Capítulo 13

Desde el momento en que Sam dijo que planeaba interrogar a los tres vándalos potenciales supe que habría consecuencias. Si el señor Asesino de Bebés figuraba entre ellos, le haría maldita la gracia que los policías lo interrogaran, nos echaría la culpa de todo a nosotros y bajo ningún concepto dejaría las cosas como estaban. Sin embargo, no había previsto la celeridad de su reacción ni su implacabilidad. Me sentía tan segura en aquella casa que había olvidado que eso por sí solo ya debería de haber constituido una advertencia.

Tardó sólo un día. Estábamos en el salón, el sábado por la noche, poco después de la medianoche. Abby y yo nos habíamos estado haciendo la manicura con el pintaúñas plateado de Lexie, sentadas en la alfombra junto a la chimenea, y agitábamos las manos ante el fuego para que se secaran; Rafe y Daniel compensaban la oleada de estrógenos limpiando la Webley del tío Simon. Había permanecido en remojo en una cazuela con disolvente durante dos días, en el patio interior, y Rafe había determinado que ya podía limpiarse. Él y Daniel habían transformado la mesa en su arsenal, con sus herramientas, trapos de cocina, alfombrillas, y se hallaban lustrando felizmente el arma con cepillos de dientes viejos: Daniel atacaba la costra de suciedad de la empuñadura, mientras que Rafe se encargaba del cañón. Justin estaba tumbado en el sofá, leyendo entre dientes los apuntes de su tesis y comiendo palomitas frías de un cuenco que había a su lado. Alguien había puesto a Purcell en el tocadiscos, una tranquila obertura en una clave menor. La estancia olía a disolvente y a óxido, un olor acre que a mí me resultaba familiar y apaciguador.

– ¿Sabes qué? -preguntó Rafe, dejó el cepillo de dientes en la mesa y examinó el revólver-. Creo que a decir verdad, bajo la capa de mugre, estaba muy bien conservado. Existe una posibilidad más que digna de que funcione. -Alargó la mano para agarrar la caja de municiones, que estaba al otro lado de la mesa, deslizó un par de balas en el cañón y cerró el cilindro-. ¿A alguien le apetece jugar a la ruleta rusa?

– Ni se te ocurra -exclamó Justin con un escalofrío-. Es un juego horrible.

– Dame -ordenó Daniel, estirando la mano para agarrar el arma-. No juegues con ella.

– Estoy bromeando, por el amor de Dios -replicó Rafe, al tiempo que le entregaba la pistola-. Simplemente compruebo que funcione bien. Mañana por la mañana la sacaré al patio y cazaré un conejo para la cena.

– No -lo atajé yo, enderezándome de repente y mirándolo con frialdad-. A mí me gustan los conejos. Déjalos en paz.

– ¿Por qué? Lo único que hacen es hacer más conejos y cagarse por todo el prado. Esos pequeños capullos serían de mucha más utilidad en un sabroso fritado o en un suculento estofado…

– Eres tan desagradable… ¿Es que no leías Orejas largas? [19]

– No puedes taparte los oídos con los dedos porque te destrozarías la manicura. Yo podría cocinar un conejito au vin que estaría…

– Vas a ir derechito al infierno, lo sabes, ¿no?

– Vamos Lex, déjalo ya, no podría hacerlo ni aunque se lo propusiera -dijo Abby, y siguió soplándose una uña-. Los conejos salen de sus madrigueras al amanecer. Y al amanecer Rafe ni siquiera cuenta como ser vivo.

– No veo nada de asqueroso en cazar animales -intervino Daniel, abriendo con cuidado el revólver-, puesto que de esa manera comes lo que matas. Al fin y al cabo, somos depredadores. En un mundo ideal, todos seríamos autosuficientes y viviríamos de lo que cultiváramos y cazáramos, sin depender de nadie. En la realidad, obviamente, es poco probable que eso ocurra y, además, a mí no me gustaría empezar por los conejos. Les he cogido cariño. Forman parte de la casa.

– ¿Ves? -le solté a Rafe.

– ¿Ves qué? Deja de portarte como una niña. ¿Cuántas veces te he visto jalarte un bistec o…?

Yo estaba de pie y lista para disparar, con la mano donde debería haber estado mi arma, antes de caer en la cuenta de que había oído un estrépito. Había una piedra grande y dentada en la alfombra de la chimenea, junto a mí y a Abby, como si siempre hubiera estado allí, rodeada por brillantes añicos de vidrio como cristales de hielo. Abby estaba boquiabierta; el frío viento se colaba a través de la ventana rota, inflando las cortinas.

