Capítulo 10

Cuando uno encuentra una fisura, hurga en ella hasta comprobar si se produce alguna ruptura. Había invertido una media hora aproximadamente en llegar a la conclusión de que, si mis compañeros de la casa ocultaban algo, mi mejor apuesta era Justin. Cualquier detective con un par de años de experiencia es capaz de adivinar quién cederá primero a la presión; en Homicidios una vez vi a Costello, un tipo que vivía instalado en los ochenta, junto con la decoración de la sala, captar cuál era el talón de Aquiles sólo con ver a la panda de sospechosos que habíamos detenido. Es nuestra versión de La música es la pista.

Daniel y Abby no me servían, ambos ejercían demasiado control sobre sus actos y estaban demasiado centrados; era prácticamente imposible pillarlos con la guardia baja o dando un paso en falso: había intentado pinchar a Abby un par de veces para que me dijera quién pensaba que era el padre del bebé de Lexie, y lo único que había obtenido por respuesta eran sendas miradas frías e inescrutables. Rafe era más sugestionable y sabía que probablemente podía llegar a algún sitio con él si me empecinaba, pero sería peliagudo: era demasiado volátil y tenía un gran espíritu de contradicción, tan perfectamente capaz de ponerse hecho un basilisco como de contarte lo que querías saber. Justin, amable, imaginativo, dado a preocuparse fácilmente y a desear la felicidad de todo el mundo, se aproximaba bastante al ideal de cualquier investigador.

El único problema es que nunca estaba a solas con él. Durante la primera semana no me había dado cuenta de ello, pero ahora que buscaba una oportunidad resultaba evidente. Daniel y yo íbamos en coche a la universidad juntos un par de veces por semana, y con Abby nos veíamos muchos ratos a solas, durante los desayunos, después de cenar, cuando los chicos lavaban los platos, o en las ocasiones en que ella llamaba a mi puerta por la noche con un paquete de galletas y ambas nos sentábamos en mi cama y hablábamos hasta que nos vencía el sueño. Pero si alguna vez me quedaba sola con Rafe o Justin durante más de cinco minutos, uno de los demás se nos unía o nos llamaba para que nos uniéramos y, así, de manera imperceptible e invisible, nos veíamos enredados en el grupo de nuevo. Podría tratarse de una dinámica natural; los cinco pasaban mucho tiempo juntos, y cada grupo tiene sus propias sinergias y hay personas que nunca tienen un cara a cara porque sólo funcionan como parte de un todo. Pero me preguntaba si alguien, probablemente Daniel, había analizado a los cuatro con el ojo crítico de un detective y había llegado a la misma conclusión que yo.

Mi primera oportunidad se presentó el lunes por la mañana. Estábamos en la universidad; Daniel estaba impartiendo una tutoría y Abby tenía una reunión con su supervisor, de manera que en nuestro rincón de la biblioteca sólo estábamos Rafe, Justin y yo. Cuando Rafe se levantó y se dirigió a algún sitio, probablemente al lavabo, conté hasta veinte y luego asomé la cabeza por encima del cubículo de Justin.

– Hola -dijo, levantando la vista de una página con una caligrafía diminuta y maniática.

Hasta el último centímetro de su escritorio estaba abarrotado de pilas de libros, hojas sueltas y fotocopias subrayadas con rotulador fluorescente. Justin era incapaz de concentrarse a menos que se encontrara cómodamente anidado entre todo lo que previsiblemente pudiera necesitar.

– Estoy aburrida y hace sol -dije-. Vayamos a comer.

Comprobó la hora en su reloj.

– Pero si aún es la una menos veinte.

– Vive peligrosamente -bromeé.

Justin dudó.

– ¿Y qué pasa con Rafe?

– Es lo bastante mayor y feo como para cuidar de sí mismo. Que espere a Abby y Daniel. -Justin seguía mostrándose demasiado dubitativo como para tomar una decisión de tal calibre y calculé que me quedaba poco más de un minuto para sacarlo de allí antes de que Rafe regresara-. Venga, Justin, vamos. Voy a hacer esto hasta que me digas que sí.

