Cuando llegaron al juzgado en Hackensack eran casi las diez de la noche. Big Cyndi estaba sentada bajo la lluvia, con los hombros encorvados; al menos Myron creyó que era Big Cyndi. A lo lejos, parecía como si alguien hubiese aparcado un escarabajo Volkswagen en las escalinatas del juzgado.
Myron se bajó del coche y se acercó.
– ¿Big Cyndi?
La masa oscura soltó un gruñido sordo, una leona que advierte a un animal inferior que se ha perdido.
– Soy Myron.
El gruñido se acentuó. La lluvia había aplastado el peinado punky de Big Cyndi contra el cuero cabelludo, para convertirlo en otro estilo Julio César. El color de hoy era difícil de descifrar -a Big Cyndi le gustaba la variedad en el tinte capilar- pero no se parecía a ningún color que pudiese encontrarse en estado natural. A veces le gustaba combinar los tintes al azar y ver qué pasaba. También insistía en que la llamasen Big Cyndi. No Cyndi. Big Cyndi. Incluso se había hecho cambiar el nombre legalmente. Los documentos oficiales decían: Cyndi, Big.
– No puedes quedarte aquí toda la noche -añadió Myron.
Big Cyndi rompió su silencio.
– Váyase a casa.
– ¿Qué ha pasado?
– Usted se marchó.
La voz de Cyndi era como la de un niño perdido.
– Sí.
– Nos dejó solas.
– Lo siento. Pero ahora he vuelto.
Se arriesgó a dar otro paso. Ojalá tuviese algo para calmarla. Como dos litros de Häagen-Dazs. O un cordero pascual.
Big Cyndi se echó a llorar. Myron se acercó poco a poco, con la mano derecha un tanto extendida por si ella quería olisquearla. Pero ahora los gruñidos habían desaparecido, reemplazados por los sollozos. Myron apoyó la palma en un hombro que parecía una pelota de fútbol.
– ¿Qué pasó? -preguntó de nuevo.
Ella se sorbió los mocos. Sonoramente. El sonido casi abolló el guardabarros de la limusina.
– No se lo puedo decir.
– ¿Por qué no puedes?
– Ella me dijo que no lo hiciera.
– ¿Esperanza?
Big Cyndi asintió.
– Necesitará nuestra ayuda -dijo Myron.
– No quiere su ayuda.
Las palabras le dolieron. Continuó lloviendo. Myron se sentó en el escalón a su lado.
– ¿Está furiosa porque me marché?
– No se lo puedo decir, señor Bolitar, lo siento.
– ¿Por qué no?
– Ella me dijo que no lo hiciera.
– Esperanza no puede afrontar todo esto por su cuenta -afirmó Myron-. Necesitará un abogado.
– Ya tiene uno.
– ¿Quién?
– Hester Crimstein.
Big Cyndi jadeó como si se hubiese dado cuenta de que había hablado demasiado, pero Myron se preguntó si el desliz no había sido intencionado.
– ¿Cómo consiguió a Hester Crimstein? -preguntó Myron.
– No puedo decir nada más, señor Bolitar. Por favor, no se enfade conmigo.
– No estoy enfadado, Big Cyndi. Sólo estoy preocupado.
Entones Big Cyndi le sonrió. La visión hizo que Myron contuviese un alarido.
– Es agradable tenerle de vuelta -dijo ella.
– Gracias.
Big Cyndi apoyó la cabeza en su hombro. El peso lo hizo vacilar, pero consiguió mantenerse más o menos erguido.
– Ya sabes lo que siento por Esperanza -dijo Myron.
– Sí -dijo Big Cyndi-. Usted la quiere. Y ella le quiere a usted.
– Entonces déjame ayudar.
Big Cyndi apartó la cabeza de su hombro. La sangre volvió a circular.
– Creo que ahora debe irse.
Myron se levantó.
– Venga. Te llevaremos a casa.
– No, me quedo.
– Está lloviendo y es muy tarde. Alguien podría intentar atacarte. No es un lugar seguro.
– Puedo cuidar de mí misma -señaló Big Cyndi.
Él había querido decir que no era seguro para los atacantes, pero lo dejó correr.
– No puedes quedarte aquí toda la noche.
– No voy a dejar a Esperanza sola.
– Pero ni siquiera sabe que estás aquí.
Big Cyndi se apartó la lluvia de la cara con una mano del tamaño de un neumático de camión.
– Lo sabe.
Myron se giró hacia el coche. Win estaba ahora apoyado en la puerta, con los brazos cruzados, el paraguas apoyado en el hombro. Mucho Gene Kelly. Le hizo un gesto a Myron.
– ¿Estás segura? -preguntó Myron.
– Sí, señor Bolitar. Ah, y mañana llegaré tarde al trabajo. Espero que lo comprenda.
Myron asintió. Se miraron el uno al otro, la lluvia resbaló por su rostro. Un coro de risas hizo que ambos se volviesen hacia la derecha y mirasen el edificio con aspecto de fortaleza donde estaban las celdas. Esperanza, la persona más cercana a ambos, estaba encarcelada allí. Myron dio un paso hacia la limusina. Después se giró.
– Esperanza no mataría a nadie -afirmó.
Esperó a que Big Cyndi asintiera o al menos moviese la cabeza. Pero no lo hizo. Volvió a encorvar los hombros y desapareció dentro de sí misma.
Myron entró en el coche. Win lo siguió. Le dio a Myron una toalla. El conductor puso la limusina en marcha.
– Hester Crimstein es su abogada -dijo Myron.
– ¿La señora Court TV?
– La misma.
– Ah -dijo Win-. ¿Cómo se llama su programa?
– Crimstein on Crime -contestó Myron.
Win frunció el entrecejo.
– No está mal.
– Ha publicado un libro con el mismo título. -Myron sacudió la cabeza-. No deja de ser extraño. Hester Crimstein ya no acepta muchos casos. ¿Cómo es que Esperanza la consiguió?
Win se tocó la barbilla con el índice.
– No lo puedo afirmar a ciencia cierta, pero creo que Esperanza tuvo una aventura con ella hace un par de meses.
– Bromeas.
– Bueno, sí, soy un chico muy divertido. ¿No te ha parecido gracioso?
Listillo. Pero tenía sentido. Esperanza era la bisexual perfecta: lodos, sin importar sexo ni preferencias, la encontraban sumamente atractiva. Si ibas a jugar a dos bandas, lo mejor es tener un atractivo universal.
Myron lo pensó por unos momentos.
– ¿Sabes dónde vive Hester Crimstein? -preguntó.
– Dos edificios más allá del mío, en Central Park West.
– Vayamos a hacerle una visita.
Win frunció el entrecejo.
– ¿Para qué?
– Quizá pueda decirnos algo.
– No hablará con nosotros.
– Quizá lo haga.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Para empezar -dijo Myron-, me siento especialmente encantador.
– Dios mío. -Win se inclinó hacia delante-. Chófer, pise el acelerador.