Entonces Rafe se puso en pie de un salto y salió disparado hacia la cocina. Yo iba pisándole los talones, con el lamento de pánico de Justin -«¡Lexie, tus puntos!»- resonándome en los oídos. En algún lugar, Daniel gritaba algo, pero yo atravesé la cristalera detrás de Rafe y, justo cuando él salía al patio de un salto, con el cabello al vuelo, escuché el sonido metálico de la verja de la parte trasera del jardín.

La verja seguía balanceándose salvajemente cuando la cruzamos a toda prisa. Al salir al sendero, Rafe se quedó inmóvil, con la cabeza en alto, y me agarró la muñeca con una mano:

– Chissss…

Escuchamos, conteniendo la respiración. Noté algo alzarse tras de mí y di media vuelta, pero era Daniel, veloz y sigiloso como un felino en la hierba.

Viento en las hojas; nos encaminamos hacia la derecha, en dirección a Glenskehy, y no lejos de nosotros escuchamos el levísimo crujido de una ramita.

La última luz de la casa se desvaneció a nuestras espaldas, avanzábamos raudos por el sendero, en medio de la oscuridad, yo con el brazo estirado para guiarme por el seto, con las hojas rascándome en los dedos y, entonces, un súbito arranque de pies corriendo y un grito fuerte y triunfal de Rafe a mi lado. Rafe y Daniel eran rápidos, más de lo que había imaginado. Nuestra respiración salvaje como una partida de caza en mis oídos, el ritmo duro de nuestros pasos y mi pulso como tambores de guerra acelerándose en mi interior; la luna crecía y menguaba a medida que las nubes la cubrían y atisbé una sombra negra, a apenas veinte o treinta metros por delante de nosotros, encorvada y grotesca bajo la extraña luz blanca, corriendo a toda prisa. Por un instante pude ver a Frank inclinándose sobre su escritorio, apretándose con las manos los auriculares, y pensé en él con rabia: «No se te ocurra, no se te ocurra enviar a tus matones; esto es asunto nuestro».

Salvamos volando una curva del sendero, agarrándonos al seto para no perder el equilibrio, y frenamos con una derrapada en una encrucijada. Bajo la luz de la luna, los pequeños senderos se extendían en todas direcciones, desnudos y equívocos, herméticos; pilas de piedras apiñadas en los campos como espectadores embelesados.

– ¿Adónde ha ido? -La voz de Rafe era poco más que un suspiro acelerado; giró sobre sí mismo, mirando a su alrededor como un perro de caza-. ¿Adónde ha ido ese capullo?

– No puede haberse ocultado tan rápido -susurró Daniel-. Está cerca. Se habrá tumbado en el suelo.

– ¡Joder! -farfulló Rafe-. Joder, maldito capullo, cabronazo… Lo voy a matar…

La luna volvía a ocultarse; los muchachos no eran más que vagas sombras a mis flancos, y se desvanecían rápidamente.

– ¿Linterna? -murmuré, estirándome para acercar mi boca al oído de Daniel, y vi la rápida agitación de su cabeza contra el cielo.

Fuera quien fuese aquel hombre, conocía aquellas montañas como la palma de su mano. Podía esconderse allí toda la noche si lo deseaba, avanzar de escondrijo en escondrijo como habían hecho sus antepasados rebeldes durante siglos antes que él, con la única ayuda de sus ojos escudriñadores observando entre las hojas, y luego desaparecer.

Sin embargo, empezaba a desmoronarse. Aquella piedra atravesando la ventana en dirección a nosotros, cuando él sabía que lo perseguiríamos: el control se le estaba escapando de las manos, erosionándose en polvo bajo el interrogatorio de Sam y el roce constante de su propia rabia. Podía ocultarse toda la vida si asi lo quería, pero ahí radicaba precisamente la trampa: no quería, no realmente.

Cualquier detective de cualquier lugar del mundo sabe que ésa es nuestra mejor arma: el anhelo del corazón. Ahora que las empulgueras y las tenazas al rojo vivo han sido eliminadas del menú, no existe manera de forzar a nadie a confesar un asesinato, a conducirnos hasta el cadáver, a entregar a un ser querido o a delatar a un capo de la mafia, pero aun así la gente sigue haciéndolo. Y lo hace porque hay algo que anhelan más que la seguridad: una conciencia tranquila, la oportunidad de alardear, el fin de la tensión, un nuevo principio, lo que sea, pero lo encontraremos. Si somos capaces de adivinar qué es lo que quiere un delincuente, por muy secreto y oculto que sea su deseo, tanto que quizá ni siquiera él mismo lo haya atisbado, y se lo colocamos delante de las narices, entonces nos dará lo que le pidamos a cambio.

Aquel tipo estaba harto de esconderse en su propio territorio, de merodear con un spray y piedras como un adolescente mocoso en busca de atención. Lo que en realidad quería era tener la oportunidad de darle a alguien una patada en el trasero.

