Caminó con rumbo al sur; dobló por Guayra y después, a la izquierda, por Melián. Pensó: «Relevado por ese asqueroso. Por ese chancho gordo, rozagante, limpio. Y todavía ella dirá que estamos cerca. Si le gusta ese chancho con tricotas, si tiene gustos tan distintos de los míos ¿cómo se imagina que estamos cerca?». Sonrió, divertido con sus pensamientos. «Todas las mujeres tienen gustos distintos de los míos.» Notó que un chico lo miraba con asombro. «No es para menos. Voy por la calle riéndome solo.» Sintió una generosa despreocupación, como si hubiera bebido. Prosiguió: «como si hubiera bebido el vino de su negra perfidia». Pensó que estas palabras debían apenarlo; misteriosamente, nada lo apenaba. Dijo en voz alta: «El vino negro de su perfidia». Empezó a tararear un tango. Oyó que tarareaba Adiós, muchachos. Se pasó una mano por la boca y escupió.
Tal vez lo mejor fuera acabar la tarde en el Platense. Vio mentalmente a las personas que estarían ahí: Pegoraro, Maidana, Antúnez, quizá la Gata Negra. Se encontró murmurando: «Si alguno quiere pelea, lo voy a contentar». (Como casi todos eran amigos, parece raro que tuviera ese pensamiento.) En el café olvidaría su preocupación. Para olvidar, se convertiría en otro hombre, en un tipo más divertido que don Braulio, el peón de la Sanitaria. La anticipada visión de esa noche de triunfos, de elocuencia y de transitorio olvido, lo mortificaba.
Se le ocurrió después que debió quedarse en el teatro. «Van a notar mi ausencia. No sólo Clara; Blastein y los demás. Tal vez Clara explique. No es como las otras mujeres. No me importa lo que esa gente sepa. No volverán a verme. Clara, tampoco. Lo malo sería que esta noche, porque no estoy allí, saliera de nuevo con ese asqueroso. No, esto no debe importarme. Lo malo sería que me buscara; que me esperara a la salida del taller o en la puerta de casa. Lo malo sería llegar a una explicación.» Pensar en explicaciones, lo descorazonaba. Le gustaría darle dos bofetadas y dejarla. No podría tratarla así. No tendría fuerzas para sorprenderla tanto. Cuando Clara lo mirara, perdería el ímpetu. «Esto me ocurre por haber sido tan amigo y tan razonable. Tan estúpido: linda mariconería amigarse con las mujeres.»
La calle bajaba, en una leve pendiente de un centenar de metros, para luego prolongarse, como sumergida entre árboles. Asomado a esa vaga extensión urbana, a ese crepúsculo de techos, de patios y de follajes, Gauna sintió las nostalgias que despierta la contemplación del mar desde la costa; pensó en otras lejanías; recordó los dilatados ámbitos de la República y deseó emprender largos viajes ferroviarios, buscar trabajo en las cosechas, en Santa Fe, o perderse en la Gobernación de La Pampa.
Eran sueños a los que debía renunciar. No podía partir sin hablar con Larsen. Y ni siquiera con Larsen quería hablar de lo que le había hecho Clara.
No quedaba otro remedio que volver, mostrarse muy afectuoso, muy alegre. «Presentar un frente unido, en que ella no sorprenda la menor grieta y poco a poco dejar que la indiferencia tome cuerpo y empezar a alejarse. Poco a poco, sin apuro, con gran habilidad.» Mientras pensaba esto se exaltaba, como si presenciara su proeza, como si fuera su propio público. «Con gran habilidad, con tanta maestría que esa infeliz de Clara no vincule mi alejamiento con su historia con Baumgarten.» Para Clara, él se alejaría porque había dejado de quererla; no porque sintiera despecho, o porque ella lo hubiera traicionado, o porque le hubiera roto el corazón. Gauna comprobó que estaba emocionado.
No había para qué preguntarle lo que había hecho con Baumgarten. «Yo, tan seguro, tan hombrecito y soy el infeliz de la historia, el engañado. Casi la mujer.»
