Capítulo 7

Aquella noche salí a dar mi paseo. Necesitaba telefonear a Sam y, además, Frank y yo habíamos decidido que era mejor ir reincorporando a Lexie en su rutina habitual lo más pronto posible, no excedernos jugando la carta del trauma, al menos no todavía. Seguramente existirían pequeñas divergencias y, con suerte, la gente esgrimiría la puñalada para dar una explicación convincente a esas rencillas pero, cuanto más forzara la situación, más probable era que alguien pensara: «¡Qué extraño! Lexie parece una persona completamente distinta».

Nos encontrábamos en el salón, después de cenar. Daniel, Justin y yo leíamos; Rafe tocaba el piano, una perezosa fantasía de Mozart, interrumpiéndose de vez en cuando para repetir una frase que le gustaba o que había interpretado mal, y Abby, con la cabeza gacha, le estaba confeccionando a su muñeca unas enaguas nuevas con un retal viejo de broderie anglaise, dando unas puntadas tan diminutas que eran casi invisibles. Personalmente, yo no calificaría de espeluznante aquella muñeca (no era una de esas muñecas que parecen adultos hinchados y deformes; tenía una trenza larga de cabello moreno y un rostro soñador, nostálgico, con la nariz respingona y unos ojos castaños serenos), pero entendía la inquietud de los muchachos. Aquellos grandes y tristes ojos mirándome desde una posición indigna sobre el regazo de Abby me hicieron sentir culpable de una manera imprecisa, y algo en sus bucles frescos y mullidos se me antojó inquietante.

Alrededor de las once me dirigí al zaguán en busca de mis zapatillas deportivas; me había embutido en mi faja supersexy y había remetido el teléfono por dentro antes de cenar, para no romper la rutina subiendo a mi dormitorio; Frank se sentiría orgulloso de mí. Hice un mohín de dolor y emití un «¡Ay!» sordo al sentarme en la alfombra que había frente a la chimenea. Justin levantó la cabeza:

– ¿Te encuentras bien? ¿Necesitas un analgésico?

– No -contesté, deshaciendo la lazada de mi zapatilla-. Creo que he hecho un gesto raro al sentarme.

– ¿Vas a salir a pasear? -me preguntó Abby desviando la mirada de la muñeca.

– Sí -contesté, al tiempo que me ponía una de las zapatillas.

Tenía la forma del pie de Lexie, un poco más estrecho que el mío, impresa en la plantilla interior.

Una suspensión apenas perceptible recorrió la estancia, como un aliento contenido. Las manos de Rafe dejaron un acorde en el aire.

– ¿Crees que es sensato? -preguntó Daniel, introduciendo un dedo en su libro para marcar la página.

– Me encuentro bien -respondí-. Los puntos no me duelen a menos que tuerza la cintura; caminar no va a hacer que estallen ni nada por el estilo.

– No es eso precisamente en lo que estoy pensando -replicó Daniel-. ¿No tienes miedo de que te ocurra algo?

Todos tenían los ojos posados en mí, con esa mirada cuádruple e indescifrable que rezumaba la fuerza de un rayo abductor. Me encogí de hombros, mientras me ataba una zapatilla.

– No.

– ¿Cómo es posible? Si me permites preguntártelo…

Rafe se movió y tocó una breve nota tensa, como un trino, con las octavas superiores del piano. Justin se estremeció.

– Pues, sencillamente, no tengo miedo -contesté.

– ¿Y no deberías tenerlo? Al fin y al cabo, si no tienes ni idea…

– Daniel -lo atajó Rafe casi sin aliento-. Déjala en paz.

– Yo preferiría que no salieras -aclaró Justin. Parecía tener un retortijón-. Hablo en serio.

– Estamos preocupados, Lex -añadió Abby con voz queda-. Aunque tú no lo estés.

El trino seguía sonando, sin parar, como una alarma.

– ¡Rafe! -lo reprendió Justin, tapándose el oído con una mano-. ¡Para ya!

Rafe lo ignoró.

– Escuchad, ella ya es lo suficientemente trágica como para que encima vosotros tres os dediquéis a calentarle los cascos…

Daniel hizo oídos sordos.

– ¿Acaso nos culpas? -me preguntó.

– No, es normal que os preocupéis -intervine, introduciendo el otro pie en la zapatilla-. Pero si empiezo a tener miedo ahora, nunca dejaré de tenerlo, y no pienso permitir que eso ocurra.

– Perfecto, enhorabuena -intervino Rafe, poniendo fin a aquel gorjeo con un acorde claro-. Llévate la linterna. Hasta luego.

Volvió a colocarse de cara al piano y empezó a pasar páginas de la partitura.

– Y el móvil -agregó Justin-. Por si te desmayas o…

Su voz se apagó.

– Parece que ha dejado de llover -apuntó Daniel, asomándose a la ventana-, pero tal vez haga frío. ¿Te vas a llevar la chaqueta?

No sabía de qué me hablaba. Aquel paseo parecía requerir un nivel de organización como el de la Operación Tormenta del Desierto.

– No es preocupéis por mí -los tranquilicé.

– Huummm -murmuró Daniel, observándome-. Quizá tendría que acompañarte.

– No -objetó Rafe de manera abrupta-. Iré yo. Tú estás trabajando.

Bajó la tapa del piano de un golpe y se puso en pie.

– ¡Maldita sea! -grité yo bruscamente, alzando las manos al cielo y mirándolos a los cuatro con furia-. Voy a salir de paseo. Lo hago siempre. No pienso llevar un chaleco reflectante ni bengalas por si ocurre una emergencia y, definitivamente, no pienso llevarme un guardaespaldas. ¿Lo ha entendido todo el mundo?

La idea de mantener una conversación íntima con Rafe o Daniel me resultaba estimulante, pero ya lo haría en otro momento. Si alguien me esperaba en uno de aquellos caminos, lo último que quería era espantarlo.

– Ésa es mi chica -me alentó Justin con una ligera sonrisa-. Seguro que estarás bien, ¿verdad?

– Como mínimo -continuó Daniel imperturbable-, deberías tomar una ruta distinta a la de la última noche. ¿Lo harás?

Me observaba sin entusiasmo, con el dedo aún atrapado entre las páginas de su libro. Su rostro no reflejaba más que una ligera preocupación.

