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La primera pista potencial tuvo dos efectos sobre Myron: le pegó un susto de muerte, y le recordó la película Sonrisas y lágrimas.

A Myron le gustaba mucho el viejo musical de Julie Andrews -¿a quién no?- pero siempre había pensado que una de las canciones era especialmente tonta. De hecho, se trataba de una de las clásicas. «Mis cosas favoritas.» La canción no tenía sentido. Le preguntas a un millón de personas que hagan una lista de sus cosas favoritas, y por Dios bendito, cuántas de ellas van a escribir timbres. ¿Sabes qué, Millie? ¡Me encantan los timbres! Al demonio con pasear por una playa desierta, leer un gran libro, hacer el amor, o ver un musical de Broadway. Timbres, Millie. Los timbres me chiflan. Algunas veces tengo que ir a las casas y apretar los timbres y bueno, creo que soy lo bastante hombre como para admitir que tiemblo.

Otro desconcertante «favorito» eran los paquetes atados con un cordel, sobre todo porque parecían algo enviado por un sex-shop (eh, no es que Myron lo supiese por experiencia personal). Pero eso fue lo que Myron encontró en la gran pila de correspondencia. Un paquete. La dirección, escrita a máquina con la palabra «Personal» en la parte inferior. Sin ninguna dirección del remitente. Con el sello de correos de la ciudad de Nueva York.

Myron abrió el paquete, lo sacudió, y vio que un disquete caía sobre la mesa.

Vaya.

Myron lo recogió, le dio la vuelta, le dio la vuelta de nuevo. No llevaba ninguna etiqueta. Nada escrito. Sólo un sencillo cuadrado negro con un trozo de metal en la parte de arriba. Myron lo observó por un momento, se encogió de hombros, lo metió en la disquetera, apretó unas teclas. Estaba a punto de pinchar el Windows Explorer y ver qué clase de archivo era cuando algo comenzó a pasar. Myron se echó hacia atrás y frunció el entrecejo. Rogó para que el disquete no contuviese ningún virus. Después de todo tendría que saber que no se puede meter un disquete desconocido en el ordenador. No sabía dónde había estado, qué nefasto driver había sido insertado antes, si llevaba un condón o un análisis de sangre. Nada. Su pobre ordenador. Sólo «Pim, pam, gracias, RAM».

Gemido.

La pantalla se volvió negra.

Myron se tiró de la oreja. Su dedo se acercó a la tecla de escape -la tecla de escape es el último recurso de un desesperado enemigo de los ordenadores- cuando una imagen apareció en la pantalla. Myron se quedó de una pieza.

Era una muchacha. Tenía el pelo largo, con flequillo, y una sonrisa torpe. Calculó que tendría unos dieciséis años, el aparato de ortodoncia retirado hacía poco, los ojos mirando a un lado, de fondo el arco iris de un retrato de escuela. Sí, la foto había sido sacada de un marco de la repisa de la chimenea de mamá y papá o del anuario de un instituto suburbano en 1985, esa clase de foto con un escrito debajo, un resumen de la vida, una cita definitoria de la vida tomada de James Taylor o Bruce Springsteen, seguida por fulanita disfrutó siendo secretaria/tesorera del Key Club, sus mejores recuerdos incluyen pasarse horas con Jenny o Sharon T en el Big W, las palomitas en la clase de la señora Kennilworth, los ensayos de la banda detrás del aparcamiento, esa clase de cosas ñoñas. Típico. Algo así como la necrológica de la adolescencia.

Myron conocía a la chica.

O al menos la había visto antes. No podía precisar dónde, cuándo o si la había visto en persona, en una foto o qué. Pero no había duda. Miró con atención, con la esperanza de recordar un nombre o incluso un recuerdo pasajero. Nada. Continuó mirando. Y fue entonces cuando ocurrió.

La chica comenzó a fundirse.

Era la única manera de describirlo. Los mechones de pelo de la chica cayeron y se fundieron con su carne, su frente se deslizó hacia abajo, su nariz se disolvió, sus ojos se pusieron en blanco y después se cerraron. La sangre comenzó a manar de las cuencas para bañar el rostro de color rojo.

