XLV

Cuando el hombre hubo atado el carro, el doctor y los muchachos se despidieron de don Ponciano. Subieron, el doctor y el carrero, al pescante; Gauna y los muchachos, a la caja.

Siguieron la avenida Cruz, después doblaron a la derecha por la Avenida La Plata, donde los corsos empezaban a reanimarse; en Almafuerte, Gauna vio una tapia con una Santa Rita; pensó que era más fácil imaginar la muerte que el tiempo que el mundo continuaría sin él; bajaron por Famatina, y por la avenida Alcorta llegaron a un oscuro barrio de usinas y de gasómetros; en la avenida Sáenz, algunos grupos de máscaras, ínfimos y ruidosos, recordaban que era carnaval; tomaron Perdriel y en la pendiente de Brandsen pasaron entre muros, verjas y melancólicos jardines, con eucaliptos y casuarinas.

– El Hospicio de las Mercedes -explicó Pegoraro.

Gauna se preguntó cómo pudo creer que al entrar en los tres días de carnaval recuperaría lo que había sentido la otra vez, entraría nuevamente en el carnaval del 27. El presente es único: esto es lo que él no había sabido, lo que derrotaba sus pobres intentos de magia invocatoria. En Vieytes, junto a la estatua, se detuvieron. El doctor bajó y les dijo:

– Nos quedamos aquí.

Mientras el carrero ataba las riendas en la varilla del pescante y ponía la tranca, Valerga explicó a los muchachos, señalando el restaurante y parrilla El Antiguo Sola:

– En este restaurante y parrilla se come bien. Una cocina sin pretensiones, pero cuidada. Allá por el 23 me lo recomendó un peón de taxímetro: gente de roce, que viaja mucho y sabe comer. Después me pasaron el dato que un hermano del patrón es sobrestante en una firma de aceite. Así que de lo bueno aquí no se mezquina. ¿Ustedes saben lo que eso vale en estos tiempos? No lo pagan con oro, créanme. Además, como el barrio es medio apartado, ¿quién les dice que no nos salvemos de máscaras, murgas y otras yerbas? Porque eso sí, cada cosa en su lugar y la digestión pide calma.

Convidado por Valerga, el carrero entró a tomar una copa. Bebieron sus cañas junto al mostrador, mientras los muchachos esperaban sentados a la mesa. El patrón pareció no reconocer a Valerga: éste no se ofendió y, cuando el carrero hubo partido, en tono de cliente de la casa y de hombre conocedor, se extendió en indicaciones sobre el aceite, la carne y la mortadela.

La comida empezó con mortadela, salame y jamón crudo; siguió, luego, una fuente de carne con ensalada mixta. Valerga comentó:

– Acuérdense de ver si no han dejado sin aceite a la Singer.

El vino tinto corrió en abundancia. Después el mozo les ofreció queso y dulce.

– Es postre de vigilante. Tráiganos queso -replicó Valerga.

Entró una murga de cuatro diablos. Antes de que hicieran sonar los platillos. Gauna les alargó un peso. Como disculpándose, dijo:

– Prefiero quemar un peso a que nos aturdan con la bulla.

– Si te duele el gasto, nos cotizamos -comentó con sorna Maidana. Mientras los diablos agradecían y saludaban, Valerga sentenció:

– No me parece aconsejable invertir en mamarrachos.

Acabaron la comida con fruta y café. Antes de salir, Gauna pasó por el servicio. En una pared, escrita a lápiz, de mano torpe, había una frase: Para el patrón. Gauna se preguntó si Valerga habría andado por ahí; pero él había bebido tanto vino tinto, que no se acordaba de nada. Para refrescarse caminaron un poco. El doctor se encaró con Antúnez:

– Pero, decíme, ¿vos no tenés sentimiento? Si yo supiera, en una noche así, me pondría a cantar a pleno pulmón. A ver, cantá Don Juan. Mientras Antúnez cantaba, como podía, Don Juan, Valerga, mirando unas casitas bajas y viejas, comentó:

– ¿Cuándo, en lugar de esta morralla, se levantarán aquí fábricas y usinas?

Maidana se atrevió a proponer la alternativa.

– O un barrio de casas chiches para obreros.

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