Otra idea sería esperar a ese chancho en un baldío y provocarlo. «Si quiere trompadas, lo beneficio con el cuchillito hasta el mango de anta. Lo malo sería quedar como un loco ante Clara. Ante Larsen, no habrá explicación posible. Le pareceré un loco de esos que aburren.»
Entró en un almacén -una casa verde, una especie de castillito con almenas- en la esquina de Melián y Olazábal. Detrás del mostrador había un individuo enclenque y roñoso. Estaba reclinado, con una mano envuelta en un trapo húmedo, sobre un grifo metálico, en forma de esbelto pescuezo y de picudo rostro de flamenco, y miraba, con abulia y con desconsuelo, una pileta llena de vasos. Gauna le pidió una caña quemada. Después de la tercera copa oyó una voz gutural, estridente y, a lo que le pareció, diabólica, repitiendo: «La suerte». Se volvió hacia la derecha y vio, caminando hacia él, por el borde del mostrador, una cotorra. Más atrás, más abajo, rígidamente estirado sobre una pequeña silla, casi acostado en el suelo, descansaba un hombre, cara al techo; paralelamente con el hombre, apoyado en el respaldo de una silla idéntica, había un cajón que tenía en el centro, como pie, un largo palo. La cotorra insistía: «La suerte, la suerte», seguía avanzando, ya estaba muy próxima. Gauna quería pagar e irse, pero el dependiente había desaparecido por una puerta abierta sobre la penumbra de los fondos. El animal agitó las alas, abrió el pico, erizó el verde plumaje y, en seguida, recuperó su lisura; después dio otro paso hacia Gauna. Éste se dirigió al hombre que estaba acostado sobre la silla.
– Señor -le dijo-. Aquí su pájaro quiere algo.
El otro, inmóvil, respondió:
– Quiere adivinarle la suerte.
– ¿Cuánto me significará en efectivo? -preguntó Gauna.
– Poca plata -contestó el hombre-. Por ser usted, veinte centavos.
Enarbolando el cajón, se irguió con dureza y con agilidad. Gauna descubrió que tenía una pierna de palo.
– Está loco -replicó, observando con disgusto que la cotorra se preparaba, con apreciativos cabeceos, a encaramarse en su mano.
El hombre rebajó prontamente:
– Diez centavos.
Agarró la cotorra y la puso frente al cajón. El animal sacó un papel verde.
El hombre lo tomó y se lo dio a Gauna. Éste leyó:
Los dioses, lo que busque y lo que pida,
como loro informado le adelanto,
¡ay! le concederán. Y mientras tanto
aproveche el banquete de la vida.
Gauna comentó:
– Sospechaba que era un pájaro atrabiliario. No quiere que tenga buena suerte.
– No le permito que diga eso -replicó el hombre, encarándose, ya furioso, con Gauna-. Nosotros dos queremos siempre la suerte del cliente. A ver, muéstreme la papeleta. Ve, no sabe ni leer. Aquí reza en letra de molde que usted conseguirá lo que busca y lo que pide. Yo no sé qué más quiere por la módica suma.
– Bueno -contestó Gauna, casi vencido-, pero en la papeleta se declara loro y es cotorra.
El hombre contestó:
– Es loro acotorrado.
Gauna le entregó una moneda, pagó las cañas y salió del almacén. Bajó por Melián hasta Pampa, dobló a la derecha y después tomó la avenida Forest. Esos barrios no eran como el suyo. En vez de las casitas desamparadas, que le parecían francas y alegres, había recatados chalets, rodeados de un secreto dibujo de jardines, de árboles que entrelazaban el follaje y de cercos metódicos. Imaginaba que los altivos porteros lo miraban con receloso desdén; el coraje le hervía en las venas, y no le faltaban ganas de convocar a la siempre dispuesta muchachada de Saavedra e intentar una locura… Lo malo es que la muchachada no lo hubiera seguido. Las patriadas, desgraciadamente, en esta época de egoísmo, eran la tarea de un hombre solo. Y un hombre solo ¿qué podía hacer?
