Capítulo 4

Frank y yo dedicamos la semana siguiente a crear la tercera versión de Lexie Madison. Durante el día él sonsacaba a sus conocidos y allegados información acerca de su rutina, su humor, sus relaciones; luego se presentaba en mi piso y nos pasábamos la noche martilleando la cosecha del día en mi cabeza. Había olvidado lo bueno que era Frank haciendo aquel trabajo, su proceder sistemático y meticuloso, y la celeridad con la que esperaba que yo respondiera. El domingo por la noche, antes de salir de la sala de la brigada, me entregó el horario semanal de Lexie y un fajo de fotocopias con material sobre su tesis; el lunes apareció con un voluminoso archivo de sus ACS (amigos, conocidos y saludados), con fotografías, grabaciones de voz, información complementaria y comentarios ingeniosos, para ayudarme a memorizarlo todo. El martes trajo un mapa aéreo de la zona de Glenskehy y me obligó a interiorizarlo en detalle, hasta que fui capaz de dibujarlo de memoria; poco a poco fuimos avanzando en la fisonomía de Whitethorn House mediante planos de planta y fotografías. Recopilar todo aquel material llevaba su tiempo. El capullo de Frank sabía desde mucho antes del domingo que yo aceptaría su oferta.

Visionamos los vídeos grabados con el móvil una y otra vez; Frank accionaba el botón de pausa cada pocos segundos y chasqueaba los dedos para destacar algún detalle: «¿Has visto eso? ¿Has visto cómo inclina la cabeza hacia la derecha cuando ríe? Muéstrame ese ángulo. […] Observa cómo mira a Rafe y a Justin, ¿lo ves? Está flirteando con ellos. A Daniel y a Abby los mira a los ojos, con la cabeza recta; pero cuando los mira a ellos dos la ladea un poco y levanta la barbilla. Acuérdate de eso. […] ¿Ves lo que hace con el cigarrillo? No se lo coloca en el lado derecho de la boca, como haces tú. Se tapa los, labios con la mano y el humo sale por la izquierda. Veamos cómo lo haces. […] Mira eso. Cuando Justin empieza a ponerse nervioso con el mildiu, automáticamente Abby y Lexie intercambian una miradita y empiezan a hablar de lo bonitas que son las baldosas para que no piense en ello. Se entienden sólo con mirarse…». Vi aquellos vídeos tantas veces que, cuando finalmente me acostaba, normalmente a las cinco de la madrugada, mientras Frank se quedaba despatarrado en el sofá, íntegramente vestido, se me colaban en los sueños como una corriente subterránea constante que me arrastrase: el corte brusco de la voz de Daniel en comparación con el ligero obbligato de Justin, los estampados del papel pintado, el alboroto de la risa de Abby…

Vivían en una especie de clausura que me desconcertaba. Mi vida de estudiante era todo fiestas improvisadas en casas, noches frenéticas en vela estudiando a última hora y un desorden alimenticio consistente en comer sándwiches crujientes a deshoras. Pero aquella pandilla era sumamente peculiar: las chicas preparaban el desayuno para todos a las siete y media de la mañana y estaban en la universidad alrededor de las diez (Daniel y Justin tenían coche, así que llevaban a los demás), tanto si tenían seminario como si no, regresaban a casa en torno a las seis y media de la tarde y los chicos preparaban la cena. Los fines de semana los consagraban a la casa; esporádicamente, si el tiempo acompañaba, salían de picnic a algún sitio, incluso durante su tiempo libre se dedicaban a actividades culturales: Rafe tocaba el piano, Daniel leía en voz alta a Dante y Abby restauraba un escabel tapizado dieciochesco. No tenían televisor, y mucho menos ordenador. Daniel y Justin compartían una máquina de escribir y los otros tres estaban lo suficiente en contacto con el siglo xxi como para usar los ordenadores de la facultad. Parecían espías de otro planeta que se hubieran equivocado en sus investigaciones y hubieran acabado leyendo a Edith Wharton y viendo reposiciones de La casa de la pradera. Frank tuvo que buscar en internet cómo se jugaba al piquet para enseñarme.

Todo aquello, como es lógico, reventaba a Frank y lo inspiraba a hacer comentarios cada vez más cáusticos al respecto («Creo que se trata de una extraña secta que cree que la tecnología es obra de Satanás y les canta a las plantas del jardín los días de luna llena. No te preocupes, si les da por organizar una orgía, te sacaré de ahí; por el aspecto que tienen, dudo mucho que disfrutaras. ¿Quién dian tre no tiene un televisor hoy en día?»). No se lo confesé, pero cuanto más pensaba en ellas, menos extrañas me parecían sus vidas y más me seducían. Dublín es una ciudad que vive a un ritmo ajetreado, todo el mundo va con prisas, está atestada de gente y se camina a empellones; los dublineses temen quedarse rezagados y cada vez se vuelven más y más estridentes para asegurarse de no desaparecer. Desde la Operación Vestal, yo también llevaba un tiempo viviendo a velocidad de vértigo, yendo de cabeza, levantando polvo a mi paso, sin detenerme ni un instante, y al principio el ocio inmutable y elegante de aquellos cuatro individuos (¡por todos los santos, Abby bordaba!) se me antojó un bofetón en pleno rostro. Incluso se me había olvidado cómo anhelar algo lento, delicado, con tiempos dilatados y con ritmos oscilantes y seguros. Aquella casa y aquella vida llegaron a mis manos con la frescura del agua de un pozo, con la frescura de la sombra bajo un roble en una tarde calurosa.

Durante el día practicaba: la caligrafía de Lexie, su manera de caminar, su acento (que, por suerte para mí, tenía un deje dublinés anticuado, ya que posiblemente lo hubiera ensayado a partir de alguna presentadora de radio o televisión, y no se diferenciaba demasiado del mío), su entonación, su risa. La primera vez que la imité a la perfección, la primera vez que imité una carcajada suya, como una especie de burbuja que escapa involuntariamente y asciende por la escala como la de un niño cuando le hacen cosquillas, me quedé petrificada de miedo.

Era un consuelo que su versión de Lexie Madison divergiera un tanto de la mía. En el University College de Dublín, yo interpreté a una Lexie alegre, de trato fácil, sociable y feliz de ser el centro de atención; no había en ella nada impredecible, ningún lado oscuro, nada que pudiera hacer que los camellos o los clientes la consideraran un riesgo. Al principio, al menos, Frank y yo la concebimos como una herramienta de precisión hecha por encargo, cortada para satisfacer nuestras necesidades y pujar por nuestras apuestas, con un objetivo definido en mente. La Lexie de aquella muchacha misteriosa era más voluble, más volátil, más terca y caprichosa. Se había inventado una especie de hermana siamesa, toda alegría y con pequeñas explosiones de diabluras con sus amigos, pero distante y fría como el hielo con los extraños, y me preocupaba no poder tirar de ese hilo hacia atrás y averiguar cuál había sido su objetivo, qué labor de relojería había querido realizar con aquel nuevo yo suyo.

Sopesé la posibilidad de estar complicando la situación más de lo necesario; pensé que aquella usurpación de identidad quizá no respondiera a ninguna finalidad; que, por lo que a personalidad se refiere, la víctima se mostraba tal cual era. A fin de cuentas, no es fácil meterse en la piel de otra persona durante meses sin fin; y yo debería saberlo mejor que nadie. Sin embargo, la idea de aceptar que su apariencia no engañaba, sin ánimo de bromear, me escamaba. Algo me decía que cometería un gravísimo error si subestimaba a aquella muchacha.


El martes por la noche, Frank y yo estábamos sentados en el suelo de mi apartamento, comiendo comida china encargada de un cajón de madera destartalado que utilizo a modo de mesita de centro, mientras examinábamos un montón de mapas y fotografías. Hacía una noche espantosa: el viento azotaba la ventana a intervalos irregulares, como un estúpido asaltante, y ambos estábamos algo nerviosos. Yo me había pasado el día memorizando la información de los ACS de Lexie y había acumulado tanta energía que cuando Frank llegó me encontró haciendo la vertical para no romper el techo de un brinco. Al entrar, Frank se había apresurado a quitar el material que había sobre la mesa y, sin dejar de hablar en ningún momento, había extraído los mapas y los envases de comida; no pude evitar preguntarme (aunque no tenía sentido preguntarlo en voz alta) qué demonios estaba pasando en los niveles ocultos de esa consola X-box que él denomina cerebro y que no me explicaba.

La combinación de geografía y comida nos sosegó un tanto; es probable que ése fuera el motivo por el que Frank había optado por ir al chino: resulta difícil estar tenso cuando uno tiene el estómago lleno de pollo al limón.

– Y aquí -dijo Frank, mientras pinchaba el resto del arroz que le quedaba con una mano y señalaba con la otra- está la gasolinera de la carretera con dirección a Rathowen. Abre desde las siete de la mañana hasta las tres de la madrugada, principalmente para vender cigarrillos y gasolina a lugareños que no están en condiciones de comprar ninguna de las dos cosas. Tú a veces vas allí cuando te quedas sin tabaco. ¿Quieres más comida?

– ¡No! ¡Voy a explotar! -contesté. Me había sorprendido tener tanta hambre; normalmente zampo como una vaca (a Rob nunca dejó de fascinarle cuánto era capaz de tragar), pero la Operación Vestal me ha quitado el apetito-. ¿Un café?

Había puesto una cafetera al fuego; las ojeras de Frank estaban a un tris de alcanzar ese punto capaz de aterrorizar a los niños pequeños.