Me puse a tamborilear con los dedos una melodía repetitiva en la mampara que nos separaba.

– Arrrg -cedió Justin al fin, dejando su bolígrafo en la mesa-. Tortura china ruidista. Tú ganas.

El lugar más evidente para comer era la Plaza Nueva, pero se ve a través de las ventanas de la biblioteca, así que arrastré a Justin hasta el campo de criquet, donde a Rafe le llevaría algo más de tiempo encontrarnos. En la parte baja del pabellón deportivo, un grupo de jugadores interpretaban poses estilizadas y serias y más cerca de nosotros cuatro tipos jugaban con un frisbee y fingían hacerlo para regocijo de tres chicas con peinados artificiales que se encontraban sentadas en un banco, las cuales, a su vez, fingían no estar mirándolos. Rituales de apareamiento: era primavera.

– Y bien -dijo Justin, una vez que nos hubimos acomodado en el césped-. ¿Cómo va tu capítulo?

– Fatal -contesté, al tiempo que rebuscaba en mi mochila llena de libros mi bocadillo-. No he escrito nada que merezca la pena desde que regresé. Soy incapaz de concentrarme.

– Bueno -me consoló Justin tras una breve pausa-, era de esperar, ¿no crees? Al menos durante un tiempo. -Me encogí de hombros, sin mirarlo-. Se te pasará, ya lo verás. Ahora ya estás de nuevo en casa y todo ha vuelto a la normalidad.

– Sí, quizás. -Encontré mi emparedado, lo miré con una mueca y lo arrojé a la hierba: pocas cosas preocupaban a Justin tanto como que la gente no comiera-. Es una gaita no saber qué ocurrió. Es una gaita tremenda. No dejo de preguntármelo… Los policías me insinuaron que tenían alguna pista, pero no me revelaron nada de nada. Parece que nadie se dé cuenta de que fue a mí a quien apuñalaron. Si alguien merece saber quién lo hizo, ésa soy yo.

– Pensaba que te encontrabas mejor. Dijiste que estabas bien.

– Bueno, supongo que sí. No pasa nada. Olvídalo.

– Pensábamos… Quiero decir que no pensaba que estuvieras tan preocupada, que siguieras dándole vueltas al asunto. No es propio de ti.

Lo miré, pero no parecía receloso, sólo consternado.

– Sí, bueno -dije-. Es que nunca antes me habían apuñalado.

– No, claro -convino Justin-, supongo que no.

Justin dispuso su almuerzo sobre la hierba: una botella de zumo de naranja a un lado, un plátano al otro y el bocadillo en medio. Se mordisqueaba el labio.

– ¿Sabes qué es lo que no logro quitarme de la cabeza? -le pregunté abruptamente-. A mis padres.

Pronunciar aquellas palabras me produjo un leve escalofrío. Justin alzó la cabeza y se me quedó mirando de hito en hito.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Quizá debería ponerme en contacto con ellos. Para explicarles lo ocurrido.

– Nada de pasados -contestó Justin al instante, como un talismán frente a la mala suerte-. Eso fue lo que acordamos.

Me encogí de hombros.

– Claro. Para ti es muy fácil de decir.

– La verdad es que no lo es. -Y al ver que yo no decía nada, preguntó-: Lexie, ¿hablas en serio?

Hice otro pequeño encogimiento de hombros tenso.

– Aún no estoy segura.

– Pensaba que los odiabas. Dijiste que nunca más volverías a dirigirles la palabra.

– Eso no es lo importante. -Me enrosqué el asa de la mochila alrededor del dedo y, al sacarlo, quedó hecha una larga espiral-. No dejo de pensar que podía haber muerto. Muerto de verdad. Y mis padres ni siquiera lo habrían sabido.

– Si a mí me ocurre algo -dijo Justin-, no quiero que llaméis a mis padres. No quiero que vengan. No quiero que sepan nada de mí.

– ¿Por qué no? -Estaba arrancándole el sello de seguridad a su botella de zumo, con la cabeza gacha-. ¿Justin?

– Por nada. No pretendía interrumpirte.