– Vaya, pero si se está escondiendo -dije en tono claro y divertido a la amplia y paciente noche, con mi acento de chica de ciudad más esnob. Daniel y Rafe me agarraron ambos al mismo tiempo para que me callara, pero yo les pellizqué, con fuerza-. Es tan patético… Un hombretón que nos saca ventaja y, en cuanto nos acercamos y le pisamos los talones, se esconde bajo un seto temblando como un conejito atemorizado.

Daniel dejó de apretarme el brazo; lo oí exhalar un leve espectro de sonrisa; había dejado de jadear.

– ¿Y por qué no? -preguntó-. Es posible que no tenga agallas para ponerse en pie y pelear, pero al menos tiene la inteligencia suficiente para saber cuándo se ha metido en un buen berenjenal.

Le di un apretujón a la parte de Rafe que me quedaba más cerca (si algo podía impulsar a aquel tipo a salir a descubierto sería la sorna de un inglés como Rafe) y lo escuché tomar aliento, rápida y violentamente, al caer en la cuenta de nuestro plan.

– De inteligencia nada -dijo arrastrando las palabras-. Demasiadas ovejas en el árbol genealógico. Probablemente se haya olvidado de nosotros y haya salido en busca de su rebaño.

Un frufrú, demasiado leve y demasiado rápido para detectar su procedencia, y luego nada.

– Ven, gatito -canté con voz suave-. Ven gatito, ven aquí, bisbisbisbisbis… -y dejé que mi bisbiseo diera paso a una risita irónica.

– En tiempos de mi bisabuelo -comentó Daniel con frialdad-, sabíamos cómo tratar a los campesinos con exceso de celo. Un par de latigazos y entraban en vereda.

– Pero tu bisabuelo se equivocó al dejarlos procrear a su libre albedrío -opinó Rafe-. Se supone que hay que controlar su tasa de reproducción, como la de cualquier otro animal de granja.

Otra vez aquel frufrú, ahora más sonoro y un diminuto pero nítido chasquido, como el de un guijarro chocando con otro, muy cerca.

– Bueno, sabía cómo aprovecharse de ellos -continuó Daniel.

Su voz tenía un tono vago y abstraído, el mismo que adquiría cuando estaba concentrado en la lectura de un libro y alguien le formulaba una pregunta.

– Claro, claro -contestó Rafe-, pero mira dónde hemos acabado. Involución. El fondo poco profundo del acervo genético. Hordas de seres babosos, tontos, cuellicortos, endogámicos…

Algo salió del seto como propulsado por una explosión, a sólo unos metros de distancia, pasó junto a mí a tal velocidad que noté el viento en mis brazos e impactó contra Rafe como una bala de cañón. Cayó al suelo con un gruñido y un horrible ruido sordo que sacudió la tierra. Por una milésima de segundo escuché los sonidos de una refriega, alientos broncos y salvajes y el desagradable chasquido de un puñetazo alcanzando su objetivo; luego me sumé a la escaramuza.

Nos convertimos en una maraña de cuerpos, con la dura tierra contra nuestro hombro. Rafe sacaba la cabeza para coger aliento, el pelo de alguien en mi boca y un brazo retorciéndose como un cable de acero escapando a mi garra. Los chicos olían a hojas húmedas y él era fuerte y peleaba sucio, buscando con los dedos mis ojos, escarbando en busca de mi barriga con los pies plegados hacia arriba. Yo arremetí con fuerza, escuché una ráfaga de aliento y noté su mano alejarse de mi rostro. Entonces algo impactó con nosotros desde un flanco, con la fuerza de un tren de carga: Daniel.

Su peso nos envió a todos rodando hasta los matorrales; ramas arañándome el cuello, una respiración cálida en mi mejilla y, en algún lugar, el ritmo rápido y despiadado de puñetazos encajando en algo blando, una y otra vez. Fue una pelea sucia, desagradable y confusa, brazos y piernas por todos sitios, extremidades huesudas sobresaliendo, espantosos sonidos ahogados como perros rabiosos al acecho. Éramos tres contra uno y nosotros estábamos tan furiosos como él, pero la oscuridad le otorgaba cierta ventaja. No teníamos modo de saber a quién pegábamos; él no tenía que preocuparse por ello, cualquier golpe encajado era bueno. Y se aprovechaba de ello, deslizándose y retorciéndose, dando vueltas sin cesar a la montaña que componíamos, sin permitir que nos identificáramos unos a otros. Yo estaba mareada, me faltaba el aliento y sacudía frenéticamente el aire. Un cuerpo cayó sobre mí y la emprendí a codazos; entonces oí un aullido de dolor que bien podría haber proferido Rafe.