– A raudales, por favor. Tenemos trabajo que hacer. Va a ser otra larga noche, cariño.

– ¡Vaya! ¡Qué sorpresa! -exclamé-. Y, por cierto, ¿qué opina Olivia de que duermas en mi casa? -lo dije para tantear, pero por la fracción de segundo en la que Frank se detuvo al retirar su plato, supe que había dado en el clavo: la secreta volvía a atacar-. Lo siento -me disculpé-. No pretendía…

– Claro que lo pretendías. Olivia se hartó y me dejó el año pasado. Veo a Holly un fin de semana al mes y dos semanas en verano. ¿Qué opina tu Sammy de que me quede a dormir aquí?

Tenía la mirada fría y no pestañeaba, pero no parecía enojado, sólo firme; aun así, su mensaje era claro: «Vade retro».

– No le importa -contesté, mientras me ponía en pie para ir a comprobar el café-. Todo vale si es por trabajo.

– ¿En serio? Pues el trabajo no parecía su máxima prioridad el domingo.

Cambié de idea: se había molestado conmigo por el comentario sobre Olivia. Disculparme sólo empeoraría la situación. Antes siquiera de pensar en algo útil que decir, sonó el timbre. Logré sobresaltarme lo mínimo, protagonicé un divertido momento a lo inspector Clouseau al golpearme en la espinilla con la esquina del sofá de camino a la puerta y capté la mirada curiosa y afilada de Frank. Era Sam.

– He aquí la respuesta -observó Frank, sonriendo mientras se impulsaba con ambas manos para ponerse en pie-. En ti confía plenamente, pero a mí prefiere tenerme a la vista. Yo me ocupo del café; vosotros podéis besuquearos.

Sam estaba agotado; pude advertirlo por la pesadez de su cuerpo cuando me besó, por cómo exhaló el aire en algo parecido a un suspiro de alivio.

– Vaya, me alegro de verte -dijo; y luego, al divisar a Frank saludándolo desde la cocina, exclamó-: ¡Vaya!

– Bienvenido al Laboratorio de Lexie -lo saludó Frank alegremente-. ¿Un café? ¿Cerdo agridulce? ¿Pan de gambas?

– Sí -contestó Sam, pestañeando-. Quiero decir, no; sólo café, gracias. No me quedaré, si estáis trabajando; sólo quería… ¿Estáis ocupados?

– No, no te preocupes -lo tranquilicé-. Ahora estábamos cenando. ¿Qué has comido hoy?

– Estoy perfectamente -contestó Sam con aire distraído, mientras dejaba caer su bolsa al suelo y se peleaba con su abrigo-. ¿Puedo robarte unos minutos? Si no te pillo en medio de algo…

Me lo preguntó a mí, pero Frank se tomó la libertad de contestar.

– ¿Por qué no? Siéntate, siéntate con nosotros -lo animó e hizo un gesto señalando el futón-. ¿Leche? ¿Azúcar?

– Sin leche, con dos azucarillos -respondió Sam, desplomándose en el futón-. Gracias.

Estaba convencida de que se estaba muriendo de hambre, de que no tenía intención de tocar nada de lo que Frank había comprado, de que su bolsa contenía todos los ingredientes para preparar algo mucho más evolucionado que un pollo al limón y de que, si me dejaba ponerle las manos en los hombros, podría aliviarle la tensión acumulada en cuestión de cinco minutos. El hecho de infiltrarme de incógnito empezaba a antojárseme la parte más sencilla de aquel plan. Me senté a su lado, lo más cerca que pude sin rozarnos.

– ¿Qué tal va? -pregunté.

Me dio un apretujoncito raudo, alargó el brazo para coger su abrigo y lo arrugó sobre el respaldo del futón mientras rebuscaba su cuaderno de notas.

– Bueno, supongo que bien. Básicamente estamos descartando sospechosos. Richard Doyle, el hombre que encontró el cuerpo, tiene una coartada sólida. Hemos descartado a todos los sospechosos de los expedientes de Violencia Doméstica que marcaste, y ahora estamos trabajando en el resto de tus casos de homicidio, pero de momento no tenemos nada. -La idea de que la brigada de Homicidios peinara mis archivos, con todos aquellos rumores crepitando en su memoria y mi rostro idéntico al de la víctima, me provocó una ligera punzada entre los omóplatos-. No parece que esa chica utilizara internet. No hay actividad en internet bajo su nombre de usuario en los ordenadores de la universidad, ni una página en MySpace ni nada parecido; la dirección de correo electrónico que se le asignó al matricularse en el Trinity ni siquiera se ha utilizado, así que ahí no tenemos ninguna pista para tirar del hilo. Ni siquiera hay un conato de discusión en la facultad. Y, créeme, si hubiera tenido problemas con alguien, lo sabríamos: el departamento de Lengua y Literatura inglesas es un vivero de cotillas.

– Lamento decirlo -intervino Frank con voz dulce, mientras juntaba las tazas-, pero hay ocasiones en la vida en que tenemos que hacer cosas que detestamos.

– Claro -dijo Sam ausente.

Frank se inclinó para entregarle su café con una leve reverencia servil y me guiñó el ojo sin que Sam lo viera. No le hice caso. Una de las reglas de Sam es no discutir con nadie que trabaje en el mismo caso, pero siempre hay gente como Frank que cree que es demasiado tonto para darse cuenta de que lo están provocando.

– Lo que me pregunto, Cassie… -continuó Sam-. Todo este asunto de ir descartando sospechosos podría llevarnos una eternidad pero, mientras no tengamos un móvil ni una pista, no me queda otra opción; nada me indica por dónde empezar. Y he pensado que si tuviera una idea, por vaga que fuera, de lo que busco… ¿Podrías trazarme un perfil psicológico del asesino?

Por un instante me pareció que el aire de toda la estancia se había oscurecido de pura pesadumbre, que se había vuelto acre e imposible de erradicar, como el humo. En todos y cada uno de los casos de homicidio que me habían asignado en el pasado había intentado trazar un perfil del homicida lo más preciso posible allí mismo, en mi piso: altas horas de la noche, whisky y Rob estirado en el sofá haciendo cunitas con un elástico y comprobando que no quedara ningún cabo suelto. En la Operación Vestal, Sam se había sumado a nuestro equipo. Me sonreía tímidamente mientras sonaba música de fondo y las polillas revoloteaban en el alféizar, y lo único en lo que yo podía pensar era en lo felices que habíamos sido los tres, pese a todo, y también en la devastadora y letal magnitud de nuestra ingenuidad. Aquel apartamento espinoso y hacinado, impregnado del olor a grasa de comida china fría, con la espinilla doliéndome horrores y Frank observándonos jocosamente de soslayo…, la escena no se parecía en absoluto: era como un reflejo burlón proyectado por algún espejo distorsionante espeluznante, y lo único que me venía a la cabeza, por ridículo que suene, era: «Quiero irme a casa».

Sam apartó a un lado un fajo de mapas con sumo cuidado, alzando la vista hacia nosotros para asegurarse de que no estaba descolocando nada, y apoyó la taza en la mesa. Frank deslizó el trasero a toda prisa hasta el mismísimo borde del sofá, apoyó la barbilla en sus dedos entrelazados y me miró embelesado. Yo bajé la vista para evitar que me leyeran la mirada. Había una fotografía de Lexie en la mesa, semioculta bajo un envase de arroz; estaba encaramada a una escalera de mano en la cocina de la casa de Whitethorn, vestida con un peto y una camisa de hombre y completamente manchada de pintura blanca. Por primera vez me alegré de verla: aquella esposa en mi muñeca me obligaba a descender a la tierra, aquel jarro de agua fría en la cara hizo que se me borrara todo lo demás de la mente. Estuve a punto de alargar el brazo y tapar la fotografía con la mano.

– Claro, ningún problema -contesté-. Supongo que eres consciente de que no podré darte mucha información. Al menos, no sobre el crimen.

La mayoría de los perfiles de asesinos se construyen a partir de patrones de comportamiento. Con un homicidio suelto, no hay manera de saber qué se debió a la mera casualidad y qué puede servir de pista, mimeografiada por las fronteras de la vida del sospechoso o por los recovecos irregulares y secretos de su mente. Un asesinato el miércoles por la noche no revela gran cosa; tres más en ese mismo día de la semana puede indicar que el sospechoso tiene libre esa noche y hay que ir con mucho tiento si se da con un sospechoso cuya mujer juega al bingo los miércoles. Una frase pronunciada en una violación tal vez no signifique nada, pero repetida en cuatro se convierte en una firma que alguna novia, esposa o ex, en algún lugar del mundo, puede reconocer.

– Lo que sea -dijo Sam. Abrió su cuaderno de notas, sacó su bolígrafo y se inclinó hacia delante, con la mirada clavada en mí, listo para apuntar-. Lo que sea.

– Está bien -accedí. Ni siquiera necesitaba el expediente. Había participado más tiempo del conveniente pensando en todo aquello, mientras Frank roncaba como un rinoceronte en el sofá y mi ventana pasaba del negro al gris y luego al dorado-. En primer lugar, probablemente sea un hombre. No podemos descartar que se trate de una mujer (si dais con una sospechosa interesante, no la paséis por alto) pero, estadísticamente, las puñaladas corresponden a crímenes perpetrados por hombres. Por ahora, yo buscaría a un varón.

Sam asintió.

– Sí, yo también lo imaginaba. ¿Alguna idea sobre su edad?

