En la calle el hombre continuaba leyendo el periódico.
El ascensor de Myron en el viaje hasta el vestíbulo incluyó muchas paradas. Nada atípico. Nadie habló, por supuesto, todos muy ocupados en mirar cómo cambiaban los números luminosos como si estuviesen esperando el aterrizaje de un ovni. En el vestíbulo se unió a la multitud de trajeados y fluyó a Park Avenue, salmones luchando corriente arriba contra la marea hasta que, bueno, morían. Muchos de los trajeados caminaban con la cabeza bien alta, sus expresiones fijas en el modelo demos por el culo; otros caminaban con las espaldas dobladas, versiones humanas de la estatua de Atlas en la Quinta Avenida cargando con el mundo en sus hombros, pero para ellos el mundo era demasiado pesado.
Caray, otra vez con lo profundo.
Myron se fijó en el tipo del periódico. Bien situado en la esquina de la Cuarenta y seis y Park Avenue, de pie leyendo el diario, pero colocado estratégicamente para ver a todos los que entraban o salían del edificio Lock-Horne. Cuando Myron entró ya estaba allí.
Vaya.
Sacó el móvil y apretó el botón programado.
– Articule -dijo Win.
– Creo que tengo una sombra.
– Espera un momento. -Pasaron unos diez segundos. Luego-: El periódico, en la esquina.
Win tenía un surtido de telescopios y prismáticos en su despacho. No pregunten.
– Sí.
– Dios mío -exclamó Win-. ¿Podría ser más obvio?
– Lo dudo.
– ¿Dónde está el orgullo en su trabajo? ¿Dónde está la profesionalidad?
– Triste.
– Amigo mío, ése es el gran problema de este país.
– ¿Malas sombras?
– Es un ejemplo. Míralo. ¿Alguien de verdad se para en una esquina y lee un periódico de esa manera? Lo único que le falta es abrir dos agujeros para mirar.
– Ajá -dijo Myron-. ¿Tienes un momento?
– Por supuesto. ¿Cómo lo quieres hacer?
– Respáldame -contestó Myron.
– Dame cinco minutos.
Myron esperó cinco minutos. Se quedó allí y puso mucho cuidado en no mirar a su sombra. Consultó su reloj e hizo un gesto como si esperase a alguien y comenzase a ponerse impaciente. Cuando pasaron los cinco minutos, Myron fue sin más hacia la sombra.
La sombra le vio acercarse y se ocultó detrás del periódico.
Myron continuó caminando hasta encontrarse delante mismo de la sombra. La sombra mantuvo su rostro pegado al periódico. Myron le dirigió su Sonrisa 8. Grande y dentuda. Un teleevangelista que recibe un talón millonario. Wink Martindale de los primeros tiempos. La sombra mantuvo sus ojos en el periódico. Myron continuó sonriendo, con los ojos abiertos como los de un payaso. La sombra no le hizo caso. Myron se acercó más, inclinó la supersonrisa hasta unos centímetros de la cara de la sombra, y movió las pestañas.
La sombra cerró el periódico y exhaló un suspiro.
– Bien, tío listo, me pilló. Felicitaciones.
Todavía con la sonrisa Wink Martindale.
– ¡Y gracias a usted por participar en nuestro juego! ¡Pero no se preocupe, no dejaremos que se vaya a su casa con las manos vacías! Ha ganado la versión doméstica de Sombra Incompetente y la suscripción por un año a Torpe Moderno.
– Sí, vale, ya nos veremos.
– ¡Espere! Ha llegado a la última ronda de Jeopardy! Responda: ¿Él o ella le contrató para seguirme?
– Que le zurzan.
– Oh, lo siento, necesita decirlo en forma de pregunta.
La sombra comenzó a alejarse. Cuando miró atrás, Myron lo obsequió con la gran sonrisa y un gesto de despedida.
– Ésta ha sido una producción Mark Goodson-Bill Todman. ¡Adiós a todos!
Más gestos.
