Myron hizo lo que todo buen chico debe hacer cuando se mete en problemas legales. Llamó a su mamá.
– Tu tía Clara se ocupará de la citación -dijo mamá.
La tía Clara en realidad no era su tía, sólo una vieja amiga del barrio. En los días santos todavía pellizcaba la mejilla de Myron y exclamaba «Precioso». Myron confiaba en que no lo haría delante del juez: «Su Señoría, quiero que le mire a la cara: ¿es o no es precioso?».
– Vale -asintió Myron.
– Yo la llamaré, ella llamará al fiscal. Mientras tanto, tú no dices nada, ¿entendido?
– Sí.
– ¿Ahora lo ves, listillo? ¿Ves lo que te estoy diciendo ahora? ¿Que Hester Crimstein tenía razón?
– Sí, mamá, lo que tú digas.
– No me vengas con lo que tú digas. Te han citado. Pero como Esperanza no te ha dicho nada, no puedes perjudicar su caso.
– Lo comprendo, mamá.
– Bien. Ahora deja que llame a la tía Clara.
Ella colgó. Y el señor Listillo hizo lo mismo.
El estadio de los Yankees estaba ubicado en el sector más cochambroso del cada vez peor barrio del Bronx. No tenía mayor importancia. Cada vez que veías el famoso edificio deportivo, de inmediato guardabas silencio como si estuvieses en la iglesia. No se podía evitar. Los recuerdos entraban y calaban. Las imágenes entraban y salían. Su juventud. Un niño pequeño de pie en el tren de la línea 4, sujeto de la al parecer gigantesca mano de su padre, mirando su rostro amable, la excitación previa al partido como un cosquilleo por todo su cuerpo. Papá había atrapado una pelota suelta cuando Myron tenía cinco años. Algunas veces aún podía verlo: el arco del cuero blanco, la multitud de pie, el brazo de papá alcanzando una altura imposible, la pelota aterrizando en la palma con un golpe sonoro, el afecto que salía del rostro de papá cuando le entregó la preciada posesión a su hijo. Myron aún conservaba aquella pelota, que envejecía en el sótano de la casa de sus padres.
El baloncesto era el deporte de elección de Myron, y el fútbol americano era probablemente su favorito para ver en la tele. El tenis era el juego de los príncipes, el golf el juego de los reyes. Pero el béisbol era magia. Los recuerdos de la primera infancia son débiles, pero casi todos los chicos pueden recordar el primer partido de béisbol de las ligas mayores al que fueron. Recordar el resultado, quién bateó un home run, quién lanzaba. Pero sobre todo él recuerda a su padre. El olor de la colonia de después del afeitado está impregnado en los olores del béisbol: el olor de la hierba acabada de segar, el aire del verano, los perritos calientes, las palomitas rancias, la cerveza derramada, el guante engrasado y la pelota que lleva en el bolsillo. Recuerda el equipo visitante. La manera como Yaz lanza bolas bajas para calentar a Petrocelli, cómo los graciosos se burlan de los anuncios de Frank Howard para NesQuik, la manera en que los grandes del juego llegan a la segunda base y se lanzan de cabeza a la tercera. Recuerdas a tu hermano que lleva las estadísticas, que estudia las alineaciones de la manera como los eruditos rabínicos estudian el Talmud, los cromos de béisbol sujetos en su mano, la tranquilidad y el ritmo de una plácida tarde de verano. Mamá pasaba más tiempo tomando el sol que mirando el partido. Recuerdas a papá comprándote un banderín del equipo visitante y más tarde colgándolo en tu pared en una ceremonia idéntica a la de los Celtics levantando un estandarte en el viejo Boston Garden. Recuerdas la manera en que los jugadores en el banquillo parecían tan relajados, con las bolas de mascar abultando las mejillas. Recuerdas tu saludable y respetuoso odio por las superestrellas del equipo visitante, la pura alegría de ir al Día del Bateador y guardar aquel trozo de madera como si hubiese venido directamente de la taquilla de Honus Wagner.
