XIX

Gauna presenciaba otro ensayo. Sobre el tablado estaban el actor que hacia el papel de Wangel, y Clara, en el papel de Elida. El hombre decía en tono declamatorio:

– No puedes aclimatarte aquí. Nuestras montañas te oprimen y pesan sobre tu alma. No te damos bastante luz, ni bastante cielo libre, ni horizonte, ni amplitud de aire.

Clara contestó:

– Es verdad. Noche y día, en invierno y en verano, siento la atracción del mar.

– Lo sé -contestó Wangel, acariciándole la cabeza-. Por eso la pobre enferma debe regresar a su casa.

Gauna deseaba escuchar, pero el crítico de Don Goyo le hablaba:

– Quisiera exponerle en términos palpables el problema de nuestro teatro. El autor nuevo, joven, argentino, se ahoga, se asfixia, sin contar con la posibilidad de ver corporizada su fantasía. En el plan de lo puramente artístico, le paso el dato que la situación es pavorosa. Yo mismo escribía un auto sacramental, algo sumamente moderno: una salsa culinaria de Marinetti, de Strindberg, de Calderón de la Barca, mezclados en los jugos de la secreción de mi sistema glandular inmaturo, en pleno aquelarre onírico. Pero ¿qué garantía me proporcionan? ¿Quién va a representarlo? Habría que bajar el cogote de las compañías, aunque más no fuera con la amenaza de la policía montada. Mientras el autor oscuro, imperfecto si se quiere, languidece en la cucha y no logra dar a luz sus engendros, el ventrudo público, ese dios burgués que inventó el liberalismo francmasón, repantigado en las cómodas butacas que alquila a fuerza de oro, pasa revista a las obras que se le antoja, eligiéndolas, porque no es un marmota, entre lo mejorcito del repertorio internacional.

Gauna pensaba: «Sabrás muchas cosas, habrás leído mucho libro, pero te cambiarías ahora mismo por un ignorante como yo, con tal de salir con Clara». Baumgarten proseguía:

– En el sector libros me dicen que ocurre algo similar. Le pongo por caso mi primo, un muchacho idéntico a mí, bien parecido, grande, rubio, blanco, sano, hijo de europeo. Tiene inquietudes. Ha dado un libro: Tosko, el enanito gigantesco. Ese valor joven que firma Ba-bi-bu compuso el muñeco y firmó la falsa carátula. Toda la familia ha invertido dinero. Es un libro hermoso. Tiene pocas páginas, pero son grandes, me llegan acá -Baumgarten acotó, palmeándose una pantorrilla-, con letras negras, como de letrero, y márgenes en que se pierde el material de lectura. Bueno: usted lo pide en librería y tiene que buscarlo en el segundo sótano, donde está empacado con el envoltorio que rotuló Rañó, el viejo impresor. Usted abre el diario, se aburre leyendo notas en la página llamada bibliografía, y ni una palabra, ni un suelto. Es una infamia. O si encuentra la nota, lo mismo podría aplicarla a un sonetario de Miembro Correspondiente de la Academia de la Historia. El clamor de la hora es la nota firmada, la nota sesuda, en el rotativo. El deber moral y material de nuestros plumíferos es lanzarse al asalto. No debemos cejar hasta que todo libro argentino reciba el estudio serio, y sobre todo amistoso, que reclama. A veces, mi primo la asusta a su señora declarándole que le dan ganas de no seguir escribiendo.

Gauna pensaba:

«¿Por qué no te callás un poco? Total, esa tricota verde, ese saco felpudo, esa papada rosada y limpia, que tenés vos, ha de tener tu primo y tendrá toda tu parentela, no les va a servir de mucho, en cuanto a salir con Clara después del ensayo, que es lo único que te importa».

Se había distraído. Notó que el gigante no le hablaba y lo vio de pie, cerca del tablado. Clara venía hacia ellos.

– ¿Voy a tener el honor -Baumgarten decía con su más cuidada sonrisa y parecía lavarse las manos, pero sólo las restregaba- de verla esta noche y depositarla en el umbral de su casa propia?

Clara contestó sin mirarlo:

– Ya me ha visto de sobra. Me voy con Gauna.

En la calle, lo tomó del brazo y, colgándose un poco, le pidió:

– Lleváme a alguna parte. Tengo mucha sed.

Se cansaron caminando por todo el barrio; ninguno de los cafés ni de los almacenes estaba abierto. Clara casi no los miraba, pero insistía en la sed y en el cansancio. Gauna se preguntaba por qué la muchacha no se resignaba a que la dejara en su casa; no sería por falta de una canilla para beber y hasta bañarse toda y de una cama para dormir, como una reina, hasta el día del Juicio Final. Además, los caprichos de las mujeres lo aburrían. Pero de cansancio era mejor no hablar; se preguntaba cómo estaría él a la mañana siguiente, cuando se levantara a las seis para ir al taller. Tal vez influido por alguna reminiscencia del libro mencionado por Baumgarten, pensó que le gustaría que la muchacha fuera un enanito de cinco centímetros. La metería en una caja de fósforos -recordó las moscas, a las que sus compañeros de escuela arrancaban las alas-, guardaría la caja en el bolsillo y se iría a dormir. Clara exclamó:

– No sabés lo que me gusta andar con vos una noche como ésta.

La miró en los ojos y sintió que la quería mucho.

Загрузка...