– No hablamos de ningún adolescente; es demasiado organizado y tiene demasiado control de la situación. Pero tampoco nos enfrentamos a ningún viejo. No era necesario ser un atleta para matarla, pero sí había que estar en forma: correr por senderos, trepar paredes, arrastrar un cadáver. Yo situaría su franja de edad entre los veinticinco y los cuarenta años, aproximadamente.

– He pensado -sugirió Sam mientras garabateaba- que debe de tratarse de alguien que conoce el terreno.

– Sin duda -corroboré yo-. O bien es un lugareño o ha pasado mucho tiempo por los alrededores de Glenskehy, de un modo u otro. Se siente cómodo en esta zona. Permaneció en el lugar un largo rato después de apuñalarla; los asesinos que actúan fuera de su territorio acostumbran a sentirse incómodos y desaparecen tan rápidamente como pueden. Además, a juzgar por los mapas, este sitio es un laberinto, y pese a ello él consiguió encontrarla… en medio de la oscuridad de la noche, sin farolas e incluso cuando ella le dio esquinazo.

Por algún motivo, me estaba costando más de lo habitual. Había analizado hasta el menor detalle todos los datos que barajábamos, había repasado todos y cada uno de los manuales y, aun así, no conseguía que el asesino se materializara. Cada vez que intentaba echarle el guante, se me escurría entre los dedos como humo y se desvanecía en el horizonte, dejándome sin ninguna silueta que vislumbrar, salvo la de Lexie. Intenté convencerme de que trazar perfiles es como cualquier otra habilidad, como hacer volteretas hacia atrás o montar en bicicleta: si dejas de practicar, el instinto se oxida; pero eso no quiere decir que se te olvide. Encontré mis cigarrillos: pienso mejor si tengo las manos ocupadas.

– Conoce Glenskehy, hasta ahí estamos de acuerdo, y estoy prácticamente segura de que conocía a la víctima. Por una parte, tenemos la colocación del cuerpo: la víctima tenía el rostro vuelto hacia la pared. Cualquier atención dedicada a la cara de la víctima, ya sea cubrirla, desfigurarla o apartarla, suele implicar que se trata de algo personal, que el asesino y la víctima se conocen.

– O bien -intervino Frank, subiendo las piernas al sofá y apoyándose en equilibrio la taza sobre la barriga- es pura coincidencia: así fue como cayó cuando la tumbó.

– Quizás -accedí-. Pero no debemos obviar el hecho de que la encontró. Esa casucha está muy apartada del sendero; en la oscuridad, ni siquiera sabrías de su existencia a menos que la buscaras a propósito. El desfase temporal implica que no la seguía de cerca, así que dudo que la viera entrar allí y, una vez ella se sentó, el muro debía de taparla desde la carretera… a menos que tuviera la linterna encendida y nuestro hombre divisara la luz, pero ¿por qué iba a encender alguien una linterna si intenta huir de un asesino? Así que nuestro hombre debía de tener un motivo para comprobar la casa. Creo que sabía que a Lexie le gustaba aquel lugar.

– Con todo, nada de eso nos indica que ella lo conociera -argumentó Frank-. Sólo que él la conocía a ella. Si llevaba un tiempo acechándola, por decir algo, tal vez sintiera que existía entre ellos una conexión y conociera bien sus costumbres. Sacudí la cabeza.

– No es que descarte por completo la teoría del acosador pero, si a eso es a lo que nos enfrentamos, es indudable que conocía a la víctima. La apuñalaron de frente, ¿recordáis? Ella no intentaba escapar y no la asaltaron por detrás; estaban cara a cara, ella sabía que él estaba ahí, es posible que incluso conversaran un rato. Además, no tenía heridas causadas por un forcejeo. A mi parecer, eso indica que la sorprendió desprevenida. Ese tipo era alguien cercano a ella y se sentía cómoda con él, hasta el preciso instante en que la apuñaló. Yo no me sentiría tan relajada con un completo extraño que aparece a esa hora en medio de la nada.

– Todo lo cual nos será de mucha más utilidad -observó Frank- cuando sepamos a quién conocía la víctima exactamente.

– ¿Algo más que debiera buscar? -preguntó Sam prestando oídos sordos al comentario de Frank; noté que se esforzaba por hacerlo-. ¿Dirías que está fichado?

– Probablemente tenga antecedentes delictivos -aventuré-. Hizo una labor excelente borrando sus huellas. Existe una amplia posibilidad de que nunca lo hayan arrestado, si siempre procede con tanto esmero, pero quizás haya aprendido a las duras. Si revisáis los expedientes, os aconsejaría que os concentrarais en delitos como robos de coches, hurtos, piromanía, algo que requiera destreza en limpiar el rastro, pero que no implique ningún contacto directo con las víctimas. Nada de ataques, incluyendo agresión sexual. A juzgar por su torpeza en asesinar a personas, no tenía práctica siendo violento, o prácticamente ninguna.

– Bueno, no se le da tan mal -objetó Sam sin alterarse-. Al fin y al cabo, la mató.

– Por los pelos -recalqué-. Más por suerte que por otra cosa. Y no creo que fuera lo que pretendía. Hay aspectos en este crimen que no encajan. Tal como apunté el domingo, los apuñalamientos suelen ser improvisados, espontáneos; sin embargo, hasta el momento todo lo que tenemos está perfectamente orquestado. Vuestro hombre sabía dónde encontrarla; no me trago la idea de que se la tropezara a medianoche en un sendero de mala muerte en medio de la nada. O conocía bien sus costumbres o habían acordado una cita. Y después de apuñalarla, mantuvo la cabeza fría y se tomó su tiempo: la persiguió, la cacheó, borró sus huellas y limpió todas las pertenencias de la víctima, lo cual nos indica que no llevaba guantes. Una vez más, no tenía planeado asesinarla.

– Pero llevaba un cuchillo -puntualizó Frank-. ¿Qué pensaba hacer con él? ¿Una talla en madera?

Me encogí de hombros.

– Amenazarla, quizás; asustarla, impresionarla, no lo sé. Pero alguien tan meticuloso, de haber previsto matarla, no lo habría hecho de una manera tan calamitosa. El ataque fue improvisado, tuvo que producirse en un momento en que a ella le sorprendiera lo que acababa de ocurrir; si él hubiera querido rematarla, lo habría hecho. En cambio, fue ella quien reaccionó primero, echó a correr y le sacó una buena ventaja antes de que él decidiera cómo actuar. Eso me incita a pensar que él estaba tan sorprendido como ella. Creo que habían acordado reunirse con un fin completamente distinto y algo se torció.

– ¿Por qué la persiguió? -quiso saber Sam-. Después de apuñalarla, ¿por qué no se largó sin más?

– Cuando le dio alcance -continué- descubrió que estaba muerta, la trasladó y le rebuscó en los bolsillos. Imagino que la persiguió por uno de estos motivos. No ocultó ni exhibió el cuerpo, y nadie invertiría media hora en buscar a alguien sólo para arrastrarla unos cuantos metros, de manera que el hecho de que la trasladara se me antoja más bien un efecto colateral. La metió en el refugio para ocultar la luz de la linterna o para guarecerse de la lluvia mientras conseguía su verdadero propósito: o bien asegurarse de que estaba muerta o bien cachearla.

– Si estás en lo cierto y la conocía -apuntó Sam- y también en que no pretendía asesinarla, entonces ¿podría haberla trasladado por compasión? ¿Crees que se sentía culpable y no quiso abandonarla bajo la lluvia…?

– He estado cavilando sobre ese punto. Pero ese tipo es inteligente, piensa en lo que puede suceder y tenía muy claro que no quería que lo pillaran. Moverla implicaba mancharse de sangre, dejar más huellas de pisadas, dedicarle más tiempo, quizás incluso dejar algún cabello o fibras en ella… No lo imagino asumiendo ese riesgo adicional movido exclusivamente por el sentimentalismo. Tenía que tener una razón de peso. Comprobar si estaba muerta no le habría llevado tanto tiempo, mucho menos que trasladarla, en cualquier caso, así que yo apuesto a que la siguió y la metió en la casa porque necesitaba registrarla.

– Pero ¿qué buscaba? -preguntó Sam-. Dinero no, eso lo sabemos.

– Sólo se me ocurren tres razones -aventuré-. La primera es que buscaba algo que ella llevara que pudiera identificarlo; por ejemplo, es posible que quisiera asegurarse de que Lexie no había anotado su cita en una agenda, que intentara borrar su número del móvil o algo por el estilo.

– La víctima no escribía ningún diario -aclaró Frank, mirando al techo-. Se lo he preguntado a los Cuatro Fantásticos.

– Y se había dejado el móvil en casa, sobre la mesa de la cocina -añadió Sam-. Sus amigos aseguran que solía hacerlo; siempre pensaba en llevárselo cuando iba a dar aquellos paseos, pero normalmente se lo olvidaba. Estamos revisándolo, y de momento no hemos encontrado nada raro.

– Pero quizás él no lo supiera -conjeturé yo-. O tal vez buscara algo mucho más específico. Quizás hubieran quedado para que ella le diera algo y no se entendieron, Lexie cambió de opinión… En cualquier caso, o bien encontró lo que buscaba en el cadáver o ella no lo llevaba encima.

– ¿El mapa del tesoro escondido? -preguntó Frank con gran sentido práctico-. ¿Las Joyas de la Corona?

– Esa casa está repleta de bártulos viejos -razonó Sam-. Si hubiera habido algo de valor… ¿se había confeccionado algún inventario cuando el tal Daniel la heredó?