Muéstreme a un chico que no haya soñado con ser una figura de la liga grande antes de los siete, antes de que la liga de entrenamiento, o lo que sea, comience a cribar la manada en una de las primeras lecciones de la vida: que el mundo puede y te desilusionará. Muéstrame a un chico que no recuerde haber llevado su gorra de la liga infantil a la escuela cuando los maestros lo permitían, con la visera levantada y su cromo favorito enganchado en la mesa a la hora de la comida, durmiendo con ella en la mesilla de noche junto a la cama. Muéstreme a un chico que no recuerde haber jugado a lanzar y atrapar los fines de semana, o, todavía mejor, durante aquellas preciosas noches de verano cuando papá volvía corriendo a casa del trabajo, se quitaba las prendas de trabajo, se ponía una camiseta que siempre le quedaba demasiado pequeña, cogía un guante y se iba al patio de atrás antes de que se apagasen los últimos rayos de sol. Muéstreme a un chico que no mire con asombro lo lejos que su padre puede pegar o lanzar una pelota de béisbol -no importa el pésimo estado físico de su padre, no importa lo patoso que sea o cualquier otra cosa- y durante aquel brillante momento papá se transformaba en un hombre de una habilidad y fuerza inimaginables.
Sólo el béisbol tenía aquella magia.
La nueva propietaria principal de los Yankees de Nueva York era Sophie Mayor. Ella y su marido, Gary, habían sorprendido al mundo del béisbol al comprar el equipo al impopular propietario Vincent Riverton menos de un año atrás. La mayoría de los aficionados lo habían aplaudido. Vincent Riverton, un editor multimillonario, había mantenido una relación de amor-odio con el público (en su mayor parte odio) y los Mayor, una pareja de nuevos ricos que había conseguido su fortuna mediante la venta de software para ordenadores, prometieron no meter tanto las manos. Gary Mayor se había criado en el Bronx y había jurado el retorno de los días de Mick y DiMaggio. Los aficionados estaban que no cabían en sí.
Pero la tragedia les golpeó muy pronto. Dos semanas antes de que se cerrase la compra, Gary Mayor murió de un ataque fulminante al corazón. Sophie Mayor, que siempre había comandado el negocio del software de igual a igual, si no había llevado la voz cantante, había insistido en seguir adelante con la compra. Ella contaba con el apoyo y la simpatía del público, pero Gary y sus raíces habían sido el cordón que la vinculaba a los aficionados. Sophie era del Medio Oeste, aficionada a la caza y con antecedentes como genio matemático, lo que para los neoyorquinos, suspicaces de nacimiento, representaba algo así como una impostora.
Poco después de asumir el mando, Sophie nombró a su hijo Jared, un hombre casi sin ninguna experiencia en el béisbol, gerente general adjunto. El público frunció el entrecejo. Hizo un canje rápido, se saltó la cantera de los Yankees ante la posibilidad de que a Clu Haid aún le quedasen uno o dos años buenos. El público protestó. Ella se mantuvo firme. Quería una Serie Mundial en el Bronx de inmediato. Fichar a Clu Haid era la manera de conseguirlo. El público se mostró escéptico.
Pero Clu lanzó fantásticamente bien durante su primer mes en el equipo. Su bola rápida volvía a estar por encima de los noventa, y sus curvas se quebraban como si estuviesen aceptando señales desde un control remoto. Mejoraba con cada salida, y los Yankees quedaron primeros. El público se apaciguó. Al menos durante un tiempo, se dijo Myron. Había dejado de prestar atención, pero pudo imaginarse la reacción contra la familia Mayor cuando Clu dio positivo en el análisis de dopaje.
Myron fue conducido de inmediato al despacho de Sophie Mayor. Ella y Jared se levantaron para saludarlo. Sophie Mayor tendría unos cincuenta y tantos, era lo que se llamaba comúnmente una mujer guapa, el pelo gris bien peinado, la espalda recta, el apretón de manos firme, los brazos bronceados, los ojos resplandecientes con chispas de picardía y astucia. Jared tenía unos veintitantos. Llevaba el pelo peinado con raya a la derecha sin ninguna muestra de estilo, gafas con montura de acero, una americana azul, y una pajarita a topos. Jóvenes por George Will.
El despacho estaba decorado con austeridad, o quizá sólo lo parecía, porque la escena la dominaba una cabeza de alce colgada en la pared. En realidad, un alce muerto. Un alce vivo es muy difícil de colgar. Todo un toque decorativo. Myron intentó no hacer una mueca. Estuvo a punto de decir: «Debió odiar a este alce», al estilo de Dudley Moore en Arthur pero se contuvo. Con la edad llega la madurez.
Myron estrechó la mano de Jared y después se volvió hacia Sophie Mayor.
– ¿Dónde demonios ha estado, Myron? -le espetó Sophie.
– ¿Perdón?
Ella le señaló una silla.
– Siéntese.
Como si fuese un perro. Pero obedeció. Jared también. Sophie permaneció de pie y lo miró furiosa.