– Me encantaría -le contesté- si recordara qué camino tomé. Pero como no tengo ni la más remota idea, no me queda más remedio que arriesgarme, ¿no te parece?

– Ah -suspiró Daniel-. Claro. Lo siento. Llámanos si quieres que alguno de nosotros vaya a tu encuentro.

Bajó la vista y retomó la lectura.

Rafe se desplomó sobre la banqueta del piano y comenzó a aporrear la Marcha Turca.


Brillaba una noche luminosa, con la luna alta en un cielo límpido y frío, proyectando motas de blanco entre las oscuras hojas de los espinos; me abotoné la chaqueta de ante de Lexie hasta el cuello. El haz de luz de la linterna iluminaba una franja estrecha de sendero polvoriento y las praderas invisibles de los alrededores me parecieron súbitamente inabarcables. La linterna me hacía sentir muy vulnerable y poco inteligente, pero continué avanzando. Si alguien me acechaba ahí fuera, necesitaría saber dónde encontrarme.

Nada me salió al paso. Algo se apartó a un lado, algo pesado, pero cuando barrí los alrededores con la linterna comprobé que se trataba de una vaca que me miraba con ojos grandes y tristes. Continué paseando, tranquila y lentamente, en mi papel de diana, mientras reflexionaba una vez más sobre el pequeño intercambio de opiniones acaecido en el salón. Me pregunté cómo lo habría interpretado Frank. Daniel tal vez intentara simplemente refrescarme la memoria, o quizá tuviera sus buenas razones para querer comprobar si mi amnesia era real. Yo no tenía ni idea de cuál era la respuesta correcta.

No me di cuenta de que me dirigía hacia la casucha en ruinas hasta que se alzó delante de mí, una mancha borrosa de oscuridad más densa recortada contra el cielo, con las estrellas refulgiendo como luces de un altar en las ventanas. Apagué la linterna: podía llegar hasta allí campo a través sin utilizarla y detectar una luz en aquel lugar inquietaría a los vecinos, tanto como para que decidieran acercarse a investigar. Las altas hierbas se agitaban en el aire con un silbido, emitiendo un siseo suave y constante alrededor de mis tobillos. Alargué el brazo para tocar el dintel de piedra, a modo de saludo, antes de atravesar la puerta.

Allí dentro reinaba un silencio distinto, más profundo y tan denso que casi lo notaba presionándome suavemente alrededor. Una cinta de luz de luna iluminaba la piedra torcida de la chimenea de la estancia interior.

Un muro descendía de manera irregular desde el rincón donde Lexie se había acurrucado para morir; me encaramé a él de un salto y recosté la espalda contra el hastial. Aquel lugar debería haberme producido escalofríos, estaba tan cerca de su último aliento que podría haberme inclinado diez días atrás y haberle acariciado el cabello, pero no era así. Aquella casa encerraba entre sus cuatro paredes un siglo y medio de quietud propia y aquel día únicamente había parpadeado; ya la había absorbido y había vuelto a plegarse sobre el lugar donde ella había perecido.

Aquella noche, mi impresión sobre Lexie empezó a cambiar. Hasta entonces la había percibido como una invasora o una impostora, pero siempre de un modo que hacía que se me tensara la espalda y se me disparara la adrenalina. Sin embargo, era yo quien se había colado en su vida salida de la nada, con Vicky la Lapa ejerciendo de peón y una oportunidad salvaje colgando de las yemas de mis dedos; yo era la intrusa en quien ella se había convertido, años antes de que la moneda aterrizara por esa cara delante de mí. La luna se deslizaba despacio por el firmamento y pensé en mi rostro azul grisáceo e inexpresivo sobre el acero en la morgue, en el largo zumbido seguido del sonido metálico final del cajón al encerrarla en aquella oscuridad, sola. La imaginé sentada sobre el mismo fragmento de muro que yo, en otras noches, noches perdidas, y sentí mi cuerpo cálido, firme, sólido y móvil, superpuesto a su débil huella plateada. Casi se me partió el corazón. Quise explicarle las cosas que debería haber sabido, que el grupo al que daba tutoría se había mostrado muy interesado por el Beowulf y que los muchachos habían preparado la cena, el aspecto que presentaba el cielo aquella noche, cosas que reservaba para ella.

En los primeros meses tras la Operación Vestal reflexioné seriamente la idea de desaparecer. Por paradójico que suene, me parecía el único modo de volver a sentirme yo: agarrar mi pasaporte y una muda de ropa, garabatear una nota («Queridos todos, me esfumo. Os quiere, Cassie») y tomar el primer vuelo a cualquier sitio, dejar atrás todo lo que me había transformado en alguien a quien ya no reconocía. En algún momento, aunque era incapaz de establecerlo con exactitud, mi vida se me había escurrido de las manos y se había hecho añicos.

Todo lo que tenía, mi empleo, mis amigos, mi piso, mi ropa, mi reflejo en el espejo, parecía pertenecer a otra persona, a una muchacha de ojos claros y espalda recta a quien no volvería a encontrar jamás. Me sentía como un objeto a la deriva manchado con huellas dactilares negras y atrapado en fragmentos de una pesadilla. Sentía que no tenía derecho a seguir estando allí. Vagaba por mi vida como un fantasma, intentando no tocar nada con mis manos sangrientas, y soñaba con aprender a navegar rumbo a un lugar cálido, a las Bermudas o a Bondi, y explicar a todo el mundo dulces mentiras piadosas acerca de mi pasado.

No sé por qué no lo hice. Probablemente Sam diría que porque fui valiente (siempre ve el lado positivo) y Rob que por testaruda, pero no me jacto de ser ninguna de ambas cosas. Uno no puede anotarse méritos por lo que hace cuando se encuentra entre la espada y la pared. Sus decisiones responden al más puro instinto, recurre a lo que mejor conoce. Creo que me quedé porque huir se me antojaba demasiado extraño y complicado. Lo único que sabía era cómo caer hacia atrás, encontrar un trozo de suelo sólido, clavar en él mis tacones y luchar para volver a empezar.

Lexie había huido. Cuando el exilio la sacudió con un cielo azul y limpio, no lo afrontó como yo hice, sino que se aferró a él con ambas manos, se lo tragó enterito y lo hizo suyo. Había tenido el sentido común y las agallas necesarias para desprenderse de su antiguo yo y alejarse de él sin más, para empezar una nueva vida, fresca y limpia como una mañana.

