Capítulo 23

En cuanto Justin aparcó en los establos, yo salté del coche y salí de estampida hacia la casa, levantando a mi paso los guijarros en el sendero. Nadie me llamó. Introduje mi llave en la cerradura, dejé la puerta abierta de par en par y subí las escaleras de dos en dos para encerrarme en mi habitación.

Creí que transcurría un siglo antes de que los demás entraran (la puerta cerrándose, susurros solapados rápidos en el salón), pero en realidad tardaron menos de sesenta segundos: tenía la vista clavada en el reloj. Les concedí unos diez minutos. Era lo mínimo que necesitaban para cotejar sus experiencias por primera vez en el día y que el pánico cundiera entre ellos. Si les concedía más tiempo, Abby recobraría la compostura y metería a los chicos en vereda.

Durante aquellos diez minutos escuché las voces en la planta inferior, tensas, apagadas y rayanas en la histeria. Entre tanto, me prepare. El sol vespertino se filtraba a través de la ventana y bañaba mi dormitorio, y el aire resplandecía con tal intensidad que me sentía ingrávida, suspendida en ámbar; cada uno de mis movimientos era tan claro, rítmico y calculado que parecía formar parte de un ritual que llevara coreografiando toda mi vida. Mis manos parecían moverse por voluntad propia, alisar mi faja (empezaba a estar ya bastante mugrienta, ya que no era una prenda que pudiera meter precisamente en la lavadora), tirar de ella, remeter el borde por dentro de mis tejanos, recolocar mi pistola en su sitio, con la misma calma y precisión que si me quedara por delante toda la vida y un día. Pensé en aquella tarde a eones de distancia, en mi apartamento, cuando me había vestido con la ropa de Lexie por vez primera: recordé la sensación de embutirme en una armadura, un atuendo ceremonial, y recordé también que me sobrevinieron unas ganas terribles de estallar en carcajadas por un sentimiento parecido a la pura felicidad.

Cuando se consumieron los diez minutos, abrí la puerta en la que estaba apoyada, la puerta de aquella habitación luminosa y con fragancia a lirios de los valles, y escuché las voces de la planta inferior apagarse, hasta sumirse en un silencio sepulcral. Me lavé la cara en el cuarto de baño, me la sequé cuidadosamente y coloqué mi toalla entre las de Abby y Daniel. Mi rostro en el espejo se me antojó muy extraño, pálido, con los ojos enormes, observándome con una mirada crucial e inescrutable de advertencia. Me bajé el jersey y comprobé que el bulto de mi pistola no se notara. Luego descendí las escaleras.

Estaban en el salón, los tres. Antes de que me vieran, me detuve un instante a contemplarlos desde el vano de la puerta. Rafe estaba despatarrado en el sofá, pasándose una baraja de cartas de mano en mano dibujando un arco rápido e impaciente. Abby, acurrucada en su sillón, tenía la cabeza gacha sobre la muñeca y se mordía con fuerza el labio inferior; intentaba coser, pero tenía que repetir cada puntada unas tres veces. Justin estaba sentado en uno de los butacones con un libro y, por algún motivo, fue él quien estuvo a punto de romperme el corazón: aquellos hombros estrechos y encorvados, el zurcido en la manga de su jersey, aquellas largas manos colgadas de unas muñecas tan delgadas y vulnerables como las de un crío. La mesita del café estaba cubierta de vasos y botellas de vodka, tónica y zumo de naranja; había salpicado líquido en la mesa, pero nadie se había molestado en limpiarlo. En el suelo, las sombras de la hiedra se enroscaban como recortables a través de la luz del sol.

Levantaron la cabeza, uno a uno, y volvieron sus rostros hacia mí, inexpresivos y vigilantes como aquel primer día en las escaleras.

– ¿Cómo estás? -preguntó Abby.

Me encogí de hombros.

– Sírvete una copa -me invitó Rafe, señalando la mesa con la cabeza-. Si quieres algo que no sea vodka, ve a buscarlo tú misma.

– Empiezo a recordar cosas -anuncié. Un largo haz solar atravesaba las planchas de madera del suelo, a mis pies, y hacía que el barniz recién pintado resplandeciera como el agua. Dejé vagar la vista en aquel efecto-. Fragmentos de aquella noche. Los médicos me advirtieron que podía ocurrir.

Un trino y el ruido de las cartas otra vez.

– Ya lo sabemos -me informó Rafe.

– Nos han dejado mirar -explicó Abby en voz baja- mientras hablabas con Mackey.

Levanté la cabeza y los miré anonadada, boquiabierta.

– ¿Y se puede saber cuándo pensabais decírmelo? -pregunté transcurrido un instante-, si es que pensabais hacerlo, claro está.

– Te lo estamos diciendo ahora -replicó Rafe.

– ¡Idos a la mierda! -exclamé, y el temblor de mi voz sonó como si estuviera a punto de romper a llorar otra vez-. ¡Idos todos a la mierda! ¿Acaso os creéis que soy tonta? Mackey se ha portado como un capullo integral conmigo y yo he mantenido la boca cerrada porque no quería acarrearos problemas. Y en cambio vosotros pensabais consentir que yo quedara como una idiota el resto de nuestras vidas, mientras todos sabíais que… -me tapé la boca con la muñeca.

Abby respondió muy lenta y cuidadosamente.

– Has mantenido la boca cerrada.

– No debería haberlo hecho… -Mis palabras se ahogaron en mi muñeca-. Tendría que haberle contado todo lo que recuerdo y haber dejado que os las apañaseis solitos.

– ¿Qué más… -empezó a preguntar Abby- qué más recuerdas?

Me parecía que el corazón se me iba a salir del pecho en cualquier momento. Si me equivocaba, entonces estaría cavando mi propia tumba y cada segundo de aquel mes habría sido en vano. Haberme infiltrado en aquellas cuatro vidas, herir a Sam, arriesgar mi trabajo: todo eso para nada. Estaba poniendo toda la carne en el asador sin tener ni puñetera idea de si iba a quemarme o no la mano. En aquel instante pensé en Lexie, en el hecho de que hubiera vivido así toda su vida, apostándolo todo a ciegas; también pensé en el precio que había pagado al final.

– La chaqueta -dije-. La nota en el bolsillo de la chaqueta.

Por un instante pensé que había perdido. Sus rostros, alzados hacia mí, eran rotundamente inexpresivos, como si mis palabras no significaran nada para ellos. Me encontraba ya calibrando modos de dar marcha atrás (¿un sueño durante el coma?, ¿una alucinación provocada por la morfina?) cuando Justin exclamó con un levísimo suspiro de devastación:

– ¡Dios mío!

«Antes no te llevabas el tabaco cuando salías a pasear por la noche», había dicho Daniel. Había estado tan concentrada en disimular mi desliz que había tardado días en percatarme de algo: yo había quemado la nota de Ned. Pero si Lexie no llevaba un mechero encima, entonces, salvo que comiera papel, cosa que era un tanto extrema incluso para ella, no tenía modo alguno y rápido de deshacerse de aquellas notas. Quizás había rasgado alguna en mil pedazos de camino a casa, había tirado los pedacitos en los setos a su paso, como un oscuro reguero a lo Hansel y Gretel; o tal vez ni siquiera había querido dejar ese rastro y se había guardado las notas en el bolsillo para tirarlas por el váter o quemarlas más tarde, en casa.

Había sido extremadamente cautelosa velando por sus secretos. Sólo era capaz de imaginármela cometiendo un error: regresar a casa a toda prisa en medio de la oscuridad y la lluvia implacable, porque tenía que llover, con el bebé convirtiendo los filos de su mente en lana mullida y la huida palpitándole por las venas, tras guardarse la nota en el bolsillo sin recordar que la chaqueta que llevaba puesta no era suya, sino comunitaria. La había traicionado exactamente lo mismo que la estaba traicionando a ella: la proximidad que compartían todos ellos.

– Bien -dijo Rafe, alargando la mano para coger el vaso, con una ceja arqueada. Intentaba poner su mejor cara de hastío, pero le aleteaban las aletas de la nariz, ligeramente, con cada respiración-. Felicidades, Justin, amigo mío. Esto se pone interesante.

– ¿Qué? ¿Por qué diablos me felicitas? Lexie ya sabía…

– Callad -ordenó Abby.

Se había quedado lívida; sus pecas contrastaban como si estuvieran pintadas.

Rafe no le hizo caso.

– Y si no lo sabía, ahora ya lo sabe.

– No es culpa mía. ¿Por qué siempre me culpáis a mí de todo?

Justin estaba muy cerca de perder los nervios. Rafe alzó la vista al cielo.

– ¿Acaso me has oído quejarme? Por lo que a mí concierne, ya es hora de que pongamos fin a todo este asunto.

– No vamos a debatir este tema hasta que Daniel regrese a casa -sentenció Abby.

Rafe estalló en carcajadas.

– Abby, de verdad, te quiero, pero a veces dudo de tu inteligencia-dijo-. Es imposible que no sepas que, una vez Daniel regrese a casa, no debatiremos este asunto ni por asomo.

– Esto nos concierne a los cinco. No hablaremos de ello hasta que estemos todos reunidos.

– ¡Patrañas! -exclamé a voz en grito-. Es tan absurdo que casi me avergüenza oírlo. Si esto nos concierne a los cinco, entonces ¿por qué no me lo dijisteis hace semanas? Si podéis hablar de ello a mis espaldas, entonces seguramente también podemos hablar de ello en ausencia de Daniel.

– Oh, Dios -musitó Justin; tenía la boca abierta, semitapada con una mano temblorosa.

El teléfono móvil de Abby comenzó a sonar en su bolso. Yo llevaba oyendo ese sonido durante todo el trayecto hasta casa y el tiempo que había estado en mi habitación. Frank había soltado a Daniel.

– ¡No contestes! -chillé lo bastante fuerte como para paralizarla a medio camino-. Es Daniel y sé exactamente lo que va a decir. Te ordenará que no me digas nada, y estoy harta de que me trate como si tuviera seis años. Si alguien tiene derecho a saber exactamente qué ocurrió, ésa soy yo. ¡Si intentas descolgar ese maldito teléfono, lo pateo!

Hablaba en serio. Era domingo por la tarde. La caravana era de entrada a Dublín, no de salida; si Daniel pisaba a fondo, y lo haría, y lograba que no lo parara ningún agente de tráfico, dentro de media hora estaría en casa. Necesitaba aprovechar cada segundo de ese margen de tiempo.

Rafe soltó una carcajada, un sonido corto y áspero.

– ¡Valiente! -dijo, alzando su copa hacia mí.

Abby me miró atónita, con la mano aún a medio camino hacia su bolso.

– Si no me contáis ahora mismo qué demonios sucede -les advertí-, llamaré a la policía ahora mismo y les confesaré todo lo que recuerdo. No bromeo.

– Jesús -balbuceó Justin-. Abby…

El teléfono dejó de sonar.

– Abby -dije, respirando hondo. Notaba las uñas clavadas en las palmas de mis manos-. No puedo hacer esto si me dejáis fuera de juego. Es importante. No puedo… no podemos funcionar de esta manera; o vamos todos a una o no.

Sonó el teléfono de Justin.

– Ni siquiera tenéis que decirme quién lo hizo, si no queréis. -Estaba bastante segura de que si aguzaba el oído podría oír a Frank dándose cabezazos con una pared, en algún sitio, pero no me importaba; pasito a pasito-. Sólo quiero saber qué ocurrió. Estoy harta de que todo el mundo lo sepa salvo yo. Hartísima. Por favor.

– Tiene todo el derecho del mundo a saberlo -opinó Rafe-. Y, personalmente, yo también estoy bastante harto de vivir mi vida sobre la premisa de «porque lo dice Daniel». Tengo la sensación de que no nos ha ido especialmente bien, ¿me equivoco?

El teléfono dejó de sonar.

– Deberíamos telefonearle -terció Justin, con el culo casi fuera del butacón-. ¿No? Quizá lo hayan arrestado y necesite que paguemos la fianza o algo así.

– No lo han arrestado -repuso Abby de manera automática. Se desplomó de nuevo en el sillón, se pasó las manos por la cara y exhaló un largo suspiro-. Os lo he dicho una y otra vez: necesitan pruebas para arrestar a alguien. Está bien. Lexie, siéntate.

Me quedé donde estaba.

– Venga, mujer, siéntate -insistió Rafe con un suspiro de resignación-. Voy a explicarte toda esta saga patética de todas maneras, tanto si a los demás les gusta como si no, y prefiero que no me pongas de los nervios quedándote ahí de pie sin dejar de moverte. Y, Abby, cálmate. Deberíamos haber hecho esto hace semanas.

Al cabo de un momento me dirigí hacia mi sillón, junto a la chimenea.

– Mucho mejor -opinó Rafe, sonriéndome. Su rostro traslucía un regocijo temerario, arriesgado; parecía más feliz de lo que había estado en semanas-. Sírvete una copa.

– No me apetece.

Sacó las piernas del sofá, sirvió un vodka con naranja de cualquier manera y me lo pasó.

