22

Tomaron el metro para ir al estadio de los Yankees. El tren de la línea 4 estaba casi vacío a esa hora del día. Después de sentarse, Myron preguntó:

– ¿Por qué les pegaste a aquellos dos musculitos?

– Tú sabes por qué -dijo Win.

– ¿Porque te desafiaron?

– Yo no diría que llegasen a plantear un desafío.

– ¿Entonces por qué les pegaste?

– Porque era fácil.

– ¿Qué?

Win detestaba repetirse.

– Reaccionaste en exceso -dijo Myron-. Como siempre.

– No, Myron, reaccioné a la perfección.

– ¿Eso qué significa?

– Tengo una reputación, ¿no?

– Sí, de psicópata violento.

– Así es, una reputación que he criado y mimado a través de lo que tú llamas una reacción excesiva. A veces te aprovechas de esa reputación, ¿no es así?

– Supongo que sí.

– ¿Nos ayuda?

– Supongo.

– ¿Cómo que supones? -inquirió Win-. Enemigos y amigos creen que me cabreo demasiado fácilmente: que reacciono excesivamente, como tú dices. Que soy inestable, fuera de control. Pero eso es una tontería, por supuesto. Nunca estoy fuera de control. Todo lo contrario. Todo ataque ha sido pensado a fondo. Se han sopesado los pros y los contras.

– ¿En este caso, ganaron los pros?

– Sí.

– ¿Entonces sabías que ibas a dar una paliza a aquellos dos antes de que entrásemos?

– Lo consideré. En cuanto me di cuenta de que no iban armados y de que darles una paliza sería fácil, tomé la decisión final.

– ¿Sólo para fortalecer tu reputación?

– En una palabra, sí. Mi reputación nos mantiene a salvo. ¿Por qué crees que FJ recibió la orden de su padre de no matarte?

– ¿Porque soy un rayo de sol? ¿Porque hago que el mundo sea mejor para todos?

Win sonrió.

– Entonces lo comprendes.

– ¿Te preocupa, Win?

– ¿Si me preocupa qué?

– Atacar a alguien de esa manera.

– Son gorilas, Myron, no monjas.

– Así y todo. Les diste una paliza sin la menor provocación.

– Ah, ya comprendo. No te gusta el hecho de que les pegase sin más. ¿Hubieses preferido un combate más justo?

– Supongo que no. Pero supón que te hubieses equivocado.

– Muy poco probable.

– Supón que uno de ellos hubiese sido mejor de lo que creías y no hubiese caído tan fácil. Suponte que hubieses tenido que herir o matar a uno.

– Son gorilas, Myron, no monjas.

– ¿Así que lo hubieses hecho?

– Ya sabes cuál es la respuesta.

– Supongo que sí.

– ¿Quién hubiese llorado su desaparición? -preguntó Win-. Dos escorias de la noche que elijen libremente la profesión de pegar y herir.

Myron no respondió. El tren se detuvo. Los pasajeros se bajaron.

Myron y Win permanecieron en sus asientos.

– Pero disfrutaste -comentó Myron.

Win no dijo nada.

– Tienes otras razones, seguro, pero disfrutas con la violencia.

– ¿Tú no, Myron?

– No como tú.

– No, no como yo. Pero sientes la adrenalina.

– Y por lo general me siento fatal cuando todo se acaba.

– Bien, Myron, es probable, porque eres una persona muy humanitaria.

Salieron del metro en la calle Ciento sesenta y uno y caminaron en silencio hasta el estadio de los Yankees. Faltaban cuatro horas para el inicio del partido, pero ya había centenares de aficionados acomodados para presenciar el calentamiento. Un gigantesco bate Louisville Slugger proyectaba una larga sombra. Montones de polis alrededor de los grupos de descarados revendedores de entradas. Un escenario clásico. Había carritos de perritos calientes, algunos con -¡Ah!- sombrillas Yoo-Hoo. Ñam. En la entrada de prensa Myron mostró su tarjeta de visita, el guardia hizo una llamada, y los dejaron entrar. Bajaron por las escaleras a la derecha, llegaron al túnel del estadio y emergieron a la luz del sol y la hierba verde. Myron y Win acababan de discutir sobre la naturaleza de la violencia, y ahora Myron pensó de nuevo en la llamada telefónica de papá. Había visto a su padre, el más amable de los hombres que conocía, mostrarse violento sólo una vez. Había sido ahí, en el estadio de los Yankees.