– Ayer en el juicio dijeron algo de que había estado en el Caribe -continuó ella.
Myron hizo un sonido que no le comprometía en nada.
– ¿Dónde estaba?
– De viaje.
– ¿De viaje?
– Sí.
Ella miró a su hijo y de nuevo a Myron.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Tres semanas.
– Pero la señorita Díaz me dijo que estaba usted en la ciudad.
Myron no dijo nada.
Sophie Mayor apretó los puños y se inclinó hacia él.
– ¿Por qué me diría eso, Myron?
– Porque no sabía dónde estaba.
– En otras palabras, me mintió.
Myron no se molestó en responder.
– ¿Así que dónde estaba? -insistió ella.
– Fuera del país.
– ¿El Caribe?
– Sí.
– ¿No se lo dijo a nadie?
Myron se movió en la silla, dispuesto a encontrar una apertura o por lo menos conseguir donde hacer pie.
– No quiero parecer descortés -manifestó-, pero no veo que mi paradero sea asunto suyo.
– ¿No lo ve? -Algo parecido a una risa escapó de sus labios. Miró a su hijo como si dijese: «¿Te puedes creer lo que estoy oyendo?». Luego volvió a dirigir sus láseres grises hacia Myron-. Confiaba en usted.
Myron no dijo nada.
– Compré este equipo y decidí mantenerme apartada. Entiendo de software. Entiendo de ordenadores. Entiendo de negocios. En realidad, no sé mucho de béisbol. Pero tomé una decisión. Quería a Clu Haid. Tenía un presentimiento. Creía que aún le quedaba un resto. Así que hice un canje. La gente creyó que estaba loca: tres buenas promesas por una vieja gloria. Comprendí la preocupación. Así que acudí a usted, Myron, ¿lo recuerda?
– Sí.
– Usted me aseguró que él se mantendría limpio.
– Se equivoca -dijo Myron-. Dije que él quería mantenerse limpio.
– Quería, iba a… ¿Qué es esto, una lección de semántica?
– Era mi cliente -respondió Myron-. Es mi trabajo preocuparme por sus intereses.
– ¿Y al demonio con los míos?
– No es lo que he dicho.
– ¿Al diablo con la integridad y la ética también? ¿Es así como trabaja?
– No lo es en absoluto. Queríamos que se hiciera el canje…
– Lo querían con desesperación -le corrigió ella.
– De acuerdo, lo queríamos con desesperación. Pero nunca le prometí que él se mantendría limpio porque no es algo que yo ni nadie puede garantizar. Le aseguré que lo intentaríamos con todas nuestras fuerzas. Lo incluí en el trato. Le di el derecho de hacerle un análisis en cualquier momento.
– ¿Me dio el derecho? ¡Lo exigí! Y usted se opuso en cada paso.
– Compartimos el riesgo -dijo Myron-. Hice que su salario estuviese ligado a mantenerse limpio. Dejé que usted pusiese una estricta cláusula moral.
Ella sonrió, se cruzó de brazos.
– ¿Sabe a lo que suena? A esos hipócritas anuncios de coches donde la General Motors o la Ford proclamaran las ventajas de todos los artilugios anticontaminantes que ponen en sus coches. Como si lo hiciesen por voluntad propia. Como si cada mañana se despertasen más preocupados con el entorno que por lo que les interesa. Omiten el hecho de que el gobierno les obliga a poner todos esos artilugios, que lucharon contra el gobierno con uñas y dientes para impedirlo.
– Él era mi cliente -repitió Myron.
– ¿Cree que es una excusa que vale para todo?
– Era mi trabajo conseguirle el mejor contrato.
– Continúe repitiéndolo, Myron.
– No puedo impedir que un hombre vuelva a la adicción. Usted lo sabe.
– Pero dijo que lo vigilaría. Que trabajaría para que se mantuviese limpio.
Myron tragó saliva y se acomodó de nuevo en la silla.
– Sí.
– Pero usted no lo vigiló, Myron, ¿verdad?
Silencio.
– Se fue de vacaciones y no se lo dijo a nadie. Dejó a Clu solo. Actuó con irresponsabilidad, así que le culpo a usted en parte por la recaída.
Myron abrió la boca, la cerró. Ella tenía razón, por supuesto, pero no podía permitirse el lujo de revolcarse en ello ahora mismo. Más tarde. Pensaría en su papel en esto más tarde. El dolor de la paliza de la noche pasada comenzaba a sacudirse con fuerza de su letargo. Metió la mano en el bolsillo y sacó un par de pastillas de Tylenol.