– En realidad, creo que todos deberíamos tomarnos una copa. Vamos a necesitarla. -Llenó los vasos con una floritura (Abby y Justin ni siquiera parecieron darse cuenta) y levantó el suyo a modo de brindis-. ¡Por la verdad y nada más que la verdad!

– Está bien -dijo Abby, con un hondo suspiro-. Está bien. Si de verdad queréis hacer esto, y de todas maneras estás recobrando la memoria, entonces supongo que… ¡qué diablos! Adelante.

Justin abrió la boca, pero la volvió a cerrar y se mordió los labios. Abby se pasó las manos por el cabello, alisándoselo con fuerza.

– ¿Dónde quieres que…? Me refiero a que no sabemos cuánto recuérdas.

– Fragmentos dispersos -contesté-. No consigo hilvanarlos en una secuencia. Empezad por el principio.

Súbitamente, toda la adrenalina de mi sangre se había diluido y me sentía asombrosamente relajada. Aquélla sería mi última actuación en Whitethorn House. La notaba a mi alrededor, cada centímetro de ella, cantando con el sol, las motas de polvo y los recuerdos, aguardando a escuchar lo que venía a continuación. Daba la sensación de que teníamos todo el tiempo del mundo.

– Ibas a salir a pasear -empezó a narrar Rafe con sentido práctico, dejándose caer de nuevo en el sofá- alrededor de las once, más o menos. Abby y yo descubrimos que nos habíamos quedado sin tabaco. Es curioso, ¿no crees?, que siempre sean las cosas más insignificantes las que cobran una mayor relevancia. De no haber sido fumadores, esto podría no haber sucedido nunca. Cuando hablan de lo perjudicial que es el tabaco nunca mencionan este tipo de cosas.

– Te ofreciste a comprar en el camino de vuelta -dijo Abby. Me observaba atentamente, con las manos enlazadas en el regazo-. Pero siempre tardabas como mínimo una hora, de manera que pensé que podía ir yo misma hasta la gasolinera y comprar un paquete. Amenazaba tormenta, de manera que me puse el impermeable, porque además parecía que tú no lo ibas a usar ya que te estabas poniendo el abrigo. Metí mi monedero en el bolsillo y…

Su voz fue apagándose e hizo un mohín leve y tenso que podría significar cualquier cosa. Mantuve la boca cerrada. Nada de conducir aquella conversación, si podía evitarlo. El resto de la historia tenía que salir de ellos.

– Y sacó una notita -continuó Rafe, dándole una calada a su cigarrillo-. Entonces dijo: «¿Qué es esto?». Al principio nadie le prestó demasiada atención. Estábamos todos en la cocina; nosotros, Justin, Daniel y yo estábamos fregando los platos y discutiendo sobre algo…

– Stevenson -puntualizó Justin en voz muy baja y profundamente triste-. ¿Recuerdas? El doctor Jekyll y mister Hyde. Daniel estaba enzarzado con ellos, hablaba de la razón y el instinto. Tú estabas muy bromista, Lexie, dijiste que ya habías tenido bastante charla de verduleras por aquella noche y que, además, Jekyll y Hyde seguramente serían pésimos amantes, y Rafe dijo: «Tienes una mente unidireccional y la dirección en la que apunta es la de una enferma…». Y todos estallamos en carcajadas.

– Entonces Abby preguntó: «Lexie, ¿qué demonios?» -continuó Rafe-. Gritaba. Todos dejamos de bromear y volvimos la vista, y allí estaba ella, sosteniendo una notita arrugada con aspecto de que alguien la hubiera abofeteado en la cara. Nunca la había visto así, jamás.

– Eso lo recuerdo -dije. Se me antojaba que las manos se me habían fundido en los brazos del sillón por efecto del calor-. Luego todo se vuelve borroso.

– Por suerte para ti -prosiguió Rafe-. Ahora te lo explicamos. Creo que nosotros recordaremos cada instante el resto de nuestras vidas. Tú dijiste: «Dame eso» e intentaste arrancarle la nota de las manos, pero Abby dio un salto atrás, rápida, y se la pasó a Daniel.

– Creo -farfulló Justin en voz baja- que fue entonces cuando empezamos a darnos cuenta de que ocurría algo grave. Yo estaba a punto de hacer algún comentario estúpido sobre una carta de amor, sólo para tomarte el pelo, Lexie, pero estabas tan… Embestiste a Daniel para intentar arrancarle el papel de la mano. Él alargó su otra mano para apartarte, como en un acto reflejo, pero tú le estabas pegando, pegándole de verdad: le dabas puñetazos en el brazo y patadas para coger la nota. No hiciste ni un solo ruido. Eso es lo que más me asustó, creo: el silencio. La situación era propicia a gritar, a chillar o algo, porque así yo hubiera podido reaccionar, pero todo transcurrió en silencio: sólo tú y Daniel resollando y el grifo del agua abierto…

– Abby te agarró del brazo -continuó Rafe-, pero diste media vuelta, con el puño en alto; creí de verdad que ibas a asestarle un puñetazo. Justin y yo estábamos de pie, boquiabiertos como un par de bobos, intentando imaginar de qué iba todo aquello… Dos segundos antes estábamos bromeando sobre el sexo de Jekyll y, así, de repente… En cuanto soltaste a Daniel, me pasó la notita, te agarró de las muñecas por detrás de la espalda y me dijo: «Lee esto».

– No me gustaba lo que estaba ocurriendo -añadió Justin en voz baja-. No parabas de moverte, adelante y atrás, intentando zafarte de Daniel, pero él no te soltaba. Era… Intentaste moderle en el brazo. A mí me parecía que no tenía que hacerte eso, que, si era tu nota, debería soltarte y dártela, pero no conseguía articular palabra.

No me sorprendía. Aquéllos no eran hombres de acción; su moneda de cambio eran los pensamientos y las palabras, y se habían visto catapultados a algo que había echado por tierra ambas cosas de un solo soplido. Lo que sí me sorprendía, lo que hizo que se activaran las alarmas en la retaguardia de mi mente, fue la velocidad y la facilidad con la que Daniel había entrado en acción.

– Y entonces yo leí la nota en voz alta -explicó Rafe-. Decía: «Querida Lexie, piénsalo detenidamente: de acuerdo, podemos hablar de doscientos mil. Ponte en contacto conmigo porque a ambos nos conviene cerrar este trato. Atentamente, Ned».

– Estoy segurísimo de que recordarás eso -apuntó Justin en voz baja y amarga, en medio de un silencio en el que faltaba el aire.

– Había un montón de faltas de ortografía -aclaró Rafe, y dio otra calada al cigarrillo-. De hecho, el muy idiota incluso había dibujado una sonrisa con un emoticono, como si fuera un puñetero quinceañero. Es un gilipollas integral. Aparte de lo demás, habría esperado que tuvieras mejor gusto a la hora de escoger a alguien para hacer un trato mezquino.

– ¿Lo habrías hecho? -preguntó Abby. Tenía la vista clavada firmemente en la mía y las manos aún en el regazo-. Si nada de esto hubiera ocurrido, ¿le habrías vendido la casa a Ned?

Cuando pienso en lo sobrecogedoramente cruel que fui con aquellas cuatro personas, ésta es una de las cosas que me hace sentir mejor: podría haber contestado que sí. Podría haberles explicado exactamente lo que Lexie tenía previsto hacerles, hacer con todo aquello a lo que ellos habían consagrado cuerpo y alma. A fin de cuentas, quizás eso les habría dolido menos que pensar que todo ocurrió gratuitamente; la verdad es que no lo sé. En cambio, sí sé que era la última vez que tenía una opción y era demasiado tarde para cambiar nada. Así que mentí por compasión.

– No -contesté-. Yo sólo… Simplemente necesitaba saber que podía hacerlo. Me asusté, Abby. Empecé a sentirme atrapada y me dejé llevar por el pánico. En realidad nunca quise irme de aquí. Simplemente necesitaba saber que podía hacerlo si quería.

– Atrapada -repitió Justin, con una sacudida rápida y herida de la cabeza-. Con nosotros.

Tuve tiempo de divisar el parpadeo rápido de Abby al darse cuenta: el bebé.

– Ibas a quedarte.

– Dios sabe que quería quedarme -contesté, y todavía no sé y nunca sabré si aquello era una mentira-. Quería quedarme con todas mis fuerzas, Abby, de verdad.

Tras una larga pausa, ella asintió, de manera casi imperceptible.

– Os lo dije -añadió Rafe, inclinando la cabeza hacia atrás y exhalando el humo hacia el techo-. Maldito Daniel. Hasta la semana pasada seguía comportándose como un histérico, como un paranoico con ese tema. Le dije que había hablado contigo y que no tenías intención de irte a ninguna parte, pero ya sabemos que nunca escucha a nadie.

Abby no reaccionó, no se movió; parecía incluso que había dejado de respirar.

– ¿Y ahora? -me preguntó-. ¿Ahora qué?

En un momento de aturdimiento, perdí el hilo y pensé que me preguntaba si después de aquello pensaba quedarme de todas maneras. -¿Qué quieres decir?

– Lo que quiere decir -respondió Rafe en su nombre, con voz fría, entrecortada y uniforme- es si vas a telefonear a Mackey u O'Neill o a esos dos tontos del pueblo y entregarnos tan pronto termine esta conversación. Si nos vas a traicionar. Si nos vas a delatar o como se diga.

Podría pensarse que esto habría provocado que me invadiera un sentimiento de culpa y me pinchara como un ejército de agujas avanzando desde ese micrófono ardiente contra mi piel, pero lo único que sentí fue pena: un pesar profundo, inmenso y definitivo, como un reflujo en mis huesos.

– No voy a explicarle nada a nadie -respondí, y noté a Frank convenir conmigo en su pequeño círculo zumbante de electrónica-. No quiero que vayáis a la cárcel. No importa lo que pasara.

– Bueno -replicó Abby en voz muy baja, casi para sí misma. Se recostó en el respaldo de la butaca y se alisó la falda, con expresión ausente, con ambas manos-. Bueno, entonces…

– Bueno, entonces -la interrumpió Rafe, dando una fuerte chupada a su cigarrillo-, hemos hecho de toda esta historia algo muchísimo más complicado de lo que debería haber sido. Y, si os soy sincero, no me sorprende.

– ¿Y luego qué? -pregunté-. Después de la nota. ¿Qué ocurrió luego?

Un cambio tenso y apenas perceptible barrió la estancia. Ninguno de ellos se miraba. Busqué alguna minúscula diferencia entre sus rostros, algo que me apuntara que aquella conversación estaba sacudiendo a uno de ellos con más crudeza que a los demás, que alguien estaba protegiendo, estaba siendo protegido, era cupable o estaba a la defensiva: nada.

– Entonces -dijo Abby exhalando un profundo suspiro-. Lex, no sé si has pensado en las consecuencias que aquello habría tenido, en las consecuencias de que hubieras vendido tu parte a Ned. Tú no siempre… no sé… a veces no reflexionas demasiado tus acciones.

Una carcajada maligna de Rafe.

– Eso por decirlo suavemente. Caray, Lexie, ¿qué diablos pensaste que iba a ocurrir? ¿Qué pretendías? ¿Vender tu parte, comprarte un apartamentito cuco en algún sitio y que todo siguiera como la seda? ¿Cómo esperabas que te recibiéramos al llegar a la universidad cada mañana? ¿Con besos y abrazos y un bocadillo para ti? Nunca más te habríamos dirigido la palabra. Te habríamos odiado con todas nuestras fuerzas.

– Ned nos habría presionado -conjeturó Abby- todo el día y cada día, para que vendiéramos la casa a un constructor y la convirtieran en apartamentos o en un club de golf o en lo que fuese que quisieran transformarla. Podría haberse mudado aquí, vivir con nosotros, y no habríamos podido hacer nada para impedírselo. Antes o después nos habríamos rendido. Habríamos perdido la casa. Esta casa.

Algo se removió, sutilmente, desperezándose: una ola diminuta batiendo las paredes, un crujido en las tablas del suelo de la planta de arriba, una bocanada de aire descendiendo en forma de espiral por el pozo de la escalera.

– Empezamos a gritar -relató Justin en voz baja-. Nuestros chillidos se solapaban. Yo ni siquiera recuerdo qué decía. Te desembarazaste de Daniel y Rafe te agarró, y le pegaste, le pegaste con fuerza, Lexie, le arreaste un puñetazo en el estómago…

– Era una pelea -dijo Rafe-. Podemos designarlo como queramos, pero el hecho es que estábamos peleando como un puñado de matarifes de poca monta en un callejón trasero. Otros treinta segundos más y probablemente habríamos caído rodando por el suelo de la cocina, mordiéndonos y tirándonos de los pelos los unos a los otros. Lo que pasó es que antes de llegar tan lejos…

– Lo que pasó -lo interrumpió Abby, con una voz cortante tan nítida como un portazo- es que nunca llegamos tan lejos.

Miró a los ojos a Rafe con calma, sin pestañear. Transcurrido un segundo se encogió de hombros y se desplomó en el sillón, con un pie moviéndose nerviosamente.