– No. Venga, dímelo, Justin. ¿Por qué no?

Al cabo de un momento, Justin me explicó:

– Regresé a Belfast en las Navidades durante nuestro primer año de posgrado. Poco después de que tú llegaras, ¿recuerdas?

– Sí -contesté.

No me miraba; escudriñaba con los ojos a los jugadores de criquet, blancos y formales como fantasmas sobre el verde; el ruido sordo del bate nos llegaba tarde y lejano.

– Les dije a mi padre y a mi madrastra que soy homosexual. En Nochebuena. -Una especie de carcajada contenida y triste-. ¡Qué bobo soy! Supuse que el espíritu navideño, la paz y la buena voluntad para todas las personas… Y vosotros cuatro lo habíais aceptado con tanta naturalidad… ¿Sabes qué me dijo Daniel cuando se lo confesé? Reflexionó unos minutos y luego me explicó que la heterosexualidad y la homosexualidad son dos constructos modernos; el concepto de la sexualidad era mucho más laxo hasta el Renacimiento. Y Abby puso los ojos en blanco y me preguntó si quería que fingiera estar sorprendida. Rafe se mostró más preocupado, no estoy seguro de por qué, pero se limitó a sonreír y dijo: «Así tengo menos competencia», cosa que en realidad fue muy dulce por su parte, puesto que en cualquier caso yo no habría supuesto mucha competencia para él… Fue muy reconfortante, ¿sabes? Y supongo que me indujo a pensar que confesárselo a mi familia tampoco sería para tanto.

– No me percaté de que se lo habías dicho. No dijiste nada -observé.

– Ya, bueno -dijo Justin. Desenvolvió el bocadillo del plástico protector con cuidado de no mancharse los dedos-. Mi madrastra es una mujer atroz, ya lo sabes. Lo digo sinceramente. Su padre era carpintero, pero dice que era artesano, sea lo que sea que ella piensa que eso significa, y nunca lo invita a las fiestas. Todo en ella es pura clase media intachable: su acento, sus ropas, su pelo, sus porcelanas chinas…; es como si se hubiera encargado a sí misma por catálogo, pero se nota que invierte un esfuerzo increíble en cada segundo de su vida. Casarse con su jefe debió de significar para ella lo mismo que encontrar el Santo Grial. No digo que mi padre me hubiera aceptado de no haber sido por ella (parecía que tenía ganas de vomitar), pero aquella mujer hizo que todo resultara muchísimo peor. Se puso histérica. Le dijo a mi padre que quería que me fuera de casa inmediatamente. Y para siempre.

– ¡Vaya, Justin!

– Es una adicta a las series de televisión -continuó Justin-. Siempre destierran a los hijos descarriados. No dejaba de gritar, de aullar casi: «¡Piensa en los niños!»; se refería a mis hermanastros. No sé si creía que iba a convertirlos o a abusar de ellos o qué, pero le dije, cosa que por mi parte estuvo muy fea y lo sé, pero supongo que entenderás que me saliera la vena malvada, le dije que no tenía por qué preocuparse, puesto que ningún homosexual con un poco de dignidad tocaría jamás a esos horripilantes niños repollo ni con una pértiga. A partir de ese momento, la situación sólo fue a peor. Me arrojó cosas, me insultó; de hecho, los niños repollo incluso dejaron sus PlayStations para acudir a comprobar de qué iba todo aquel lío y ella intentó arrastrarlos fuera de la sala, supongo que para que yo no les saltara encima allí mismo, y entonces ellos también empezaron a chillar… Al final, mi padre me dijo que sería más conveniente que no me quedara en casa «por el momento», ésas fueron sus palabras, pero ambos sabíamos lo que significaban. Me acompañó en coche hasta la estación y me dio cien libras. Para Navidad.

Justin extendió el film transparente sobre la hierba y colocó el emparedado con cuidado en el centro.

– ¿Y tú qué hiciste? -le pregunté con voz sosegada.