Aquellos dedos volvieron a buscar mis ojos. Yo busqué a tientas, encontré una mandíbula con barba de unos días, liberé un brazo y le propiné un puñetazo con toda la fuerza de la que fui capaz. Algo golpeó mis costillas, con dureza, pero no me dolió; nada me dolía, aquel tipo podría haberme abierto en canal y no lo habría notado; lo único que quería era pegarle, una y otra vez. La vocecilla fría de mi conciencia me advirtió: «Podríais matarlo, tal como estáis, entre los tres podríais matarlo», pero no me importó. Mi pecho era un gran estallido de blanco cegador y vi el arco temerario y letal de la garganta de Lexie, vi el dulce destello del salón profanado por el vidrio hecho añicos, vi el rostro de Rob frío y cerrado y podría haber seguido peleando hasta el fin de los días: quería que la sangre de aquel tipo llenase mi boca, quería notar su cara reventar y hacerse papilla, astiarse bajo mis puños, y seguir golpeándolo.

Se retorcía como un gato y mis nudillos impactaban contra la tierra yla grava. Me esquivaba. Busqué a tientas en la oscuridad, agarré la camisa de alguien y la oí desgarrarse mientras se zafaba de mí. Era un barullo desesperado, malvado, guijarros volando por los aires; un ruido sordo y enfermo como de una bota golpeando carne, un gruñido animal furioso, y luego pasos corriendo, rápidos e irregulares, desvaneciéndose.

– ¿Dónde…?

Alguien me agarró del pelo; le aparté el brazo de un manotazo y tanteé en busca de su cara, aquella mandíbula áspera, encontré una tela, una piel cálida y luego nada.

– Aparta…

Un gruñido de esfuerzo y un peso apartándose de mi espalda, seguido de un silencio repentino y nítido como una explosión.

– ¿Adónde ha ido…?

La luna salió de entre las nubes y nos miramos fijamente unos a otros, con los ojos como platos, sucios, jadeantes. Tardé un instante en reconocerlos. Rafe poniéndose en pie con dificultad, resollando y con una mancha oscura de sangre bajo la nariz; Daniel con el pelo tapándole la cara y rayajos de barro o sangre como pintura de guerra en las mejillas: sus ojos eran agujeros negros en la delicada luz blanca y me parecieron extraños letales, guerreros fantasmales de la última resistencia de una tribu perdida y salvaje.

– ¿Dónde está? -susurró Rafe, con un aliento hosco y peligroso.

Ni un movimiento; sólo una tímida brisa ondeando el espino. Daniel y Rafe estaban acuclillados como luchadores, con los puños semicerrados, listos para atacar, y entonces caí en la cuenta de que yo también lo estaba. En aquel momento podríamos haber saltado el uno sobre el otro.

La luna volvió a esconderse. Algo pareció filtrarse en el aire, un repiqueteo demasiado agudo para escucharlo. De repente, mis músculos parecieron convertirse en agua, drenarse en la tierra; de no haberme agarrado a un seto, me habría caído. Uno de los muchachos exhaló una larga respiración entrecortada, como un sollozo.

Unas pisadas retumbaban en el camino, delante de nosotros, todos saltamos y nos detuvimos derrapando unos pasos más adelante.

– ¿Daniel? -susurró Justin, sin aliento y nervioso-. ¿Lexie?

– Estamos aquí -contesté.

Me temblaba todo el cuerpo con violencia, como si estuviera sufriendo un ataque de epilepsia; tenía el corazón tan arriba que por una milésima de segundo pensé que iba a vomitar. En algún lugar a mi lado, Rafe sintió arcadas, se dobló por la cintura, tosiendo, y luego espetó:

– Tengo tierra por todos sitios…

– Madre mía. ¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado? ¿Lo habéis cogido?

– Lo atrapamos -contestó Daniel, con un jadeo profundo y tosco-, pero no se veía nada y, en medio de la confusión, ha conseguido huir. No tiene sentido perseguirlo: a estas alturas ya estará a medio camino de Glenskehy.

– Madre mía. ¿Os ha hecho daño? ¡Lexie! ¿Y tus puntos…?

Justin estaba al borde de un ataque de pánico.

– Estoy perfectamente -respondí, alto y fuerte para asegurarme de que me oyeran bien a través del micrófono. Las costillas me dolían horrores, pero no podía arriesgarme a que alguien quisiera echarles un vistazo-. Lo que me está matando son las manos. He conseguido asestarle unos cuantos puñetazos.

– De hecho, creo que uno me lo has endiñado a mí, idiota -se quejó Rafe en un tono entre la exaltación y el aturdimiento-. Espero que se te hinchen los puños y te salgan unos buenos morados.