– Podría haberlo hecho cualquiera de nosotros -continuó diciendo Abby, a mí o a Rafe, no fui capaz de determinarlo. Su voz tenía un trasfondo de profunda pasión que me desconcertó-. Estábamos todos furiosos; nunca he estado tan enfadada en toda mi vida. El resto, cómo se desarrollaron las cosas, fue cosa del azar. Cualquiera de nosotros te habría matado, Lexie, y no puedes culparnos por ello.

De nuevo ese movimiento en algún lugar que mi oído no supo determinar: un coletazo en el descansillo, un tarareo en las chimeneas.

– No os culpo -aclaré. Me pregunté (debería haberlo sabido, creo que leí demasiadas noveluchas de fantasmas siendo una niña) si aquello era todo lo que Lexie quería de mí: que les comunicara que los perdonaba-. Teníais derecho a estar rabiosos. Incluso después teníais derecho a echarme de aquí.

– Lo discutimos -explicó Abby. Rafe arqueó una ceja-. Daniel y yo. Nos planteamos si podíamos seguir viviendo todos bajo el mismo techo después de… Pero de todos modos habría sido complicado y, además, eras tú. Al margen de lo ocurrido, seguías siendo tú.

– Lo siguiente que recuerdo -intervino Justin, con voz muy baja- es la puerta de atrás cerrándose de un portazo y aquel cuchillo en medio de la cocina. Manchado de sangre. Yo no daba crédito. No podía creer que algo así estuviera sucediendo.

– ¿Y os limitasteis a dejar que me marchara? -pregunté, mirándome las manos-. Ni siquiera os preocupasteis de averiguar si…

– No -me interrumpió Abby, inclinándose hacia delante, buscándome la mirada-. No, Lex. Por supuesto que nos preocupamos. Tardamos un minuto en darnos cuenta de lo sucedido, pero en cuanto lo hicimos… Daniel fue quien reaccionó primero; los demás estábamos paralizados. Cuando salí de mi parálisis, Daniel ya estaba sacando la linterna. Nos ordenó a mí y Rafe que nos quedáramos en casa por si regresabas, que quemáramos aquella nota y que tuviéramos agua caliente, alcohol y vendas preparados…

– Todo lo cual habría resultado de gran utilidad -terció Rafe, encendiéndose otro cigarrillo- si hubiéramos estado asistiendo a un parto en Lo que el viento se llevó. Pero ¿qué demonios le pasaba por la cabeza? ¿Qué pretendía, practicarle una intervención quirúrgica casera en la mesa de la cocina con la aguja de bordar de Abby?

– … y él y Justin salieron a buscarte. Sin demora.

Había sido una jugada hábil. Daniel sabía que podía confiar en Abby para mantener las riendas de la situación; si alguien se desmoronaba, sería Rafe o Justin. Así que los separó, los puso a ambos bajo supervisión e ingenió un plan que los mantuvo ocupados, todo ello en cuestión de segundos. Aquel tipo era un espécimen digno de estudio.

– No estoy seguro de que nos pusiéramos en marcha tan pronto como creemos -la corrigió Justin-. Pudimos permanecer ahí quietos, en medio del aturdimiento, cinco o diez minutos, diría yo. Apenas recuerdo esa parte; se me ha borrado de la mente. Lo primero que recuerdo es que, para cuando Daniel y yo llegamos a la verja trasera, tú ya habías desaparecido. No sabíamos si te habías dirigido al pueblo en busca de ayuda, si te habías desmayado en algún sitio o…

– Me limité a correr. Ni siquiera me di cuenta de que sangraba hasta el cabo de un buen rato.

Justin se estremeció.

– No creo que sangraras al principio -apuntó Abby con ternura-. El suelo de la cocina no estaba manchado de sangre, ni el del patio.

Lo habían comprobado. Me pregunté cuándo y si había sido idea de Daniel o de Abby.

– Ése es otro tema -aclaró Justin-. No sabíamos…, bueno, no sabíamos si era grave o no. Te fuiste tan deprisa que no tuvimos oportunidad de… Pensamos (o, al menos, yo pensé) que, puesto que habías desaparecido de nuestra vista con tal celeridad, no podía ser tan grave, ¿entiendes? Pensé que quizá fuera un simple rasguño.

– ¡Ja! -soltó Rafe, alargando la mano para coger un cenicero.

– No lo sabíamos. Quizá fuera un rasguño, sí, pero yo se lo comenté a Daniel y él me devolvió una mirada que podía significar cualquier cosa. Entonces… madre mía… entonces empezamos a buscarte. Daniel dijo que urgía descubrir si habías ido al pueblo, pero estaba todo cerrado y oscuro, sólo se veía alguna luz esporádica en los dormitorios; era evidente que allí no había sucedido nada. Así que retomamos el camino a casa, describiendo grandes arcos con la esperanza de que te cruzaras con nosotros en algún momento. -Miró absorto el vaso que sostenía entre las manos-. Al menos, es lo que creo que estábamos haciendo. Yo sólo seguía a Daniel a través de aquel laberinto de sendas oscuro como la boca del lobo; no tenía ni idea de dónde estábamos, había perdido por completo el sentido de la orientación. Temíamos encender la linterna, por si te asustabas; yo ni siquiera estaba seguro de por qué, sencillamente parecía demasiado peligroso: no sé si era por temor a que nos vieran desde alguna de las granjas o para no ahuyentarte, sinceramente no lo sé. De manera que Daniel alumbraba la linterna un segundo cada pocos minutos, la tapaba con la mano y hacía un barrido rápido; luego volvía a apagarla. El resto del tiempo avanzábamos guiándonos a tientas por los setos. Hacía un frío de muerte, como en invierno: ni siquiera caímos en ponernos los abrigos. A Daniel parecía no preocuparle, ya sabes cómo es, pero yo no me notaba los dedos de los pies, estaba seguro de que se me estaban congelando. Vagamos por los caminos durante horas…

– No es cierto -lo contradijo Rafe-. Créeme. Nosotros estábamos aquí atrapados con una botella de alcohol y un puñetero cuchillo y nada que hacer excepto mirar el reloj e intentar dejar la mente en blanco. Sólo estuvisteis fuera unos cuarenta y cinco minutos.

Justin se encogió, tenso.

– Bueno, a mí me dio la sensación de que transcurrieron horas. Finalmente, Daniel se detuvo en seco y yo choqué con su espalda, como en un gag del Gordo y el Flaco. Entonces dijo: «Esto es absurdo. Así nunca la encontraremos». Le pregunté qué sugería que hiciéramos, pero Daniel me ignoró. Se quedó allí de pie, contemplando el cielo como invocando a la inspiración divina; el cielo empezaba a encapotarse, pero la luna había salido y pude ver su perfil recortado contra el negro. Un momento después dijo, con toda la calma del mundo, como si estuviéramos a media discusión en la mesa de la cena: «Bueno, imaginemos que se ha dirigido hacia un lugar concreto, en lugar de deambular por ahí en medio de la oscuridad. Habría quedado en reunirse con Ned en algún sitio. En algún sitio resguardado seguramente, el tiempo parece de lo más impredecible. ¿Hay algún lugar cerca donde…?». Y entonces salió disparado. Corrió a toda velocidad. Yo no sabía que era capaz de correr tan veloz; de hecho, no recuerdo haber visto a Daniel correr antes, ¿vosotros?

– Corrió la otra noche -apuntó Rafe, mientras apagaba la colilla-. Persiguiendo al pueblerino ese con la linterna. Es rápido cuando la situación lo requiere, de eso no cabe duda.

– Yo no tenía ni idea de adonde, tan sólo me preocupaba no perderlo de vista. La idea de quedarme solo en el bosque me provocó un ataque de pánico; ya sé que sólo estábamos a unos cientos de metros de casa, pero tenía una sensación muy distinta. Parecía… -se estremeció-peligroso, como si algo estuviera ocurriendo a nuestro alrededor y no pudiéramos verlo. Tenía miedo de quedarme solo…

– Estabas conmocionado, cariño -lo reconfortó Abby con ternura-. Es normal.

Justin sacudió la cabeza, aún con la mirada clavada en su vaso.

– No -refutó-, no era eso. -Dio un sorbo rápido y tosco a su bebida e hizo una mueca-. Entonces Daniel encendió la linterna e hizo un barrido a nuestro alrededor. Parecía el haz de luz de un faro. Yo estaba convencido de que todo el mundo a kilómetros a la redonda acudiría corriendo. Y se detuvo en aquella casucha. Sólo la vi un segundo, apenas la esquina de una pared derruida. Apagó la linterna otra vez, saltó el muro y empezó a correr campo a través. La hierba, alta y mojada, se me enredaba en los tobillos. Era como intentar correr sobre gachas… -Parpadeó mirando el vaso y lo depositó en la estantería; la bebida salpicó y manchó los apuntes de alguien con unas gotitas de mejunje naranja pegajoso-. ¿Me dais un cigarrillo?

– Pero si tú no fumas -replicó Rafe-. Tú eres el bueno de la película.

– Si tengo que contar esta historia -alegó Justin-, quiero un puñetero cigarrillo.

Su voz traslucía un temblor agudo, precario.

– ¡Para ya, Rafe! -lo reprendió Abby y se estiró para tenderle a Justin su paquete de cigarros; cuando éste lo cogió, ella aprovechó para darle un apretujón afectuoso en la mano.

Justin encendió el pitillo con torpeza, sosteniéndolo en alto entre unos dedos rígidos, inhaló con demasiada fuerza y se atragantó. Nadie dijo nada mientras tosió, recuperó el aliento y se enjugó los ojos metiéndose un nudillo por debajo de las gafas.

– Lexie -dijo Abby-. ¿No podríamos…? Ya conoces lo más importante. ¿No podríamos dejarlo aquí?

– Quiero oírlo todo -respondí.

Me costaba respirar.

– Yo también -se sumó Rafe-. Yo tampoco he oído nunca esta parte y tengo la sensación de que puede ser interesante. ¿Tú no sientes curiosidad, Abby? ¿O acaso ya conoces esta historia?

Abby se encogió de hombros.

– Está bien -continuó Justin. Tenía los ojos cerrados, con fuerza, y la mandíbula tan tensa que casi no podía colocarse el cigarrillo entre los labios-. Voy a… Dadme un segundo. Ufff. -Dio otra calada y le sobrevino una ligera arcada, que logró reprimir-. Bien -dijo. Había recuperado el control de su voz-. Llegamos a la casucha. La luz de la luna permitía descifrar los contornos: los muros, la puerta. Daniel encendió la linterna, cubriéndola ligeramente con la otra mano y… -Abrió los ojos como platos y desvió la mirada al otro lado de la ventana-. Estabas sentada en un rincón, apoyada en la pared. Yo grité algo, quizá tu nombre, no lo recuerdo, y eché a correr hacia ti, pero Daniel me agarró del brazo, con fuerza, me hacia daño, y me obligó a retroceder. Acercó su boca a mi oído y susurró: «Chitón. No te muevas. Quédate aquí. Quédate quieto». Me agitó el brazo, incluso me salieron morados, y luego me soltó y se acercó a ti. Te puso los dedos en el cuello, así, como si te estuviera comprobando el pulso. Te iluminaba con la linterna, parecías… -Los ojos de Justin seguían clavados en la ventana-. Parecías un niñita dormida -continuó, con el dolor reflejándose en su voz dulce e implacable como la lluvia-. Y Daniel dijo: «Está muerta». Es lo que creímos, Lexie. Pensamos que habías muerto.

– Debías de haber caído ya en coma -aventuró Abby con tacto-. La policía nos dijo que eso ralentizó tus pulsaciones, tu respiración y ese tipo de cosas… De no haber hecho tanto frío…

– Daniel se puso en pie -prosiguió Justin- y se limpió la mano con la parte delantera de la camisa. No estoy seguro de por qué, no la tenía manchada de sangre ni nada, pero fue lo que vi: lo vi frotarse la mano contra el pecho, una y otra vez, como si no fuera consciente de estarlo haciendo. Yo no podía… yo no podía ni mirarte. Tuve que apoyarme en la pared. Respiraba con dificultad, pensé que iba a desmayarme, pero entonces Daniel dijo, con brusquedad: «No toques nada. Métete las manos en los bolsillos. Aguanta la respiración y cuenta hasta diez». Yo no sabía a qué venía todo aquello, nada me parecía tener sentido, pero de todos modos obedecí.

– Siempre lo hacemos -terció Rafe en voz baja.

Abby le lanzó una mirada rápida.

