Caminaron las dos calles hasta la casa de Win, miraron un rato la tele, se fueron a la cama. Myron yació en la oscuridad agotado, pero el sueño parecía esquivo. Pensó en Jessica. Luego intentó pensar en Brenda, pero el mecanismo de defensa automático lo rechazó. Aún estaba demasiado fresco. Y pensó en Terese. Esa misma noche estaba sola en la isla por primera vez. Durante el día la soledad de la isla era pacífica, discreta y bienvenida; por la noche la soledad parecía más un oscuro aislamiento, las paredes negras de la isla cerrándose, silenciosas y asfixiantes como un ataúd enterrado. Él y Terese siempre habían dormido abrazados. Ahora se la imaginaba acostada sola en aquella profunda oscuridad. Y se preocupaba por ella.
Se despertó a la mañana siguiente a las siete. Win ya se había marchado, pero le había dejado una nota donde decía que se encontraría con Myron en el juzgado a las nueve. Myron se sirvió un bol de cereales, descubrió escarbando en el paquete con la mano izquierda que Win ya se había llevado el juguete de regalo del interior, se duchó, vistió, y consultó su reloj. Las ocho. Tiempo de sobra para llegar al juzgado.
Bajó el ascensor y cruzó el famoso patio del Dakota. Había llegado a la esquina de la Setenta y dos y Central Park West cuando vio tres figuras conocidas. Myron sintió que se le aceleraba el pulso. FJ, iniciales de Frank Junior, estaba entre dos tipos gigantescos. Los dos mastodontes parecían experimentos de laboratorio que habían salido muy mal, como si alguien hubiese mezclado glándulas genéticas con un exceso de esteroides anabólicos. Llevaban camisetas sin mangas y aquellos pantalones con cordones de los levantadores de pesas que se parecían sospechosamente a pantalones de pijama.
El joven FJ sonrió en silencio a Myron con sus labios finos. Llevaba un traje azul malva tan brillante que parecía como si alguien lo hubiese rociado con brillantina. FJ no se movió, no dijo nada, sólo sonrió a Myron con ojos que no parpadeaban y aquellos labios finos.
La palabra de hoy, chicos y chicas, es ofídico.
FJ por fin dio un paso adelante.
– Oí que estabas de regreso en la ciudad, Myron.
Myron se tragó una réplica. No era una muy graciosa, algo acerca de un bonito grupo de bienvenida, y mantuvo la boca cerrada.
– ¿Recuerdas nuestra última conversación? -continuó FJ.
– Vagamente.
– Mencioné algo acerca de matarte, ¿no?
– Quizá saliera en la conversación -dijo Myron-. No lo recuerdo bien. Tantos tipos duros, tantas amenazas.
Los mastodontes intentaron fruncir el entrecejo, pero incluso sus rostros tenían demasiados músculos, y los movimientos requerían demasiados esfuerzos. Se conformaron con mostrarse ceñudos y bajaron un poco las cejas.
– En realidad estuve a punto de hacerlo -añadió FJ-. Hace cosa de un mes. Te seguí hasta un cementerio en Nueva Jersey. Incluso me acerqué por detrás de ti con mi arma. Curioso, ¿no?
Myron asintió.
– Como escribió Henny Youngman.
FJ inclinó la cabeza.
– ¿Quieres saber por qué no te mate?
– Por Win.
El sonido de su nombre fue como un vaso de agua fría en los rostros de los dos mastodontes. Llegaron incluso a retroceder, pero se recuperaron pronto con unas cuantas flexiones. FJ permaneció tan tranquilo.
– Win no me asusta -dijo.
– Incluso el animal más idiota -señaló Myron- tiene un mecanismo de supervivencia innato.
La mirada de FJ se cruzó con la de Myron. Intentó mantener el contacto, pero era difícil. No había nada detrás de los ojos de FJ que no fuese podredumbre y decadencia; era como mirar a través de las ventanas rotas de un edificio abandonado.
– Chorradas, Myron. Chorradas. No te maté, porque, bueno, ya parecías sufrir muchísimo. Fue como, ¿cómo decirlo?, como si matarte hubiese sido un acto de misericordia. Como dije antes, divertido, ¿verdad?
– Deberías considerar la posibilidad de dedicarte a la comedia -asintió Myron.
FJ se rió y agitó una mano a nada en particular.
– En cualquier caso, no tiene importancia. Mi padre y mi tío te aprecian, y sí, no vemos ninguna razón para molestar a Win sin necesidad. Ellos no te quieren muerto, así que yo tampoco.
Su padre y su tío eran Frank y Herman Ache, dos de los legendarios rompedores de piernas de Nueva York. Los Ache habían crecido en las calles y habían prosperado gracias a la cantidad de personas que se habían cargado. Herman, el hermano mayor y el más importante, había cumplido los sesenta y tantos y le gustaba fingir que no ora escoria rodeándose de las cosas exquisitas de la vida: clubes privados que no le querían, exposiciones de arte de nuevos ricos, fiestas de beneficencia, chefs franceses que trataban a cualquiera que les diese menos de cincuenta dólares de propina como si fuesen personas que no pudiesen limpiarle las suelas de los zapatos. En otras palabras, escoria con ingresos altos. El hermano menor de Herman, Frank, era un psicópata que había producido un retoño psicópata que ahora estaba ante Myron, y seguía siendo lo que siempre había sido: un feo matarife que consideraba los chándales de terciopelo brillante de K mart como alta costura. Frank se había calmado a lo largo de los últimos años, pero nunca le había funcionado del todo.