Y después de todo aquello, alguien le había salido al paso y le había arrancado esa nueva vida que tanto esfuerzo le había costado forjarse, con la misma sencillez con la que se arrancan los pétalos a una margarita. Me invadió una repentina sensación de indignación, si bien, por primera vez, no iba dirigida contra ella, sino contra quien le había hecho algo así.

– Pretendas lo que pretendas -le aseguré en voz baja en medio de aquella casa-, estoy aquí para ayudarte. Me tienes.

La atmósfera a mi alrededor se encogió levemente, con más sutileza que un suspiro, cómplice, complacida.


Reinaba la oscuridad, grandes cúmulos de nubes ocultaban la luna, pero aun así me conocía el camino lo suficiente para no necesitar apenas la linterna y mi mano fue directa al pasador de la verja trasera, sin buscarlo a tientas. Cuando uno participa en una operación de incógnito el tiempo fluye de un modo distinto; me costaba recordar que sólo hacía un día y medio que vivía allí.

La casa era negro sobre negro, con sólo una tenue ristra ondulada de estrellas donde el tejado daba paso al cielo. Parecía más grande y más intangible, con los bordes difuminados, preparada para disolverse en la nada si uno se acercaba demasiado. Las ventanas iluminadas parecían demasiado cálidas y doradas para ser reales, imágenes diminutas como antiguos cosmoramas que me emitían señales: sartenes de cobre resplandecientes colgadas en la cocina, Daniel y Abby sentados juntos en el sofá, con sus cabezas inclinadas sobre un inmenso libro antiguo.

En aquel instante, una nube se deslizó dejando la luna al descubierto y vi a Rafe, sentado en el borde del patio interior, rodeándose con una mano las rodillas y con un vaso alto en la otra. La adrenalina empezó a fluir por mis venas. Era imposible que me hubiera seguido a escondidas y, además, yo no había hecho nada raro, pero aun así encontrármelo allí me puso los nervios a flor de piel. Su manera de sentarse, con la cabeza erguida y listo para levantarse, en el confín de aquella gran expansión de hierba: me estaba esperando.

Permanecí en pie bajo el espino que se alzaba junto a la verja y lo observé. De repente, algo que llevaba tiempo formándose en mi pensamiento afloró a la superficie. Aquel comentario sobre mi dramatismo: el tono malicioso de su voz, su modo de poner los ojos en blanco, irritado. Ahora que lo pensaba bien, Rafe apenas me había dirigido la palabra desde que había regresado, salvo para pedirme que le pasara la salsa o desearme buenas noches; hablaba sobre mí, junto a mí, en mi dirección, pero nunca se dirigía directamente a mí. El día anterior era el único que no me había tocado para darme la bienvenida a casa; se había limitado a agarrar mi maleta y llevarla adentro. Lo hacía de una manera sutil, disimulada pero, por alguna razón, Rafe estaba enojado conmigo.

Me divisó en cuanto emergí de debajo del espino. Levantó el brazo, la luz procedente de la ventana envió largas y confusas sombras sobrevolando la hierba en mi dirección, y me contempló, inmóvil, mientras yo atravesaba el prado y me sentaba junto a él.

Me pareció que lo más sencillo era enfrentarme a él sin cortapisas.

– ¿Estás irritado conmigo? -le pregunté.

Rafe giró la cabeza con un ademán de disgusto y dejó vagar la mirada hasta los confines del prado.

– «Irritado» contigo -se burló-. Por el amor de Dios, Lexie, ¿de qué siglo has venido?

– De acuerdo -me corregí-. ¿Estás enfadado conmigo?

Estiró las piernas frente a él y clavó la vista en las puntas de sus zapatillas deportivas.

– ¿Se te ha ocurrido pensar en lo que supuso la semana pasada para nosotros? -me preguntó.

Reflexioné sobre aquello un instante. Parecía molesto con Lexie por el hecho de que la hubieran apuñalado. Por lo que intuía, o aquello era profundamente sospechoso o profundamente raro. Con aquella pandilla, cada vez me resultaba más difícil fijar la frontera.

– Bueno, no es que yo haya estado de parranda precisamente…

Soltó una carcajada.

– Pero ni siquiera te habías planteado cómo nos sentíamos, ¿me equivoco?

Lo miré perpleja.

– ¿Por eso estás tan enfadado conmigo? ¿Porque me apuñalaron? ¿O porque no te he preguntado cómo te sentías tú al respecto?

Me lanzó una mirada de soslayo por respuesta, que podría significar cualquier cosa.

– Escucha, Rafe, yo no he pedido que me ocurriera nada de esto. ¿Por qué te comportas como un capullo?

Rafe le dio un largo y entrecortado sorbo a su bebida; era un gin-tonic; lo supe por el olor.

– Olvídalo -dijo-. No importa. Entra.

– Rafe -dije, dolida; básicamente me dediqué a fingir: su voz tenía un rasgo gélido que me hizo estremecerme-, no me hagas esto.

Me ignoró. Puse mi mano sobre su brazo (estaba más musculado de lo que yo esperaba) y noté su calor corporal a través de la camisa, un calor casi febril. Su boca dibujó una larga y dura línea, pero no se movió.

– Explícame qué has sentido -le rogué-, por favor. Quiero saberlo. De verdad, créeme. Simplemente no sabía cómo preguntarlo.

Rafe apartó su brazo de mí.

– Está bien -contestó-. De acuerdo. Si eso es lo que quieres… Ha sido lo más horrible que puedas imaginar. De una atrocidad increíble. ¿Responde eso a tu pregunta?

Esperé.

– Estábamos todos histéricos -continuó con dureza al cabo de un monvento- Destrozados. Salvo Daniel, claro está, que nunca haría algo tan poco digno como entristecerse; él se limitó a hundir la cabeza en un libro y de vez en cuando reemergía con una puñetera cita de los nórdicos ancestrales acerca de los brazos que se mantienen fuertes en tiempos difíciles o algo por el estilo. Pero estoy bastante seguro de que no durmió en toda la semana; daba igual a la hora que me levantara, su luz siempre estaba encendida. Y los demás… Para empezar, tampoco dormíamos. Todos teníamos pesadillas, era espantoso: cada vez que conseguías conciliar el sueño, alguien te despertaba gritando y, por supuesto, nos desvelaba a todos… La percepción temporal se nos desintegró por completo; la mitad del tiempo yo no sabía ni en qué día vivía. Perdí el apetito, el mero olor de la comida me daba náuseas. Y Abby no paraba de hornear platos: decía que necesitaba ocuparse en algo… Había pilas de empalagosas pastas de chocolate y pasteles de carne repulsivos por toda la casa… Tuvimos una discusión terrible por ese tema, Abby y yo. Me lanzó un tenedor. Yo no paraba de beber en todo el día y el olor a comida me provocaba arcadas y, claro está, Daniel empezó a sermonearme sobre ese tema… Acabamos repartiendo los dulces de chocolate entre los grupos de las tutorías. Los pasteles de carne están en el congelador, por si te interesa. Ninguno de nosotros piensa comérselos.