– Al cabo de un instante, Daniel dijo: «Si hubiera salido a pasear como de costumbre, llevaría las llaves y el monedero encima, y esa linterna que utiliza. Uno de los dos tiene que regresar a casa y traer estas tres cosas. El otro debería permanecer aquí. Es improbable que nadie pase por aquí a esta hora, pero no sabemos cuál era el trato que tenía con Ned y, si por casualidad alguien se acerca por aquí, necesitamos saberlo. ¿Tú qué prefieres hacer?». -Justin hizo un amago de movimiento para tenderme la mano, pero se refrenó y se agarró con fuerza el otro codo-. Le dije que yo no podía quedarme allí. Lo siento, Lexie. Lo siento en el alma. No debería haber… Me refiero a que eras tú, seguías siendo tú, aunque estuvieras… Pero no podía. Me… me temblaba todo el cuerpo. Debía de farfullar… Al final, dijo, y ni siquiera parecía molesto, ya no, sólo impaciente, dijo: «Por lo que más quieras, cállate. Ya me quedo yo. Ve a casa tan rápido como puedas. Ponte los guantes y coge las llaves de Lexie, su monedero y su linterna. Cuéntales a los demás lo ocurrido. Querrán venir hasta aquí contigo; no se lo permitas, pase lo que pase. Lo último que necesitamos es a más personas pisoteando este sitio y, además, no tiene ningún sentido darles otra imagen para olvidar. Vuelve directamente aquí. Llévate la linterna, pero no la utilices a menos que la necesites de verdad, y procura ser silencioso. ¿Te acordarás de todo?». -Dio una calada fuerte a su cigarrillo-. Le contesté que sí, habría contestado que sí aunque me hubiera pedido que fuera volando a casa, siempre y cuando significara salir de allí. Me obligó a repetírselo todo. Luego se sentó en el suelo, junto a ti, aunque no demasiado cerca, supongo que por si… ya sabes, por si se manchaba de sangre los pantalones. Alzó la mirada hacia mí y dijo: «¡Vamos! ¿A qué esperas? Rápido».

»Así que regresé a casa. Fue horrible. Tardé… bueno, si Rafe está en lo cierto, supongo que no debí de tardar tanto… No lo sé. Me perdí. Había lugares desde los que yo sabía que debería haber divisado las luces de casa, pero no era así; todo estaba negro en kilómetros a la redonda. Tenía el convencimiento de que la casa había desaparecido; sólo veía setos y senderos, infinitos, un laberinto infinito del que jamás lograría salir, nunca más volvería a amanecer. Tenía la impresión de que había centenares de ojos posados sobre mí, encaramados a los árboles, ocultos entre la maleza… no sabía a quién ni a qué pertenecían… simplemente me observaban, y reían. Estaba aterrorizado. Cuando al fin vi la casa, apenas un débil destello dorado sobre los arbustos, sentí tal alivio que estuve a punto de gritar. Lo siguiente que recuerdo es abrir la puerta de un empujón.

– Parecía el protagonista de El grito -apuntó Rafe-, aunque manchado de barro. Y hablaba sin coherencia; parte de lo que salía de sus labios no eran más que farfullos, como si estuviera hablando en otros idiomas. Apenas logramos descifrar que tenía que regresar y que Daniel había insistido en que nosotros nos quedáramos aquí. Yo, personalmente, pensé que no estaba para acatar órdenes de Daniel, quería averiguar qué estaba ocurriendo, pero cuando empecé a ponerme el abrigo, Justin y Abby sufrieron tal episodio de histeria que claudiqué.

– Fue lo mejor que pudiste hacer -opinó Abby con frialdad. Volvía a estar concentrada en la muñeca, con el cabello cubriéndole el rostro, ocultándoselo, e incluso desde el otro lado del salón supe que sus puntadas eran gigantescas, flojas e inservibles-. ¿Podrías haber sido de alguna utilidad?

Rafe se encogió de hombros.

– Nunca lo sabremos. Yo conozco esa casucha; si Justin me hubiera dicho adonde se dirigía, podría haber ido en su lugar y él podría haberse quedado aquí y haberse recompuesto. Pero según parece, eso no era lo que Daniel había previsto.

– Sus razones tendría.

– De eso estoy seguro -replicó Rafe-. Segurísimo, a decir verdad. De manera que Justin empezó a ir de aquí a allá en estado de excitación, cogiendo cosas y tartamudeando, y luego salió disparado de nuevo.

– Ni siquiera recuerdo cómo regresé a la casita -aclaró Justin retomando el hilo-. Después estaba completamente manchado de barro, hasta las rodillas. Quizá me cayera en el camino, no lo sé. Y tenía las manos llenas de arañazos; supongo que debí de agarrarme a los setos para mantenerme en pie. Daniel seguía sentado junto a ti; dudo que se hubiera movido desde que me fui. Me miró (sus gafas estaban manchadas de gotas de lluvia) y ¿sabes qué dijo? Dijo: «Esta lluvia nos va a venir muy bien. Si sigue lloviendo, habrá borrado los restos de sangre y las huellas dactilares para cuando llegue la policía».

Rafe se removió, un movimiento inquieto y repentino que hizo chirriar los muelles del sofá.

– Yo me quedé allí, mirándolo impertérrito. Lo único que oí fue «policía» y, para ser honesto, no entendía qué tenía que ver la policía con todo aquel asunto, pero aun así estaba aterrorizado. Alzó la vista, la bajó y dijo: «No llevas guantes».

– Con Lexie allí a su lado… -musitó Rafe, sin dirigirse a nadie en particular-. ¡Qué encantador!

– Se me habían olvidado los guantes. Con todo aquello estaba…, bueno, puedes hacerte una idea. Daniel resopló y se puso en pie; ni siquiera parecía tener prisa; limpió sus gafas con el pañuelo. Luego me lo tendió y yo intenté cogerlo. Pensé que me lo ofrecía para que yo también me limpiara las gafas, pero lo apartó bruscamente y me preguntó, irritado: «¿Las llaves?». Las saqué, él las cogió y las limpió. Entonces fue cuando caí en la cuenta de la función de aquel pañuelo. Él… -Justin se removió en su butaca, como si anduviera buscando algo, pero no estuviera seguro de qué-. ¿Recuerdas algo de todo esto?

– No lo sé -contesté, con un leve encogimiento convulsivo. Seguía sin mirarlo, salvo de reojo, y empezaba a ponerse nervioso-. Si lo recordara, no te lo habría preguntado, ¿no crees?

– Claro, claro. -Justin se ajustó las gafas-. Bueno. Entonces Daniel… Tenías las manos como caídas en el regazo y estaban todas… Te levantó los brazos estirando de las mangas para poder introducirte las llaves en el bolsillo del abrigo. Luego las soltó y tu brazo… sencillamente se desplomó, Lexie, como si fueras una muñeca de trapo, con un ruido sordo espantoso… Yo pensé que no podía seguir contemplando aquello, de verdad que no podía. Daniel tenía la linterna encendida, te enfocaba para ver mejor, pero yo me di la vuelta y dejé vagar la mirada en el campo; rogué por que Daniel pensara que estaba vigilando que nadie se acercara. Entonces dijo: «El monedero» y luego: «La linterna», y yo se los di, pero no sé qué hizo con ellos; se oían ruidos como de refriega, pero preferí no pensar en ello… -Respiró profúndamete, temblando-. Tardó una eternidad. El viento empezaba a cobrar fuerza y se oían ruidos por todos sitios, susurros y crujidos y sonidos como pequeños roces… No sé cómo te atreves a caminar por ahí de noche. La lluvia arreciaba, pero sólo por zonas; los negros nubarrones avanzaban raudos por el cielo y cada vez que salía la luna el bosque parecía cobrar vida. Quizá fuera sólo la conmoción, como dice Abby, pero yo creo… No lo sé. Quizás algunos sitios sencillamente no son buenos. No son buenos para uno. Para la mente.

Sus ojos estaban fijos en algún punto del centro del salón, con la mirada perdida, recordando. Pensé en aquella pequeña e inconfundible descarga repentina en mi nuca y me pregunté, por vez primera, con qué frecuencia John Naylor me había estado persiguiendo.

– Finalmente, Daniel se puso en pie y dijo: «Ya está. Vámonos». Di media vuelta y… -tragó saliva- te alumbré con la linterna. Tenías la cabeza como caída sobre un hombro y llovía sobre ti, gotas de lluvia te resbalaban por la cara; parecía que hubieras estado llorando dormida, como si hubieras tenido una pesadilla… No podía… No podía soportar la idea de dejarte allí así, sin más. Quería quedarme contigo hasta que amaneciera o al menos hasta que dejara de llover, pero cuando se lo dije a Daniel me miró como si hubiera perdido la chaveta. Así que le dije que, como mínimo, teníamos que ponerte a cubierto de la lluvia. Al principio se negó también, pero cuando vio que yo no pensaba moverme de allí si no lo hacíamos, de que tendría que arrastrarme de los pelos si quería que volviera a casa, cedió. Estaba hecho una furia; no paraba de decir que sería culpa mía si acabábamos en la cárcel, pero a mí no me importaba. Así que…

Justin tenía las mejillas mojadas, pero no parecía percatarse de ello.

– Pesabas tanto… -continuó- y eres tan poquita cosa. Yo te he levantado un millón de veces; pensé… Era como arrastrar un inmenso saco de arena mojada. Y estabas tan fría y tan… tu cara era distinta, como de una muñeca. Me costaba creer que fueras tú. Te metimos en la habitación techada e intenté que estuvieras…, que hiciera… ¡Hacía tanto frío! Yo quería cubrirte con mi jersey, pero sabía que Daniel se enfurecería si lo intentaba, que me pegaría o lo que fuera… Andaba frotándolo todo con su pañuelo, incluso tu cara, donde yo te había tocado, y el cuello, en el punto en el que te había tomado las pulsaciones… Arrancó una rama de los arbustos que hay frente a la puerta y barrió toda la estancia, supongo que para borrar nuestras huellas. Tenía un aspecto… ¡Dios!… grotesco. Caminaba hacia atrás por aquella habitación fantasmagórica, encorvado sobre aquella rama, barriendo. La linterna alumbraba a través de sus dedos y formaba inmensas sombras que se deslizaban sobre las paredes.

Justin se enjugó la cara y clavó la mirada en la punta de sus dedos.

– Yo recé una oración por ti antes de irnos. Sé que no es mucho, pero… -Su cara volvía a estar sudada. Y empezó a orar-: «Y brille para ella la luz perpetua»…

– Justin -lo interrumpió Abby con delicadeza-. Lexie está aquí, delante de nosotros.

Justin sacudió la cabeza.

– Entonces regresamos a casa -concluyó.

Al cabo de un momento, Rafe encendió el mechero, con un ruido seco, y los tres nos sobresaltamos.

– Aparecieron de repente en el patio -explicó-. Como salidos de La noche de los muertos vivientes.

– Nosotros dos no dejábamos de chillarles, intentando averiguar qué había sucedido -continuó Abby-, pero Daniel nos miraba sin vernos; tenía una mirada gélida espantosa, no creo siquiera que nos viera. Levantó un brazo para impedir que Justin entrara en casa y dijo: «¿Alguien necesita hacer una colada?».

– No creo que ninguno de nosotros tuviera la más remota idea de sobre qué diablos hablaba -añadió Rafe-. No era momento para ponerse críptico. Intenté agarrarlo, obligarle a explicarnos qué demonios había sucedido, pero saltó hacia atrás y me espetó: «No me toques». Aquellas palabras, su forma de decirlas… Estuve a punto de desmayarme. No fue porque me gritara ni nada por el estilo, prácticamente hablaba entre susurros, pero su cara… No parecía Daniel; ni siquiera parecía humano. Me gruñó.

– Estaba cubierto de sangre -aclaró Abby sin rodeos- y no quería que te mancharas. Y estaba traumatizado. Tú y yo vivimos la parte más fácil aquella noche, Rafe. No -lo cortó cuando Rafe resopló-, es verdad. ¿O tal vez habrías querido estar en aquella casucha?

– Quizá no habría sido tan mala idea.

– Te prometo que no te habría gustado -dijo Justin con voz afilada-. Créeme. Abby tiene razón: vosotros lo tuvisteis fácil.

Rafe se encogió de hombros exageradamente.

– En cualquier caso -continuó Abby después de un tenso segundo-, Daniel respiró hondo, se pasó la mano por la frente y dijo: «Abby, tráenos ropa limpia y una toalla, por favor. Rafe, tráeme una bolsa de plástico, una grande. Justin, desnúdate». Él ya estaba desabotonándose la camisa…

– Cuando regresé con la bolsa, Daniel y Justin estaban en el patio, de pie, en calzoncillos -explicó Rafe, sacudiéndose unas motas de ceniza que le habían caído en la camisa-. No es que fuera una imagen muy agradable.

– Estaba congelado -dijo Justin. Su tono de voz había cambiado a mejor, ahora que lo peor había pasado: tembloroso, exhausto, liberado-. La lluvia azotaba implacable, debíamos de estar a siete millones de grados bajo cero, el viento era frío como el hielo y estábamos de pie en el patio en ropa interior. Yo no tenía ni idea de por qué estábamos haciendo todo aquello; tenía el cerebro entumecido y sólo cumplía órdenes. Daniel lanzó toda nuestra ropa a la bolsa y comentó lo afortunados que éramos por no llevar abrigo. Yo me dispuse a meter también los zapatos, quería ayudar, pero dijo: «No, déjalos ahí. Ya me ocuparé de eso más tarde». Cuando Abby regresó con las toallas y la ropa, nos secamos y nos vestimos.