Satisfecha -o quizá saciada-, Sophie Mayor se sentó. Al ver las píldoras, preguntó:
– ¿Quiere un poco de agua?
– Por favor.
Ella le hizo un gesto a Jared, que le sirvió a Myron un vaso de agua y se lo dio. Myron le dio las gracias y se tragó las pastillas. El efecto placebo funcionó y en el acto se sintió mejor.
Antes de que Sophie Mayor pudiese golpear de nuevo, Myron intentó cambiar de tema.
– Hábleme del análisis de dopaje que Clu no pasó.
Sophie Mayor lo miró extrañada.
– ¿Qué hay que decir?
– Clu afirmó que estaba limpio.
– ¿Usted lo cree?
– Quiero echarle una ojeada.
– ¿Por qué?
– Porque en el pasado cuando a Clu le pillaban, suplicaba perdón y prometía que buscaría ayuda. Nunca fingió que el resultado de un análisis era incorrecto.
Ella se cruzó de brazos.
– ¿Eso qué prueba?
– Nada. Sólo que me gustaría hacer algunas preguntas.
– Pues pregunte.
– ¿Con qué frecuencia lo sometía a análisis?
Sophie miró a su hijo. Le tocaba a él. Jared habló por primera vez desde que había saludado a Myron en la puerta.
– Al menos una vez a la semana.
– ¿Análisis de orina? -preguntó Myron.
– Sí -respondió Jared.
– ¿Los pasó todos? Me refiero, excepto el último.
– Sí.
Myron sacudió la cabeza.
– ¿Todas las semanas? ¿Sin ningún otro positivo? ¿Sólo ése?
– Así es.
Myron miró de nuevo a Sophie.
– ¿No le parece extraño?
– ¿Por qué? -replicó ella-. Había intentado mantenerse limpio, y recayó. Es algo que ocurre todos los días, ¿no?
Desde luego se dijo Myron, y así y todo algo no encajaba.
– ¿Pero Clu sabía que usted lo estaba analizando?
– Supongo que sí. Le estábamos sometiendo a análisis por lo menos una vez a la semana.
– ¿Cómo realizaban los análisis?
Sophie miró de nuevo a Jared.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Jared.
– Paso a paso -dijo Myron-. ¿Él qué hacía?
Sophie se encargó de responder.
– Mear en un frasco, Myron. Es muy sencillo.
Nunca era muy sencillo.
– ¿Alguien vio cómo orinaba?
– ¿Qué?
– ¿Alguien fue testigo mientras Clu orinaba o entró en un reservado? -preguntó Myron-. ¿Estaba desnudo cuando lo hizo o tenía puestos los calzoncillos?
– ¿Qué importancia puede tener cualquiera de esas cosas?
– Mucha. Clu pasó toda su vida saltándose esos análisis. Si sabía que se lo iban a hacer, podía estar preparado.
– ¿Preparado cómo? -preguntó Sophie.
– De muchas maneras, según la sofisticación del análisis -respondió Myron-. Si el análisis es más rudimentario, te puedes untar los dedos con aceite de motor y dejar que la orina golpee en ellos mientras orinas. Los fosfatos destrozan el resultado del análisis. Algunos analistas lo saben, así que buscan fosfatos. Si el analista deja que el tipo orine en un reservado, puede utilizar orina limpia que lleva atada en el muslo. O el analizado puede llevar orina limpia oculta en un condón o en un globo. La lleva en la parte interior de los calzoncillos. O entre los dedos, en la axila. Incluso en la boca.
– ¿Habla en serio?
– Esto no es nada. Si el analizado recibe el aviso de que le harán un análisis a fondo, uno donde los analistas estarán vigilando cada uno de sus movimientos, vaciará la vejiga y utilizará un catéter para meterse orina limpia.
Sophie Mayor parecía horrorizada.
– ¿Se mete orina limpia de otro en la vejiga?
– Sí -respondió Myron.
– Jesús. -Luego lo miró fijamente-. Parece saber mucho de esto, Myron.
– También Clu.
– ¿Qué está diciendo?
– Plantea algunos interrogantes, eso es todo.
– Tal vez lo pilló por sorpresa.
– Quizás -admitió Myron-. Pero si usted lo analizaba todas las semanas, ¿hasta qué punto era una sorpresa?
– Quizá se hizo un lío -añadió Sophie-. Los drogadictos suelen hacerlo.
– Puede. Pero me gustaría hablar con la persona que realizó el análisis.