– Ja -se burló Frank-. Ya has visto esa casa. ¿Cómo podría alguien inventariarla? El testamento de Simon March enumera todos los objetos de valor, principalmente mobiliario antiguo y un par de cuadros, pero todo eso ha desaparecido. El impuesto de sucesión era exorbitante y todos los objetos con un valor superior a unas cuantas libras se destinaron a liquidarlo. Por lo que yo he podido ver, lo único que queda son las porquerías del desván.

– La otra posibilidad -continué- es que buscara una identificación. Todos sabemos la confusión que existe en torno a la identidad de esa joven. Pongamos que él pensara que estaba hablando conmigo y le asaltó la duda, o pongamos que ella dejó caer que Lexie Madison no era su nombre real. Es posible que el homicida buscara un documento de identidad para saber a quién acababa de apuñalar.

– Todas las hipótesis que planteas tienen puntos en común -observó Frank. Estaba tumbado boca arriba, con las manos enlazadas tras la nuca, y nos observaba con un destello de gallito en la mirada-. Nuestro hombre se había citado con ella una vez, lo cual implica que perfectamente quisiera verla una segunda, si tenía oportunidad de hacerlo. No tenía previsto matarla, así que es sumamente improbable que exista algún otro peligro adicional. Y venía de fuera de Whitethorn House.

– No necesariamente -lo corrigió Sam-. Si lo hizo uno de sus compañeros, es posible que le sustrajera el móvil a Lexie una vez muerta para asegurarse de que no hubiera llamado al 999 o grabado algo en vídeo. Sabemos que siempre estaba a punto de utilizar la cámara; quizá los inquietaba que hubiera registrado el nombre de su atacante.

– ¿Tenemos ya el informe de las huellas del móvil? -pregunté.

– Esta tarde -contestó Frank-. Lexie y Abby. Tanto Abby como Daniel afirman que Abby le entregó a Lexie su móvil esa misma mañana, de camino a la universidad, y las huellas lo corroboran. Las de Lexie están superpuestas a las de Abby en al menos dos puntos: tocó el teléfono después que Abby. Nadie sustrajo ese teléfono del cadáver de Lexie. Estaba sobre la mesa de la cocina cuando falleció y cualquiera de sus amigos podría haberlo comprobado sin necesidad de perseguirla.

– O quizá se llevaran su diario -aventuró Sam-. Los demás afirman que no escribía ninguno, pero no lo sabemos con certeza. Frank puso los ojos en blanco.

– Si quieres jugar a ese jueguecito, sólo tenemos su palabra, incluso en lo que respecta a que vivía allí, algo que tampoco sabemos con seguridad. También podría haber discutido con ellos el mes pasado y haberse trasladado al ático del Shelbourne para ejercer de amante de un príncipe saudí, si no fuera porque no tenemos ninguna prueba que apunte en esa dirección. Las declaraciones de los otros cuatro encajan a la perfección y aún no hemos sorprendido a ningunos de ellos mintiendo. La apuñalaron fuera de la casa…

– ¿Tú qué opinas? -me preguntó Sam, interrumpiendo a Frank-. ¿Encajan sus amigos en el perfil?

– Eso, Cassie -añadió Frank amablemente-. ¿Cuál es tu opinión?

Sam deseaba con todas sus fuerzas que fuera uno de ellos. Por un instante, y sin importarme para nada la investigación, sentí unas ganas terribles de afirmar que así era, sólo por contemplar cómo aquella mirada exhausta desaparecía de su rostro y volvían a brillarle los ojos.

– Estadísticamente -contesté-, podría ser, sí. Están en la franja de edad que buscamos, son lugareños, son inteligentes, la conocían, más aún: son quienes mejor la conocían, y normalmente los asesinos forman parte del círculo más íntimo de la víctima. Ninguno de ellos está fichado pero, como ya he dicho antes, alguno podría haber cometido delitos que desconocemos en algún momento de su vida. Al principio, sí consideré que podían ser cupables. Pero cuanto más sé de esta historia… -Me pasé la mano por el pelo mientras intentaba dar con un modo de exponer aquello-. Algo me induce a desconfiar de su palabra. ¿Nos ha confirmado alguna persona ajena a ellos que Lexie acostumbrara salir a pasear sola? ¿Nunca la acompañaba ninguno de ellos?

– Pues… -empezó a decir Frank, mientras palpaba el suelo en busca de sus cigarrillos- la verdad es que sí. Hay una estudiante de posgrado llamada Brenda Grealey que tenía el mismo supervisor que Lexie. -Brenda Grealey formaba parte de la lista de ACS: grandes ojos llorosos y saltones, mofletes regordetes que empezaban a mostrar signos de flacidez y una cascada de tirabuzones pelirrojos-. Es una entrometida. Después de que los cinco se fueran a vivir juntos, le preguntó a Lexie cómo lograba tener un poco de intimidad con tanta gente en la misma casa. Tengo la impresión de que Brenda lo preguntó con doble sentido, que en realidad esperaba que le soltara algún cotilleo sobre sexo desenfrenado pero, al parecer, Lexie la miró de hito en hito y le contestó que daba paseos sola cada noche y que ésa era toda la privacidad que necesitaba, gracias, que no se relacionaba con nadie a menos que le gustara su compañía. Y se largó. No estoy seguro de si Brenda se coscó de que acababa de pagarle con la misma moneda.

– De acuerdo -dije-. En tal caso no veo cómo encajar en el perfil a ninguno de sus compañeros de casa. Pensemos en cómo habría tenido que proceder. Uno de ellos necesita hablar con Lexie en privado sobre un asunto importante. Así que, en lugar de hacerlo con discreción, invitándola a tomar un café juntos en la universidad o algo por el estilo, sale a dar un paseo con ella, o bien la sigue. En cualquier caso, rompe la rutina, porque hemos concluido que estos cinco son personas rutinarias, y les explica a todos, Lexie incluida, que ocurre algo. Decide llevarse consigo un cuchillo. No olvidemos que tratamos con intelectuales de la clase media…

– Se refiere a que son un puñado de mariquitas -le aclaró Frank a Sam, mientras encendía el mechero.

– Detente un momento -me cortó Sam, dejando el bolígrafo en la mesa-. No puedes descartarlos sólo porque pertenezcan a la clase media. ¿En cuántos casos hemos trabajado en los que alguien encantador y respetable…?

– No estoy haciendo eso, Sam -alegué-. El homicidio no es el problema. Si la hubieran estrangulado o si le hubieran aplastado la cabeza contra un muro, habría aceptado que cualquiera de ellos pudiera ser el asesino. No es que crea que sean incapaces de apuñalarla, si tuvieran un cuchillo en la mano. Lo que digo es que no habría llevado el cuchillo encima, no a menos que estuviera planeando matarla y, como ya he dicho antes, esa opción no encaja. Me apuesto lo que sea a que esos cuatro no tienen la costumbre de llevar cuchillos encima y, si sólo intentaran amenazar a alguien, convencerlo de algo, no se les ocurriría usar un cuchillo para hacerlo. No es propio de su mundo. Cuando se preparan para una gran pelea, piensan en los temas a debatir y sus argumentos, no en guardarse una navaja en el bolsillo.

– Sí -suspiró Sam transcurrido un momento. Tomó aire, volvió a agarrar su bolígrafo y lo sostuvo sobre la página como si hubiera olvidado lo que se disponía a escribir-. Supongo que tienes razón.

– Incluso aunque optemos por la hipótesis de que uno de ellos la siguió -continué- y llevaba consigo un cuchillo para asustarla por el motivo que fuera, ¿qué diantre pensaba que iba a ocurrir después? ¿En serio esperaba salirse con la suya? Forman parte del mismo círculo social. Y es un círculo muy restringido, íntimo. No existe motivo para que no llegaran a un acuerdo, regresaran a casa y les explicaran a los otros tres exactamente lo que había ocurrido. Un momento de terror y posiblemente, a menos que se tratase de Daniel, nuestro destripador estaría de patitas en la calle al instante siguiente. Son personas inteligentes, Sam. No se les escaparía algo tan evidente.

– Para ser justos -puntualizó Frank con amabilidad, cambiando de bando; tuve la impresión de que empezaba a aburrirse-, la gente inteligente hace cosas estúpidas todo el rato.

– Pero no como ésta -sentenció Sam. Dejó el bolígrafo atravesado sobre su libreta y se presionó las comisuras de los ojos con los dedos-. Sí que hacen cosas estúpidas, por supuesto, pero no hacen cosas sin sentido.

Mis teorías habían provocado que volviera esa terrible mirada agotada a su rostro y me sentía fatal por ello.

– ¿Consumen drogas? -pregunté-. La gente que toma cocaína, por ejemplo, no siempre piensa con claridad.

Frank soltó una bocanada de humo.

– Lo dudo mucho -contestó Sam, sin alzar la vista-. Son bastante puritanos. Sí beben de vez en cuando pero, a juzgar por su apariencia, yo diría que ni siquiera han probado un porro, por no hablar ya de drogas más duras. El examen toxicológico de la víctima reveló que estaba limpia, ¿te acuerdas?

El viento golpeó contra la ventana con un bang seguido de un traqueteo y luego se alejó de nuevo.

– Entonces, a menos que se nos esté escapando algo muy grande -añadí-, no encajan con el perfil del asesino.

Al cabo de unos instantes, Sam dijo:

– Cierto. -Cerró su libreta pausadamente, enganchó el bolígrafo a ella y añadió-: Será mejor que empiece a buscar ese algo tan grande.