– Yo intenté preguntar de nuevo qué sucedía -intervino Rafe-, esta vez desde una distancia prudencial. Justin me miró como un cervatillo sorprendido por los faros de un coche. Daniel ni siquiera se dignó dirigirme la mirada; sencillamente se remetió la camisa por dentro de los pantalones y dijo: «Rafe, Abby, traed toda la ropa que tengáis para lavar, por favor. Si no tenéis ropa sucia, traed limpia». Entonces levantó la bolsa entre sus brazos y entró a grandes zancadas en la cocina, con los pies descalzos y Justin correteando tras él como un cachorrillo. No sé por qué, pero yo también fui en busca de mi ropa sucia.

– Tenía razón -observó Abby-. Si la policía hubiera llegado aquí antes de hacer la colada…, debía parecer una colada normal, no una lavadora puesta para borrar pruebas.

Rafe encogió un solo hombro.

– Lo que sea. Daniel puso la lavadora y se quedó plantado delante de ella, con el ceño fruncido, como si lo fascinara algún objeto misterioso. Estábamos todos en la cocina, de pie alrededor de él como una pandilla de inútiles, esperando a no sé qué, a que dijera algo, supongo, aunque…

– Yo únicamente veía el cuchillo -musitó Justin-. Rafe y Abby lo habían dejado allí, en el suelo de la cocina…

Rafe puso los ojos en blanco y señaló con la cabeza a Abby.

– Sí -confirmó ella-, yo tomé la decisión. Juzgué conveniente no tocar nada hasta que vosotros regresarais y urdiéramos un plan.

– Porque, por supuesto -me aclaró Rafe con ironía-, teníamos que urdir un plan. Con Daniel siempre hay un plan, ¿no es cierto? ¿A que es muy bonito saber que siempre se tiene un plan?

– Abby nos chillaba -dijo Justin-. Me gritaba: «¿Dónde demonios está Lexie?» al oído. Estuve a punto de desmayarme.

– Daniel dio media vuelta y nos miró consternado -continuó Rafe-, como si no supiera quiénes éramos. Justin intentó balbucear algo, pero sólo fue capaz de emitir un ruido espantoso, como si tuviera una arcada, y Daniel dio un salto de medio kilómetro y lo miró pestañeando. Entonces dijo: «Lexie está en esa casucha en ruinas que tanto le gusta. Está muerta. Suponía que Justin os lo había explicado». Y empezó a ponerse los calcetines.

– Justin nos lo había dicho -apuntó Abby en voz baja-, pero supongo que ambos ansiábamos que estuviera equivocado.

Un largo silencio. En la planta de arriba, el reloj del descansillo marcaba el avance inexorable del tiempo, lenta y pesadamente. En algún lugar, Daniel pisaba fuerte el acelerador y yo lo percibía, acercándose más a cada segundo, la vertiginosa velocidad de la carretera bajo sus neumáticos.

– ¿Y qué hicisteis luego? -pregunté-. ¿Sencillamente os fuisteis a dormir?

Se miraron. Justin empezó a reír, una carcajada aguda e inútil, y al cabo de un momento los demás se le sumaron.

– ¿Qué? -pregunté.

– No sé de qué nos reímos -comentó Abby, enjugándose los ojos e intentando recomponerse y adoptar una actitud severa, pero sólo consiguió que los muchachos volvieran a estallar en risotadas-. Por lo que más queráis… No fue divertido; de verdad, no lo fue. Sólo que…

– No te lo creerás -me advirtió Rafe-. Jugamos al póquer.

– Es cierto. Nos sentamos a la mesa y…

– Prácticamente teníamos un infarto cada vez que la lluvia azotaba la ventana…

– A Justin no dejaban de castañetearle los dientes; era como estar sentado al lado de un músico con unas maracas…

– ¿Y os acordáis de cuando el viento arremetió contra la puerta y Daniel se levantó con tal ímpetu que volcó su silla?

– ¡Mira quién fue a hablar! El noventa por ciento del tiempo yo podía verte todas las cartas que tenías en la mano. Tuviste suerte de que no estuviera de humor para hacer trampas, porque podría haberte desplumado…

Se solapaban unos a otros, parloteando como una pandilla de adolescentes recién salidos de un examen trascendental, atolondrados por el alivio.

– Madre de Dios -exclamó Justin, cerrando los ojos y apretándose el vaso contra la sien-. ¡Maldita partida de naipes! Se me sigue descolgando la mandíbula cuando la recuerdo. Daniel no dejaba de decir: «La única coartada fiable es una secuencia real de acontecimientos…».

– Los demás ni siquiera éramos capaces de formular frases enteras -indicó Rafe- y, en cambio, él se explayó filosofando acerca del arte de la coartada. Yo no habría sido capaz de ligar las palabras «coartada fiable».

– Nos hizo retroceder a todos el reloj hasta las once, justo antes de que todo degenerara en una pesadilla, regresar a la cocina y acabar de fregar los platos y recoger; luego nos hizo trasladarnos al salón y jugar a cartas como si nada hubiera ocurrido.

– Él jugaba tu mano además de la suya -me explicó Abby-. La primera vez tú tenías unas cartas decentes, pero las suyas eran mejores, de manera que fue a por ti y te desbancó. Era surrealista.

– Y no dejaba de narrar -apostilló Rafe. Se alargó para agarrar la botella de vodka y volcó su vaso. En la luz neblinosa de la tarde que penetraba por las ventanas, estaba guapo y disoluto, con el cuello de la camisa desabrochado y unos mechones de cabello dorado cayéndole sobre los ojos, como un petimetre de la Regencia tras una larga velada bailando-. «Lexie sube la apuesta, Lexie pliega, a Lexie le convendría otra bebida llegados a este punto, ¿alguien podría pasarle el vino.» Parecia uno de esos locos que se te sientan al lado en el parque y le da de comer de su bocadillo a su amigo imaginario. Una vez te hubo expulsado de lö partida, nos obligó a interpretar una pequeña escena: tú te disponías a salir a pasear y nosotros te despedíamos con la mano… Yo pensé ‹que estábamos perdiendo la cordura. Recuerdo estar sentado allí, en aquella silla, y despedirte cordialmente con un único pensamiento claro y sosegado en mente: «Así que la locura es esto».

– Debían de ser las tres de la madrugada -dijo Justin-, pero Daniel no nos dejaba irnos a dormir. Tuvimos que permanecer aquí sentados y jugar al maldito póquer hasta el amargo final. Evidentemente, ganó Daniel, puesto que era el único capaz de concentrarse, pero tardó una eternidad en echarnos al resto. Sinceramente, la policía debe de creer que somos los peores jugadores de póquer de la historia. Yo hacía escaleras de color por debajo de la sota… Estaba tan cansado que veía doble y todo me parecía una pesadilla atroz. Mi mente insistía en que tenía que despertarme. Tendimos la ropa delante del fuego para que se secara y el salón parecía salido de La niebla, con prendas expulsando vapor y el fuego crepitando y todo el mundo fumando como carreteros esos horribles cigarrillos sin filtro de Daniel…

– No me permitía ir a comprar tabaco normal -explicó Abby-. Dijo que debíamos permanecer juntos y, además, las cámaras de la gasolinera mostrarían la hora a la que había acudido y lo complicarían todo… Se comportaba como un general.

Rafe resopló.

– Es cierto -continuó Abby-. Al resto nos temblaban tanto las manos que apenas podíamos sostener las cartas…

– En un momento dado, Justin vomitó -añadió Rafe tras dar una calada a su cigarrillo, apagando la cerilla con una sacudida de muñeca-. En el fregadero. También muy encantador.

– No pude evitarlo -se disculpó Justin-. Sólo podía pensar en ti, allí tumbada, sumida en la oscuridad, completamente sola…

Alargó la mano y me dio una apretón en el brazo. Yo cubrí su mano con la mía por un segundo; la suya, huesuda, estaba fría y temblaba con fiereza.

– Eso era lo único en lo que todos nosotros podíamos pensar -lo corrigió Abby-, pero Daniel… Era evidente que se estaba quedando sin fuerzas: se le había hundido el rostro bajo los pómulos como si hubiera adelgazado medio kilo desde la cena, y tenía unos ojos inquietantes, enormes y profundamente negros, pero estaba tan tranquilo, como si nada hubiera sucedido. Justin empezó a limpiar el fregadero…

– Seguía teniendo arcadas -apostilló Rafe-. Yo lo oía desde aquí. De los cinco, Lexie, me atrevo a afirmar que quizá fueras tú la que viviera una noche más agradable aquel día.

– Pero Daniel le dijo a Justin que lo dejara -continuó Abby-; decía que eso alteraría la cronología de los acontecimientos en nuestro cerebro.

– Según parece -me informó Rafe-, la esencia de la coartada es la simplicidad; cuantos menos pasos haya que omitir o inventar, menos probable es incurrir en un error. No cesaba de repetirnos: «Tal como están las cosas, debemos limitarnos a recordar que cuando acabamos de fregar los platos nos pusimos a jugar a las cartas, y eliminar los eventos que puedan interponerse en nuestra mente. Nunca han ocurrido». En otras palabras, regresa aquí ahora mismo y juega tu mano, Justin. El pobrecillo estaba verde.

Daniel estaba en lo cierto con respecto a la coartada. Era bueno tramando coartadas; demasiado bueno. En aquel segundo pensé en mi piso, en Sam garabateando y el aire al otro lado de las ventanas atenuándose en color púrpura y yo trazando el perfil del asesino: alguien con experiencia delictiva en su pasado.

Sam había investigado el historial de los cuatro, pero no había encontrado nada más grave excepto un par de multas por exceso de velocidad. Yo no tenía manera de saber qué había investigado Frank en su mundo privado, complejo y extraoficial, cuánto había descubierto y se había guardado para sí mismo, y cuánto se le había pasado por alto incluso a él; quién de todos nosotros, de todos los contendientes, era el que mejor sabía guardar un secreto.

– Tampoco nos dejaba mover el cuchillo -explicó Justin-. Estuvo allí todo el tiempo mientras jugábamos al póquer. Yo lo tenía a mis espaldas, en la cocina, y juro que lo notaba detrás de mí, como salido de un cuento de Poe o de los jacobinos. Rafe estaba sentado justo enfrente de mí y no dejaba de dar saltitos y pestañear, como si tuviera un tic…

Rafe lo miró con una mueca de incredulidad.

– Yo no hacía eso.

– Y tanto que sí. No dejabas de moverte, todo el rato, como un mecanismo de relojería. Daba la sensación de que había algo que te aterrorizaba por encima de mi hombro y, cada vez que dabas ese saltito, yo sentía demasiado miedo para volver la vista, en caso de que el cuchillo pendiera en el aire, destellando o vibrando o quién sabe qué…

– Por todos los santos. Maldita Lady Macbeth…

– Ufff-los interrumpí de repente-. El cuchillo. ¿Sigue…? Me refiero a si lo hemos utilizado para comer…

Apunté con una mano vagamente en dirección a la cocina, luego me metí un nudillo en la boca y me mordí. No fingía; la idea de que todas las comidas que había comido allí podían estar veteadas con rastros invisibles de la sangre de Lexie daba lentas volteretas mortales en mi mente.

– No -contestó Abby rápidamente-. Claro que no. Daniel se deshizo de él. Una vez los demás nos fuimos a dormir, o a nuestros dormitorios si más no…

– Buenas noches, Mary Ellen -dijo Rafe-. Buenas noches, Jim Bob. Felices sueños. Por favor…

– Volvió a bajar -continuó Abby-. Lo escuché en las escaleras. No sé exactamente qué hizo abajo, pero la mañana siguiente los relojes volvían a estar en hora, el fregadero estaba impoluto, el suelo de la cocina estaba limpio (parecía que lo hubieran frotado todo con un estropajo, no sólo ese trozo). Los zapatos, los de Daniel y Justin, que se habían quedado en el patio, estaban en el armario del zaguán, limpios, no relucientes, sólo limpios, como solemos llevarlos, y secos, como si los hubiera tenido delante del fuego. La ropa estaba toda perfectamente planchada y doblada, y el cuchillo había desaparecido.

– ¿Qué cuchillo era? -pregunté, un poco temblorosa, sin sacarme el nudillo de la boca.

– Una de esos cuchillos de sierra viejuchos con mango de madera -comentó Abby en voz baja-. No te inquietes, Lexie, ya no está aquí.

– No quiero que esté en esta casa.

– Ya lo sé. Yo tampoco. Estoy convencida de que Daniel se deshizo de él, no obstante. No estoy del todo segura de cuántos teníamos al principio, pero oí abrirse la puerta principal, así que me figuro que lo debió de sacar fuera.

– Pero ¿dónde? Tampoco quiero que esté en el jardín. No lo quiero por aquí.

La voz me temblaba cada vez más. En algún lugar, Frank estaría escuchando y susurrando: «Adelante, jovencita, dínoslo». Abby sacudió la cabeza.

– No estoy segura. Estuvo fuera unos minutos y no creo que lo dejara por el bosque, pero ¿quieres que se lo pregunte? Puedo pedirle que se deshaga de él si anda por aquí cerca.