La vida, al parecer, tenía poco sentido para Frank Senior sin tener a alguien a quien torturar o herir.
– ¿Qué quieres, FJ?
– Vengo a hacerte una proposición.
– Caray, esto sí que se pone interesante.
– Quiero comprarte tu negocio.
Los Ache dirigían TruPro, una empresa de representaciones deportivas bastante grande. TruPro siempre había carecido del más mínimo escrúpulo, contrataban a jóvenes atletas con las mismas restricciones morales que un político que planea una campaña para recaudar fondos. Pero entonces el dueño se endeudó hasta el cuello. Deudas de las malas. Las deudas que atraen a la clase de hongos equivocada. Los hermanos Ache, los hongos en cuestión, entraron en escena y, como los entes parasitarios que eran, se comieron cualquier cosa que diera señales de vida, y ahora mordisqueaban la carcasa.
No obstante, ser un agente deportivo era hasta cierto punto una manera honrada de ganarse la vida, y Frank Sénior, deseoso de darle a su hijo lo que todos los padres quieren, le entregó las riendas al joven FJ en cuanto salió de la Facultad de Economía. En teoría FJ debía dirigir TruPro de la manera más honesta posible. Su padre había matado y torturado para que su hijo no tuviese que hacerlo; sí, el auténtico sueño americano con, todo hay que decirlo, un giro un tanto retorcido. Pero FJ parecía incapaz de liberarse de los viejos hábitos de la familia. Por qué era un misterio que fascinaba a Myron. ¿La maldad de FJ era genética, heredada de su padre como una nariz prominente, o como muchos otros chicos, sólo buscaba ganarse la aceptación de su padre demostrando que la bellota podía ser tan ferozmente psicópata como el roble?
Naturaleza o educación. El debate continúa.
– MB SportsReps no está a la venta -respondió Myron.
– Creo que actúas sin mucha cabeza.
Myron asintió.
– Lo archivaré en la carpeta de «Algún día puede que lo lamente».
Los mastodontes hicieron un ruido, dieron un paso adelante, y movieron los cuellos al unísono. Myron señaló a uno, después al otro.
– ¿Quién os prepara la coreografía?
Deseaban verse insultados -saltaba a la vista-, pero ninguno de los dos sabía qué significaba la palabra «coreografía».
– ¿Sabes cuántos clientes ha perdido MB SportsReps en las últimas semanas? -preguntó FJ.
– ¿Un montón?
– Yo diría que una cuarta parte de tu lista. Un par de ellos se vinieron con nosotros.
Myron silbó, fingió indiferencia, pero no le agradaba nada oírlo.
– Ya los recuperaré.
– ¿Eso crees? -FJ volvió a sonreír con la sonrisa de ofidio; Myron casi esperaba ver una lengua bífida asomar entre los labios-. ¿Sabes cuántos más te dejarán cuando se enteren del arresto de Esperanza?
– ¿Un montón?
– Tendrás suerte si te queda uno.
– Eh, entonces seré como Jerry Maguire. ¿Has visto la película? «Muéstrame la pasta», «Me encantan los negros». -Myron le dedicó a FJ su mejor interpretación de Tom Cruise-. Tú me completas.
FJ permaneció impasible.
– Estoy dispuesto a ser generoso, Myron.
– Estoy seguro de que sí, FJ, pero la respuesta sigue siendo no.
– No me importa lo limpia que fuese tu representación. Nadie puede sobrevivir al escándalo financiero en el que estás a punto de meterte.
No era un escándalo financiero, pero Myron no estaba de humor para las correcciones.
– ¿Hemos terminado, FJ?
– Claro. -FJ le dedicó una última sonrisa de víbora. La sonrisa pareció saltar de su cara, arrastrarse hacia Myron, y después deslizarse por su espalda-. ¿Qué te parece si un día de éstos quedamos para comer?
– Cuando quieras -dijo Myron-. ¿Tienes móvil?
– Por supuesto.
– Llama a mi socia ahora mismo y arréglalo.
– ¿No está en la cárcel?
Myron chasqueó los dedos.
– Lástima.
A FJ le pareció divertido.
– ¿Mencioné que algunos de tus viejos clientes están utilizando ya mis servicios?
– Eso dijiste.
– Si te pones en contacto con cualquiera de ellos -hizo una pausa, lo pensó- me sentiré obligado a tomar represalias. ¿He hablado claro?
FJ debía tener unos veinticinco años, hacía menos de un año que había salido de la Harvard Business School. Después había ido a Princeton. Un chico listo. O un padre poderoso. En cualquier caso, un rumor decía que cuando un profesor de Princeton quiso acusar a FJ de plagio, desapareció y sólo se pudo encontrar su lengua, en la almohada de otro profesor que estaba considerando presentar los mismos cargos.
– Claro como el agua, FJ.
– Bien, Myron. Volveremos a hablar.
Si es que Myron aún tenía lengua.
Los tres hombres subieron al coche y se marcharon sin decir otra palabra. Myron controló los latidos de su corazón y consultó el reloj. Hora de ir al juzgado.