– ¿Me permites una pregunta? -inquirió Frank-. ¿Por qué estás tan obcecado con esos cuatro muchachos?

Sam se pasó las manos por la cara y pestañeó con fuerza, como si intentara enfocar la vista.

– Porque son lo único que tenemos -contestó tras hacer una pausa-. No tenemos a nadie más, al menos a nadie más que haya llamado nuestra atención. Y, si no ha sido ninguno de ellos, ¿qué nos queda?

– Ahora mismo tienes un perfil maravilloso -le recordó Frank.

– Lo sé -respondió Sam arrastrando las palabras-. Y lo aprecio muchísimo, Cassie; de verdad, créeme. Pero por el momento no tengo a nadie que encaje con él. Tengo un montón de lugareños en la franja de edad del asesino, algunos de ellos con antecedentes y diría que unos cuantos, bastantes, inteligentes y organizados, pero no hay ningún indicio de que conocieran a la víctima. Tengo un montón de conocidos de la universidad, algunos de los cuales encajan en todas las características, salvo que, por lo que yo he podido descubrir, no han frecuentado Glenskehy y mucho menos sabrían moverse por ese lugar. Nadie se ajusta a todas las casillas.

Frank arqueó una ceja.

– Sin ánimo de ofender -dijo-, eso es precisamente lo que la detective Maddox y yo pretendemos averiguar.

– Sí -dijo Sam, sin dignarse a mirarlo-. Y, si yo doy con el asesino antes, no necesitaréis hacerlo.

– Pues será mejor que te des prisa -replicó Frank. Seguía recostado en el sofá y escudriñaba a Sam con pereza a través de las volutas de humo-. Tengo previsto iniciar la operación el domingo.

Se produjo un segundo de silencio sepulcral; incluso el viento en el exterior pareció detenerse. Frank no había mencionado ninguna fecha definitiva hasta ese momento. En la comisura de mi ojo, los mapas y las fotografías de la mesa se movieron y se cristalizaron, desplegándose en hojas bañadas por el sol, vidrio ondulado y piedra desgastada por los años; volviéndose realidad.

– ¿Este domingo? -pregunté.

– No me vengas con esa mirada patidifusa -me regañó Frank-. Estarás lista, cariño. Y míralo por este lado: así no tendrás que volverme a ver este careto tan feo que tengo.

En aquel momento, aquello me pareció una perspectiva harto estimulante.

– Está bien -dijo Sam. Se acabó el café a tragos largos e hizo un gesto de dolor-. Entonces será mejor que me ponga en marcha. Se puso en pie y se palpó los bolsillos.

Sam vive en una de esas espeluznantes urbanizaciones en medio de la nada, estaba reventado de cansancio y el viento empezaba a cobrar fuerza de nuevo y arremetía contra las tejas del tejado.

– No conduzcas ahora hasta allí, Sam, no con este temporal -le supliqué-. Quédate a pasar la noche. Trabajaremos hasta tarde, pero…

– Claro, ¿por qué no te quedas? -dijo Frank, extendiendo los brazos y sonriéndole-. Podemos celebrar una fiesta del pijama: quemar nubes de caramelo y jugar a Verdad o Consecuencia.

Sam cogió el abrigo del respaldo del futón y se lo quedó mirando como si dudara qué hacer.

– No, no; si no voy a casa, no te preocupes. Iré a la comisaría a recoger unos expedientes. Todo irá bien.

– Perfecto -comentó Frank alegremente, despidiéndose de él con la mano-. Pues que te diviertas. Y no olvides telefonearnos si das con un sospechoso.

Acompañé a Sam escaleras abajo y le di un beso de buenas noches en la puerta. Se dirigió obstinadamente hasta su coche, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha en contra del viento. Quizá fuera la ráfaga de viento que ascendió conmigo por las escaleras pero, sin él, mi piso parecía más frío, más desnudo, y el ambiente estaba un poco más tenso.

– Pensaba marcharse de todos modos, Frank -aclaré-. No tenías por qué portarte como un capullo.

– Quizá no -replicó Frank, mientras se enderezaba y comenzaba a amontonar los envases de comida china-. Pero por lo que he podido ver en los vídeos de ese móvil, Lexie no utilizaba el término «capullo». En circunstancias parecidas, habría utilizado «imbécil», o esporádicamente «imbécil de mierda» o «gilipollas» o «cabronazo». Simplemente lo digo para que lo recuerdes. Yo me encargo de fregar los platos si eres capaz de decirme, sin mirar, cómo llegar desde el caserío hasta la casita de campo.


Después de aquello, Sam no intentó venir a cocinarme la cena más. En su lugar, aparecía a deshoras, dormía en su casa y no hacía nigún comentario cuando encontraba a Frank durmiendo en mi sofá. La mayoría de los días se quedaba el tiempo justo para darme un beso, traerme una bolsa de provisiones y ponerme al día del caso. No había mucho que decir al respecto. La policía científica y los refuerzos habían peinado hasta el último centímetro de los senderos que Lexie acostumbraba a transitar en sus caminatas nocturnas: no había ni rastro de sangre, ninguna pisada identifiable, señales de forcejeo ni ningún refugio (culpaban del desaguisado a la lluvia), y tampoco habían encontrado ningún arma. Sam y Frank habían pedido un par de favores para reprimir a los medios de comunicación de saltar sobre este caso; se limitaron a ofrecer a la prensa una estudiada declaración genérica acerca de una agresión en Glenskehy, dejaron caer algunas pistas vagas sobre que la víctima había sido trasladada al hospital de Wicklow y organizaron una vigilancia discreta, pero nadie acudió en su búsqueda, ni siquiera sus compañeros de casa. La compañía telefónica no aportó ninguna información de utilidad sobre el teléfono móvil de Lexie. Los interrogatorios puerta a puerta se saldaron con encogimientos de hombros, coartadas indemostrables («cuando terminó Winning Streak [6] mi esposa y yo nos fuimos a dormir»), unos cuantos comentarios estirados acerca de los niños ricos de Whitethorn House y un sinfín de apostillas en la misma línea acerca de Byrne y Doherty y su repentino interés por Glenskehy, pero ninguna información útil.

Dada su relación con los lugareños y su nivel de entusiasmo general, a Doherty y a Byrne les habíamos encomendado la misión de revisar los tropecientos mil minutos de filmación del circuito cerrado de televisión en busca de algún visitante de Glenskehy con pinta sospechosa, pero las cámaras no se habían colocado teniendo esta finalidad en mente y lo máximo que pudieron inferir es que estaban bastante seguros de que nadie había entrado ni salido de Glenskehy en coche por una carretera directa entre las diez de la noche y las dos de la madrugada del día de autos. Aquello espoleó a Sam a retomar el tema de los compañeros de casa de Lexie, lo cual hizo que Frank reaccionara enumerando las múltiples opciones que cualquiera podría haber empleado para llegar a Glenskehy sin que las cámaras del circuito de televisión lo registraran, cosa que a su vez suscitó comentarios insolentes por parte de Byrne acerca de los listillos de Dublín que venían pavoneándose y hacían malgastar a todo el mundo su tiempo con tareas inútiles. Me dio la sensación de que sobre el centro de coordinación pendía una densa nube eléctrica de callejones sin salida, conflictos de intereses y una desagradable sensación de naufragio.

Frank les había explicado a los amigos de Lexie que ésta volvería a casa. Ellos le habían enviado algunos presentes: una tarjeta deseándole una pronta recuperación, una docena de barritas de chocolate, un pijama de color azul celeste, ropa para el día de su regreso, crema hidratante (eso tuvo que ser idea de Abby), dos libros de Barbara Kingsolver, un walkman y un montón de casetes variados. Aparte del hecho de que yo no hubiera visto una cinta grabada desde que tenía alrededor de veinte años, la selección no admitía críticas: contenía temas de Tom Waits y Bruce Springsteen, música propia de rocolas de carreteras perdidas a altas horas de la madrugada mezclada con Edith Piaf y los Guillemots y una mujer llamada Amalia que cantaba en un portugués ronco. Al menos, todo era respetable; de haber incluido una canción de Eminem, habría pensado «apaga y vamonos». La tarjeta lucía un «Te queremos» y la rúbrica de los cuatro, nada más; tal parquedad le confería un aire de secretismo cargado de mensajes que yo era incapaz de descifrar. Frank se comió las barritas de chocolate.

La versión oficial fue que el coma había dejado a Lexie sin memoria a corto plazo: no recordaba nada acerca de la agresión y muy poco de los días previos.

– Eso nos confiere cierta ventaja -señaló Frank-. Así, si metes la pata con algún detalle, basta con que pongas gesto compungido y farfulles algo sobre la impotencia del coma, y todo el mundo se sentirá avergonzado de exigirte demasiado.

Entre tanto, en mi vida normal, yo les había explicado a mis tíos y a mis amigos que me marchaba a realizar un curso de entrenamiento (fui bastante imprecisa al respecto) y que estaría ausente unas semanas. Sam había suavizado mi baja laboral manteniendo una conversación con Quigley, el error humano de la brigada de Homicidios, a quien le había explicado, en confianza, que me tomaba una pausa para concluir la licenciatura, lo cual significaba que estaría cubierta en caso de que alguien me divisara por ahí con un aspecto demasiado estudiantil. Quigley se compone básicamente de un trasero enorme y una bocaza igual de grande, y nunca ha sentido predilección por mí. En menos de veinticuatro horas todo el mundo sabría que me había tomado un tiempo para mí, probablemente con alguna información adicional de cosecha propia: un embarazo, una psicosis, adicción al crack o algo de esa índole.