– ¿En Navidades? Me quedé en mi piso. Me compré una botella de whisky de cien libras y me dediqué a autocompadecerme. -Me sonrió con ironía-. Ya lo sé: debería haberos dicho que había regresado a la ciudad. Pero…, bueno, el orgullo, supongo. Fue una de las experiencias más humillantes de mi vida. Sé que ninguno me habríais hecho preguntas, pero no me habría ayudado que anduvierais preguntándoos qué había pasado, y todos sois demasiado inteligentes. Alguien lo habría adivinado.

Así sentado, con las rodillas encogidas y los pies juntos, se le arrugaron los pantalones; llevaba unos calcetines grises finos de tanto lavarlos y sus tobillos se entreveían delicados y huesudos como los de un niño. Alargué la mano y la apoyé en uno de ellos. Cálido y sólido, tan delgado que mis dedos casi lo rodeaban por completo.

– No pasa nada -me tranquilizó Justin; entonces alcé la vista y comprobé que me sonreía, esta vez de verdad-. Te lo prometo, estoy bien. Al principio me entristeció profundamente; me sentí como un huérfano, un descastado; en serio, si hubieras visto el grado de melodrama que viví interiormente… Pero ahora ya no pienso en ello, dejé de hacerlo cuando nos mudamos a la casa. Ni siquiera sé por qué he sacado a relucir el tema.

– Es culpa mía -confesé-. Lo siento.

– No te disculpes. -Me dio un golpecito con la punta del dedo en la mano-. Si de verdad quieres ponerte en contacto con tus padres, pues… hazlo. No es asunto mío, ¿no crees? Lo único que digo es que recuerdes algo: todos tenemos motivos por los que decidimos que nada de pasados. No sólo yo. Rafe… Bueno, ya has oído a su padre.

Asentí con la cabeza.

– Es un imbécil.

– Rafe lleva recibiendo esas mismas llamadas telefónicas desde que lo conozco: eres patético, eres un inútil, me avergüenza hablar de ti a mis amigos… Estoy seguro de que toda su infancia fue así. Su padre lo desprecia desde el mismo momento en que nació… A veces pasa, ¿sabes? Le habría gustado tener un zopenco por hijo a quien le gustara jugar a rugby, manosear a su secretaria y vomitar en clubes nocturnos cursis, y en su lugar nació Rafe. Convirtió su vida en un infierno. Tú no viste a Rafe cuando empezamos la universidad: era un ser flaco y quisquilloso y estaba siempre a la defensiva, tanto que, si le tomabas el pelo, por muy en broma que fuera, se ponía hecho un energúmeno. Yo al principio ni siquiera estaba seguro de que me cayera bien. Simplemente me relacionaba con él porque me gustaban Abby y Daniel, y era evidente que a ellos les gustaba Rafe.

– Sigue estando flaco -comenté- y sigue siendo un poco quisquilloso. Además, es un poco capullo cuando se le tuerce el día.

Justin sacudió la cabeza.

– Es mil veces mejor de lo que era antes. Y es porque no tiene que pensar en esos odiosos padres que le han tocado, al menos no a menudo. Y Daniel… ¿Alguna vez le has oído mencionar su infancia?

Negué con la cabeza.

– Yo tampoco. Sé que sus padres están muertos, pero no sé cuándo ni cómo murieron, ni qué pasó con él después de aquello, dónde vivió, con quién, nada de nada. Una noche Abby y yo nos pusimos como cubas y empezamos a gastar bromas acerca de eso, a fabular con la infancia de Daniel: que si fue un niño salvaje criado por hámsteres, que si creció en un burdel en Estambul, que si sus padres fueron espías de la CIA a quienes descubrió el KGB y él escapó escondido en una lavadora… Entonces nos parecía gracioso, pero la cuestión es que su infancia no debió de ser muy agradable, ¿no crees?, si la silencia con tanto recelo. Tú también eres un poco así -Justin me lanzó una mirada rápida-, pero al menos sé que tuviste la varicela y que aprendiste a montar a caballo. No sé nada por el estilo sobre Daniel. Absolutamente nada.

Rogué a Dios por que no nos viéramos nunca en la situación de tener que demostrar mis habilidades ecuestres.