La sombra sacudió la cabeza y continuó alejándose, para unirse a otra corriente de personas. Montones de personas en esta corriente; Win era una de ellas. La sombra con toda probabilidad encontraría un claro y entonces llamaría a su jefe. Win lo escucharía y se enteraría de todo. Qué plan.
Myron fue a su coche de alquiler. Dio la vuelta a la manzana. Ninguna sombra. Al menos no tan obvia como la anterior. No importa. Él iba a la mansión de los Mayor en Long Island. No importaba si alguien lo sabía.
Pasó el tiempo en el coche trabajando con el móvil. Tenía dos jugadores de fútbol sala -fútbol en un campo más pequeño, para aquellos que no lo saben-, ambos esperando encontrar un lugar en la plantilla de algún equipo de la NFL antes de que se cerrasen los pases. Myron llamó a los equipos, pero nadie estaba interesado. Muchísimas personas le preguntaron por el asesinato. Se las quitó de encima. Sabía que sus esfuerzos eran un tanto fútiles, pero insistió. Muy bien por su parte. Intentó concentrarse en su trabajo, intentó perderse en el bendito aturdimiento de lo que hacía para ganarse la vida. Pero el mundo continuaba colándose. Pensó en Esperanza en la cárcel. Pensó en Jessica en California. Pensó en Bonnie Haid y sus hijos huérfanos en casa. Pensó en Clu en formaldehído. Pensó en la llamada telefónica de su padre. Y curiosamente, continuó pensando en Terese sola en aquella isla.
Tapó todo el resto.
Cuando llegó a Muttontown, una parte de Long Island que de alguna manera se le había escapado antes, giró a la derecha por una carretera arbolada. Condujo unos tres kilómetros, y pasó quizá por delante de tres entradas. Por fin llegó a una sencilla reja de hierro con un pequeño cartel que rezaba «The Mayors». Había varias cámaras de seguridad y un portero automático. Apretó el botón. Se oyó una voz de mujer que preguntaba:
– ¿En qué puedo ayudarle?
– Myron Bolitar para ver a Sophie Mayor.
– Por favor entre. Aparque delante de la casa.
Se abrió la reja. Myron condujo por una colina un tanto empinada. Ambos lados del camino de entrada estaban bordeados por un seto muy alto, y le daban la sensación de ser una rata en un laberinto. Vio unas cuantas cámaras de seguridad. Todavía ninguna señal de la casa. Cuando llegó a lo alto de la colina, se encontró en un claro. Había una pista de tenis con la hierba un tanto crecida y un campo de croquet. Muy Norma Desmond. Pasó por otra curva. Tenía la casa delante. Era una mansión, por supuesto, aunque no tan enorme como algunas que Myron había visto. Las hiedras se enganchaban en el estuco amarillo pálido. Las ventanas parecían emplomadas. Todo el escenario gritaba Locos Años 20. Myron casi esperaba ver a Scott y Zelda aparcar detrás de él en un elegante descapotable.
Esta parte del camino estaba hecha de cantos rodados en lugar de ser de asfalto. Los neumáticos los aplastaron a su paso. Había una fuente en medio de la rotonda, a unos cinco metros delante de la puerta. En el centro, Neptuno desnudo con un tridente en la mano. Myron advirtió que la fuente era una reproducción a escala de la fuente de la Piazza della Signoria en Florencia. El agua subía pero no muy alto o sin mucho entusiasmo, como si alguien hubiese puesto la presión del agua en «orinar suave».
Myron aparcó. Había una piscina cuadrada a la derecha, con el detalle de los nenúfares flotando en la superficie. El Giverny de los pobres. Había estatuas en el jardín, de nuevo algo de la vieja Italia, Grecia o algo así. Parecidas a Venus de Milo pero con todos los miembros.
Se bajó del coche y se detuvo. Pensó por un momento en lo que iba a desenterrar, y por un instante consideró darse la vuelta. «¿Por qué» -se preguntó de nuevo- tengo que decirle a esta mujer que su hija desaparecida se fundía en un disquete?» No obtuvo respuesta.