Myron saltó de su silla, casi gritando.

La sangre cubría ahora toda la imagen, y por un momento Myron se preguntó si comenzaría a derramarse de la pantalla. El ruido de una risa salió de los altavoces. No la risa de un psicópata o una risa cruel, sino la saludable y alegre risa de un adolescente, un sonido normal que le erizó el pelo de la nuca como nunca hubiese podido hacerlo un aullido.

Sin previo aviso, afortunadamente la pantalla se volvió negra. La risa se detuvo. Y luego apareció el menú principal de Windows 98.

Myron respiró hondo varias veces. Sus manos sujetaron el borde de la mesa con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron sin sangre.

¿Qué demonios?

Su corazón latía contra las costillas como si quisiese escapar. Buscó atrás y cogió el envoltorio. El matasellos era de hacía casi tres semanas. Tres semanas. Este horrible disquete había estado en la pila de correspondencia desde que él se había largado. ¿Por qué? ¿Quién se lo había enviado? ¿Quién era la chica?

La mano de Myron todavía temblaba cuando cogió el teléfono. Marcó un número. Pese a que el móvil de Myron tenía la orden de no mostrar su número a otros móviles, el hombre respondió diciendo:

– ¿Qué pasa, Myron?

– Necesito tu ayuda, PT.

– Jesús, tienes voz de ultratumba. ¿Es por Esperanza?

– No.

– ¿Entonces de qué se trata?

– Un disquete de ordenador. De tres y medio. Necesito que lo analicen.

– Ve a John Jay. Pregunta por la doctora Czerski. Pero si buscas un rastro, es poco probable. ¿De qué va?

– Recibí el disquete por correo. Contiene un gráfico de una adolescente. En un archivo AVI de algún tipo.

– ¿Quién es la chica?

– No lo sé.

– Llamaré a Czerski. Ve para allá.


La doctora Kirstin Czerski llevaba una bata de laboratorio blanca y fruncía el entrecejo como una antigua nadadora de Alemania Oriental. Myron intentó la Sonrisa Patentada 17: el sensiblero Alan Alda, después de M*A*S*H.

– Hola -dijo Myron-. Me llamo…

– El disquete. -La mujer tendió la mano. Él se lo dio. La doctora lo miró por un segundo y fue hacia una puerta-. Espere aquí.

Se abrió la puerta. Myron vio por un momento una habitación que parecía el puente de Galáctica, Estrella de Combate. Abundancia de metal, cables, luces, monitores y magnetófonos de cinta. La puerta se cerró. Myron se quedó en el vestíbulo. Suelo de linóleo, tres sillas de plástico moldeado, carteles en una pared.

El móvil de Myron sonó de nuevo. Lo miró por un segundo. Seis semanas atrás había apagado el teléfono. Ahora que lo tenía encendido, el aparato parecía estar recuperando el tiempo perdido. Apretó una tecla y se lo llevó a la oreja.

– ¿Hola?

– Hola, Myron.

La voz le golpeó como una palmada en el esternón. Un ruidocomo el de una ola llenó sus oídos, como si el teléfono fuese una caracola apretada a la oreja. Myron se sentó en una silla de plástico amarillo.

– Hola, Jessica -alcanzó a decir.

– Te vi en las noticias -dijo ella, con su voz demasiado controlada-. Así que me dije que habías encendido el móvil.

– Correcto.

Más silencio.

– Estoy en Los Ángeles -continuó Jessica.

– Ajá.

– Pero necesitaba decirte algunas cosas.

– ¿Ah, sí?

El grifo de las grandes frases de Myron; nunca podía cerrarlo.

– En primer lugar, voy a estar ausente por lo menos otro mes. No he cambiado las cerraduras ni nada, así que te puedes alojar en el ático…

– Estoy en casa de Win.

– Sí, me lo suponía. Pero si necesitas alguna cosa o si quieres sacar tus cosas…

– Vale.