– Calla esa boca o te arreo otra vez -repliqué. Me palpé las costillas: la mano me temblaba tanto que no estaba segura, pero no me pareció que hubiera nada roto-. Justin, deberías haber oído a Daniel. Ha estado genial.

– Y tanto -se sumó Rafe, empezando a reír-. ¿Unos «latigazos con el fuete»? ¿Cómo se te ha ocurrido eso?

– ¿Fuete? -preguntó Justin acelerado-. ¿Qué fuete? ¿Quién tenía un fuete?

Rafe y yo habíamos estallado en carcajadas y casi no podíamos responderle.

– Oh, Dios -conseguí decir al fin-. «En tiempos de mi bisabuelo…»

– «Campesinos con exceso de celo…»

– ¿Qué campesinos? ¿De qué demonios habláis?

– Me ha parecido que encajaba a la perfección -contestó Daniel-. ¿Dónde está Abby?

– Se ha quedado junto a la verja, por si ese tipo regresaba. ¡Dios mío! No creéis que lo haya hecho, ¿verdad?

– Lo dudo mucho -respondió Daniel. Su voz indicaba que estaba también a punto de estallar en carcajadas. Adrenalina, nos corría por las venas-. Diría que ya ha tenido suficiente por una noche. ¿Todo el mundo se encuentra bien?

– Yo no, gracias a la fierecilla indomable -contestó Rafe, y alargó la mano para estirarme del pelo pero, en su lugar, me dio un tirón de orejas.

– Me encuentro bien -gruñí, apartando la mano de Rafe de un manotazo.

Justin, en el fondo, seguía farfullando:

– Madre mía, madre mía…

– Bien -añadió Daniel-. Entonces regresemos a casa.

No había rastro de Abby en la verja trasera; nada salvo los arbustos de espino temblando y el crujido perezoso y embrujado de las bisagras bajo la fría brisa. Justin empezó a hiperventilar cuando Daniel gritó en la oscuridad:

– ¡Abby, somos nosotros!

Y Abby apareció de entre las sombras: un óvalo blanco, el frufrú de una falda y una barra de bronce. Sostenía el atizador con ambas manos.

– ¿Lo habéis atrapado? -susurró, con voz baja y furiosa-. ¿Lo habéis atrapado?

– Por todos los santos, estoy rodeado de guerreras -exclamó Rafe-. Recordadme que no me meta con vosotras.

Su voz sonaba amortiguada, como si se estuviera tapando la nariz.

– Juana de Arco y Boudica [20] -apuntó Daniel, con una sonrisa; noté su mano apoyarse en mi hombro un segundo y vi la otra extenderse para acariciar el cabello de Abby-. Luchando por defender su hogar. Lo atrapamos, aunque sólo temporalmente, pero creo que ya sabe con quién se las gasta.

– Me habría gustado traerlo hasta aquí, rellenarlo y asarlo a fuego lento en la chimenea -dije, mientras intentaba sacudirme la tierra de los pantalones con las muñecas-, pero se nos ha escapado.

– Maldito cabrón -dijo Abby. Exhaló una larga y tosca respiración y bajó el atizador-. Yo casi tenía ganas de que regresara.

– Entremos en casa -aconsejó Justin, volviendo la vista hacia atrás.

– ¿Qué ha sido lo que ha tirado? -quiso saber Rafe-. Ni siquiera me ha dado tiempo a mirarlo.

– Un pedrusco -contestó Abby-. Y lleva algo pegado con celo.


– ¡Válgame Dios! -exclamó Justin horrorizado en cuanto entramos en la cocina-. Estáis los tres hechos una pena.

– ¡Caramba! -dijo Abby, enarcando las cejas-. Estoy impresionada. Me gustaría ver cómo ha quedado el que ha logrado escapar.

Teníamos tan mal aspecto como yo había previsto: temblorosos y con los ojos asustadizos, cubiertos de tierra y arañazos, con espectaculares manchas de sangre en lugares extraños. Daniel tenía el peso vencido por completo en una pierna y la camisa desgarrada en dos, con una manga colgando. Los tejanos de Rafe tenían un rasgón en una rodilla a través del cual se veía algo rojo brillante y por la mañana iba a lucir un bonito ojo a la funerala.

– Hay que desinfectar esos cortes -anunció Justin-. A saber qué podeis haber pillado en esos caminos. Están llenos de tierra, de excrementos de vacas y ovejas y de todo tipo de…

– Dentro de un momento -lo interrumpió Daniel, apartándose el cabello de los ojos. Se sacó una ramita del pelo, la miró divertido y la depositó con cuidado en la encimera de la cocina-. Antes de que nos pongamos con otra cosa, creo que deberíamos comprobar qué hay pegado a ese pedrusco. -Era un papel doblado, una hoja listada arrancada del cuaderno de un crío-. Esperad -nos interpeló Daniel.