Se abrió la puerta. Una mujer con un atuendo informal lo llevó por un pasillo hasta una gran habitación con el techo de cinc muy alto, montones de ventanas y una vista casi decepcionante de más estatuas blancas y bosque. El interior era art déco, pero sin matarse. Bonito. Excepto, por supuesto, por los trofeos de caza. Pájaros embalsamados ocupaban las estanterías. Los pájaros parecían sobresaltados. Probablemente lo estaban. ¿Quién podía culparlos?
Myron se volvió y miró la cabeza de un ciervo. Él esperaba a Sophie Mayor. El ciervo también esperaba. El ciervo parecía muy paciente.
– Adelante -dijo una voz.
Myron se volvió. Era Sophie Mayor. Vestía unos tejanos sucios de tierra y una camisa a cuadros, la quintaesencia de la botánica de fin de semana.
Nunca desprovisto de una ingeniosa apertura, Myron replicó:
– ¿Adelante y qué?
– Haga el sarcástico comentario sobre la caza.
– No he dicho nada.
– Vamos, vamos, Myron. ¿No cree que la caza es una barbarie?
Myron se encogió de hombros.
– Nunca lo había pensado.
No era verdad, pero qué diablos.
– Pero no la aprueba, ¿verdad?
– No me corresponde a mí aprobar.
– Qué tolerante. -Sophie sonrió-. Pero por supuesto usted nunca lo haría, ¿me equivoco?
– ¿Cazar? No, no es lo mío.
– Cree que es inhumano. -Hizo un gesto con la barbilla hacia al ciervo embalsamado-. Matar a la mamá de Bambi y todo eso.
– No, sólo que no es para mí.
– Comprendo. ¿Es vegetariano?
– No como mucha carne roja -admitió Myron.
– No hablo de su salud. ¿Alguna vez ha comido algún animal muerto?
– Sí.
– ¿Por lo tanto cree más humano matar, digamos, a un pollo o a una vaca que matar a un ciervo?
– No.
– ¿Tiene idea de las terribles torturas por las que pasa una vaca antes de ser sacrificada?
– Para comida -señaló Myron.
– ¿Perdón?
– La sacrifican para comida.
– Yo como lo que mato, Myron. Su amigo -hizo un gesto hacia el ciervo paciente- fue descuartizado y comido. ¿Se siente mejor?
Myron lo pensó.
– No vamos a comer, ¿verdad?
La respuesta provocó una ligera risa.
– No voy a entrar en toda la discusión de la cadena alimentaria -continuó Sophie Mayor-. Pero Dios creó un mundo donde la única manera de sobrevivir es matar. Todos matamos. Incluso los más estrictos vegetarianos tienen que arar los campos. ¿No cree que arar mata a un sinfín de animales pequeños e insectos?
– En realidad nunca lo he pensado.
– Cazar es ensuciarse las manos, es más sincero. Cuando usted se sienta y come un animal, no tiene aprecio por el proceso, por el sacrificio hecho para que usted pueda sobrevivir. Deja que algún otro haga la matanza. Usted está por encima de eso sin ni siquiera pensarlo. Cuando yo como un animal, lo tengo todo mucho más claro. No lo hago porque sí. No lo despersonalizo.
– Vale -dijo Myron-, ya que estamos en el tema, ¿qué pasa con los cazadores que no matan por la comida?
– La mayoría comen lo que matan.
– ¿Pero qué pasa con aquellos que matan por deporte? Quiero decir, ¿no es también una parte?
– Sí.
– ¿Qué pasa con eso? ¿Qué pasa con matar sólo por deporte?
– ¿Como opuesto a qué, Myron? ¿Matar por un par de zapatos? ¿Por un bonito abrigo? Es pasar un día entero al aire libre, para llegar a comprender cómo funciona la naturaleza y apreciar su abundante gloria, ¿es menos digno que una cartera de cuero? Si vale la pena matar a un animal porque usted prefiere su cinturón hecho de piel de animal en lugar de algo fabricado por el hombre, ¿no es digno matar porque usted simplemente disfruta con la emoción?
Myron no dijo nada.