«Impresionados», así los había descrito Frank, pero nadie había mencionado aquel nivel de histeria. Ahora que Rafe había comenzado a hablar, parecía no poder detenerse.

– Y Justin -continuó-. Pobrecillo. Es el que peor lo pasó de largo. No dejaba de temblar, y me refiero a temblar de verdad; un capullo de primer curso llegó a preguntarle si padecía Parkinson. Quizá no suene muy terrible, pero era increíblemente desconcertante; cada vez que lo mirabas, aunque fuera por un segundo, te ponía la piel de gallina. No dejaban de caérsele cosas, y cada vez que se le caía algo, al resto casi nos daba un infarto. Abby y yo le gritábamos y entonces él empezaba a lloriquear, como si eso fuera a ayudar en algo. Abby le recomendó que visitara al médico de la universidad para que le recetaran Valium o algo así, pero Daniel opinó que era una idea ridícula, que Justin tenía que aprender a afrontar la situación como el resto de nosotros, lo cual era una insensatez, porque nosotros no estábamos afrontando la situación. Ni el mayor optimista del mundo habría considerado que estábamos afrontando la situación. Abby se volvió sonámbula: una noche se preparó un baño a las cuatro de la madrugada y se metió en la bañera con el pijama puesto, medio dormida. Si Daniel no la hubiera encontrado, se habría ahogado.

– Lo siento -lamenté. Mi voz sonó extraña, aguda y temblorosa. Cada una de sus palabras me había sacudido directamente en el estómago, como si un caballo me hubiera propinado una coz. Había discutido sobre este tema con Frank y había hablado largo y tendido con Sam, pensaba que había llegado a una determinación con respecto a aquello, pero hasta aquel preciso instante no tuve conciencia de la realidad, y la realidad era qué les estaba haciendo a aquellas personas-. Rafe, créeme, lo siento muchísimo.

Rafe me dedicó una mirada larga, oscura e inescrutable.

– Y luego está la policía -añadió. Dio otro trago a su bebida, hizo un gesto por la acidez y preguntó-: ¿Alguna vez has tenido que lidiar con polis?

– No en circunstancias como éstas -contesté.

Mi voz sonaba rara, sin aliento, pero no pareció notarlo.

– Son terroríficos. Esos tipos no eran simples policías uniformados recién salidos de la academia; eran detectives de verdad. Tenían las mejores caras de póquer que he visto en toda mi vida: no tenías ni idea de qué pensaban o de qué querían de ti, y no nos los quitábamos de encima. Nos interrogaron durante horas, casi a diario. Y hacían que incluso la pregunta más inocente, por ejemplo: ¿a qué hora acostumbras a irte a dormir?, sonara a trampa, como si estuvieran esperando a obtener una respuesta incorrecta para sacarse unas esposas de la manga. La sensación era como si tuvieras que estar en guardia en todo momento; ha sido agotador… y nosotros ya estábamos agotados. Ese tipo que te acompañó, Mackey, fue el peor. Todo sonrisas y compasión, pero su odio hacia nosotros fue patente desde el principio.

– Conmigo se mostró muy amable -comenté-. Me traía galletas de chocolate.

– Encantador -replicó Rafe-. Seguro que así conquistó tu corazón. Mientras tanto, no dejaba de presentarse aquí a cualquier hora del día y de la noche para someternos a un tercer grado acerca de todos y cada uno de los detalles de tu vida y no dejaba de hacer comentarios venenosos sobre cómo vive el resto de la gente, lo cual es una chorrada. Sólo porque seamos dueños de la casa y vayamos a la universidad… Ese tipo llevaba un chip en el hombro del tamaño de Bolivia. Le habría encantado tener un motivo para enchironarnos a todos. Y, por supuesto, eso sólo consiguió que Justin se pusiera aún más histérico; pensaba que nos iban a arrestar en cualquier momento. Daniel le dijo que se dejara de tonterías y se recompusiera, pero en realidad Daniel tampoco resultaba de mucha ayuda, visto que pensaba… -Se interrumpió y desvió los ojos hacia el jardín; tenía los párpados caídos-. Si no te hubieras recuperado -continuó-, creo que habríamos acabado matándonos los unos a los otros.

Alargué un dedo y le acaricié la palma de la mano un segundo.

– Lo siento -me disculpé-. De verdad, Rafe. No sé qué más decir. Lo siento en el alma.

– Claro -dijo Rafe, pero ya no había enojo en su voz; sólo parecía profundamente cansado-. Bueno.

– ¿Qué pensaba Daniel? -pregunté tras una breve pausa.

– No me lo preguntes a mí -respondió. Se bebió casi todo el gin-tonic de un solo trago-. He llegado a la conclusión de que es mejor no saberlo.

– Has dicho que Daniel le recomendó a Justin que se calmara, pero que no fue de mucha ayuda porque pensaba algo. ¿Qué pensaba?

Rafe sacudió su vaso y observó los cubitos de hielo tintinear contra las paredes. Era evidente que no tenía intención de responder, pero el silencio es el truco más viejo de todo manual de policía y yo soy un as jugándolo. Apoyé la barbilla en mis brazos, lo observé y esperé. En la ventana del salón, a sus espaldas, Abby señaló algo en el libro y tanto ella como Daniel estallaron en carcajadas, que llegaron hasta nosotros amortiguadas pero nítidas a través del cristal.

– Una noche -empezó a decir Rafe al fin. Seguía sin mirarme. La luz de la luna teñía de plata su perfil y caía sobre su pómulo, convirtiéndolo en una especie de moneda desgastada-. Un par de días después… Debió de ser el sábado, no estoy seguro. Salí aquí y me senté en el columpio a escuchar la lluvia. Pensé que quizá me ayudaría a dormir, no sé por qué, pero no fue así. Oí un búho dar caza a una presa, probablemente un ratón. Fue espantoso. Grité. Oí perfectamente el segundo en el que el ratón murió.