Cuando Myron tenía diez años, su padre los había llevado a él y a su hermano menor, Brad, a un partido. Brad tenía cinco años. Papá había conseguido cuatro asientos en las gradas superiores, pero en el último minuto un socio le había dado dos asientos más, tres filas por detrás del banquillo de los Red Sox. Brad era un forofo de los Red Sox. Así que papá había propuesto que Brad y Myron se sentasen detrás del banquillo durante las primeras jugadas. Papá estaría en la grada superior. Myron sujetó la mano de Brad, y bajaron hasta los asientos de platea. Los asientos eran, en una palabra, espectaculares.

Brad comenzó a gritar con todas las fuerzas de sus pulmones de cinco años. Gritaba como loco. Vio a Carl Yastrzemski en la caja de bateador y comenzó a gritar: «¡Yaz! ¡Yaz!». El tipo que estaba sentado delante de ellos se volvió. Tendría unos veinticinco años, barbudo y se parecía un poco a una imagen de Jesús en las iglesias. «Ya está bien», le ordenó el tipo barbudo a Brad. «Cállate.» Brad pareció dolido.

– No le hagas caso -dijo Myron-. Está permitido gritar.

Las manos del tipo barbudo se movieron deprisa. Sujetó a Myron, que tenía diez años entonces, por la camisa, apretó el escudo de los Yankees en su al parecer enorme puño, y lo acercó a Myron. Había cerveza en su aliento.

– Le está dando dolor de cabeza a mi novia. Se calla ahora mismo.

El miedo dominó a Myron. Las lágrimas asomaron a sus ojos, pero no las dejó correr. Recordó haberse sentido asombrado, asustado, y sobre todo, por alguna razón desconocida, avergonzado. El hombre barbudo miró furioso a Myron otros pocos segundos y después lo apartó de un empujón. Myron cogió la mano de Brad y corrió a la grada superior. Intentó fingir que todo estaba bien, pero los chicos de diez años no son grandes actores, y papá podía leer a su hijo como si viviese dentro de su cráneo.

– ¿Qué pasa? -preguntó papá.

Myron titubeó. Papá preguntó de nuevo. Myron por fin le dijo lo que había pasado. Y algo le pasó al padre de Myron, algo que Myron nunca había visto antes, ni después. Hubo una explosión en sus ojos. Su rostro se volvió rojo; sus ojos se tornaron negros.

– Ahora mismo vuelvo -dijo.

Myron observó el resto a través de los prismáticos. Papá bajó hasta el asiento detrás del banquillo de los Rex Sox. El rostro de su padre seguía rojo. Myron vio a papá llevarse las manos a la boca como si fuese un megáfono, inclinarse hacia delante, y ponerse a gritar con toda el alma. El rojo en su rostro se volvió escarlata. Papá continuó gritando. El hombre barbudo intentó no hacerle caso. Papá se inclinó hacia su oreja como Mike Tyson y gritó un poco más. Cuando el hombre barbudo por fin se giró, papá hizo algo que sorprendió a Myron hasta el tuétano. Empujó al hombre. Lo empujó dos veces y después le señaló la salida, el signo internacional de invitar a otro hombre a que saliese al exterior. El tipo de la barba rehusó. Papá lo empujó de nuevo.

Dos guardias de seguridad se apresuraron a bajar los escalones e intervenir. Nadie fue expulsado. Papá volvió a la grada superior.

– Volved abajo -dijo papá-. No os molestará.

Pero Myron y Brad sacudieron las cabezas. Preferían los asientos de arriba.

– Otra vez viajando en el tiempo, ¿no? -comentó Win.

Myron asintió.

– Te das cuenta de que eres demasiado joven para tantos recuerdos.

– Sí, lo sé.

Un grupo de jugadores de los Yankees estaban sentados en la hierba, con las piernas abiertas, las manos atrás, todavía niños debajo de las camisetas esperando que comenzase el partido de la Liga Infantil. Un hombre con un traje hecho a medida les hablaba. El hombre hacía gestos ampulosos, sonreía entusiasta y tan enamorado de la vida como un recién nacido. Myron lo reconoció. Sawyer Wells, el orador motivacional reconocido como el hombre del momento. Hacía dos años, Wells era un charlatán desconocido que andaba por ahí hablando del dogma de encontrarse a uno mismo, abrir el potencial, hacer algo por ti mismo, como si la gente no estuviese lo bastante centrada en sí misma. Su gran oportunidad llegó cuando los Mayor lo contrataron para que les hablase a su fuerza de trabajo. Los discursos, aunque nada originales, tuvieron éxito, y Sawyer Wells dio el gran paso. Consiguió un contrato para un libro -astutamente llamado La guía Wells para el bienestar- junto con un anuncio en televisión, cintas de audio, un vídeo, un planificador, todo el esquema de la autoayuda. Las quinientas compañías de Fortune comenzaron a contratarlo. Cuando los Mayor se hicieron cargo de los Yankees, lo trajeron a bordo como consultor de psicología motivacional u otra paparrucha por el estilo.