– Y luego está Abby -continuó Justin-. ¿Te ha hablado Abby alguna vez de su madre?

– Por encima -contesté-. Puedo hacerme una idea.

– Es peor de lo que parece. Yo la conocí en persona. Tú aún no habías llegado. Debió de ser cuando estaba en tercero de carrera. Una noche estábamos todos en el apartamento de Abby y su madre se presentó de improviso, aporreando la puerta. Iba… ¡Dios mío! Si hubieras visto cómo iba vestida. No sé si trabaja realmente de prostituta o si simplemente… bueno. Era evidente que estaba colocada; no dejaba de gritarle a Abby, pero no se entendía ni una palabra de lo que decía. Abby le puso algo en la mano, estoy seguro de que era dinero, y ya sabes que la situación de Abby no es muy boyante, y prácticamente la echó a empujones de su puerta. Estaba lívida. Parecía un fantasma. Me refiero a Abby. Creí que iba a desmayarse. -Justin levantó la vista nervioso y se colocó bien las gafas empujando el puente con un dedo-. No le digas que te lo he contado.

– No lo haré.

– Nunca ha vuelto a mencionar aquel episodio; dudo mucho que quiera hablar de ello ahora, lo cual respalda mi argumento. Estoy seguro de que tú también tienes razones que te indujeron a pensar que el hecho de no compartir pasados era una buena idea. Quizá lo que ha ocurrido te haya cambiado, no lo sé, pero… recuerda que sigues estando muy vulnerable. Te aconsejo que dejes transcurrir un poco de tiempo antes de dar un paso irrevocable. Y, si decides ponerte en contacto con tus padres, quizá sea mejor que no se lo digas a los demás. Podría… No sé, podría herirlos.

Lo miré desconcertada.

– ¿De verdad lo crees?

– Bueno, sí. Somos… -Seguía toqueteando el film transparente y un leve sonrojo le cubrió las mejillas-. Te queremos, ya lo sabes. Nosotros somos nuestra familia ahora. Todos somos la familia de todos… bueno, no sé cómo expresarlo en palabras, pero tú ya sabes a qué me refiero…

Me incliné hacia delante y le estampé un besito en la mejilla.

– Claro que lo sé -aclaré-. Sé exactamente a qué te refieres.

A Justin le sonó el móvil.

– Será Rafe -vaticinó, pescando el teléfono de su bolsillo-. Justo: pregunta dónde estamos.

Mientras escribía un mensaje de respuesta a Rafe, con el teléfono muy cerca de sus ojos miopes, alargó la mano que le quedaba libre y me estrujó el hombro.

– Sólo digo que medites bien tu decisión -añadió-. Y cómete el bocadillo.


– Veo que has estado jugando a «¿Quién es el padre?» -comentó Frank aquella noche. Estaba comiendo algo, una hamburguesa, quizás, y se oía el frufrú del papel-. Y Justin está descartado sin remisión. ¿Tú por quién apuestas, por Danny el listo o por Rafe el guapo?

– Quizá no fuera ninguno de los dos -respondí. Me encontraba de camino a mi puesto de vigía; aquellos días telefoneaba a Frank nada más salir por la verja trasera, en lugar de esperar unos minutos más: estaba ansiosa por saber si tenía novedades de Lexie-. Nuestro asesino la conocía, ¿recuerdas? Pero no sabemos si mucho o poco. De todos modos, no era eso lo que me intrigaba. Iba detrás de todo ese asunto de nada de pasados, intentaba averiguar qué es lo que no comparten estos cuatro.

– Y lo único que has obtenido es una bonita colección de anécdotas lacrimógenas. Toda esta historia de los pasados es una gaita, pero ya sabíamos que eran una panda de raritos. No es ninguna novedad.

– Hummm -murmuré. No estaba tan segura de que aquella tarde hubiera sido una pérdida de tiempo, aunque aún no sabía cómo encajarla-. Voy a seguir indagando.