– Siento meterme con usted por este tema. Pero la hipocresía me pone de los nervios. Todos quieren salvar a las ballenas, pero ¿qué pasa con los miles de peces y calamares que una ballena se come cada día? ¿Sus vidas valen menos porque no son tan bonitos? ¿Alguna vez se ha fijado en que nadie quiere salvar a los animales feos? Las mismas personas que creen que cazar es un acto de barbarie levantan cercas especiales para que los ciervos no se puedan comer sus preciosos jardines. Por lo tanto, hay una superpoblación de ciervos y se mueren de hambre. ¿Es eso mejor? Y vale más que no comience con las llamadas ecofeministas. Dicen que los hombres cazan, pero que las mujeres son demasiado gentiles. Menuda estupidez sexista. ¿Quieren ser medioambientalistas? ¿Quieren mantenerse lo más cerca posible a un estado natural? Entonces deben comprender la verdad universal de la naturaleza. Si no matas, mueres.
Ambos se volvieron y miraron por un segundo al ciervo. Una prueba definitiva.
– No vino aquí para oír una conferencia -dijo ella.
Myron había agradecido esta demora. Pero había llegado el momento.
– No, señora.
– ¿Señora? -Sophie Mayor se rió sin la menor muestra de humor-. Eso suena muy grave, Myron.
Myron se volvió y la miró. Ella le sostuvo la mirada.
– Llámeme Sophie.
Él asintió.
– ¿Puedo hacerle una pregunta muy personal y quizá muy dolorosa, Sophie?
– Puede intentarlo.
– ¿Ha tenido alguna noticia de su hija desde que se fugó?
– No.
La respuesta fue rápida. Su mirada permaneció firme, la voz fuerte. Pero su rostro perdía color.
– Entonces, ¿no tiene idea de dónde está?
– Ninguna.
– Ni siquiera si está…
– Viva o muerta -acabó ella por Myron-. No.
Su voz era tan monótona que parecía estar en el borde del alarido. Ahora había un temblor cerca de la boca, una falla que comenzaba a ceder. Sophie Mayor se puso de pie y esperó sus explicaciones, temerosa quizá de decir algo más.
– Recibí un disquete por correo -comenzó Myron.
Mayor frunció el entrecejo.
– ¿Qué?
– Un disquete de ordenador. Llegó por correo. Lo puse en la disquetera, y comenzó a funcionar. Ni siquiera tuve que apretar ninguna tecla.
– Un programa de autoarranque -dijo ella, de pronto la experta informática-. No es una tecnología complicada.
Myron se aclaró la garganta.
– Apareció una imagen. Comenzó con una fotografía de su hija.
Sophie Mayor dio un paso atrás.
– Era la misma fotografía que estaba en su despacho al lado derecho de la repisa.
– Es del primer año de Lucy en el instituto -explicó la mujer-. El retrato escolar.
Myron asintió, aunque no sabía por qué.
– Después de unos pocos segundos la imagen comenzó a fundirse en la pantalla.
– ¿Fundirse?
– Sí. Se disolvió hasta convertirse en un charco de, umm, sangre. Después llegó un sonido. Me sonó como la risa de una adolescente.
Ahora a Sophie Mayor le brillaban los ojos.
– No lo entiendo.
– Yo tampoco.
– ¿Lo recibió por correo?
– Sí.
– ¿En un disquete?
– Sí -dijo Myron. Después añadió sin ningún motivo-: Un disquete de tres y medio.
– ¿Cuándo?
– Llegó a mi oficina hace unas dos semanas.
– ¿Por qué tardó tanto en decírmelo? -Ella levantó una mano-. Oh, espere. Estaba fuera del país.
– Sí.
– ¿Entonces cuándo lo vio por primera vez?
– Ayer.
– Pero usted me vio esta mañana. ¿Por qué no me lo dijo entonces?
– No sabía quién era la chica. Al menos, no al principio. Entonces cuando estaba en su oficina, vi la foto en la estantería. Me desconcerté. No sabía qué decir.
Ella asintió lentamente.