Cuando Sawyer Wells vio a Win, casi comenzó a jadear.

– Huele a un nuevo cliente -dijo Myron.

– O quizás es que nunca haya visto antes a nadie tan apuesto.

– Sí, claro -dijo Myron-. Puede que sea eso.

Wells se volvió de nuevo hacia los jugadores, gritó con un poco más de entusiasmo, siguió con los gestos, aplaudió una vez, y después les dijo adiós. Miró a Win. Levantó una mano. Saludó con fuerza. Luego comenzó a subir como un cachorro que persigue un nuevo juguete o un político que persigue a un posible votante.

Win frunció el entrecejo.

– En una palabra, descafeinado.

Myron asintió.

– ¿Quieres que me haga su amigo? -preguntó Win.

– Se supone que estuvo presente en los análisis de dopaje. Y también es el psicólogo del equipo. Es probable que oiga muchos rumores.

– Bien -dijo Win-. Ocúpate del compañero de cuarto. Yo me ocuparé de Sawyer.

Enos Cabral era un cubano enjuto y guapo con una bola que arrancaba llamas y unos lanzamientos que aún necesitaba refinar. Tenía veinticuatro años, pero a juzgar por aspecto, sin duda le pedían el documento de identidad en cualquier tienda de licores. Observaba la práctica de bateo, su cuerpo relajado excepto la boca.

Como la mayoría de los lanzadores suplentes, mascaba chicle o tabaco con la ferocidad de un león que devora una gacela que acaba de matar.

Myron se presentó.

Enos le estrechó la mano y dijo:

– Sé quién es usted.

– ¿Ah, sí?

– Clu hablaba mucho de usted. Creía que debía firmar con su empresa.

Una punzada.

– ¿Clu dijo eso?

– Yo quería un cambio -continuó Enos-. Mi agente. Él me trata bien, ¿no? Me convirtió en un hombre rico.

– No tengo la intención de restarle importancia a un buen representante, Enos, pero usted se hizo a sí mismo un hombre rico. Un agente facilita. No crea.

Enos asintió.

– ¿Conoce mi historia?

El resumen más corto. La travesía en la balsa había sido dura. Muy dura. Durante una semana todos habían creído que habían muerto en el mar. Cuando por fin aparecieron, sólo dos de los ocho cubanos estaban vivos. Uno de los muertos era Hector, el hermano de Enos, considerado el mejor jugador que había salido de Cuba en la pasada década. Enos, considerado un talento menor, estaba casi muerto por la deshidratación.

– Sólo lo que leí en los periódicos -dijo Myron.

– Mi agente. Él estaba allí cuando llegué. Tengo familia en Miami. Cuando se supo de los hermanos Cabral, les prestó dinero. Pagó mi estancia en el hospital. Me dio dinero, joyas y un coche. Me prometió más dinero. Y lo tengo.

– ¿Entonces cuál es el problema?

– No tiene alma.

– ¿Quiere un agente con alma?

Enos se encogió de hombros.

– Soy católico. Creemos en los milagros.

Ambos se rieron.

Enos pareció estudiar a Myron.

– Clu siempre sospechaba de la gente. Incluso de mí. Tenía algo así como un caparazón.

– Lo sé -dijo Myron.

– Pero creía en usted. Dijo que era un buen hombre. Dijo que le había confiado su vida y que lo volvería a hacer de nuevo.

Otra punzada.

– Era un pésimo juez de carácter.

– No lo creo.

– Enos, quiero hablarle de las últimas semanas de Clu.

Él enarcó una ceja.

– Creí que había venido aquí para reclutarme.

– No -aclaró Myron. Después-: ¿Pero conoce la expresión matar dos pájaros de un tiro?

Enos se rió.

– ¿Qué quiere saber?

– ¿Se sorprendió cuando Clu no pasó el análisis de dopaje?

Él cogió un bate. Lo sujetó y lo volvió a sujetar con las manos. Buscaba el punto correcto. Curioso. Era un lanzador de la liga americana. Probablemente nunca tendría la oportunidad de batear.

– Tengo problemas para comprender las adicciones -dijo-. De donde vengo, un hombre puede intentar olvidar su mundo con la bebida si se lo puede permitir. Vives en un sumidero, ¿por qué no marcharse? Pero aquí, cuando tienes tanto como Clu tenía…

No acabó el pensamiento. No tenía ningún sentido recalcar lo obvio.