– Ha sido uno de esos días para todos -replicó Frank, con la boca llena-. Yo he estado persiguiendo a nuestra joven y no he descubierto nada de nada. Probablemente ya te habrás dado cuenta: tenemos un vacío de un año y medio en su historia. Lanzó a la cuneta la identidad de May-Ruth a finales de 2000, pero no apareció como Lexie hasta principios de 2002. Estoy intentando averiguar dónde y con quién estuvo entre tanto. Dudo mucho que regresara a casa, esté donde esté, pero siempre existe esa posibilidad, y aunque no lo hiciera, es posible que nos haya dejado una o dos pistas por el camino.

– Yo me concentraría en Europa -recomendé-. Después del 11-S, el sistema de seguridad en los aeropuertos se endureció a niveles nunca vistos; no habría logrado salir de Estados Unidos y entrar en Irlanda con un pasaporte falso. Para entonces tenía que estar ya en esta orilla del Atlántico.

– Sí, pero no sé qué nombre debo investigar. No hay constancia de que ninguna May-Ruth Thibodeaux solicitara nunca un pasaporte. En mi opinión recuperó su identidad verdadera y luego compró una nueva en Nueva York, partió en avión del aeropuerto JFK con esta última, y volvió a cambiarla una vez llegó adonde fuera que se dirigía…

«JFK»… Frank seguía hablando, pero yo me había quedado petrificada en medio del sendero, como si se me hubiera olvidado seguir caminando, porque aquella misteriosa página de la agenda de Lexie había estallado en mi cabeza con el estrépito de un petardo. «CDG 59»… Yo había volado al aeropuerto Charles de Gaulle una docena de veces, cuando viajaba para pasar los veranos con mis primos de Francia, y cincuenta y nueve libras me parecían un precio correcto para un trayecto de ida. AMS no era Abigail Marie Stone, sino Amsterdam. LHR: Londres Heathrow. No recordaba el resto, pero sabía, con toda seguridad, que resultarían ser códigos aeroportuarios. Lexie había estado anotando precios de vuelos.

Si únicamente hubiera querido someterse a un aborto, se habría dirigido directamente a Inglaterra, sin necesidad de complicarse la vida en Amsterdam o en París. Y, además, eran precios de trayectos de ida, sin billete de regreso. Se había estado preparando para huir de nuevo, saltar del acantilado de su vida otra vez y zambullirse en el ancho mundo azul.

¿Por qué?

Tres cosas habían cambiado en las últimas pocas semanas. Había descubierto que estaba embarazada, N se había materializado y ella había empezado a hacer planes para alzar el vuelo. Yo no creo en las casualidades. No había manera de estar seguro del orden en que habían ocurrido aquellas tres cosas pero, fuera cual fuese el rodeo, una de ellas había desembocado en las otras dos. Había un patrón, en algún sitio: seductoramente cerca, asomando y ocultándose de la vista como una de esas fotografías que sólo se ven al entrecerrar los ojos, justo delante, pero no acertaba a verlo con claridad.

Hasta aquella noche no le había dedicado mucho tiempo al misterioso acosador de Frank. Muy pocas personas están dispuestas a echar por la borda toda su vida y pasar años trotando por el mundo persiguiendo a una chica con la que se enfadaron. Frank suele inclinarse a apostar por la teoría más estimulante frente a la más probable; en cambio, yo la había archivado en algún punto entre la Posibilidad Remota y el Puro Melodrama Hollywoodiense. No obstante, aquello indicaba que algo había arremetido contra la vida de Lexie al menos tres veces y la había arrasado por completo, hasta dejarla irrecuperable. Se me encogió el corazón al pensar en ella.

– ¿Hola? Control de tierra a Cassie.

– Sí -contesté-. Frank, ¿puedes hacerme un favor? ¿Podrías averiguar todo lo extraordinario que ocurrió en su vida como May-Ruth en el mes previo a que desapareciera, o mejor en los dos meses previos, para estar más seguros?

¿Escapaba de N? ¿Escapaba con N para empezar una nueva vida en otro lugar con él y con su bebé?

– Me subestimas, cariño. Ya lo he hecho. No recibió visitas ni llamadas telefónicas extrañas, no tuvo ninguna pelea con nadie ni dio muestras de un comportamiento inusual, nada.