Rafe y yo nos habíamos avanzado. Daniel encontró dos bolígrafos en la mesa, se abrió camino con cuidado a través de los cristalitos hasta la piedra y utilizó los bolis para arrancar el papel.

– Venga -dijo Justin con brío, mientras entraba afanosamente con un cuenco de agua en una mano y un trapo en la otra-, veamos esas heridas. Las damas primero. Lexie, ¿tú qué has dicho que te dolían? ¿Las manos?

– Espera -contesté.

Daniel había colocado el trozo de papel en la mesa y lo estaba desplegando con cuidado, utilizando la parte posterior de los bolígrafos.

– Buf -resopló Justin-. Buf.

Todos rodeamos a Daniel, hombro con hombro. Le sangraba la cara (un puñetazo o el borde de las gafas le habían hecho un corte en el pómulo), pero parecía no darse cuenta.

En la nota habían escrito un mensaje con unas mayúsculas furiosas, tan repasadas en algunos puntos que incluso habían traspasado el papel: «OS QUEMAREMOS VIVOS».

Se produjo un segundo de silencio absoluto.

– ¡Madre mía! -exclamó Rafe. Se dejó caer en el sofá y estalló en carcajadas-. Fantástico. Pueblerinos con antorchas. ¿No os parece fascinante?

Justin chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

– ¡Qué tontería! -dijo. Había recobrado por completo su compostura ahora que estaba de nuevo en casa, seguro y rodeado de nosotros cuatro y con algo que hacer-. Lexie, a ver esas manos.

Se las enseñé. Estaban destrozadas, cubiertas de tierra y sangre, con los nudillos abiertos y la mitad de las uñas rotas… ¡Qué poco había durado mi manicura! Justin soltó un ligero bufido.

– Por todos los cielos, pero ¿qué le has hecho a ese pobre hombre? No digo que no se lo mereciera… Ven aquí, déjame que te vea bien.

Me condujo hasta el sillón de Abby, bajo la lámpara de pie, y se arrodilló en el suelo a mi lado. El cuenco emitía una nube de vapor con un tranquilizador olor a desinfectante.

– ¿Llamamos a la policía? -preguntó Abby a Daniel.

– Claro que no -contestó Rafe, se frotó con cuidado la nariz y comprobó si tenía los dedos manchados de sangre-. ¿Te has vuelto loca? Nos echarán la misma perorata de siempre: gracias por denunciarlo, pero no hay posibilidad alguna de que atrapemos al autor, haceos con un perro… y adiós. Esta vez incluso podrían arrestarnos: basta con mirarnos para saber que ha habido una pelea. ¿Crees que al Gordo y al Flaco va a importarles quién haya empezado? Justin, ¿me pasas el paño un segundo, por favor?

– Un momentito. -Justin apretaba el paño húmedo contra mis nudillos, con tanta delicadeza que apenas lo notaba-. ¿Te escuece?

Negué con la cabeza.

– Voy a manchar de sangre el sofá -amenazó Rafe.

– No lo harás. Echa la cabeza hacia atrás y espera.

– A decir verdad -comentó Daniel, frunciendo el ceño pensativo mientras seguía mirando aquella nota-, creo que no sería tan mala idea llamar a la policía.

Rafe se sentó de golpe, sin acordarse de su nariz.

– Daniel. ¿Hablas en serio? Si se mueren de miedo al ver a esos orangutanes que viven en el pueblo. Harían lo que fuera para ganarse el favor de Glenskehy y qué mejor que arrestarnos acusados de asaltar a uno de ellos.

– En realidad no pensaba en llamar a la policía local -puntualizó Daniel-. En absoluto. Me refería a Mackey o a O'Neill; no estoy seguro de cuál sería mejor. ¿Tú por quién te decantas? -le preguntó a Abby.

– Daniel -intervino Justin. Su mano dejó de moverse sobre la mía y aquella nota aguda de pánico volvió a apoderarse de su voz-. No lo hagas. Por favor. No quiero… Nos han dejado en paz desde que Lexie regresó…

Daniel lo miró largamente, con gesto inquisitivo, por encima de sus gafas.

– Es verdad -replicó-. Pero tengo serias dudas de que hayan abandonado la investigación. Estoy convencido de que están invirtiendo bastante energía en buscar a un sospechoso y creo que les interesaría mucho tener noticia de éste. Además, creo que es nuestra obligación informarles, tanto si nos conviene como si no.

– Yo lo único que deseo es volver a la normalidad -insistió Justin, cuya voz se había transformado casi en un lamento.

