de la boda:

– No faltarán las malas lenguas que digan que esto no va en serio, porque no hay cura ni registro civil. Pero yo le pido que se haga cargo de los matrimonios de hoy en día. El Pesado es un muchacho bueno y estoy segura que a Maggie no le faltará ahora quien se ocupe de los certificados médicos, el permiso municipal y muchas otras cosas. Yo me pregunto qué más puede esperar una mujer de su marido.

A continuación le entregó a Gauna un segundo pastel y le propuso que pasara a felicitar a los novios. Gauna trató de excusarse, pero debió seguir a la señora, abriéndose paso entre la gente, hasta el rincón del comedor donde los novios recibían las felicitaciones de los invitados, felicitaciones que muy pronto se convertían, para demostrar que allí no había estiramiento y por razón de buen gusto, en toda suerte de bromas procaces y de pullas. La novia era una muchacha pálida, acaso rubia, con un sombrerito redondo, hundido hasta los ojos, un vestido muy corto y zapatos de taco alto. El novio era un hombre corpulento y canoso; su traje negro y su notorio aseo sugerían un paisano de visita en Buenos Aires; contradictoriamente, las manos eran pequeñas, suaves y cuidadas. Después de saludarlos, Gauna se encaminó, a fuerza de empujones y codazos, hacia el patio; pensó que tenía qué ventilar los pulmones, porque en la casa no corría el aire y francamente ya no se podía respirar. Sintió un sudor frío y, por unos instantes, creyó que iba a desmayarse. Se decía: «Qué vergüenza, qué vergüenza», cuando lo distrajo el lloroso canto de un violín. Llegó, finalmente, al patio; éste era más bien estrecho; con piso de baldosas rojas, algo ennegrecidas; en macetas y en latas había plantas de flores blancas o amarillentas; el músico estaba en un rincón, apoyado en una delgada columna de hierro y rodeado por un grupo de curiosos. La señora extranjera habló casi en el oído de Gauna; preguntó:

– ¿Qué le parecen los novios?

Para contestar algo, Gauna dijo:

– La novia no está mal.

– Va a tener que volver mañana -respondió la señora-. Hoy no puede atenderlo.

Con una vaga esperanza de librarse de su acompañante, Gauna se acercó al violinista. Creyó ver en la frente del hombre una corona, una corona dibujada; era una serie de pequeñas marcas descoloridas, tal vez cicatrices, en forma de muñecas o de rombos; el hombre aparentaba unos treinta años; estaba en cabeza, y la cabellera castaña, larga, delgada, se ondulaba con cierta pomposa y genuina dignidad; los ojos, extrañamente abiertos, eran dolorosos, y una barba en punta, suave y sutil, terminaba el pálido rostro. Al lado del hombre, un niño distraído jugaba con un sombrero.

– Háganos oír otro valsecito, maestro -pidió Gauna, con voz humilde.

Con lentitud, como para atajarse un golpe terrible pero lentísimo, el músico levantó los brazos, pareció crucificado en la columna, gimió roncamente y aterrado retrocedió y huyó, embistiendo, repetidas veces, las paredes que daban al patio. El chico del sombrero despertó luego de su distracción, corrió hacia el músico, lo tomó de una mano y lo arrastró en dirección a la salida. Gauna estaba perplejo, pero, en vez de preguntarse el significado de esa fuga inopinada, la comparaba con el desesperado vuelo de un pájaro que había entrado por la ventana, cuando él era niño, en la casa de sus tíos, en Villa Urquiza. Salió de su confusión; notó que todos lo miraban con desconfianza y, acaso, con respeto. Evidentemente, la señora quería hablarle, pero, por un motivo o por otro, no podía articular. Antes de que se repusiese, Gauna se encaminó hacia la puerta, entre personas que le abrían paso y lo miraban. Llegó a la calle, cruzó a la vereda de enfrente, y se alejó caminando despacio. Cuando había recorrido unos doscientos metros, se volvió. No lo seguían. Continuó su camino y, después de un rato, se preguntó qué había pasado.

Por cierto no pudo contestar. La tonada y las palabras de Adiós, muchachos se insinuaron, por un momento, en su boca.

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