– Eso explica su abrupta partida.
– Sí, lo siento.
– ¿Tiene el disquete? Mi gente lo analizará.
Myron metió la mano en el bolsillo y lo sacó.
– No creo que le vaya a ser de mucha ayuda.
– ¿Por qué no?
– Lo llevé a un laboratorio de la policía. Dijeron que se formateó de forma automática.
– ¿O sea que el disquete está en blanco?
– Sí.
Fue como si de pronto sus músculos hubiesen decidido abandonar el barrio. Las piernas de Sophie Mayor cedieron. Se dejó caer en una silla. Agachó la cabeza. Myron esperó. No hubo ningún sonido. Ella estaba sentada allí, la cabeza sujeta entre las manos. Cuando le volvió a mirar, los ojos grises estaban inyectados en sangre.
– Dijo algo de un laboratorio de la policía.
Él asintió.
– Usted solía trabajar con las fuerzas de la ley.
– En realidad no.
– Recuerdo a Clip Arnstein diciendo algo al respecto.
Myron no dijo nada. Clip Arnstein era el hombre que había seleccionado a Myron en primera ronda para los Boston Celtics. También era un bocazas.
– Ayudó a Clip cuando Greg Downing desapareció -añadió ella.
– Sí.
– Llevo contratando investigadores privados para buscar a Lucy desde hace años. Se supone que los mejores del mundo. Algunas veces parecemos acercarnos pero… -Su voz se apagó, la mirada distante. Miró el disquete en sus manos como si de pronto se hubiese materializado allí-. ¿Por qué alguien le envió esto a usted?
– No lo sé.
– ¿Conoció usted a mi hija?
– No.
Sophie respiró un par de veces con mucho cuidado.
– Quiero mostrarle algo. Espere un minuto.
Quizá tardó la mitad de ese tiempo. Myron acababa de comenzar a mirar los ojos de un pájaro muerto, y observó con un cierto desconsuelo lo mucho que se parecían a los ojos de algunos seres humanos que conocía. Cuando ella reapareció, le entregó una hoja de papel.
Myron la observó. Era un dibujo de una mujer de unos treinta años.
– Es del MIT -explicó ella-. Mi universidad. Un científico de allí ha desarrollado un programa informático que ayuda con la progresión de la edad. Para las personas desaparecidas. De esa manera puedes tener una idea aproximada del aspecto que tendrían en la actualidad. Lo hizo para mí hace unos meses atrás.
Myron observó la imagen de cómo la adolescente Lucy podía verse como una mujer que se acercaba a los treinta. El efecto era sorprendente. Oh, se parecía a ella, supuso, pero para que después hablen de fantasmas, hablen de la vida como de una sucesión de si hubieses, hablen del paso de los años y después te los estampen en la cara. Myron observó la imagen, el corte de pelo más conservador, las pequeñas arrugas. ¿Hasta qué punto debía ser doloroso para Sophie Mayor mirarla?
– ¿Le parece conocida? -preguntó Sophie.
Myron sacudió la cabeza.
– No, lo siento.
– ¿Está seguro?
– Todo lo seguro que se puede estar en estas situaciones.
– ¿Me ayudará a encontrarla?
Él no estaba seguro de cómo responder.
– No veo en qué puedo ayudar.
– Clip dijo que es muy bueno en estas cosas.
– No lo soy. Pero incluso si lo fuese, no veo lo que puedo hacer. Usted ya ha contratado a expertos. Dijo que la policía…
– La policía ha sido inútil. Ven a Lucy como una fugada y se acabó.
Myron no dijo nada.
– ¿Cree qué no se puede hacer nada? -insistió Sophie.
– No sé lo suficiente al respecto.
– Era una buena chica. -Sophie Mayor le sonrió, los ojos nublados con el viaje a través del tiempo-. Tozuda, por supuesto. Demasiado aventurera para su propio bien. Pero claro, crié a Lucy para que fuese independiente. La policía opinaba que sólo era una adolescente con problemas. No lo era. Sólo confundida. ¿Quién no lo está a esa edad? Y tampoco fue como si se hubiese largado en mitad de la noche sin decírselo a nadie.