Guardó silencio. Me pregunté si aquél sería el fin de la historia.

– Bueno, los búhos también comen -observé a modo de invitación para que continuara.

Rafe me miró de reojo, rápidamente.

– Entonces -prosiguió-, no sé qué hora sería, empezaba a amanecer, oí tu voz bajo la lluvia. Parecía como si estuvieras justo aquí, asomándote por la ventana. -Se giró y señaló hacia arriba, hacia la ventana a oscuras de mi habitación-. Me dijiste: «Rafe, voy de camino a casa. Espérame despierto». No sonabas enigmática ni nada de eso, simplemente pragmática, como si anduvieras con prisa. Como aquella vez que me telefoneaste porque te habías olvidado las llaves. ¿Te acuerdas?

– Sí -respondí-. Me acuerdo.

Una ligera brisa fría me agitó el cabello y me estremecí; tuve un sobresalto momentáneo e incontrolable. No sé si creo en fantasmas, pero aquella historia tenía algo especial, era como la hoja de un cuchillo frío presionada contra mi piel. Era demasiado tarde, una semana demasiado tarde, para preocuparse por el daño que les estaba ocasionando a aquellas cuatro personas.

– «Voy de camino a casa -repitió Rafe-. Espérame despierto.»

Clavó la mirada en el fondo de su vaso. Y entonces caí en la cuenta de que estaba bastante borracho.

– ¿Qué hiciste? -le pregunté.

Sacudió la cabeza.

– «Eco, no hablaré contigo -recitó, con una ligera sonrisa irónica-, porque estás muerto.» [11]

La brisa había barrido el jardín, tamizando las hojas y acariciando con delicadeza la hiedra. Bajo la luz de la luna, el césped parecía mullido y blanco como la niebla; daba la sensación de poder atravesarlo con la mano. Volví a estremecerme.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Acaso no te sugirió eso que iba a recuperarme?

– No -contestó Rafe-. En realidad, no, en absoluto. Estaba convencido de que en ese preciso instante acababas de morir. Ríete si quieres, pero ya te he explicado el grado de conmoción en que estábamos todos. Me pasé todo el día esperando a que Mackey apareciera por la puerta con actitud grave y compasiva y nos explicara que los médicos habían hecho todo cuanto estaba en su mano, pero blablablá. Cuando se presentó aquí el lunes, deshaciéndose en sonrisas, y nos explicó que habías recobrado la conciencia, al principio no me lo creí.

– Y eso es lo que pensaba Daniel, ¿no es cierto? -inquirí. No estaba segura de cómo lo sabía, pero no albergaba ninguna duda de ello-. Él creía que estaba muerta.

Transcurrido un momento, Rafe suspiró.

– Sí -respondió-. Sí, así es. Desde el principio. Creía que ni siquiera habías llegado con vida al hospital.

«Vigila con ése», me había aconsejado Frank. O bien Daniel era mucho más inteligente de lo que yo estaba dispuesta a admitir (aquel pequeño rifirrafe antes de salir a dar el paseo empezaba a preocuparme de nuevo) o tenía razones de peso para creer que Lexie no iba a regresar.

– ¿Por qué? -pregunté, haciéndome la ofendida-. Yo no soy ningún pelele. Hace falta algo más que un cortecito para quitarme de la circulación.

Noté a Rafe estremecerse, con un temblor mínimo, semioculto.

– ¡¿Quién sabe?! -exclamó-. Salió con una teoría truculenta según la cual la policía fingía que estabas viva para confundirnos a todos. No recuerdo los detalles, no tenía ganas de escucharla y, además, se mostraba muy críptico en todo. -Se encogió de hombros-. Ya sabes cómo es Daniel.

Por varias razones decidí que había llegado el momento de cambiar el cariz de aquella conversación.

– Vaya… teorías de la conspiración -observé-. Tendríamos que confeccionarle un gorro de estaño por si la pasma empieza a cifrar sus ondas cerebrales.

Sorprendí a Rafe con la guardia baja: estalló en carcajadas sin remedio.

– Es un paranoico, ¿verdad? -comentó-. ¿Te acuerdas de cuando encontramos la máscara de gas? ¿De cómo la miró pensativo y luego dijo: «Me pregunto si esto sería efectivo contra la gripe aviar»?

Yo también me eché a reír.

– Quedaría estupenda con el gorro de estaño. Podría llevar las dos cosas puestas a la universidad…

– Sí, y también podemos conseguirle un traje para riesgos biológicos…

– Abby podría hacerle unos bordaditos…

La verdad es que no tenía ninguna gracia, pero ni él ni yo podíamos contener la risa, como si fuéramos un par de adolescentes atolondrados.

– ¡Ay! -exclamó Rafe enjugándose los ojos-. ¿Sabes qué? Toda esta historia habría sido para desternillarse de risa de no haber sido tan espantosa. Era como una de esas terribles obras de teatro seudoionesco que siempre escriben los de tercero: montones de pasteles de carne abarrotando las encimeras y Justin tropezando con todo y tirándolos al suelo, yo sintiendo arcadas en un rincón, Abby dormida en la bañera como una especie de Ofelia posmoderna, Daniel aflorando a la superficie para explicarnos lo que Chaucer pensaba de nosotros y volviendo a desaparecer acto seguido, tu amigo el sargento Krupke [12] personándose en la puerta cada diez minutos para preguntar cuáles son tus M &M preferidos…

Soltó un largo y tembloroso bufido, a medio camino entre una risa y un sollozo. Sin mirarme, estiró un brazo y me alborotó el pelo.

– Te hemos echado de menos, borrica -confesó, casi con violencia-. No queremos perderte.

– Pues aquí estoy -repliqué-. Y no pienso irme a ningún sitio.

Evidentemente, hablaba a la ligera, pero en aquel vasto y lóbrego jardín mis palabras parecieron revolotear con vida propia, descender peinando la hierba y desaparecer entre los árboles. Rafe volvió lentamente el rostro hacia mí. El resplandor del salón me impedía ver su expresión, y lo único que pude apreciar fue un ligero destello blanco de luz de luna reflejándose en sus ojos.

– ¿No? -preguntó.