Subí un hombro.

– Como quieras. Sí, supongo que sí. Díselo.

Daniel no lo haría ni en un millón de años, pero yo tenía que cumplir con las formalidades, y él iba a divertirse de lo lindo tirando de los cabos sueltos, si las cosas llegaban a tal extremo.

– Yo ni siquiera lo oí bajar las escaleras -terció Justin-. Estaba… Madre mía, no quiero ni acordarme. Estaba sentado en el filo de mi cama con las luces apagadas, meciéndome. Durante toda la partida de cartas había tenido tantas ganas de marcharme que habría podido gritar; mi único deseo era estar solo, pero en cuanto así fue, la cosa empeoró más si cabe. La casa no dejaba de crujir, con todo aquel viento y la lluvia, pero juro por Dios que sonaba exactamente como si tú estuvieras andando en el piso de arriba, preparándote para meterte en la cama. En una ocasión -tragó saliva, apretó los músculos de la mandíbula- hasta te oí canturrear. Tatareabas Black Velvet Band. Incluso pude descifrar eso. Quería… Si asomo la cabeza por ia ventana, veo si tienes la luz encendida, porque se refleja en la hierba, y quería comprobarlo, sólo para cerciorarme… no me malinterpretes, no es que quisiera «cerciorarme», ya sabes a qué me refiero…, pero no podía. Era incapaz de ponerme en pie. Estaba convencido de que si descorría la cortina vería tu luz iluminando la hierba. ¿Y entonces qué? ¿Qué haría entonces?

Justin estaba temblando.

– Justin -lo sosegó Abby con dulzura-. No pasa nada.

Él se presionó los dedos sobre los labios, con fuerza, y respiró hondo.

– Sí -convino-. Además, Daniel podría haber subido y bajado las escaleras ruidosamente y yo ni siquiera me habría percatado.

– Yo sí lo oí -dijo Rafe-. Creo que aquella noche oí todas y cada una de las cosas que ocurrieron en un kilómetro a la redonda; incluso el ruido más imperceptible al final del jardín me daba un susto de muerte. Lo bueno de la actividad delictiva es que te dota del oído de un murciélago. -Agitó su cajetilla de cigarrillos, la arrojó al fuego (Justin abrió la boca como por acto reflejo, pero volvió a cerrarla) y cogió el de Abby, que estaba en la mesilla de café-. Algunos ruidos resultan muy interesantes de escuchar.

Abby arqueó las cejas. Clavó la aguja con mucho cuidado en un dobladillo, depositó la muñeca en su regazo y miró a Rafe larga y fríamente.

– ¿De verdad quieres adentrarte en ese territorio? -inquirió-. Porque no puedo detenerte pero, si yo fuera tú, me lo pensaría muy, pero que muy bien antes de abrir esa caja de Pandora.

Un largo y penetrante silencio inundó la sala. Abby entrelazó las manos en su regazo y miró a Rafe impasiblemente.

– Estaba borracho -dijo Rafe, de repente, con acritud, al silencio-. Como una cuba.

Tras otro segundo, Justin añadió, con la vista clavada en la mesilla de café:

– No estabas tan borracho.

– Claro que sí. Estaba como una cuba. No creo que haya estado tan borracho en toda mi vida.

– No lo estabas. De haber estado tan borracho como dices…

– Todos habíamos bebido con bastante contundencia durante buena parte de la noche -dijo Abby sin alterarse, interrumpiéndolo-. No es de sorprender. No ayudaba; no creo que ninguno de nosotros durmiera demasiado. La mañana siguiente fue la peor de las pesadillas. Estábamos tan alterados, exhaustos y resacosos que caminábamos como patos, no pensábamos con claridad, no veíamos con claridad. Éramos incapaces de decidir qué era mejor, si llamar a la policía e informar de tu desaparición o no. Rafe y Justin querían hacerlo…

– En lugar de dejarte tirada en una casucha infestada de ratas hasta que algún palurdo del pueblo tropezara contigo por azar -aclaró Rafe tras dar una calada, sacudiendo el mechero de Abby-. Llámanos locos…

– Pero Daniel opinaba que resultaría extraño; tenías edad suficiente para salir a pasear a primera hora de la mañana o incluso saltarte las clases en la universidad durante un día si te apetecía. Telefoneó a tu móvil, que estaba aquí mismo, en la cocina; estimó conveniente que hubiera una llamada.

– Nos preparó el desayuno, ¿puedes creértelo? -preguntó Justin.

– En esa ocasión a Justin le dio tiempo a llegar al baño, al menos -apostilló Rafe.

– No parábamos de discutir -continuó Abby. Había vuelto a coger la muñeca y le trenzaba el pelo de manera inconsciente y metódica, una y otra vez-, sobre si deberíamos desayunar, llamar a la policía, ir a la universidad como cualquier otro día o esperar a que regresaras; lo más natural habría sido que Daniel o Justin te esperaran y que el resto nos marchásemos, pero éramos incapaces de hacerlo. La mera idea de dividirnos se nos hacía insoportable, nos volvíamos locos sólo de pensarlo; no sé ni cómo expresarlo. Podríamos habernos matado los unos a los otros. Rafe y yo no dejábamos de gritarnos, de gritarnos de verdad, pero en cuanto alguien sugería que nos separásemos, a mí empezaban a flaquearme las rodillas, literalmente.

– ¿Sabéis qué pensaba yo? -intervino Justin en voz muy baja-. Estaba ahí de pie, escuchándoos a los tres discutir y mirando por la ventana, esperando a que llegase la policía o alguien, y me di cuenta de que podían pasar días antes de que eso ocurriera. Semanas; la espera podía prolongarse durante semanas. Lexie podía permanecer allí durante… Sabía que no había absolutamente ninguna posibilidad de que yo sobreviviera a aquel día en la universidad, por no hablar ya de semanas. Y pensé que lo que deberíamos hacer, por el bien de todos, era dejar de pelearnos, agarrar un edredón y acurrucamos bajo él, los cuatro juntos, y encender el gas. Eso es lo que yo quería hacer.

– Pero si ni siquiera tenemos gas -le espetó Rafe-. ¡No seas tan dramático!

– Me parece que los cuatro pensábamos en ello, en qué haríamos si no te encontraban de inmediato, pero nadie se atrevía a mencionarlo -aclaró Abby-. En realidad, cuando la policía se presentó fue un gran alivio, inmenso. Justin fue el primero en verlos, a través de la ventana. «Ha venido alguien», anunció y nos quedamos todos paralizados por un momento, y empezamos a medio increparnos unos a otros. Rafe y yo nos dispusimos a acercarnos a la ventana, pero Daniel ordenó: «Sentaos todos. Ahora mismo». De manera que nos sentamos a la mesa de la cocina, como si acabáramos de desayunar, y aguardamos a que sonara el timbre.

– Daniel acudió a abrir la puerta -explicó Rafe-, lógicamente. Se mostraba frío como el hielo. Su voz me llegaba desde el zaguán: «Sí, Alexandra Madison vive aquí… No, no la hemos visto desde anoche… No, no ha habido ninguna discusión… No, no estamos preocupados por ella, simplemente no sabemos si hoy piensa ir a la universidad… ¿Ocurre algo, agentes?», y aquel matiz de preocupación penetrando poco a poco en su voz… Estuvo impecable. Fue espeluznante. Abby arqueó las cejas.

– ¿Habrías preferido que se pusiera a balbucear como si fuese un niño? -le preguntó-. ¿Qué crees que habría sucedido de haber abierto tú la puerta?

Rafe se encogió de hombros. Comenzó a jugar con las cartas de nuevo.

– Al final -continuó Abby, cuando resultó evidente que Rafe no pensaba responder-, pensé que debíamos salir todos; de hecho, habría resultado extraño que no lo hiciéramos. Eran Mackey y O'Neill. Mackey estaba apoyado en la pared y O'Neill tomaba notas, y me dieron un susto de muerte. Sus ropas de calle, aquellas expresiones absolutamente inescrutables, su forma de hablar, como si no hubiera prisa, como si pudieran tomarse todo el tiempo del mundo… Yo esperaba a esos dos mequetrefes de Rathowen, pero saltaba a la vista que aquellos tipos eran de una calaña muy distinta. Parecían infinitamente más inteligentes e infinitamente más peligrosos. Hasta entonces había pensado que lo peor ya había pasado, que nada podía superar lo de la noche anterior. Pero cuando vi a aquellos dos detectives caí en la cuenta de que esto no había hecho más que comenzar.

– Fueron crueles -interrumpió Justin de repente-. Terrible, espantosamente crueles. Se extendieron hasta el infinito antes de explicarnos lo sucedido. No dejábamos de preguntarles qué había ocurrido y se limitaban a mirarnos con aquellos rostros petulantes e inexpresivos, negándose a darnos una respuesta clara…

– «¿Qué os hace creer que podría haberle ocurrido algo?» -repitió Rafe, imitando con una precisión maléfica el deje arrastrado típico del acento dublinés de Frank-. «¿Tenía alguien algún motivo para hacerle daño? ¿Tenía miedo de alguien?»

– E incluso cuando nos explicaron lo sucedido, los muy capullos no nos dijeron que estabas viva. Mackey se limitió a decir algo como: «La han encontrado hace unas cuantas horas, no lejos de aquí. Anoche, en algún momento, la apuñalaron». Lo dijo en un tono de voz deliberado, sonó como si estuvieras muerta.

– Daniel fue el único que mantuvo la sangre fría -añadió Abby-. Yo estaba a punto de romper a llorar; llevaba toda la mañana reprimiéndome de hacerlo para evitar tener los ojos hinchados y sentí un alivio indescriptible por que finalmente se me permitiera saber qué había ocurrido… Pero Daniel soltó de inmediato, como una bala: «¿Está viva?».

– Y los polis lo dejaron en incógnita -aclaró Justin-. No dijeron ni una palabra más durante lo que pareció una eternidad; se limitaron a quedarse allí plantados, observándonos, a la espera. Ya te he dicho que fueron crueles.

– Finalmente -continuó Rafe-, Mackey se encogió de hombros y respondió: «Casi». Tuvimos la sensación de que nos estallaba la cabeza. Nos habíamos preparado para…, bueno, para lo peor: simplemente queríamos acabar con todo aquello para poder sufrir nuestras crisis nerviosas en paz. No estábamos preparados para algo así. Dios sabe lo que podría haber ocurrido, podríamos haber reaccionado de modo que todo saltara por los aires allí mismo, de no ser por Abby, quien, haciendo gala de un cálculo del tiempo impecable, sintió un ligero desmayo. De hecho, siempre he querido preguntártelo y se me ha olvidado: ¿el vahído fue real o formaba parte dei plan?

– Casi nada de aquello formaba parte del plan de nadie -contestó Abby en un tono cortante-, y no me desmayé. Me mareé un segundo. No sé si lo recuerdas, pero apenas había logrado conciliar el sueño.

Rafe soltó una risotada de maldad.

– Saltamos todos como un resorte para agarrarla, la sentamos en el suelo y le trajimos agua -explicó Justin- y, para cuando se recuperó, habíamos logrado serenarnos…

– ¿Ah, sí? ¿De verdad? -inquirió Rafe, enarcando las cejas-. Tú seguías ahí de pie, abriendo y cerrando la boca como un pez. Yo tenía tantísimo miedo de que dijeras alguna estupidez que no dejaba de tartamudear. Aquellos policías debieron de pensar que era tonto de remate: dónde la han encontrado, dónde está, podemos verla… Ellos evitaban contestarme, pero al menos lo intenté.

– Lo hice lo mejor que supe -alegó Justin, subiendo el tono de voz, el disgusto en aumento otra vez-. Para ti fue fácil acostumbrarte al cambio de idea: ¡vaya, está viva, genial! Tú no estabas allí. Tú no recordabas aquella horrible casucha…

– Bueno, por lo que sé, fuiste de tanta ayuda como unas tetas en un toro. Una vez más.

– Estás borracho -lo reprendió Abby con frialdad.

– ¿Sabes qué? -preguntó Rafe, como un niño complacido de desconcertar a los adultos-. Creo que sí lo estoy. Y creo que me voy a emborrachar aún más. ¿A alguien le fastidia?

Nadie respondió. Alargó la mano para coger la botella y me miró de reojo:

– Te perdiste una gran noche, Lexie. Si te preguntas por qué Abby cree que todo lo que dice Daniel es la Palabra de Dios…

Abby lo cortó sin pestañear:

– Ya te lo he advertido una vez, Rafe. Ésta es la segunda. No te daré una tercera oportunidad.

Pausa. Rafe se encogió de hombros y enterró su rostro en el vaso. En medio de aquel silencio percibí que Justin acababa de sonrojarse, se puso rojo como la grana.

– Los días siguientes -Abby retomó el relato- fueron un infierno. Nos dijeron que estabas en coma, en cuidados intensivos, y que los médicos no estaban seguros de si sobrevivirías, pero no nos permitían ir a verte; de hecho, intentar sonsacarles cómo te encontrabas era como arrancar dientes con unas tenazas. Lo máximo que logramos sacarles es que aún no estabas muerta, un dato que no resultaba especialmente reconfortante.