El jueves, Frank empezó a bombardearme a preguntas: ¿dónde te sientas a desayunar?, ¿dónde guardáis la sal?, ¿quién te lleva a la universidad los miércoles por la mañana?, ¿cuál es el despacho de tu supervisor? Si fallaba en una, me calificaba con un cero en ese tema y volvía a revisarlo desde todas las perspectivas a nuestro alcance: fotografías, anécdotas, los vídeos del móvil, las grabaciones de los interrogatorios, hasta inculcármelo todo como si se tratara de mis propios recuerdos y conseguir que la respuesta me saliera sin más, de manera automática. Luego retomaba el aluvión de preguntas: ¿dónde pasaste las últimas Navidades?, ¿qué día de la semana te toca ir a comprar comida? Era como tener una máquina de lanzamiento de pelotas de tenis humana en mi sofá.

No se lo confesé a Sam, porque me sentía culpable, pero aquella semana disfruté de lo lindo. Me encantan los desafíos. En ocasiones pensé en que me hallaba sumida en una situación de lo más curiosa, y lo más probable es que se volviera más curiosa aún. Aquel caso estaba conducido por una especie de tira de Moebius que dificultaba tener una visón clara de las cosas: había Lexies por todos sitios, chocaban y se solapaban hasta hacerme perder la noción de acerca de cuál estábamos hablando. Alguna que otra vez tuve que reprimirme de preguntarle a Frank qué tal se estaba recuperando del coma.


La hermana de Frank, Jackie, es peluquera, de manera que el viernes por la noche la hizo venir a mi piso para que me cortara el pelo. Jackie es una rubia de bote flaquísima que no se siente ni remotamente impresionada por su hermano mayor. Me gustó.

– Sí, te sentará bien un corte de pelo -me dijo, acariciándome profesionalmente el flequillo con sus largas uñas púrpura-. ¿Cómo lo quieres?

– Así -dijo Frank, buscando una fotografía de la escena del crimen y pasándosela-. ¿Se lo puedes cortar así?

Jackie sostuvo la fotografía entre el pulgar y el índice y la miró con recelo.

– ¿Esta mujer está muerta?, -preguntó.

– Eso es confidencial -respondió Frank.

– ¡Al cuerno con lo confidencial! ¿Era tu hermana, cariño?

– A mí no me mires -contesté-. Esto es idea de Frank. Yo sólo me estoy dejando arrastrar por la corriente.

– No deberías hacerle caso. Veamos… -Miró con cara de repugnancia la fotografía por segunda vez y se la alargó a Frank-. Esto es sumamente desagradable, permíteme que te lo diga. ¿Alguna vez en la vida piensas hacer algo decente, Francis? No sé, solucionar el tráfico o algo útil por el estilo. He tardado dos horas en llegar hasta el centro desde…

– ¿Por qué no te callas y le cortas el pelo, Jackie? -preguntó Frank, revolviéndose el cabello presa de la exasperación, de tal manera que quedó completamente despeinado-. Deja de calentarme la cabeza, por lo que más quieras.

Jackie me miró de reojo y compartimos una leve y picara sonrisa femenina de complicidad.

– Y recuerda -añadió Frank en tono agresivo, al caer en la cuenta de ello-: manten el pico cerrado. ¿Entendido? Es crucial.

– Claro, claro -replicó Jackie, al tiempo que sacaba un peine y unas tijeras de su bolso-. Crucial. ¿Por qué no nos preparas una taza de té, querido? Si a ti no te importa, claro está -añadió mirándome a mí.

Frank sacudió la cabeza y se dirigió a escape hacia el fregadero. Jackie me peinó el pelo sobre los ojos y me guiñó un ojo.

Cuando hubo terminado, yo tenía un aspecto distinto. Nunca me había cortado el flequillo tan corto; era un cambio muy sutil, pero me hacía parecer más joven y franca, y le imprimía a mi rostro esa engañosa inocencia de ojos grandes de las modelos. Cuanto más me contemplaba en el espejo del cuarto de baño esa noche, antes de meterme en la cama, menos me identificaba conmigo misma. Cuando llegó el momento en que no fui capaz de recordar cómo era antes, me rendí, le hice un corte de mangas a mi reflejo y me acosté.


El sábado por la tarde, Frank dijo:

– Creo que será mejor que nos preparemos para marcharnos.

Yo estaba tumbada boca arriba en el sofá, abrazada a mis rodillas, mientras revisaba las fotografías de los grupos de tutorías de Lexie por última vez e intentaba mostrarme displicente con todo aquel asunto. Frank no dejaba de andar de un lado a otro: cuanto más se aproxima el inicio de una operación, menos rato pasa sentado.

– Mañana -repliqué.

Aquella palabra ardió en mi boca, dejando una quemadura salvaje y limpia como la nieve, arrebatándome el aliento.

– Mañana por la tarde; empezaremos con medio día para que te vayas acostumbrando. Se lo haré saber a sus amigos esta noche; me aseguraré de que te organicen una cálida bienvenida. ¿Crees que estás preparada?

La verdad es que no se me ocurría qué significaba exactamente estar «preparada» en una operación como aquélla.

– Tan preparada como puedo estar -afirmé.

– Repasémoslo una vez más: ¿cuál es tu objetivo la primera semana?

– Básicamente, que no me descubran -le respondí-. Y que no me maten.

– Básicamente, no: exclusivamente. -Frank chasqueó los dedos delante de mis ojos al pasar frente a mí-. Venga. Concéntrate. Esto es importante.

Me apoyé las fotografías en la barriga.

– Estoy concentrada. ¿Qué?

– Si alguien se da cuenta, será en los primeros días, cuando estés buscando tu lugar y todo el mundo esté pendiente de ti. Así que lo único que tienes que hacer la primera semana es acomodarte. Es un trabajo muy duro, al principio te resultará extenuante, y, si sobreactúas, corres el riesgo de patinar… y sería el fin. Tómatelo con calma. Intenta pasar ratos a solas, si es posible: puedes acostarte temprano, leer un libro mientras los otros juegan a las cartas… Si consigues durar hasta el fin de semana, estarás metida en la rueda; los demás se habrán acostumbrado a tenerte cerca de nuevo y no te prestarán demasiada atención, y eso te brindará mucha más libertad de acción. Pero hasta entonces manten la cabeza gacha: nada de riesgos, de hacerte la sabueso intrépida, nada que pudiera suscitar ni la menor sospecha. Intenta no pensar siquiera en el caso. Me da igual si a estas alturas de la.semana que viene no tienes ni una sola pista que me resulte útil, siempre y cuando sigas en esa casa. Si lo consigues, revisaremos la situación y partiremos de cero.

– Pero no crees que lo consiga, ¿verdad? -pregunté.

Frank se detuvo en seco y me miró fija y largamente.

– ¿Crees que te enviaría allí dentro si creyera que no puedes hacerlo?

– ¡Y tanto! -respondí-. Siempre y cuando pensaras que puedes obtener resultados interesantes, no te lo pensarías dos veces.

Se apoyó en el marco de la ventana, mientras fingía meditar sobre mis palabras; la luz lo iluminaba por la espalda y me impedía verle la expresión.

– Es posible -concluyó-, pero del todo irrelevante. Claro que se trata de una operación arriesgada, arriesgadísima, pero eso lo sabes desde el primer día. Aun así, creo que puedes hacerlo, siempre que seas cauta, no te asustes y no te impacientes. ¿Recuerdas lo que te dije la última vez acerca de hacer preguntas?

– Sí -contesté-. Hazte la inocente y pregunta tanto como puedas.

– Pues esta vez es distinto. Tienes que hacer justo lo contrario: no preguntes nada a menos que estés absolutamente segura de que no deberías conocer la respuesta. Lo cual, en resumidas cuentas, significa que no preguntes nada de nada.

– Y entonces ¿qué se supone que debo hacer, si no puedo formular preguntas?

Esa cuestión me rondaba en la cabeza desde hacía varios días.

Frank atravesó la estancia a grandes zancadas, apartó los papeles de la mesilla de centro, se sentó sobre ella y se inclinó sobre mí, clavándome sus penetrantes ojos azules.

– Manten los ojos y los oídos bien abiertos. El principal problema de esta investigación radica en que no tenemos a ningún sospechoso. Tu labor consiste en identificar a uno. Recuerda: nada de lo que consigas tendrá validez en un juicio, puesto que no puedes leerles sus derechos a los sospechosos, de manera que no buscamos una confesión ni nada en esa línea. Esa parte resérvanosla a mí y a nuestro Sammy. Nosotros resolveremos el caso, pero necesitamos que tú nos alumbres el camino correcto a seguir. Descubre si alguien ha podido quedarse fuera de nuestro radar, alguien del pasado de esa muchacha o alguien con quien se había relacionado más recientemente en secreto. Si alguien que no figura en la lista de ACS se pone en contacto contigo, por teléfono, en persona o como sea, sigúele el juego, descubre qué es lo que quiere y qué relación tenía con la víctima, y consigue un número de teléfono y su nombre completo, si puedes.

– De acuerdo -acepté-. Así que necesito encontrar a vuestro sospechoso.

Sonaba plausible, pero todo lo que Frank dice lo parece. Seguía estando bastante segura de que Sam tenía razón y el principal motivo para que Frank hiciera aquello no era que yo tuviera ni la más remota posibilidad, sino porque era una oportunidad única, deslumbrante, temeraria y ridícula. Decidí liarme la manta a la cabeza.