– No -contesté- Me gusta estar aquí.

La silueta de Rafe se movió, brevemente, mientras asentía con la cabeza.

– Eso está bien -sentenció.

Para mi completa sorpresa, alargó la mano y me acarició con la yema de los dedos, leve y deliberadamente, la mejilla. La luz de la luna perfiló un atisbo de sonrisa.

Una de las ventanas del salón se abrió y Justin asomó la cabeza.

– ¿De qué os reís?

Rafe bajó la mano.

– De nada -respondimos al unísono.

– Si os quedáis ahí sentados con este frío pillaréis una otitis los dos. Venid a ver esto.


Habían encontrado un álbum fotográfico antiguo en algún sitio: la familia March, los antepasados de Daniel, alrededor de 1860, con corsés asfixiantes y sombreros de copa y expresiones circunspectas. Me apretujé en el sofá junto a Daniel, tan cerca de él que nos rozábamos; tuve un pálpito, pero al instante recordé que llevaba el micro y el teléfono en el otro lado. Rafe se sentó en el brazo del sofá, a mi otro lado, y Justin se internó en la cocina y reapareció con unas copas de tallo alto llenas de oporto caliente, perfectamente envueltas en gruesas y suaves servilletas para que no nos quemáramos las manos.

– Para que no pilles un resfriado de muerte -me dijo-. Tienes que cuidarte. No tendrías que andar por ahí con este frío…

– Mirad la ropa que llevan -dijo Abby. El álbum estaba encuadernado en una piel marrón cuarteada y era lo bastante grande como para ocupar su regazo y el de Daniel. Las fotografías, enganchadas con esquineras de papel, estaban manchadas y empezaban a amarillear por los bordes-. Quiero este sombrero. Creo que me he enamorado de este sombrero.

El sombrero en sí parecía una especie de pieza arquitectónica con flecos que coronaba a una dama corpulenta con una pechera inmensa y mirada recelosa.

– Pero ¿eso no es la pantalla de la lámpara que tenemos en el salón? -pregunté-. Te la traigo si me prometes que la llevarás puesta a la universidad mañana.

– ¡Madre del amor hermoso! -exclamó Justin, asomándose desde el otro brazo del sofá sobre el hombro de Abby-, todos tienen pinta de estar terriblemente deprimidos, ¿no creéis? No te pareces en nada a ellos, Daniel.

– ¡Por suerte! -añadió Rafe. Soplaba su oporto caliente y tenía el brazo que le quedaba libre echado sobre mi espalda; parecía haberme perdonado por lo que fuera que creyera que Lexie o yo habíamos hecho-. Nunca he visto a seres con los ojos más desorbitados. Quizá tuvieran problemas de tiroides y por eso estaban deprimidos.

– En realidad -aclaró Daniel-, tanto los ojos saltones como las expresiones sombrías son característicos de las fotografías de esa época. Me pregunto si tiene cierta relación con los tiempos de exposición prolongados. Las cámaras victorianas…

Rafe fingió sufrir un ataque narcoléptico sobre mi hombro, Justin bostezó sin miramientos, y Abby y yo (yo un segundo después que ella) nos tapamos una oreja con la mano que nos quedaba libre y empezamos a canturrear.

– Está bien, está bien -se rindió Daniel con una sonrisa. Nunca antes había estado tan cerca de él. Olía bien, a cedro y a lana limpia-. Simplemente defiendo a mis antepasados. Además, yo opino que sí me parezco a uno de ellos. ¿Dónde está? Mirad, es éste.

A juzgar por la vestimenta, la fotografía se había tomado hacía unos cien años. El antepasado en cuestión era más joven que Daniel, a lo sumo debía de tener veinte años, y se encontraba de pie delante de Whitethorn House, también más joven y luminosa: la hiedra aún no revestía las paredes, la puerta y las verjas, recién pintadas, brillaban, y los peldaños de piedra tenían un contorno más definido y eran de un tono más pálido. Se parecían, era cierto: tenían el mismo mentón cuadrado y la frente ancha, pero la de su ancestro semejaba aún más ancha, porque su pelo castaño estaba repeinado hacia atrás con fiereza; ambos tenían los mismos labios finos. Sin embargo, aquel tipo estaba apoyado en la verja con una indulgencia vaga, casi peligrosa, que nada tenía que ver con la pose rígida y simétrica de Daniel, y sus ojos abiertos de par en par proyectaban una mirada distinta, inquieta y atormentada.

– Guau -exclamé. El parecido, aquel rostro de hacía un siglo, me provocaba sensaciones extrañas; habría envidiado a Daniel, con una envidia malsana, de no haber existido Lexie-. Te pareces mucho a él.

– Sólo que estás menos traumatizado -opinó Abby-. Este hombre no era feliz.

– Pero mirad la casa -apuntó Justin en voz baja-. ¿No es maravillosa?

– Sí que lo es -convino Daniel, sonriendo mientras la contemplaba-. De verdad que lo es. Conseguiremos que vuelva a lucir ese aspecto.

Abby deslizó una uña por debajo de la fotografía, la soltó de las esquineras y le dio la vuelta. En el dorso había escrita la siguiente inscripción con una pluma aguada: «William, mayo de 1914».

– Se avecinaba la Primera Guerra Mundial -observé-. Quizá muriera en el frente.

– En realidad -explicó Daniel, tomando la fotografía de las manos de Abby y examinándola más de cerca-, creo que no lo hizo. Por todos los cielos. Si éste es el mismo William, y podría no serlo, por supuesto, porque mi familia siempre ha sido especialmente poco imaginativa a la hora de poner nombres pero, si lo es, me han hablado mucho de él. Cuando era niño, mi padre y mis tías lo mencionaban esporádicamente. Era el tío de mi abuelo, creo, aunque podría equivocarme. William era…, bueno, no es que fuese la oveja negra exactamente, era más bien un hombre lleno de secretos.

– Entonces os parecéis fijo -intervino Rafe, y luego exclamó-: ¡Ay!

Abby le había dado un manotazo en el brazo.

– De hecho, sí que luchó en la guerra -continuó Daniel-, pero regresó, con algún tipo de dolencia. Nadie mencionó nunca de qué se trataba con exactitud, lo cual me incita a pensar que probablemente se tratara de algo psicológico, en lugar de físico. Hubo algún escándalo; no recuerdo bien los detalles, siempre corrían un tupido velo sobre ello, pero pasó cierto tiempo en una especie de sanatorio, que en la época supongo que era un eufemismo para aludir a un manicomio.

