LIII

Corrió hacia donde creía que estaba la mesa de Gauna. No la encontró. La buscó precipitadamente, porque temía que el enmascarado la siguiera. Cuando vio la orquesta en el otro extremo se sintió desorientada. Luego recapacitó: ahora tocaban un tango, así que no se trataba de la misma orquesta. La de jazz estaba en un extremo del salón; la típica, en el otro. En un momento, Clara se halló casi mareada, muy confusa. Las dos copitas de champagne que bebió con Emilio podían provocar el bienestar de hace un rato y acaso también el momento de abandono y de seguridad; pero no esa turbación. Era evidente que estaba aterrada; si no quería perderlo todo, tenía qué dominarse. Clara se dirigió al bar. Como en un delirio, se veía a sí misma caminando entre máscaras grotescas. No creo que deba atribuirse el desdoblamiento a la vanidad femenina; no creo que sea éste el caso de tantas mujeres, o tal vez haya que decir tantas personas que en medio de una situación terrible sólo piensan en ellas. Se veía desde afuera, porque en cierto modo había quedado afuera de sí misma. Le parecía, en efecto, que no dependía de su arbitrio, sino de otro, más gran-de, que mandaba aquel salón, desde el cielo. A Gauna, a Valerga, a los muchachos, al Rubio, al enmascarado, a todos los habían sustraído de sus voluntades. Nadie lo notaba, salvo ella; por eso veía las cosas, incluso su persona, desde afuera. Pero Clara se dijo que esto era un engaño, ella no estaba afuera; como a los demás, la dirigía el destino.

De acuerdo a lo previsto, el destino había tomado a su cargo la situación. Mientras pensaba en eso, intuyó que era falso, intuyó, tal vez, que el mundo no es tan extraño; mejor dicho, tiene su manera de ser extraña, fortuita o circunstanciada, pero nunca sobrenatural.

Miró hacia donde debía de estar la mesa de Gauna. Creyó saber cuál era la mesa. No reconoció a las personas que la ocupaban. En seguida, jubilosamente, vio a Gauna entre esas personas. En seguida las reconoció con horror: eran Valerga y los muchachos. Todo esto ocurrió en pocos instantes.

A su lado, en el bar, apareció el Rubio. Estaba muy contento; sonreía con sus labios elásticos y hablaba. ¿Qué quiere este demonio?, pensó. Entre sorprendida y asqueada, lo oía, como si el Rubio estuviera muy lejos, en otro mundo, y desde allí su estúpida voluntad de entrometerse la alcanzara. ¿De qué hablaba ese demonio? De su alegría de haberla encontrado. Y preguntaba, con muchas vacilaciones, torpemente, si creyó todo lo que él había dicho en contra de sí mismo. Lo decía con tanta modestia que ella, por compasión, le sonrió.

Cuando volvió los ojos comprendió que Gauna la había visto sonreír. Ahora estaba mirándola, con la expresión ensombrecida. No parecía tener tanto enojo como despecho y tristeza.

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