– Exactamente. Para juntarlo con nuestra joven misteriosa. Mientras tranto, mantente ojo avizor con los compañeros de casa e incítalos a hablar. Yo no los considero sospechosos (sé que tu Sammy anda con la mosca tras la oreja con respecto a ellos, pero yo estoy contigo: no dan el perfil). Sin embargo, estoy bastante seguro de que nos ocultan algo. Sabrás a lo que me refiero cuando los conozcas. Podría ser algo completamente irrelevante, quizá simplemente utilizan chuletas en los exámenes o hacen pamplinas en el jardín trasero o juegan a papás y mamás, pero me gustaría decidir por mí mismo qué es relevante y qué no. Nunca se lo contarían a la policía; en cambio, si tú consigues infiltrarte, es bastante probable que te lo expliquen. No te preocupes demasiado por el resto de ACS; no tenemos nada que apunte en la dirección de ninguno de ellos, y Sammy y yo les seguiremos la pista de todos modos. No obstante, si alguien actúa de un modo sospechoso, por muy leve que sea, infórmame al instante. ¿Entendido?

– Entendido.

– Y una última cosa -dijo Frank. Se levantó de la mesa, recogió nuestras tazas y las llevó a la cocina. Habíamos llegado a ese punto en que en todo momento, a cualquier hora del día o de la noche, había una cafetera de café bien fuerte aún humeante o preparándose; otra semana más y probablemente nos habríamos comido el café molido directamente del envase a cucharadas-. Hace tiempo que quería tener una pequeña charla contigo.

Llevaba días notándolo. Hojeé las fotografías como si fueran tarjetas mnemotécnicas e intenté concentrarme en recordar los nombres internamente: Cillian Wall, Chloe Nelligan, Martina Lawlor…

– Adelante -lo invité.Frank apoyó las tazas en la encimera y empezó a jugar con mi salero, volteándolo con cuidado entre sus dedos.

– Lamento sacar esto a colación -empezó a decir-, pero ¿qué le vamos a hacer? A veces, la vida juega malas pasadas. Supongo que eres consciente de que últimamente has estado… cómo decirlo… un poco nerviosa, ¿no?

– Sí -contesté, sin apartar la mirada de aquellas fotografías: Isabella Smythe, Brian Ryan (sus padres o bien no pensaban con mucha claridad o bien tenían un extraño sentido del humor), Mark O'Leary…-. Sí, lo sé.

– Desconozco si es a causa de este caso o si lo antecede o cuál es el motivo, pero no me importa. Si lo que padeces es miedo escénico, se desvanecerá en cuanto entres por esa puerta. Ahora bien, si no es así, no permitas que cunda el pánico. No empieces a cuestionarte tus capacidades ni a dejarte influir por paranoias y, sobre todo, no intentes ocultar tu nerviosismo. Úsalo en tu favor. Sería perfectamente plausible que Lexie estuviera un poco inquieta en estos momentos, así que no hay motivo para no aprovecharte de ello. Utiliza todos tus recursos, aunque no sean los que te habría gustado escoger. Todo es un arma, Cass. Todo.

– Lo recordaré -le aseguré.

Pensar que la Operación Vestal podía serme de utilidad hizo que una sensación compleja me invadiera el pecho; me costaba respirar. Pero sabía que Frank notaría incluso el más leve pestañeo.

– ¿Crees que serás capaz?

«Lexie -pensé-, Lexie no le diría que la dejara en paz, que ella era perfectamente capaz de ocuparse de sí misma (tal como a mí me dictaba el instinto en aquellos momentos), y estaba prácticamente segura de que no respondería por nada del mundo. Lexie bostezaría en su cara o le diría que dejara de ir por ahí fastidiando a la gente como una abuelita o le pediría un helado.»

– Se han acabado las galletas -comenté, mientras me desperazaba; las fotografías resbalaron por mi barriga y cayeron al suelo-. ¿Te importa bajar a comprar? Galletas de limón.

Luego me reí a carcajadas en la cara de Frank.


Frank tuvo la deferencia de darme fiesta la noche del sábado para que Sam y yo nos despidiéramos, y es que nuestro Frankie tiene un corazón de oro. Sam preparó pollo tikka para cenar; yo tuve la genial idea de elaborar un tiramisú para postre, que me salió con un aspecto ridículo, pero tenía buen sabor. Pasamos horas charlando de trivialidades, de cosas de la vida, acariciándonos las manos por encima de la mesa e intercambiando las nimiedades que las parejas recientes se explican y guardan como tesoros hallados en la playa: anécdotas de cuando éramos niños, las cosas más estúpidas que habíamos hecho de adolescentes… La ropa de Lexie, colgada de la puerta del armario, refulgía en el rincón como un sol intenso reflejado en la arena, pero no le prestamos atención, no la miramos ni una sola vez.

Tras la cena, nos acurrucamos en el sofá. Yo había encendido la chimenea y Sam había puesto música en el reproductor de discos compactos; aquélla podría haber sido una noche cualquiera, podría haber sido toda nuestra, salvo por aquellas ropas y por la velocidad a la que me latía el corazón, ante la expectativa.

– ¿Qué tal lo llevas? -preguntó Sam.

Yo había empezado a albergar la esperanza de que conseguiríamos no hablar del día siguiente en toda la noche pero, siendo realistas, quizá fuera demasiado pedir.

– Bien -contesté.

– ¿Estás nerviosa?

Medité la respuesta antes de hablar. Aquella situación era una insensatez a muchos niveles. Probablemente debería haber estado paralizada de miedo.

– No -respondí-. Estoy inquieta.

Noté a Sam asentir por encima de mi coronilla. Me acariciaba el cabello con una mano, lenta y tranquilizadoramente, pero notaba su pecho rígido como el cartón contra el mío, como si estuviera conteniendo la respiración.

– Detestas esta idea, ¿no es cierto? -le pregunté.

– Sí -contestó Sam sin alterarse-. Con toda mi alma.

– ¿Y por qué no le pusiste freno? Es tu investigación. Podrías haberte plantado en cualquier momento de haberlo querido.

Su mano se detuvo.

– ¿Quieres que lo haga?

– No -contesté, y eso, al menos, era algo que tenía claro-. Bajo ningún concepto.

– No resultaría fácil a estas alturas. Ahora que esta operación de incógnito ha echado a rodar, es un engendro de Mackey; yo ya no tengo autoridad sobre ella. Pero si has cambiado de opinión, encontraré un modo de…

– No lo he hecho, Sam. Créeme. Simplemente me preguntaba por qué la aprobaste si no te convencía.

Se encogió de hombros.

– Mackey tiene su parte de razón; eso es innegable: no tenemos nada más a lo que aferramos en este caso. Podría ser la única manera de resolverlo.

Sam tiene casos sin resolver en su historial, como todos los detectives, y yo estaba convencida de que podría sobrevivir a otro de ellos, siempre y cuando estuviera seguro de que el homicida no me perseguía a mí.

– El sábado pasado tampoco tenías nada -le rebatí-, y te oponías frontalmente.

Sus manos empezaron a moverse de nuevo, como por inercia.

– Aquel primer día -dijo al cabo de un momento-, cuando apareciste en la escena del crimen. Estabas tonteando con tu colega, ¿recuerdas? Él se metía con tu ropa y tú te metías con él, casi como solías hacer con… cuando estabas en Homicidios. -Había querido decir Rob. Rob probablemente fuera el mejor amigo que he tenido en toda mi vida, pero tuvimos una pelea colosal y sumamente compleja y dejamos de serlo. Di la vuelta y me apoyé contra el pecho de Sam para mirarlo a la cara, pero él tenía la vista fija en el techo-. Hacía mucho tiempo que no te veía así -continuó-. Hacía mucho que no te veía picarte de ese modo.

– Me temo que he sido una pésima compañía estos últimos meses -me disculpé.

Sonrió ligeramente.

– No me quejo.

Intenté recordar a Sam quejarse sobre algo.

– No -asentí-. Ya lo sé.

– Y entonces el sábado -añadió- nos peleamos y toda la pesca -me dedicó una mirada rápida y me dio un beso en la frente-, pero aun así… Luego me di cuenta de que había sido porque los dos estamos metidos hasta el pescuezo en este caso, porque te importa. Me dio la sensación… -Sacudió la cabeza, mientras buscaba las palabras exactas-. Violencia Doméstica no es lo mismo -aventuró-, ¿verdad?

Yo apenas había hablado sobre Violencia Doméstica. Entonces caí en la cuenta de que todo aquel silencio debió de resultar harto revelador, a su propia manera.

– Alguien tiene que hacerlo -alegué-. Nada es igual que Homicidios, pero Violencia Doméstica no está mal.

Sam asintió y me estrechó entre sus brazos.

– Y luego aquella reunión -continuó-. Hasta entonces me había preguntado si debería hacer valer mi autoridad y echar a Mackey del caso. A fin de cuentas, se trata de un caso de homicidio y fue a mí a quien asignaron como detective en jefe. Así que si me negaba… Pero por el modo en que te vi hablar, con tanto interés, pensando en voz alta… Simplemente me pregunté: ¿por qué debería echarlo a perder?

Aquello no me lo esperaba. Sam tiene una de esas caras que te confunden incluso aunque lo conozcas bien: una cara de campo, con mejillas rojizas y unos ojos grises claros con unas patas de gallo incipientes, tan sencilla y tan franca que podría ocultar cualquier cosa tras ella.

– Gracias, Sam -le agradecí-. Muchas gracias.

Suspiró y noté el alivio en su pecho.

– Quizá saquemos algo bueno de este caso. Nunca se sabe -dijo.