Una vez más, en contra de su mejor juicio, Myron preguntó:
– ¿Entonces qué pasó?
– Lucy era una adolescente, Myron. Huraña e infeliz y no encajaba. Sus padres eran profesores de matemáticas universitarios y chalados informáticos. Su hermano menor era considerado un genio. Ella detestaba la escuela. Quería ver mundo y vivir en la carretera. Tenía toda la fantasía del rock and roll. Un día nos dijo que se marchaba con Owen.
– ¿Owen era su novio?
Ella asintió.
– Un músico mediocre que dirigía un grupo de andar por casa, convencido de que sus compañeros impedían el desarrollo de su inmenso talento. -Puso una cara agria-. Querían marcharse, firmar un contrato con una discográfica y convertirse en famosos. Así que Gary y yo le dijimos que de acuerdo. Lucy era como un pájaro salvaje atrapado en una jaula pequeña. No podía dejar de aletear por mucho que hiciésemos. Gary y yo consideramos que no teníamos alternativa en este asunto. Incluso creímos que podía ser bueno para ella. Muchos de sus compañeros estaban recorriendo Europa mochila al hombro. ¿Cuál era la diferencia?
Ella se detuvo y lo miró. Myron esperó. Cuando Sophie no dijo nada más, le preguntó:
– ¿Y?
– Nunca más volvimos a saber nada de ella.
La mujer se volvió hacia el ciervo embalsamado. El ciervo le devolvió la mirada con algo cercano, quizás, a la piedad.
– Pero Owen regresó, ¿no? -preguntó Myron.
– Sí. -Ella aún continuaba mirando al ciervo-. Trabaja de vendedor de coches en Nueva Jersey. Canta con un conjunto los fines de semana en las bodas. ¿Se lo puede imaginar? Se viste con un esmoquin barato y canta Tie a Yellow Ribbon y Celebration y presenta a los novios. -Sacudió la cabeza ante la ironía-. Cuando Owen regresó, la policía le interrogó, pero él no sabía nada. Su historia era tan típica. Fueron a Los Ángeles, fracasaron miserablemente, comenzaron a discutir, y se separaron después de seis meses. Owen se quedó allí otros tres meses, convencido esta vez de que había sido Lucy quien había estado reprimiendo su inmenso talento. Cuando fracasó de nuevo, regresó a casa con el rabo entre las piernas. Dijo que no había visto a Lucy desde su ruptura.
– ¿La policía lo comprobó?
– Eso dijeron. Pero era un callejón sin salida.
– ¿Sospechó de Owen?
– No -respondió ella con amargura-. Él no era más que un inmenso cero a la izquierda.
– ¿Ha habido alguna otra pista sólida?
– ¿Sólida? -Lo pensó un momento-. En realidad, no. Varios de los investigadores que hemos contratado creen que ha entrado a formar parte de una secta.
Myron hizo una mueca.
– ¿Una secta?
– Dijeron que su personalidad encajaba en el perfil. A pesar de mis intentos de hacerla independiente, afirmaron que era todo lo opuesto: alguien que necesitaba guía, solitaria, sugestionable, apartada de los amigos y la familia.
– No estoy de acuerdo -manifestó Myron.
Ella lo miró.
– Ha dicho que nunca conoció a Lucy.
– El perfil psicológico puede ser correcto, pero dudo que esté con una secta.
– ¿Por qué lo dice?
– A las sectas les gusta el dinero. Lucy Mayor es hija de una familia muy rica. Quizá no tenían dinero por aquel entonces, pero créame, a estas alturas ya estarían muy bien enterados de su situación. Se hubiesen puesto en contacto, aunque sólo fuese para extorsionarles un buen pellizco.
Sophie comenzó a parpadear de nuevo. Cerró los ojos, y le dio la espalda. Myron dio un paso adelante y después se detuvo, sin saber qué hacer. Escogió la discreción, mantener la distancia, esperar.