– La casa estaba infestada de policías -describió Rafe-. Había agentes registrando tu habitación, los caminos, arrancando trozos de moqueta… Nos entrevistaron tantas veces que empecé a repetirme, ni siquiera sabía qué le había explicado y a quién. Incluso cuando no estaban presentes nos manteníamos en guardia, todo el tiempo. Daniel nos aseguró que no podían colocar micrófonos ocultos en la casa, al menos no legalmente, pero Mackey no me parece del tipo de personas que se preocupa demasiado por los tecnicismos, y, además, tener policías es como tener ratas, pulgas o algo así. Aunque no los veas, los notas, arrastrándose.

– Fue espantoso -opinó Abby-. Y Rafe es libre de quejarse tanto como quiera de aquella partida de póquer, pero es fantástico que Daniel nos obligara a jugarla. De haber reflexionado yo en alguna ocasión acerca de ello, habría supuesto que dar una coartada no lleva más de cinco minutos: yo estaba en un lugar, alguien lo confirma y fin de la historia. Pero aquellos policías nos interrogaron durante horas, una y otra vez, acerca de cada detalle, por minúsculo que fuera: ¿a qué hora empezasteis la partida?, ¿quién estaba sentado dónde?, ¿cuál fue la apuesta inicial de cada uno?, ¿quién barajó primero?, ¿bebíais?, ¿quién bebía qué?… Nos preguntaron incluso qué cenicero habíamos utilizado.

– Y nos tendían trampas todo el rato -explicó Justin. Estiró el brazo para agarrar la botella; le temblaba la mano, sólo un poco-. Yo les daba una respuesta clara y sencilla: empezamos a jugar alrededor de las once y cuarto, por ejemplo, y Mackey u O'Neill o quienquiera que fuera aquel día, ponía cara de incertidumbre y preguntaba: «¿Estás seguro? Porque creo que uno de tus amigos dijo que había sido a las diez y cuarto», y empezaba a hojear sus notas, y entonces yo me quedaba aterrorizado. Me refiero a que no sabía si uno de los otros había cometido un error (habría sido muy fácil; estábamos todos tan alterados que no pensábamos con claridad) y debería respaldarlo con un «¡Ah, sí, es verdad, debo de haberme confundido!» o no. Al final me ceñí al guión, lo cual resultó ser la opción acertada, puesto que nadie había cometido ningún error, sino que los polis se estaban marcando faroles, pero fue de pura chiripa: estaba demasiado paralizado por el terror para hacer nada más. De haberse prolongado más la situación, creo que todos nos habríamos vuelto majaretas.

– ¿Y todo para qué? -preguntó Rafe. Se sentó de una manera tan impulsiva que estuvo a punto de tirar al suelo las cartas que tenía en el regazo, y arrancó su cigarrillo del cenicero-. Eso es lo que más me desconcierta: dimos por válida la palabra de Daniel. Tiene los conocimientos médicos de un soufflé de queso, pero nos comunicó que Lexie estaba muerta y nosotros le creímos, sin más. ¿Por qué tenemos que creerle siempre?

– Por costumbre -contestó Abby-. Normalmente tiene razón.

– ¿De verdad lo crees? -inquirió Rafe. Había vuelto a estirarse en el sofá, pero su voz había adquirido un matiz peligroso y descontrolado-. Pues esta vez se equivocó. Podíamos haber telefoneado a una ambulancia como la gente normal y todo hubiera ido bien. Lexie no habría presentado cargos o como se diga y, si alguno de nosotros se hubiera detenido un instante a reflexionar sobre ello, habría caído en la cuenta de que eso era lo más sensato. Pero no, dejamos que Daniel tomara las riendas de la situación y tuvimos que participar de la fiesta del té del Sombrerero Loco…

– Daniel no sabía que todo saldría bien -lo interrumpió Abby con aspereza-. ¿Qué crees que habría hecho? Creía que Lexie estaba muerta, Rafe.

Rafe se encogió de hombros.

– O eso dice.

– ¿Qué quieres decir?

– Simplemente digo lo que pienso. ¿Recuerdas cuando aquel imbécil se presentó a informarnos de que Lexie había salido del coma? Nosotros tres -me indicó a mí- nos sentimos tan aliviados que estuvimos a puntos de desfallecer; de hecho, pensé que Justin iba a desmayarse de verdad.

– Gracias de nuevo, Rafe -dijo Justin, volviendo a coger la botella.

– Pero ¿vosotros tuvisteis la sensación de que Daniel se sentía aliviado? ¡Nada de eso! Parecía como si alguien le hubiera apaleado con una porra en pleno estómago. Por favor, si hasta el propio policía se dio cuenta. ¿Os acordáis?

Abby se encogió de hombros, con frialdad, y agachó la cabeza sobre la muñeca, mientras buscaba a tientas la aguja.

– Eh -exclamé, al tiempo que daba una patadita en el sofá para llamar la atención de Rafe-. Yo no me acuerdo. ¿Qué ocurrió?

– Fue el capullo ese de Mackey -explicó Rafe. Le arrebató la botella de vodka a Justin y se llenó el vaso hasta arriba, prescindiendo de la tónica-. A primera hora de la mañana del lunes se presentó en la puerta, tenía buenas noticias que comunicarnos. Preguntó si podía entrar. Yo, personalmente, lo habría enviado a la porra, había visto bastantes agentes de policía aquel fin de semana para el resto de mi vida, pero Daniel abrió la puerta porque tenía esa teoría chiflada de que no debíamos enemistarnos con la policía. En verdad, Mackey ya estaba enemistado, nos detestaba desde el primer momento en que nos vio, así que ¿qué sentido tenía tratar de quedar bien con él? Sea como fuere, Daniel lo dejó entrar. Yo salí de mi dormitorio para comprobar de qué iba aquella historia, y Justin y Abby estaban saliendo de la cocina. Mackey permaneció de pie en el zaguán, nos repasó a todos con la mirada y dijo: «Vuestra amiga va a sobrevivir. Está consciente y ha pedido el desayuno».

– Nos pusimos como locos de alegría -dijo Abby, que ya había encontrado la aguja y apuñalaba el vestido de la muñeca con puntadas cortas y furiosas.

– Bueno -la contradijo Rafe-. No todos… Justin estaba agarrado al pomo de la puerta sonriendo como un bobo y hundiéndose como si las rodillas le hubieran flaqueado de manera irremisible, Abby empezó a reír y saltó sobre él y le dio un gran abrazo, y yo creo que emití algún tipo de sonido extraño y convulsivo. Pero Daniel… simplemente se quedó allí impertérrito. Parecía…

– Parecía un niño -lo interrumpió Justin de repente-. Parecía un niño muerto de miedo.

– Bueno, no es que tú estuvieras en situación de apreciar nada -le recriminó Abby con acritud.

– Pues sí lo estaba. Estuve observándolo muy atentamente. Estaba tan pálido que parecía enfermo.

– Luego giró sobre sus talones, entró aquí -continuó Rafe- y se apoyó en el marco de la ventana, con la vista perdida en el jardín. Ni una sola palabra. Mackey nos miró con la ceja arqueada y preguntó: «¿Qué le ocurre a vuestro amigo? ¿Es que no está contento?».

Frank no me había mencionado nada de aquello. Yo debería estar rabiosa, al fin y al cabo era él quien me había advertido que no jugara sucio, pero en aquellos momentos se me antojaba una persona neblinosa de otro mundo, a una galaxia de distancia.

– Abby se desenmarañó de Justin e hizo un comentario acerca de lo sensible que es Daniel…

– Es que lo es -replicó Abby y cortó el hilo con los dientes.

– Pero Mackey se limitó a sonreír con esa sonrisita suya de cinismo y se fue. En cuanto me aseguré de que se había ido de verdad (es de los que se quedarían escuchando a hurtadillas entre los matorrales), me acerqué a Daniel y le pregunté qué problema tenía. Seguía junto a la ventana; no se había movido. Se apartó el pelo de la cara (estaba sudando) y dijo: «No hay ningún problema. Ese poli miente, por supuesto; debería haberme dado cuenta de inmediato, pero me ha sorprendido con la guardia baja». Me lo quedé mirando atónito. Pensé que había perdido definitivamente el juicio.

– Igual eras tú quien lo había perdido -intervino Abby crispada-. Yo no recuerdo nada de todo esto.

– Tú y Justin estabais demasiado ocupados bailando por el comedor entre abrazos y grititos, parecíais un par de Teletubbies. Daniel me miró irritado y dijo: «No seas ingenuo, Rafe. Si Mackey estuviera diciendo la verdad, ¿crees que nos anunciaría buenas noticias? ¿No se te ha ocurrido lo serias que podrían haber sido las consecuencias de lo ocurrido?». -Le dio un trago largo a su bebida-. Dímelo tú, Abby. ¿Tú dirías que eso puede describirse como «volverse loco de alegría»?

– Por todos los santos, Rafe -se quejó Abby. Estaba sentada muy recta, pestañeando con fuerza: se estaba enfadando-. ¿De qué te quejas? ¿Acaso has perdido la cabeza? Nadie quería que Lexie muriera.

– Tú no querías, yo no quería y Justin no quería. Quizá Daniel tampoco quisiera. Yo sólo digo que no tengo manera de saber qué sintió él cuando comprobó el pulso de Lexie, porque yo no estaba allí. Y tampoco puedo jurar saber qué habría hecho Daniel en caso de haber descubierto que seguía con vida. Y tú, Abby, ¿lo sabes con certeza? Después de estas últimas semanas, ¿podrías jurar, con la mano en el corazón, que estás absolutamente segura de lo que Daniel habría hecho?

Algo frío se deslizó por mi nuca, onduló las cortinas y se aposentó lenta y delicadamente en los rincones del techo. Cooper y la policía científica habían dictaminado que la habían trasladado después de muerta, pero no cuánto tiempo después. Durante al menos veinte minutos, Daniel y Lexie habían permanecido juntos, solos, en aquella casucha. Pensé en los puños de Lexie, apretados con fuerza («estrés emocional extremo», había descrito Cooper) y en Daniel sentado tranquilamente junto a ella, sacudiendo con cuidado la ceniza dentro del paquete de cigarrillos, mientras gotas de la tenue lluvia salpicaban su cabello oscuro. De haber habido algo más que aquello, tal vez una mano moviéndose, un grito ahogado, unos grandes ojos pardos asustados mirándolo, un susurro casi demasiado leve para escucharse, nadie lo sabría jamás.

El largo viento de la noche barría las montañas, el ulular de las lechuzas se desvanecía.

La otra cosa que había mencionado Cooper era que los médicos podrían haberla salvado. Daniel podría haber hecho que Justin permaneciera en la casita, si así lo hubiera querido. Habría sido lo lógico. El que se quedaba no tenía nada que hacer, si Lexie estaba muerta, salvo permanecer allí quieto, sin tocar nada; en cambio, el que regresara a casa tenía que dar la noticia a los otros dos, encontrar el monedero, las llaves y la linterna, mantener la compostura y actuar con celeridad. Daniel había enviado a Justin, que apenas se tenía en pie.

– Hasta la víspera del día en que regresaste -me explicó Rafe- insistía en que estabas muerta. Según él, los policías se estaban marcando un farol al afirmar que estabas viva para que creyéramos que tú les estabas contando lo ocurrido. Daniel dijo que debíamos limitarnos a no perder la cabeza y, antes o después, regresarían con algún cuento acerca de que habías tenido una recaída y habías muerto en el hospital. No fue hasta que Mackey telefoneó para preguntar si podía traerte al día siguiente, si estaríamos en casa, cuando Daniel pensó que, ¡mira por dónde!, quizá no hubiera ninguna conspiración mundial en contra de nosotros, que quizá todo aquel asunto fuera más sencillo de lo que parecía. Fue un momento Eureka. -Dio otro trago largo a su bebida-. Muerto de alegría, y un cuerno. Yo te diré cómo estaba: se quedó petrificado. Sólo pensaba en si Lexie habría perdido la memoria o en si se lo habría hecho creer a la policía y en tu proceder una vez regresaras a casa.

– ¿Y qué? -preguntó Abby-. ¿Qué problema hay? Todos estábamos preocupados por eso, para ser honestos. ¿Por qué no? Si recordaba lo ocurrido, Lexie tenía derecho a ponerse como una furia con todos nosotros. La noche que volviste a casa, Lex, habíamos caminado como una pandilla de gatos sobre tejados calientes todo el rato. Cuando caímos en la cuenta de que no estabas enfadada, nos tranquilizamos, pero cuando saliste del coche de ese poli… Buff. Pensé que me iba a estallar la cabeza.

Por última vez, los vi de nuevo tal como los había visto aquella noche: una aparición dorada en las escaleras de la entrada, resplandecientes y elegantes como jóvenes guerreros salidos de algún mito ancestral, con las cabezas erguidas, demasiado luminosos para ser reales.