– El doctor Stilwell -dijo Jared-. Es el médico del equipo. Él se ocupa. Sawyer Wells le ayudó.
– Sawyer Wells, el gurú de la autoayuda.
– Es un psicólogo especializado en comportamiento y un excelente terapeuta motivacional -le corrigió Jared.
Terapeuta motivacional. Vaya.
– ¿Alguno de los dos está por aquí ahora?
– No, no lo creo. Pero vendrán más tarde. Esta noche tenemos un partido en casa.
– ¿Quién del equipo era amigo de Clu? ¿Uno de los entrenadores, un jugador?
– La verdad es que no lo sé -admitió Jared.
– ¿Con quién compartía habitación cuando viajaba?
Sophie casi sonrió.
– Sí que ha estado fuera de contacto, ¿no?
– Cabral -dijo Jared-. Enos Cabral. Es el lanzador cubano.
Myron lo conocía. Asintió, y miró alrededor, y fue entonces cuando lo vio. Su corazón dio un salto, y tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no gritar.
Acababa de echar una ojeada a la habitación, pero sin ver nada concreto en realidad, sólo lo normal que todos hacen, cuando un objeto atrajo su mirada como si fuese un gancho oxidado. Myron se quedó de pie. En un mueble bajo. En el lado derecho, mezclado con otras fotos enmarcadas y trofeos y la primera acción de Mayor Software. Allí mismo. Una foto enmarcada.
Una foto enmarcada de la chica del disquete.
Myron intentó mantener la expresión tranquila. Respirar hondo, soltar la respiración. Pero notaba cómo se le aceleraba el pulso. Su mente luchaba a través de la bruma, en busca de un claro momentáneo. Buscó en sus bancos de memoria. «Vale, tranquilo respira. Sigue respirando.» No era de extrañar que la muchacha le resultase conocida.
¿Pero de qué iba aquello? Más búsqueda en la memoria. Era la hija de Sophie Mayor, por supuesto. La hermana de Jared Mayor. ¿Cuál era su nombre? Sus recuerdos eran vagos. ¿Qué le había pasado a ella? Una chica que se había fugado, ¿correcto? Hacía diez o quince años. Había habido un distanciamiento o algo así. No se sospechaba de ningún acto delictivo. ¿O sí? Él no lo recordaba.
– ¿Myron?
Necesitaba pensar. Con calma. Necesitaba espacio, tiempo. No podía soltarle sin más: «Oh, recibí un disquete con la imagen de su hija convirtiéndose en sangre». Tenía que salir de ahí. Hacer averiguaciones. Pensarlo a fondo. Se levantó y con un movimiento torpe consultó su reloj.
– Tengo que irme -dijo.
– ¿Qué?
– Me gustaría hablar lo antes posible con el doctor -respondió él.
Sophie lo miró fijamente.
– No creo que sea relevante.
– Como acabo de explicar…
– ¿Qué más da? Clu está muerto. El análisis no tiene ninguna importancia.
– Podría haber una conexión.
– ¿Entre su muerte y el análisis?
– Sí.
– Me parece que no estoy de acuerdo.
– Así y todo me gustaría comprobarlo. Tengo el derecho.
– ¿Qué derecho?
– Si el análisis es incorrecto, cambia las cosas.
– ¿Cambia qué…? -Entonces Sophie se detuvo, sonrió un poco, y asintió para sí misma-. Creo que ahora lo entiendo.
Myron no dijo nada.
– Se refiere a los términos de su contrato, ¿no?
– Tengo que irme -repitió él.
Sophie se echó hacia atrás y de nuevo cruzó los brazos.
– Bien, Myron, tengo que reconocerlo. No hay duda de que es un agente. Intenta sacar una última comisión de un muerto.
Myron dejó pasar el insulto.
– Si Clu estaba limpio, su contrato todavía sería válido. Usted le debe a la familia por lo menos tres millones de dólares.
– ¿Así que esto es por dinero?
Él miró la foto de la muchacha una vez más. Recordó el disquete, la risa, la sangre.
– Ahora mismo, me gustaría hablar con el doctor del equipo.
Sophie Mayor lo miró como si fuese una cagada en la moqueta.
– Salga de mi despacho, Myron.
– ¿Me dejará hablar con el doctor?
– Aquí no tiene ningún asidero legal.
– Creo que sí.
– No, créame. Aquí no conseguirá ni un dólar más. Lárguese, Myron. Ahora.
Él echó una última mirada a la foto. Éste no era el momento para discutir. Se marchó a la carrera.