– El hecho de no saber -dijo Sophie Mayor al cabo de unos momentos-. Te corroe. Día y noche, durante doce años. Nunca cesa. Nunca desaparece. Cuando le falló el corazón a mi marido, todos se sorprendieron. Un hombre tan sano, dijeron. Tan joven. Incluso ahora no sé cómo puedo pasar un día sin él. Casi nunca hablábamos de Lucy después de su desaparición. Por la noche nos acostábamos y fingíamos que el otro dormía, mirábamos el techo e imaginábamos todos los horrores que sólo los padres de niños desaparecidos pueden conjurar.
Más silencio.
Myron no tenía idea de qué decir. El silencio se estaba haciendo tan denso que apenas si podía respirar.
– Lo siento -dijo.
Ella no le miró.
– Iré a la policía -prosiguió-. Les hablaré del disquete.
– ¿De qué serviría?
– Lo investigarán.
– Ya lo han hecho. Se lo dije. Creen que es una prófuga.
– Ahora tenemos esta nueva prueba. Se tomarán el caso más en serio. Incluso podría ir a los medios. Sería toda una noticia.
La mujer sacudió la cabeza. Myron esperó. Sophie se levantó y se limpió las palmas en los muslos de los tejanos.
– El disquete se lo enviaron a usted.
– Sí.
– Iba a su nombre.
– Sí.
– Por lo tanto, alguien le está buscando a usted.
Win había dicho algo similar.
– Eso no lo sabe -señaló Myron-. No quiero apagar sus esperanzas, pero quizá no es más que una broma.
– No es una broma.
– No puede estar segura.
– Si fuese una broma me lo hubiesen enviado a mí. O a Jared. O a alguien que la conociese. No lo hicieron. Se lo enviaron a usted. Alguien que trató de ponerse en contacto con usted. Podría ser la propia Lucy.
Myron respiró hondo.
– Una vez más no quiero echar por tierra sus…
– No sea paternalista conmigo, Myron. Sólo diga lo que quiere decir.
– Vale… de haber sido Lucy, ¿por qué enviaría una imagen de sí misma convirtiéndose en un charco de sangre?
Sophie Mayor no pestañeó, pero se acercó.
– No lo sé. Tiene razón. Quizá no fue ella. Tal vez fue su asesino. En cualquier caso, le están buscando a usted. Es la primera pista sólida en años. Si lo hacemos público, me temo que quien lo envió pueda volver a ocultarse. No puedo arriesgarme.
– No sé qué puedo hacer -insistió Myron.
– Le pagaré lo que quiera. Diga un precio. ¿Cien mil? ¿Un millón?
– No es el dinero. Sólo que no veo cómo puedo ayudar.
– Puede investigar.
Myron sacudió la cabeza.
– Mi mejor amiga y socia está en la cárcel acusada de asesinato. Mi cliente fue asesinado en su propia casa. Tengo otros clientes que confían en mí por la seguridad de su trabajo.
– Comprendo -dijo Sophie-. O sea que no tiene tiempo.
– No es cuestión de tiempo. En realidad no tengo ningún punto de partida. Ninguna vinculación, ninguna fuente. No hay por dónde empezar.
Su mirada se hizo penetrante.
– Puede comenzar por usted mismo. Usted es mi vista, mi conexión, y fuente. -Ella le sujetó la mano. Su carne era fría y dura-. Sólo le pido que mire a fondo.
– ¿Qué?
– Quizás en usted mismo.
Silencio. Permanecieron allí, ella sujetándole la mano.
– Suena bien, Sophie, pero no estoy seguro de saber qué significa.
– Usted no tiene hijos, ¿verdad?
– No -dijo Myron-. Pero eso no significa que no la comprenda.
– Entonces deje que le pregunte, Myron: ¿Qué haría usted si estuviese en mi lugar? ¿Qué haría usted si la primera pista real en diez años entrase por su puerta?
– Lo mismo que hace usted.
Así que debajo del ciervo embalsamado, le prometió que mantendría los ojos abiertos. Le dijo que lo pensaría. Le dijo que intentaría pensar en la conexión.