– Preocupados sí -la corrigió Rafe-. Pero Daniel estaba mucho más que eso. Estaba tan histérico que acabó poniéndome nervioso a mí también. Al final lo arrinconé, tuve que colarme a hurtadillas en su habitación a última hora de la noche, como si estuviéramos teniendo un amorío o algo semejante; se comportaba con extrema cautela para no quedarse a solas conmigo. Entonces le pregunté qué demonios ocurría. ¿Y sabéis qué me contestó? Respondió: «Tenemos que aceptar el hecho de que quizás este asunto no concluya tan fácilmente como creemos. Creo que tengo un plan que acabaría cubriendo todas las eventualidades, pero aún me quedan unos cuantos detalles por ultimar. Procura no preocuparte por ello por el momento; quizá ni siquiera haga falta llevarlo a la práctica». ¿Qué supones que significaba aquello?

– No tengo telepatía -respondió Abby con acritud-. No tengo ni idea. Supongo que intentaba tranquilizarte, eso es todo.

Un camino a oscuras y un ruido metálico apenas perceptible y esa nota en la voz de Daniel: centrado, absorto, tan calmado. Noté cómo se me ponían los pelos de punta. Jamás se me había ocurrido, en ningún momento, que aquella pistola pudiera no estar apuntando a Naylor.

Rafe gruñó.

– ¡Por favor! A Daniel le importaba un cuerno cómo nos sintiéramos los demás, Lexie incluida. Su única preocupación era descubrir si ella recordaba algo y cuál iba a ser su siguiente movimiento. Ni siquiera actuaba de manera sutil; intentaba sonsacarle información descaradamente, a cada oportunidad que se le presentaba. «¿Recuerdas qué ruta tomaste aquella noche? ¿Te llevas el impermeable o mejor no? ¡Oh, Lexie!, ¿quieres que hablemos de ello?»… Me ponía enfermo.

– Intentaba protegerte, Rafe. A todos nosotros.

– Yo no necesito que me protejan, muchas gracias. No soy ningún crío. Pero, sobre todo, no necesito que Daniel me proteja.

– Estupendo, me alegro por ti -replicó Abby-. Muchas felicidades, gran hombre. Tanto si crees que lo necesitabas como si no, Daniel estaba haciendo todo cuanto estaba en su mano por protegernos. Y si eso no te complace…

Rafe se encogió de hombros con petulancia.

– Quizá sí lo hiciera. Como he dicho, me es imposible saberlo a ciencia cierta. Pero si nos estaba protegiendo, entonces no es muy hábil tratándose de alguien tan inteligente. Estas últimas semanas han sido un infierno, Abby, un infierno en la Tierra, y no era necesario que lo fueran. Si Daniel hubiera hecho el esfuerzo de escucharnos, en lugar de hacer todo cuanto estaba en su mano… Queríamos explicártelo -me aclaró, volviéndose hacia mí-. Nosotros tres. Cuando descubrimos que regresabas a casa.

– Es verdad, Lexie -corroboró Justin, apoyándose en el brazo de su sillón e inclinándose hacia mí-. No sabes cuántas veces estuve a punto de… Dios. Pensé que iba a explotar, a desintegrarme o algo si no te lo contaba…

– Pero Daniel -continuó Rafe- no nos lo permitía. Y mira cuál ha sido el resultado, observa el excelente resultado que han arrojado todas y cada una de sus ideas. Míranos, mira adonde nos ha conducido. -Nos señaló con un gesto a todos, a la estancia, luminoso y desesperado y cediendo por las costuras-. Nada de esto debería haber sucedido. Podríamos haber llamado a una ambulancia, podríamos habérselo explicado a Lexie desde el principio…

– No -negó Abby-. No. podías haber llamado a una ambulancia. podías habérselo contado a Lexie. O yo o Justin. No te atrevas a involucrar a Daniel en esto. Eres un adulto, Rafe. Nadie te estaba apuntando con una pistola a la cabeza para que mantuvieras la boca cerrada. Tú eres el responsable de tus actos.

– Quizá. Pero lo hice porque Daniel me lo dijo, y lo mismo puede decirse en tu caso. ¿Cuánto rato nos quedamos solos tú y yo aquella noche? ¿Una hora? ¿Más? Recuerdo que tú no hacías más que hablar de que debíamos solicitar ayuda inmediatamente. Pero cuando yo respondí que sí, que claro, hagámoslo, te negaste. Daniel había dicho que no hiciéramos nada. Daniel tenía un plan. Daniel se encargaría de la situación.

– Porque yo confío en él. Se lo debo, eso al menos, y tú también. Todo esto, todo lo que tenemos, se lo debemos a Daniel. De no ser por él, yo seguiría en mi terrorífica habitación amueblada en ese puñetero subterráneo. Tal vez eso no signifique nada para ti…

Rafe soltó una carcajada, estentórea, dura, desconcertante.

– ¡Esta maldita casa! -exclamó-. Cada vez que alguien insinúa que tu amado Daniel podría no ser perfecto, nos tiras la casa en las narices. Hasta ahora me había callado porque pensaba que quizá tuvieras razón, que quizá se lo debía, pero ¿sabes qué? Estoy harto de esta casa. Otra de las brillantes ideas de Daniel. Y mira qué bien ha salido también. Justin está hecho una ruina, tú te niegas a aceptar la realidad, yo bebo como mi padre, Lexie ha estado a punto de morir y nos pasamos la mayor parte del tiempo odiándonos los unos a los otros. Y todo por esta maldita casa.

Abby levantó la cabeza y lo miró fijamente.

– No es culpa de Daniel. Él sólo quería…

– ¿Quería qué, Abby? ¿Qué? Para empezar, ¿por qué crees que nos regaló una parte de la casa?

– Porque -contestó Abby, con voz baja y peligrosa- se preocupa por nosotros. Porque, para bien o para mal, imaginó que éste era el mejor modo de asegurarse de que los cinco fuéramos felices.

Esperé a que Rafe soltara otra risotada al oír aquello, pero no lo hizo.

– ¿Sabes? -dijo tras una breve pausa, con los ojos posados en su vaso-. Al principio yo también lo creía. De verdad. Que lo hacía porque nos quería. -El matiz malvado se había desvanecido de su voz, ahora sólo quedaba una melancolía simple y cansada-. Pensarlo me hacía feliz. Hubo una época en la que habría hecho cualquier cosa por Daniel, lo que fuera.

– Y entonces viste la luz -lo cortó Abby con ironía. Su voz era dura y crispada, pero no podía evitar que sonara también temblorosa. Estaba más enfadada de lo que la había visto nunca, probablemente más que la noche que descubrió aquella nota en la chaqueta-. Alguien que regala a sus amigos la mayor parte de su casa de siete cifras seguramente lo hace por puro egoísmo. ¿No crees que estás siendo un poco demasiado paranoico?

– He reflexionado mucho sobre ello estas últimas semanas. No quería… Dios… Pero no he podido evitarlo. Es como rascarte una costra. -Rafe levantó la cabeza para mirar a Abby y se apartó el pelo de la cara; la bebida comenzaba a hacerle efecto y tenía los ojos inyectados en sangre y abotargados, como si hubiera estado llorando-. Pongamos que todos hubiéramos acabado en universidades distintas, Abby. Piensa por un momento que nunca nos hubiéramos conocido. ¿Qué crees que estaría haciendo él ahora?

– No tengo ni la más remota idea de adónde quieres llegar.

– Estaríamos bien, nosotros cuatro. Quizás habríamos pasado unos primeros meses crudos, quizá nos habría costado un tiempo conocer a gente, pero habríamos acabado haciéndolo. Sé que ninguno de nosotros es extravertido por naturaleza, pero habríamos aprendido a desenvolvernos. Eso es lo que hacen las personas en la universidad: aprenden a funcionar en un mundo grande y aterrador. Llegados a este momento, tendríamos amigos, vidas sociales…

– Yo no -lo interrumpió Justin, con voz queda pero taxativa-. Yo no estaría bien. No sin vosotros, chicos.

– Claro que sí, Justin. Claro que lo estarías. Tendrías un novio. Y tú también, Abby. No sólo alguien que comparte cama contigo esporádicamente, cuando el día ha sido demasiado duro para asimilarlo. Un novio. Una pareja. -Me miró con una sonrisa triste-. Y tú, tontaina, de ti no estoy seguro, pero te lo estarías pasando en grande de todas maneras.

– Gracias por resolver nuestras vidas amorosas -espetó Abby con frialdad-, capullo sabelotodo. El hecho de que Justin no tenga un novio no convierte a Daniel en el Anticristo.

Rafe no replicó a aquellas palabras que, sin venir a cuento, a mí me asustaron.

– No -dijo-. Pero medítalo un segundo. Si nunca nos hubiéramos conocido, ¿qué crees que estaría haciendo Daniel ahora?

Abby lo miró perpleja.

– Escalando el Himalaya. Presentándose a las elecciones presidenciales. Viviendo aquí. ¿Cómo voy a saberlo?

– ¿Te lo imaginas yendo al baile de graduación? ¿Afiliándose a alguna asociación de la universidad? ¿Conversando con alguna chica en la clase de Poesía americana? En serio, Abby. Te lo pregunto en serio: ¿te lo imaginas?

– No lo sé. Todo son condicionales, Rafe. «Si» no significa nada. No tengo ni la más remota idea de qué habría ocurrido si los acontecimientos hubieran sido otros, porque no soy clarividente, maldita sea, y tú tampoco.

– Quizá no -replicó Rafe-, pero sí estoy convencido de algo: Daniel nunca, jamás, de ninguna de las maneras habría aprendido a lidiar con el mundo exterior. No sé si es así de nacimiento o si es una idea que le inculcaron de bebé o qué, pero sencillamente es incapaz de vivir una vida humana normal.

– A Daniel no le pasa nada malo -lo defendió Abby, con sílabas frías y precisas como astillas de hielo escindiéndose-. Nada.

– Claro que sí, Abby. Yo lo quiero, de verdad, sigo queriéndolo, pero hay algo raro en él. Tienes que haberte percatado.

– Es cierto, Abby -se sumó Justin, con un tono de voz sosegado-. Sí que lo hay. Nunca te lo he explicado, pero cuando nos conocimos, aquel primer año…

– ¡Calla! -gritó Abby fieramente, volviéndose hacia él-. ¡Cierra el pico! ¿Qué os hace diferentes a vosotros? Si Daniel está mal de la cabeza, entonces tú estás igual de loco que él, y tú, Rafe…

– No -negó Rafe. Clavó la vista en su dedo, con el que hacía dibuji-tos en el vaho del vaso-. Eso es precisamente lo que intento explicarte. El resto de nosotros, cuando queremos, somos capaces de mantener conversaciones con otras personas, y lo sabes. La otra noche, yo me ligué a una chica. Tus alumnos de las tutorías te adoran. Justin flirtea con ese rubio que trabaja en la biblioteca… no lo niegues, Justin, te he visto; Lexie se echó unas risas con los parroquianos de aquella cafetería horripilante. Somos capaces de conectar con el resto del mundo, si nos esforzamos. Pero Daniel… Sólo hay cuatro personas en el planeta que no crean que es un marciano integral, y las cuatro estamos en esta habitación. Estoy absolutamente convencido de que nos las habríamos apañado para funcionar bien sin él, pero él no habría sabido desenvolverse sin nosotros. De no ser por nosotros, Daniel estaría más solo que la una.

– ¿Y? -preguntó Abby, tras hacer una larga pausa-. ¿Y qué?

– Pues -contestó Rafe-, ya que me lo preguntas, opino que por eso nos regaló la casa. No para convertir nuestras vidas en un camino de rosas, sino para tener compañía, aquí, en su pequeño universo privado. Para retenernos para siempre.

– ¡Pero cómo…! -exclamó Abby, casi sin aliento-. Eres un retorcido. ¿Cómo puedes pensar algo así…?

– No es a nosotros a quien protegía, Abby. Nunca. Era esto: su pequeño universo de mentira. Explícame esto: ¿por qué fuiste en el coche de Daniel a la comisaría esta mañana? ¿Por qué no querías que se quedara a solas con Lexie?

– Lo que no quería era estar cerca de ti. Me repulsa tu actitud de estos últimos días.

– Mentira. ¿Qué crees que le iba a hacer a Lexie, si ella insinuaba que aún estaba planteándose vender su parte o confesarle lo ocurrido a la policía? Has dicho que yo se lo podía haber explicado todo en cualquier momento, pero ¿qué crees que me habría hecho Daniel si pensara que iba a salirme de la raya? Daniel tenía un plan, Abby. Me dijo que tenía un plan para cubrir todas las eventualidades. ¿Cuál crees que era su plan? ¡Demonios!

Justin ahogó un grito, aterrorizado, como un niño. La luz del salón había cambiado; el aire se había inclinado, la presión cambiaba, todos aquellos remolinos se habían reunido y giraban en torno a un inmenso eje.

Daniel llenó el marco de la puerta, alto, con sus manos inmóviles en los bolsillos de su largo abrigo oscuro.

– Lo único que yo he querido siempre -dijo con voz serena- estaba aquí, en esta casa.

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