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Cualquiera hubiese supuesto que la comisaría de Wilston estaría en un pequeño edificio cochambroso. No era así. Estaba en el sótano de un edificio alto con aspecto de fortaleza hecha de ladrillos oscurecidos por el paso de los años. En las escaleras había uno de aquellos viejos carteles de refugios antiaéreos. Los triángulos amarillos y negros todavía brillantes dentro del ominoso círculo. La imagen le trajo recuerdos de la escuela elemental de Burnet Hill y las viejas prácticas de defensa civil, una intensa actividad donde a los niños se les enseñaba que agacharse en el pasillo era una táctica adecuada contra un ataque nuclear soviético.

Myron nunca había estado antes en la comisaría. Después del accidente de Clu se había encontrado con los dos polis en un reservado de un restaurante en la ruta 9. Todo el episodio había durado menos de diez minutos. Nadie quería perjudicar a la próxima gran estrella. Nadie quería estropear la prometedora carrera del joven Clu. Los dólares cambiaron de manos: unos para el agente que había hecho la detención, otros para el sheriff encargado. Ellos lo habían llamado donaciones con una risita. Todos sonrieron.

El sargento de guardia observó a Myron cuando entró. Tendría unos treinta y, como la mayoría de los polis de ahora, el físico de alguien que pasa más tiempo en la sala de máquinas que en la pastelería. Su placa decía Hobert.

– ¿En qué puedo ayudarle?

– ¿El sheriff Lemmon todavía trabaja aquí?

– No, lo lamento. Ron murió, hará cosa de un año. Se había retirado hace dos.

– Lamento saberlo.

– Sí, el cáncer. Se lo comió como una rata hambrienta.

Hobert se encogió de hombros como diciendo ¿qué puedo hacer yo?

– ¿Qué hay de un tipo llamado Kobler? Creo que era ayudante del sheriff hará cosa de unos diez años.

La voz de Hobert de pronto se volvió tensa.

– Eddie ya no está en el cuerpo.

– ¿Todavía vive en la zona?

– No. Creo que vive en Wyoming. ¿Puedo preguntarle su nombre, señor?

– Myron Bolitar.

– Su nombre me suena de algo.

– Solía jugar al baloncesto.

– No, no es eso. Detesto el baloncesto. -Lo pensó un momento y después sacudió la cabeza-. ¿Por qué está preguntando por dos antiguos polis?

– Son algo así como viejos amigos.

Hobert lo miró sin creérselo.

– Quería preguntarles por un cliente mío con el que tuvieron tratos.

– ¿Un cliente?

Myron esbozó su sonrisa de cachorro indefenso. Por lo general, la utilizaba con las ancianas, pero qué demonios, se podía probar.

– Soy agente deportivo. Mi trabajo es cuidar de los atletas y, bueno, asegurarme de que nadie se aproveche de ellos. Así que este cliente mío se interesó por una señora que vive en la ciudad. Sólo quiero asegurarme de que no es una buscona ni nada por el estilo.

En dos palabras: menuda trola.

– ¿Cuál es su nombre? -preguntó Hobert.

– Barbara Cromwell.

El sargento parpadeó.

– ¿Está de broma?

– No.

– ¿Uno de sus atletas está interesado en salir con Barbara Cromwell?

Myron optó por retroceder un poco.

– Puede que me hayan dado el nombre equivocado.

– Seguramente.

– ¿Por qué?

– Antes mencionó a Ron Lemmon. El viejo sheriff.

– Correcto.

– Barbara Cromwell es su hija.

Por un momento Myron se quedó allí. El ventilador chirrió. Sonó un teléfono. Hobert dijo: «Perdone», y atendió la llamada. Myron no oyó nada. Alguien había congelado el momento. Alguien le había colgado sobre un agujero oscuro, y le había dado a Myron mucho tiempo para mirar a la nada, hasta que, de pronto, ese mismo alguien lo soltó. Myron se hundió en la negrura, las manos buscando asidero, el cuerpo girando, esperando, casi deseando estrellarse contra el fondo.

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