– Quizá vivió un apasionado romance con Wilfred Owen [13] en las trincheras -sugirió Justin.

Rafe resopló.

– Siempre he tenido la sensación de que se trató más bien de un intento de suicidio -explicó Daniel-. Cuando salió del psiquiátrico, emigró, si mal no recuerdo. Vivió hasta muy anciano; de hecho, falleció cuando yo era niño. Como veréis, no es precisamente el antepasado al que uno elegiría parecerse. Tienes razón, Abby: no fue un hombre feliz.

Daniel colocó de nuevo la fotografía en su sitio y la acarició con ternura, con la yema de uno de sus largos dedos de punta cuadrada, antes de pasar página. El oporto caliente era espeso y dulce, con gajos de limón con clavos de olor espetados, y notaba el brazo de Daniel, cálido y sólido, en contacto con el mío. Pasaba las páginas lentamente: mostachos del tamaño de una mascota, eduardianos vestidos de encaje en el jardín de hierbas en flor («Madre mía -exclamó Abby, con un largo suspiro-, ése es el aspecto que se supone que debe tener»), muchachas a la moda de los años veinte con los hombros cuidadosamente caídos. Algunas de aquellas personas tenían un físico parecido a Daniel y a William: altas y recias, con una línea de la mandíbula que quedaba mejor en hombres que en mujeres, pero la mayoría de ellas eran de estatura baja, posaban muy erguidas y presentaban sobre todo ángulos afilados, barbillas, codos y narices protuberantes.

– Este álbum es sensacional -opiné-. ¿Dónde lo habéis encontrado?

Un silencio repentino de terror.

«Dios mío -pensé-, no, ahora no, justo ahora que empezaba a sentirme como…»

– ¡Pero si lo encontraste tú! -exclamó Justin, apoyándose la copa en la rodilla-. En el trastero de arriba. ¿No…?

No concluyó la frase. Y nadie lo hizo por él.

«Nunca -me había indicado Frank-, pase lo que pase, nunca des marcha atrás. Si metes la pata, culpa al coma, al síndrome de estrés postraumático, a la luna llena, a lo que quieras, pero no te rindas.»

– No -dije-. Si lo hubiera visto antes, me acordaría.

Todos me miraban. Daniel, a sólo unos centímetros de mí, lo hacía con ojos penetrantes, curiosos y enormes tras las lentes de sus gafas. Yo era consciente de haber empalidecido y sabía que a él no se le había pasado por alto. «Creía que ni siquiera habías llegado con vida al hospital. Salió con una teoría truculenta…»

– Lo encontraste tú, Lexie -aclaró Abby en voz baja, inclinándose hacia delante para mirarme-. Tú y Justin andabais hurgando por ahí, después de cenar, y tú encontraste esto. Fue la misma noche que…

Hizo un ademán leve, indescriptible, y lanzó una mirada rápida a Daniel.

– Fue justo horas antes del incidente -explicó Daniel. Me pareció apreciar un leve movimiento en su cuerpo, un estremecimiento contenido apenas perceptible, pero no estaba segura de ello; estaba demasiado ocupada intentando ocultar mi propio rubor de puro alivio-. No me extraña que no lo recuerdes.

– Bueno -dijo Rafe, en un tono demasiado alto y efusivo-, ahí tienes la explicación.

– ¡Pues vaya gaita! -exclamé-. Me siento como una idiota. No me importa haber olvidado los malos momentos, pero no me apetece andar por ahí preguntándome qué más no recuerdo. ¿Qué pasaría si hubiera ganado la lotería y hubiera escondido el boleto en algún sitio?

– Chis -musitó Daniel. Me sonreía con aquella extraordinaria sonrisa suya-. No te preocupes. Nosotros también nos habíamos olvidado de que existía este álbum, hasta esta noche. Ni siquiera lo habíamos abierto. -Me tomó la mano, me abrió los dedos con dulzura (yo ni siquiera me había dado cuenta de que había apretado los puños) y enlazó nuestros brazos-. Me alegra que lo encontraras. Esta casa tiene más historia que un pueblo entero, y sería una pena que se perdiera. Mirad esta foto: son los cerezos, los acaban de plantar.

– Y mirad a este tipo -agregó Abby, señalando a un hombre vestido de cazador y sentado a lomos de un caballo zaino larguirucho, junto a la verja frontal-. Tendría un ataque de risa si supiera que estamos usando sus establos para aparcar nuestros coches.

La voz de Abby sonaba tranquila, alegre, sin atisbos de inquietud, pero sus ojos viajaban de Daniel a mí, ansiosos.

– Si no me equivoco -indicó Daniel-, ése es nuestro benefactor. -Volteó la fotografía para comprobar el dorso-. Sí: «Simon a lomos de Highwayman, noviembre de 1949». Debía de tener cerca de veintiún años por entonces.

El tío Simon pertenecía a la rama principal de la familia: era bajito y enjuto, con una nariz arrogante y una mirada fiera.

– Otro hombre infeliz -explicó Daniel-. Su esposa falleció joven y, al parecer, nunca superó su muerte. Entonces se dio a la bebida. Tal como ha dicho Justin, no fueron una pandilla feliz.

Se disponía a remeter de nuevo la fotografía en las esquineras, pero Abby lo interrumpió:

– No -dijo, y se la arrebató de las manos. Le pasó su copa a Daniel, se dirigió a la chimenea y la colocó en el centro de la repisa-. La pondremos aquí.

– ¿Por qué? -preguntó Rafe.

– Porque se lo debemos -contestó Abby-. Podría haber legado este lugar a la Sociedad Equina y yo aún seguiría viviendo en esa terrorífica habitación amueblada en un sótano, sin ventanas, rezando por que el chiflado del piso de arriba no decidiera forzar la entrada cualquier noche. Por lo que a mí respecta, este hombre se merece un lugar honorífico.

– Oh, Abby, cariño -dijo Justin, alargando un brazo-. Ven aquí.

Abby ajustó un candelabro de manera que sostuviera la fotografía en su sitio.

– Ya está -concluyó, y acudió corriendo junto a Justin. Éste la rodeó con el brazo por la cintura y la atrajo hacia sí; la espalda de Abby contra su pecho. Abby recuperó su copa de la mano de Daniel y brindó-: ¡Por el tío Simon!