– Una vez Clu intentó explicármelo -continuó Enos-. Algunas veces, no puedes escapar del mundo; algunas veces quieres escapar de ti mismo. -Ladeó la cabeza-. ¿Usted lo cree?

– En realidad, no -contestó Myron-. Como un montón de frases bonitas, suena bien. Pero también suena como una carga de autorracionalización.

Enos sonrió.

– Está furioso con él.

– Supongo que sí.

– No lo esté. Era un hombre muy desgraciado, Myron. Un hombre que necesita de tantos excesos… había algo roto en su interior, ¿no?

Myron no dijo nada.

– Clu lo intentó. Luchó con todas sus fuerzas, no sabe cuánto. No salía de noche. Si nuestra habitación tenía un minibar, pedía que se lo llevaran. No se encontraba con los viejos amigos porque tenía miedo de lo que pudiese hacer. Estaba asustado todo el tiempo. Luchó largo y duro.

– Y perdió -añadió Myron.

– Nunca lo vi tomar drogas. Nunca lo vi beber.

– Pero advirtió cambios.

– Su vida comenzó a deshacerse -asintió Enos-. Tantas cosas malas como le ocurrieron.

– ¿Qué cosas malas?

La música de órgano comenzó de inmediato a toda pastilla, la interpretación del legendario Eddie Layton de aquel clásico La chica de Ipanema. Enos se llevó el bate al hombro, luego lo volvió a bajar.

– Me siento incómodo hablando de estas cosas.

– No escarbo por divertirme. Intento descubrir quién le mató.

– Los periódicos dicen que lo hizo su secretaria.

– Están equivocados.

Enos miró el bate como si allí hubiese un mensaje escrito debajo de la palabra Louisville. Myron intentó animarlo.

– Clu retiró doscientos mil dólares poco antes de morir -dijo Myron-. ¿Tenía problemas financieros?

– Si los tenía, yo no me di cuenta.

– ¿Jugaba?

– Yo nunca lo vi jugar.

– ¿Sabe por qué cambió de agente?

Enos pareció sorprendido.

– ¿Le despachó?

– Al parecer iba a hacerlo.

– No lo sé -manifestó-. Sé que lo estaba buscando. Pero no, eso otro no lo sabía.

– ¿Entonces qué fue, Enos? ¿Qué le hizo caer?

Él alzó la mirada y parpadeó al sol. El tiempo perfecto para un partido nocturno. Muy pronto llegarían los aficionados, y se haría historia. Pasaba cada noche en los estadios de todo el mundo. Siempre era el primer partido de algún chico.

– Su matrimonio -dijo Enos-. Creo que eso era lo importante. ¿Conoce a Bonnie?

– Sí.

– Clu la amaba con locura.

– Tenía una curiosa manera de demostrarlo.

Enos sonrió.

– Acostarse con todas aquellas otras mujeres. Creo que por encima de todo lo hacía más para herirse a sí mismo.

– Suena como otra de aquellas enormes e inútiles racionalizaciones, Enos. Clu puede haber hecho un arte de la autodestrucción. Pero eso no es una disculpa por lo que le hizo pasar.

– Creo que tiene razón. Pero Clu se hizo daño a sí mismo por encima de todo.

– No se engañe. También le hizo daño a Bonnie.

– Sí, tiene razón, por supuesto. Pero él la amaba. Cuando ella lo echó, le hizo un daño tremendo. No tiene ni idea.

– ¿Qué puede decirme de la ruptura?

Otro titubeo.

– No hay mucho que decir. Clu se sentía traicionado, furioso.

– Ya sabe que Clu había tonteado antes.

– Sí.

– ¿Entonces en qué era diferente esta vez? Estaba acostumbrada a sus andanzas. ¿Qué hizo que al final estallase? ¿Quién era su amiguita?

Enos lo miró extrañado.

– ¿Cree que Bonnie lo echó por una chica?

– ¿No lo hizo?

Enos sacudió la cabeza.

– ¿Está seguro?

– Con Clu nunca fue por las chicas. Sólo eran una parte, junto con las drogas y el alcohol. A él le resultaba muy fácil renunciar a ellas.

Myron lo miró desconcertado.

– ¿Así que no estaba viviendo una aventura?

– No -dijo Enos-. Era ella quien la estaba viviendo.

Fue entonces cuando oyó un clic. Myron sintió una ola helada que le recorrió el cuerpo hasta estrujarle la boca del estómago. Apenas si consiguió decir adiós antes de marcharse a la carrera.

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