– Pero a ti te gustaría que esa chica hubiera escogido otro lugar para que la mataran -repliqué.

Sam reflexionó un minuto, enroscando uno de mis rizos delicadamente en su dedo.

– Sí -contestó-. Claro que sí. Pero no tiene sentido desear en vano. La realidad es la que es y tan sólo nos queda hacerlo lo mejor que sepamos.

Me miró. Seguía sonriendo, pero había algo más, algo rayano en la tristeza, alrededor de sus ojos.

– Esta semana parecías feliz -añadió sin más-. Me alegra volver a verte feliz.

Me pregunté cómo diablos me soportaba aquel hombre.

– Además, te daría una patada en el culo si empezaras a tomar decisiones por mí -añadí.

Sam sonrió y me pellizcó la punta de la nariz.

– Eso también -dijo-, pequeña arpía.

Pero una sombra seguía oscureciéndole los ojos.


El domingo avanzó rápidamente, tras aquellos largos diez días, como un tsunami que va creciendo hasta estallar por fin. Frank aparecería por casa a las tres del mediodía para colocarme los micros y llevarme a Whitethorn House alrededor de las cuatro y media. Sam y yo dedicamos la mañana a nuestra rutina dominical habitual: periódicos y reposadas tazas de té en la cama, ducha, tostadas, huevos y beicon… con aquella idea cerniéndose sobre nuestras cabezas como un inmenso despertador marcando los segundos, aguardando a alcanzar el momento en el que explotar y cobrar vida. En algún lugar del mundo, los amigos de Lexie se preparaban para darle la bienvenida a casa.

Tras el almuerzo, me vestí. Lo hice en el cuarto de baño: Sam seguía en casa y quería hacerlo en privado. Aquellas prendas de ropa se me antojaban una especie de armadura de malla metálica fina confeccionada a mano a mi medida o ropas para alguna ceremonia implacable y secreta. Sólo tocarlas me provocó un cosquilleo en las palmas de las manos.

Ropa interior de algodón blanca lisa con las etiquetas de Penney aún colgadas; unos tejanos descoloridos, gastados por el uso y deshilachados por las costuras; calcetines marrones, botines marrones; una camiseta blanca de manga larga; una chaqueta de ante de color azul celeste, desgastada, pero limpia. El cuello de la chaqueta olía a lirios de los valles y a algo más, una nota cálida, casi demasiado vaga como para reconocerla: la piel de Lexie. En uno de los bolsillos había un recibo de los supermercados Dunne's de unas cuantas semanas atrás, por la compra de unas pechugas de pollo, champú, mantequilla y una botella de ginger-ale.

Una vez vestida, me miré en el espejo de cuerpo entero que había en la puerta. Por un momento no entendí lo que estaba viendo. Y luego, aunque suene ridículo, me entraron ganas de prorrumpir en carcajadas. Me parecía una ironía del destino: llevaba meses vistiéndome con la elegancia de una Barbie ejecutiva y ahora que me había convertido en otra persona finalmente iría a trabajar vestida de mí misma.

– Te queda bien -opinó Sam con una tímida sonrisa cuando salí del cuarto de baño-. Parece ropa cómoda.

Mi maleta esperaba junto a la puerta, como si me dispusiera a partir de viaje; me sentí como si tuviera que comprobar mi pasaporte y los billetes. Frank me había comprado una maleta nueva muy bonita, de las duras, con un discreto refuerzo y un cierre de seguridad con combinación; haría falta un GEO para abrirla. En el interior estaban los enseres de Lexie: monedero, llaves, teléfono móvil, falsificaciones idénticas a los objetos reales; los regalos de sus compañeros de casa; un tubo de plástico de tabletas de vitamina C con la indicación farmacéutica de pastillas de amoxicilina: tomar tres veces al dia bien a la vista. Mi equipo se encontraba en un compartimento aparte: guantes de látex, mi móvil, baterías de recambio para el micrófono, un regimiento de vendas artísticamente manchadas para tirar en la papelera del cuarto de baño cada mañana y cada noche, mi cuaderno de notas, mi placa y mi nueva pistola (Frank me había conseguido un pequeño revólver de mujer del calibre 38 de tacto agradable y mucho más fácil de ocultar que mi Smith & Wesson reglamentaria). También había, hablo en serio, una faja, de esas elásticas que comprimen mucho y que se supone que te realzan la silueta para lucir uno de esos escuetos vestidos negros ajustados. Muchos agentes encubiertos las usan a guisa de funda para el arma. No resulta especialmente cómoda (al cabo de un par de horas tienes la sensación de tener una hendidura con forma de pistola en el hígado), pero disimula bien el bulto. La mera idea de Frank yendo a la sección de lencería de Marks & Spencer y escogiendo aquello hacía que toda esa historia mereciera la pena.

– Das pena -dijo, examinándome con aprobación cuando llegó a la puerta de mi apartamento. Cargaba entre los brazos con un montón de dispositivos electrónicos negros al más puro estilo James Bond: cables, micrófonos y Dios sabe qué; todo lo necesario para cablearme-. Esas ojeras te sientan de fábula.

– Lleva un porrón de noches durmiendo apenas tres horas -me defendió Sam con tirantez a mis espaldas-. Igual que tú y que yo. Y tampoco es que nosotros estemos como dos rosas.

– Eh, que no me estoy metiendo con ella -le aclaró Frank, adelantándonos para ir a depositar todo aquel cargamento sobre la mesilla de centro-. Estoy encantado con ella. Tiene aspecto de haber pasado diez días en cuidados intensivos. Hola, cariño. -El micro era diminuto, del tamaño del botón de una camisa. Se enganchaba en la parte delantera de mi sujetador, entre mis dos pechos-. Hemos tenido suerte de que nuestra joven no fuera amiga de los escotes generosos -apuntó Frank, mientras comprobaba la hora en su reloj-. Ve e inclínate frente al espejo para comprobar que no se vea. -Colocamos la batería donde debería haber tenido la cuchillada, y la pegamos con esparadrapo a mi costado bajo una densa almohadilla de gasa blanca, entre tres y cuatro centímetros por debajo de la cicatriz que aquel camello había dejado en Lexie Madison I. La calidad del sonido, una vez Frank hubo realizado unas pequeñas y complejas operaciones en el material, era cristalina-. Para ti sólo lo mejor, cariño. El radio de transmisión es de once kilómetros, aunque varía en función de las condiciones. Tenemos receptores instalados en la comisaría de Rathowen y en la sala de Homicidios, de manera que estarás cubierta en casa y en Trinity. El único momento en que quedarás sin cobertura es en las idas y venidas de la ciudad, pero es poco probable que alguien te asalte subida a un coche en movimiento. No contarás con vigilancia ocular, de manera que, si tenemos que ver algo, deberás indicárnoslo. Si necesitas pedir socorro con discreción, di «Me duele la garganta» y los refuerzos llegarán a la escena en pocos minutos. Pero procura no pillar un resfriado de verdad o, si lo haces, no te quejes. Contacta conmigo en cuanto puedas, a ser posible cada día.

– Y conmigo -añadió Sam sin darse la vuelta.

Frank estaba en cuclillas entretenido en buscar un dial en su receptor y ni siquiera se molestó en lanzarme una miradita jocosa. Sam acabó de fregar los platos y empezó a secarlos con excesiva diligencia. Yo clasifiqué el material de Lexie intentando asignarle un cierto orden, con esa sensación de un examen final decisivo y de apartar por fin las manos de los apuntes pensando «Si no me lo sé ya, ya no me lo sabré», lo dividí en montones y lo empaqueté en bolsas de plástico para meterlo en el coche de Frank.

– Pues ya está todo listo -exclamó Frank desenchufando los altavoces con una floritura-. ¿Preparada para irnos?

– En cuanto tú digas -repliqué, al tiempo que recogía las bolsas de plástico.

Frank agarró todo su equipo con un brazo, cogió mi maleta y se dirigió hacia la puerta.

– Déjame a mí -dijo Sam con brusquedad-. Tú ya llevas bastante peso.

Le arrebató la maleta a Frank y bajó las escaleras, con los tacones repiqueteando en cada escalón con un ruido sordo. En el descansillo, Frank se detuvo y volvió la vista atrás; me esperaba. Yo tenía la mano en la manilla de la puerta y, súbitamente, me invadió una sensación de terror que me abrasaba como una llamarada; un miedo inconmensurable cayó sobre mí como una roca negra con picos que se precipita a toda velocidad. Ya había sentido aquello antes: en el limbo previo a trasladarme a casa de mi tía, antes de perder la virginidad y cuando presté juramento como agente de policía. Son instantes en los que algo irrevocable que has anhelado con todas sus fuerzas de repente cobra realidad y se materializa a unos centímetros de ti, abalanzándose sobre ti, como un río sin fondo, y una vez lo cruzas no hay vuelta atrás. Tuve que reprimirme de gritar como un niño aterrorizado: «No quiero volver a hacer esto».

Lo único que uno puede hacer en ese momento es morderse la lengua y aguardar a que se desvanezca el miedo. Pensar en lo que Frank me diría si me echaba atrás en aquel instante me fue de gran ayuda. Eché otro vistazo a mi piso, con las luces apagadas, el encierro concluido, las papeleras vacías y las ventanas cerradas; aquella estancia empezaba a plegarse sobre sí misma, el silencio comenzaba a aposentarse en los espacios que nosotros habíamos ocupado, arremolinándose como las borlas de polvo en los rincones. Y cerré la puerta.

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