– No te olvides del televisor. Es tuyo.

– Te lo puedes quedar -dijo él.

– Bien.

Más silencio.

– Estamos siendo muy adultos con esto, ¿no? -comentó Jessica.

– Jess…

– No. Te llamo por una razón.

Myron guardó silencio.

– Clu me llamó varias veces. Me refiero al ático.

Myron ya lo había adivinado.

– Sonaba muy desesperado. Le dije que no sabía dónde estabas. Dijo que tenía que encontrarte. Estaba preocupado por ti.

– ¿Por mí?

– Sí. Vino a verme una vez, estaba hecho un asco. Me interrogó durante veinte minutos.

– ¿Sobre qué?

– Sobre dónde estabas. Dijo que necesitaba encontrarte; por tu bien más que por el suyo. Cuando insistí en que no sabía dónde estabas, comenzó a asustarme.

– ¿Asustarte cómo?

– Me preguntó que cómo sabía que no estabas muerto.

– ¿Clu dijo esas palabras? ¿Que yo estaba muerto?

– Sí. Llamé a Win cuando se marchó.

– ¿Qué dijo Win?

– Que estabas sano y salvo y que no debía preocuparme.

– ¿Qué más?

– Estoy hablando de Win, Myron. Dijo, y cito: «Está sano y salvo, no te preocupes». Luego colgó. Lo dejé correr. Me dije que Clu estaba haciendo una pequeña sobreactuación para llamar mi atención.

– Era lo más probable -manifestó Myron.

– Sí.

Más silencio.

– ¿Cómo estás? -preguntó ella.

– Estoy bien. ¿Y tú?

– Estoy intentando superarlo -respondió Jessica.

Él apenas podía respirar.

– Jess, deberíamos hablar…

– No -dijo ella de nuevo-. No quiero hablar, ¿vale? Deja que te lo diga de una forma clara: si cambias de opinión, llámame. Ya sabes el número. Si no, que te vaya bien.

Clic.

Myron colgó el teléfono. Respiró hondo varias veces. Miró el móvil. Tan sencillo. Sabía el número. Que fácil sería marcarlo.

– Inútil.

Myron miró a la doctora Czerski.

– ¿Perdón?

Ella sostuvo en alto el disquete.

– ¿Dijo que había un gráfico?

Myron se apresuró a explicarle lo que había visto.

– Ahora ya no está -afirmó la doctora-. Tuvo que haberse autoborrado.

– ¿Cómo?

– ¿Dice que el programa se puso en marcha automáticamente?

– Sí.

– Lo más probable es que fuese un archivo de autoarranque y después de autoborrado. Sencillo.

– ¿No hay programas especiales para recuperar archivos?

– Sí. Pero este archivo hizo algo más. Formateó todo el disquete. Lo más probable, la última orden de la cadena.

– ¿Qué significa?

– Lo que sea que vio se ha borrado para siempre.

– ¿No hay nada más en el disquete?

– No.

– ¿Nada que podamos rastrear? ¿Ninguna característica única o algo así?

Ella sacudió la cabeza.

– Es el típico disquete. Se vende en todas las tiendas de informática del país. Formateado estándar.

– ¿Qué hay de huellas digitales?

– No es mi departamento.

Y, Myron lo sabía, sería una pérdida de tiempo. Si alguien se había tomado el trabajo de destruir cualquier prueba informática, las probabilidades de que también hubiesen borrado todas las huellas digitales eran muy elevadas.

– Estoy ocupada.

La doctora Czerski le devolvió el disquete y se marchó sin ni siquiera mirar atrás. Myron observó el disquete y sacudió la cabeza.

¿Qué demonios estaba pasando aquí? El móvil sonó de nuevo. Myron respondió.

– Señor Bolitar. Era Big Cyndi.

– Sí.

– Estoy repasando los registros de llamadas telefónicas del señor Clu Haid como me pidió.

– ¿Y?

– ¿Vuelve a la oficina, señor Bolitar?

– Ahora voy para allí.

– Hay algo aquí que puede resultarle sorprendente.

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