– Claro, eso es lo que queremos todos -corroboró Daniel con cierta irritación. Puso gesto de dolor, se masajeó el muslo y volvió a apretar los ojos con dolor-. Y cuanto antes acabe todo esto y detengan a un culpable, antes podremos hacer exactamente eso. Estoy seguro de que Lexie, por ejemplo, se sentiría mucho mejor si ese hombre estuviera preso. ¿No es así, Lexie?

– ¡Me importa un rábano si lo detienen! Me sentiría mucho mejor si ese cabronazo no se nos hubiera escapado tan pronto -contesté-. Me estaba divirtiendo.

Rafe sonrió y se inclinó hacia delante para chocar los cinco con mi mano libre.

– Al margen del episodio de Lexie -opinó Abby-, esto supone una amenaza. No sé tú, Justin, pero yo no tengo ningunas ganas de que me quemen viva.

– Pero por el amor de Dios, jamás haría algo así -apuntó Rafe-. Los incendios provocados requieren una cierta capacidad de organización. Se prendería fuego a sí mismo antes de conseguir llegar a nosotros.

– ¿Te apostarías la casa?

El ambiente en la estancia se había enrarecido. La unión y la euforia atolondrada se habían evaporado con un silbido maligno, como agua derramándose sobre un fogón candente; ya nadie se divertía.

– Bueno, tengo más esperanzas en la estupidez de ese tipo que en la inteligencia de la policía. Necesitamos a los polis como un agujero en la cabeza. Si ese tarado vuelve a aparecer, y no lo hará, no después de esta noche, nosotros mismos nos encargaremos de él.

– Cierto. Porque hasta ahora -apostilló una Abby tensa- hemos resuelto nuestros propios asuntos solos con una brillantez deslumbrante.

Levantó la fuente de palomitas del suelo con un movimiento brusco y enojado y se agachó a recoger los cristales.

– No, déjalo; a la policía le conviene que no toquemos nada -la interrumpió Daniel, desplomándose en un sillón-. ¡Ay!

Hizo una mueca, se sacó el revólver del tío Simon del bolsillo trasero y lo dejó en la mesilla de café.

Justin se quedó inmóvil a medio camino. Abby se irguió con tal rapidez que a punto estuvo de caerse de espaldas.

De haber sido cualquier otra persona, yo no habría pestañeado siquiera. Pero Daniel… algo frío como el agua marina se apoderó de todo mi cuerpo y me dejó sin respiración. Era como ver a tu padre borracho o a tu madre histérica: aquella caída libre en tu estómago, los cables tensándose mientras el ascensor se prepara para descender en picado cientos de plantas, sin detenerse, fuera de control.

– ¡No me lo creo! -exclamó Rafe, a punto de tener otro ataque de risa.

– ¿Qué demonios pretendías hacer con eso? -inquirió Abby con mucha calma.

– La verdad es que no estoy seguro -respondió Daniel, mirando el arma con desconcierto-. La cogí por puro instinto. Pero una vez ahí fuera, como es lógico, estaba demasiado oscuro y era todo demasiado caótico como para poder hacer algo sensato con este trasto. Habría sido peligroso.

– ¡Dios nos libre! -dijo Rafe.

– ¿De verdad la habrías utilizado? -preguntó Abby, con los ojos como platos clavados en Daniel y la fuente en una mano como si estuviera a punto de tirarla.

– No estoy seguro -contestó él-. Se me ocurrió vagamente amenazarlo antes de que escapara, pero supongo que nadie sabe de lo que es verdaderamente capaz hasta que se presenta una situación límite.

Aquel sonido metálico en el sendero a oscuras.

– ¡Madre mía! -musitó Justin, con una exhalación trémula-. ¡Vaya lío!

– Pues no es ni la mitad de lío de lo que podría haber sido -señaló Rafe alegremente-. Sangre y visceras, claro que sí.

Se descalzó un zapato y sacudió unas piedrecitas en el suelo. Ni siquiera Justin miró.

– ¡Cállate! -lo regañó Abby-. ¡Cállate de una vez! Esto no es ninguna broma. La situación se nos está yendo de las manos. Daniel…

– No pasa nada, Abby -la sosegó Daniel-. Créeme. Todo está bajo control.

Rafe se recostó en el sofá y empezó a reír de nuevo, con una risa mordaz, crispada, rayana en la histeria.

– ¿Y eres tú la que dice que esto no es ninguna broma? -le preguntó a Abby-, Bajo control. ¿Has oído bien lo que has dicho, Daniel? ¿De verdad opinas que esta situación está bajo control?

– Sí, eso opino -contestó Daniel, y su mirada se posó en Rafe, atenta y glacial.

Abby depositó la fuente con un golpe en la mesa y las palomitas saltaron por los aires.