Pensó en el barrio. La palabra Saavedra no evocaba para él un parque rodeado por un foso y exaltado en trémulos eucaliptos; evocaba una callecita vacía, casi ancha, flanqueada de casas bajas y desiguales, abarcada por la claridad minuciosa de la hora de la siesta.
Como la persona que sorprende, en esas noches de inconcebible arquitectura y en esas vastas madrugadas que siguen a la muerte de alguien, el pensamiento, en medio de la fiel congoja, ya distraído, ya olvidado, así Gauna se preguntó ¿qué es esto? Quiso volver al dolor, a la soledad, a Clara.
Atribuyó el origen de la desgracia a manifiestos errores de su conducta, pero también sospechó que la culpa de todo la tendrían, de una manera oscura y profunda, actos que, en apariencia, no podían vincularse a la voluntad de Clara; por ejemplo, haber cantado el tango Adiós, muchachos; o haberse atado, a la mañana, el zapato izquierdo antes que el derecho; o haber sumido su alma, a la tarde, en el infortunio que se desprendía de la película El amor nunca muere. Caminaba como sonámbulo, no veía nada, o involuntariamente concentraba la atención en un objeto; por ejemplo, cuando miró con insistencia de pintor, en la avenida Forest, en una desnuda vereda, ese árbol corpulento y retorcido, cuyo ramaje, de una tonalidad azul verdosa, parecía doblegarse en una lluvia de hojas sutiles, y se preguntó por qué no lo habrían derribado.
Prosiguió con rumbo oeste; volvió a pensar en Clara; se encontró, de nuevo, entre casitas parecidas a las de su barrio («pero no iguales», se dijo); avanzó interminablemente por calles desconocidas, consideró, con alguna tristeza, que los días ya se acortaban; entró en un almacén, pidió una caña y, después, una segunda; volvió a caminar; se encontró en una avenida que era Triunvirato y dobló a la izquierda.
Instintivamente anhelaba castigar a Clara y castigar a Baumgarten. «Cuanto mayor sea el alboroto, más lejos quedará la amargura de hoy.» Aunque la gente se enterara de su humillación, él podría olvidarla. Tendría que olvidarla, para encarar situaciones nuevas. Lo malo es que en algún inevitable momento, cuando la agitación hubiera cesado, recordaría el día de hoy y lo que la muchacha le había dicho. Lo malo de las venganzas era que perpetuaban la ignominia. Mientras Clara lo hubiera engañado esa tarde, de poco le valía golpearla o matarla después… «En cambio -murmuró-, si la enamorara para poder olvidarla…» Desgraciadamente, habría que volver, habría que seguir los caminos de la abnegación y de la hipocresía. Aunque menos juicioso, más agradable era abofetearla (primero con la palma de la mano, luego con el revés) y alejarse para siempre.
Caminó un tiempo que podía ser la eternidad; bordeó el paredón del cementerio de la Chacarita, cruzó vías y distinguió, entre las casas, vagones ferroviarios, pasó por corralones y por hornos de ladrillos y con recogimiento avanzó por fin por la calle Artigas, bajo árboles oscuros que parecían formar una cúpula más allá del cielo. Cruzó otras vías, llegó a la plaza de Flores. Advirtió súbitamente que estaba cansado; debía sentarse, debía entrar en un café o en un restaurant y sentarse a tomar algo. Pero había demasiada gente. Había tanta gente, que se enojó. Siguió caminando; vio pasar un tranvía 24; corrió por la calle y lo alcanzó. Iba a quedarse en la plataforma, como de costumbre, pero las piernas le temblaban, «pedían silla» -según él formuló el concepto y entró en el coche. Comprendió que andaba con suerte, porque el tranvía era de los que tienen asientos de estera; se repantigó cómodamente, pagó su boleto y, con algún orgullo (como el que todo el mundo experimenta al ver su nombre, en letras de molde, en el padrón electoral), leyó el letrero: «Capacidad: 36 personas sentadas». Sacó del bolsillo del pantalón un verdoso atado de cigarrillos Barrilete; encendió uno y lo fumó con toda tranquilidad.