Cuando llegó al cuarto, encontró a Larsen durmiendo. Gauna se desvistió silenciosamente; abrió la canilla de la pileta y tuvo un rato la cabeza debajo del chorro de agua fría; se acostó con el pelo mojado. Aunque cerrara los ojos veía imágenes: pequeñas caras activísimas, que surgían unas de otras, como el agua de una fuente; gesticulaban, desaparecían y eran reemplazadas por otras análogas, pero levemente distintas. Así, de espaldas, inmóvil, atendiendo a ese involuntario teatro interior, estuvo un tiempo que le pareció interminable, hasta que se durmió, para ser despertado, casi en seguida, por la campanilla del reloj Tic-Tac. Eran las seis de la mañana. Por suerte para Gauna, le tocaba a su amigo preparar el mate.
Larsen le dijo:
– Te acostaste tarde, anoche.
Vagamente contestó Gauna que sí, miró a Larsen, que estaba encendiendo el calentador, y pensó: «siempre encuentra razones para desaprobar a Clara». Estuvo a punto de explicarle que no había salido con ella, de formular así el pensamiento: «esta vez Clara no tiene la culpa». Le irritó descubrir que su primer impulso era defenderla. Uno después de otro se lavaron la cara y el pescuezo. Cuando acabaron de matear, ya se había vestido. Gauna preguntó:
– ¿Qué hacés esta noche?
– Nada -contestó Larsen.
– Cenamos juntos.
Gauna se detuvo por un instante en la puerta, creyendo que Larsen preguntaría si se había peleado con la muchacha; pero como lo más que debemos esperar del prójimo es una incomprensiva indiferencia, Larsen calló, Gauna pudo irse y la molesta explicación quedó postergada, quizá definitivamente.
Afuera había una luz muy blanca, un calor de mediodía, quieto y vertical. El sonoro carro de un lechero, cruzando la esquina desierta, afirmó lo temprano de la hora. Gauna tomó la vereda de la sombra y se preguntó cómo haría para evitar encuentros con la muchacha durante las fiestas de primero de año. Pensó después que el día veinticuatro había sido el más caluroso de la estación y sonriendo filosóficamente recordó láminas con escenas de Navidad en un paisaje de nieve. Cuando entró en el taller creyó que se le atajaba la respiración: allí no había aire, había solamente, calor. Pensó: «A las dos de la tarde las chapas van a estar como un horno. El día de hoy va a ser un serio oponente al de Navidad».
En cuclillas, en rueda, Lambruschini y los mecánicos tomaban mate. Ferrari tenía el pelo escaso, crespo y delgado, los ojos celestes, la cara pálida, lampiña, la expresión despectiva; una colilla chamuscada siempre estaba pegada a sus labios, que, al entreabrirse, descubrían algún diente largo y flojo y un portillo oscuro; el cuerpo era flaco, desgarbado y los pies, considerables, se abrían en un ángulo prodigiosamente obtuso. Cuando le pedían que hiciera algún mandado, se acariciaba… los pies -por un motivo o por otro, siempre estaba acariciándose los pies, calzados o descalzos- y exclamaba desganadamente: «Pie plano. Exceptuado de todo servicio». En cuanto a Factorovich, tenía el pelo castaño, los ojos oscuros, fijos y relucientes, la cara blanca y grande, con una extraña dureza de planos, como si estuviera esculpida en madera, las orejas y la nariz enormes, aparentemente filosas. Casanova tenía el cutis cobrizo y tan brilloso, que se diría que le habrían dado una mano de barniz; el pelo, denso, le encasquetaba el cráneo casi hasta las cejas, como una media muy negra y muy ceñida. Era de escasa altura, tenía, apenas, cuello y más que gordo parecía hinchado; sus movimientos eran suaves y ágiles. Siempre estaba sonriendo, pero no era amigo de nadie. La gente decía que se necesitaba la paciencia de Lambruschini para aguantarlo.
Hablaban de un viaje al campo, a casa de un pariente de la señora Lambruschini. Éste convidaba.
– Salimos el primero a la madrugada -le dijo a Gauna-. Contamos con vos.
Gauna asintió rápidamente. Cuando los otros retomaron el diálogo, se preguntó si podría ir; si había alguna posibilidad de pasar el primero de año sin ella.
– ¿Cuántos somos? -preguntó Lambruschini.
– Perdí la cuenta -contestó Ferrari.
– Olvidas lo más importante -declaró interrumpiéndolos, Factorovich-. El factor vehículo.
Casanova opinó:
– Nada más aparente que el Broakway del señor Alfano.
– Los coches de los clientes no se tocan -sentenció Lambruschini-, si no es para diligencias y con el pretexto de probarlos. Nos arreglamos con la chatita.