– ¡Y un cuerno! Rafe será un capullo, pero tiene razón, Daniel. Hemos perdido el control por completo. Alguien podría haber resultado muerto. Los tres os habéis lanzado a correr en medio de la oscuridad persiguiendo a un pirómano chalado…

– Y cuando regresamos te encontramos con un atizador en la mano -recalcó Daniel.

– No es lo mismo. Eso era por si volvía; yo no he salido detrás de él en busca de problemas. ¿Qué habría pasado si te hubiera arrebatado esa cosa? Dime. ¿Qué?

En cualquier momento alguien iba a pronunciar la palabra «pistola». En cuanto Frank o Sam descubrieran que el revólver del tío Simon había dejado de ser una herencia pintoresca para convertirse en el arma escogida por Daniel nos adentraríamos en un nuevo territorio, uno en el que participaría un equipo de la Unidad de Respuesta de Emergencias en alerta, con chalecos antibalas y rifles. La mera idea de ello me provocó un retortijón.

– ¿A alguien le interesa conocer mi opinión? -pregunté, pegando un puñetazo en el brazo de mi sillón.

Abby giró bruscamente sobre sus talones y me miró como si se hubiera olvidado de mi presencia.

– ¿Por qué no? -resopló transcurrido un momento-. Adelante.

Se dejó caer en el suelo, entre los cascos de vidrio, y se entrelazó las manos tras la nuca.

– Yo abogo por denunciarlo a la policía -les anuncié-. Esta vez podrían detener a ese tipo. Antes no tenían ninguna pista en la que ampararse, pero ahora lo único que tienen que hacer es encontrar a alguien con aspecto de haber pasado por una trituradora.

– En este lugar -terció Rafe-, es posible que ese dato no limite mucho sus pesquisas.

– Muy bien dicho -me felicitó Daniel-. No se me había ocurrido. Además podría resultar de utilidad como acción preventiva, en caso de que ese energúmeno decida acusarnos de agresión, cosa que estimo bastante improbable, pero nunca se sabe. ¿Estamos todos de acuerdo? No tiene mucho sentido hacer venir a los detectives a esta ahora; podemos llamarlos mañana por la mañana.

Justin había retomado su misión de limpiarme la mano, pero estaba demacrado y absorto.

– Lo que sea por zanjar este tema -respondió, tenso.

– Yo opino que es una locura -apostilló Rafe-, pero hace tiempo que vengo pensándolo. Y, además, tampoco es que mi opinión importe demasiado, ¿no es cierto? Vais a hacer exactamente lo que queráis de todos modos…

Daniel pasó por alto su comentario.

– ¿Mackey u O'Neill? -preguntó.

– Mackey -contestó Abby, sin despegar la vista del suelo.

– Interesante… -opinó Daniel, mientras sacaba sus cigarrillos-. Mi primer instinto habría sido llamar a O'Neill, sobre todo porque es quien parece haber estado investigando nuestra relación con Glenskehy, pero quizá tengas razón. ¿Alguien tiene un mechero?

– ¿Me permitís hacer una sugerencia? -preguntó Rafe con dulzura-. Cuando mantengamos nuestras pequeñas charlas con vuestros amigos de la pasma, tal vez sería buena idea no mencionar eso -indicó, señalando con la cabeza el arma.

– Evidentemente -aceptó Daniel con aire ausente. Seguía buscando un mechero; yo encontré el de Abby en la mesa, junto a mí, y se lo lancé-. De hecho, no ha intervenido en la historia; no hay motivo alguno para mencionarlo. Lo esconderé.

– Hazlo -convino Abby en un tono neutro, mirando el suelo-. Y luego todos podemos fingir que esto nunca ha ocurrido.

Nadie abrió la boca. Justin acabó de limpiarme las manos y me colocó tiritas sobre los nudillos abiertos, alineando con esmero los bordes. Rafe se levantó del sofá de un brinco, se dirigió a la cocina y regresó con un puñado de servilletas de papel húmedas, se frotó por encima la nariz y luego las arrojó al fuego. Abby no se movió. Daniel fumaba pensativo, con la sangre reseca en la mejilla y la vista fja en un punto de la distancia media.

El viento se levantó, se arremolinó en los aleros y envió un lamento por el tiro de la chimenea, bajó describiendo volutas y barrió como una ráfaga el salón, como si se tratara de un largo y frío tren fantasmal. Daniel apagó su cigarrillo, subió las escaleras (pisadas en la planta de arriba, una rascada prolongada y un puñetazo) y regresó con un madero lleno de arañazos y con los extremos serrados que en otro tiempo pudo pertenecer a la cabecera de una cama. Abby lo sostuvo mientras él lo clavaba sobre la ventana rota y los martillazos reverberaban con aspereza en la totalidad de la casa y se proyectaban hacia el exterior, hacia la noche.

Загрузка...