El oporto de color rojo intenso y oscuro como la sangre; el brazo de Daniel contra el mío y Rafe abrazándome cómodamente entre ellos; una ráfaga de viento repicando en las ventanas y balanceando las telarañas de los rincones del techo.

– ¡Por el tío Simon! -bridamos todos al unísono.


Más tarde, en mi habitación, me senté en el alféizar de la ventana y revisé la nueva información recopilada. Los cuatro amigos de Lexie habían ocultado deliberadamente su estado de shock, y lo habían hecho bien. Abby arrojó utensilios de cocina para canalizar su enfado; Rafe, al menos, culpaba por algún motivo a Lexie por el hecho de que la hubieran apuñalado; Justin estaba seguro de que iban a arrestarlos, y Daniel no se había tragado la historia del coma. Y Rafe había oído a Lexie decirle que volvía a casa el día antes de que yo diera mi aprobación.

He aquí una de las cosas más desconcertantes de trabajar en Homicidios: lo poco que se piensa en la persona a quien han asesinado. Algunas víctimas se abren camino en tu mente, niños, jubilados apaleados, chicas que fueron a bailar a una discoteca pensando que aquélla sería la noche de sus vidas y acabaron sus días en el desagüe de un retrete… Pero la mayoría de ellas no son más que un punto de partida: el oro al final del arco iris es el asesino. Es terroríficamente sencillo llegar al punto en que la víctima se convierte en un actor secundario, semiolvidado durante días interminables, un simple atrezzo que se saca a colación en el prólogo para poder dar comienzo al auténtico espectáculo. Rob y yo acostumbrábamos a enganchar una fotografía de la víctima en el mismísimo centro de la pizarra blanca, en todos y cada uno de nuestros casos, pero no una fotografía de la escena del crimen ni un retrato impostado, sino una instantánea de su vida, la más candida de las imágenes candidas que fuéramos capaces de encontrar, un fragmento luminoso de un momento en el que aquella persona fue algo más que una víctima de asesinato, para no olvidarnos de ello.

Pero esto no ocurre porque seamos unos insensibles, sino porque necesitamos protegernos. La cruda realidad es que todos los homicidios en los que he trabajado giraban en torno al asesino. La víctima, e imaginen lo que supone explicarle esto a familias a quienes sólo les queda la esperanza de que exista un móvil, la víctima, digo, era sólo la persona que pasaba por allí cuando aquella arma cargada se disparó. Era el típico hombre dominante que mataría a su esposa a la primera ocasión que se negara a acatar sus órdenes, y resultó que su hija se casó con él. El atracador merodeaba por el callejón navaja en ristre, y resultó que su marido fue la primera persona que pasó por allí. Peinamos las vidas de las víctimas con una lendrera, pero no lo hacemos para saber más de ellas, sino del asesino: si somos capaces de averiguar en qué momento exacto alguien les enredó el cabello, podemos trazar sucias y sombrías geometrías y dibujar una línea que nos retrotraiga directamente al cañón del revólver. La víctima puede indicarnos el cómo, pero casi nunca el porqué. El único objetivo, el alfa y la omega, el círculo cerrado, es el asesino.

Desde un primer momento, este caso había sido distinto. Yo jamás había corrido el riesgo de olvidarme de Lexie, y no sólo porque llevase una fotografía de recuerdo conmigo, sino porque podía verla cada vez que me cepillaba los dientes o me lavaba las manos. Desde el mismísimo instante en que entré en aquella casa en ruinas, antes incluso de contemplar su rostro, aquel caso había girado en torno a ella. Por primera vez en mi vida, era del asesino de quien solía olvidarme.

Entonces la posibilidad me sacudió como una bola de demolición: suicidio. Tuve la sensación de haberme caído de la repisa de la ventana, atravesando el cristal y emergiendo al frío aire. Si el asesino siempre había sido invisible, si Lexie había ocupado el centro del caso en todo momento, quizá fuera porque nunca había habido un asesino: ella lo era todo. En aquella fracción de segundo lo vi tan claro como si se estuviera desvelando en el prado oscuro que se extendía a mis pies, con todo su horror parsimonioso y angustiante. Los demás dejando las cartas sobre la mesa, desperezándose y preguntándose: «¿Adónde habrá ido Lexie?». Y luego la preocupación cortándoles la respiración, cada vez más, hasta que se pusieron los abrigos y se sumergieron en la noche en busca de ella, con sus linternas, bajo una lluvia incesante, gritando: «¡Lexie!, ¡Lex!». Los cuatro dentro de aquella casucha en ruinas, pugnando por recobrar el aliento. Sus manos temblorosas buscándole el pulso, apretando cada vez más; la arrastran hasta el refugio y la tumban allí con delicadeza, cogen el cuchillo, rebuscan sus bolsillos en busca de una nota, de una explicación, de algo. Quizá, ¡Dios mío!, quizás incluso la encontraran.

Un instante después, por supuesto, se me aclaró el pensamiento, recuperé la respiración y supe que se trataba de una hipótesis sin fundamento, aunque explicara muchas cosas: el enojo de Rafe, las sospechas de Daniel, los nervios de Justin, el cadáver trasladado, los bolsillos registrados. Y todos hemos oído hablar de casos en los que se orquesta la situación, desde un accidente improbable hasta un homicidio, antes que permitir que un ser querido acarree el estigma de haberse suicidado. Sin embargo, no se me ocurría una sola razón por la que la hubieran dejado allí toda la noche hasta que alguien la encontrara y, además, las mujeres no suelen suicidarse clavándose un puñal en el pecho. Y, sobre todo, por mucho que lo que le ocurriera en marzo lo hubiera arruinado todo para ella -aquella casa, aquellos amigos, aquella vida-, estaba el hecho inamovible de que Lexie debía de ser la última persona en el mundo que habría puesto punto y final a su vida. Los suicidas son gente incapaz de concebir otra salida. Y por lo que sabíamos, Lexie no había tenido muchos problemas a la hora de hallar vías de escape cuando las precisaba.

En la planta de abajo, Abby tarareaba ensimismada; Justin estornudó, una cadena de gañidos pequeños y molestos, y alguien cerró un cajón de golpe. Yo estaba en la cama, medio adormilada, cuando caí en la cuenta: se me había olvidado por completo telefonear a Sam.

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