– No me refería a ese tipo de cosas. Quiero saber todo lo que ocurrió, todo: si cambió de empleo, si cambió de novio, si se trasladó de casa, si se puso enferma, si realizó un curso de algo… No me interesan los sucesos que no presagiaran nada bueno, sino los aspectos más triviales de su vida.

Frank reflexionó unos instantes mientras masticaba su hamburguesa o lo que fuera que estuviera comiendo.

– ¿Por qué? -preguntó al fin-. Si voy a pedir más favores a mi amigo del FBI, necesito darle un motivo.

– Invéntate algo. No tengo un buen motivo. Es una intuición.

– Está bien -dijo Frank. Tuve la inquietante sensación de que se estaba sacando restos de comida de entre los dientes-. Lo haré… si a cambio tú haces algo por mí.

Yo había comenzado a caminar de nuevo, de manera automática, hacia la casita.

– ¿Qué?

– No te relajes. Empiezas a sonar como si estuvieras divirtiéndote en esa casa.

Suspiré.

– Soy una mujer, Frank. Una mujer multitarea. Soy capaz de hacer mi trabajo y, al mismo tiempo, echarme unas risas.

– Me alegro por ti. Pero recuerda que un policía secreto relajado es un policía secreto con problemas. Un asesino anda suelto, probablemente a menos de un kilómetro de donde tú te encuentras ahora mismo. Se supone que debes dar con él, no jugar a la familia feliz con los Cuatro Magníficos.

La familia feliz. Yo había dado por supuesto que Lexie había ocultado su agenda para asegurarse de que nadie descubriera sus citas con N, fuera quien fuese N. Pero no era así: ocultaba un gran secreto. Si los demás hubieran descubierto que Lexie estaba a punto de soltar amarras de su mundo completamente anclado, despojándose de él como una libélula luchando por desprenderse de su crisálida y no dejar tras de sí más que la forma perfecta de su ausencia, se habrían quedado destrozados. De repente sentí un vértigo de felicidad por no haberle mencionado aquella agenda a Frank.

– Estoy en ello, Frank -lo tranquilicé.

– Bien. Pues sigue en ello.

Un papel arrugándose -se había acabado la hamburguesa-, y un pitido cuando colgó.

Casi había llegado a mi puesto de vigilancia. Ramitas de seto y hierbas y tierra cobraban vida en el pálido círculo del haz de la linterna para desvanecerse un instante después. Pensé en Lexie corriendo a toda prisa por aquel mismo sendero, con el mismo círculo difuso de luz rebotando salvajemente, la puerta blindada a la seguridad perdida para siempre en la oscuridad, a sus espaldas, y nada frente a ella salvo aquella fría casucha. Aquellas pruebas de pintura en la pared de su dormitorio: Lexie había planeado un futuro allí, en aquella casa, con aquellas personas, hasta el momento en que cayó la bomba. «Somos tu familia -había dicho Justin-. Nos tenemos unos a otros», y yo llevaba el tiempo suficiente en Whitethorn House para saber que lo decía de todo corazón. «¿Qué diantre pudo ser tan fuerte como para que todo aquello saltara por los aires?», pensé.


Ahora que las buscaba, no paraba de encontrar fisuras. Me sentía incapaz de determinar si habían estado siempre allí o si se estaban profundizando delante de mis ojos. Aquella noche me hallaba leyendo en la cama cuando escuché voces en el exterior, bajo mi ventana.

Rafe se había ido a dormir antes que yo y oía a Justin inmerso en su ritual nocturno en la planta inferior: tarareando, trajinando y dando extraños mamporros. Así que sólo quedaban Daniel y Abby. Me arrodillé junto a la ventana, contuve la respiración y escuché, pero estaban tres plantas por debajo de mí y lo único que me llegaba a través del alegre obbligato de Justin era un murmullo bajo y acelerado.

– No -negó Abby en un tono algo más alto, frustrada-. Daniel, no me refiero a eso…

Su voz se apagó de nuevo.

– «Moooon river» -canturreaba Justin para sí mismo, sobreactuando con displicencia.

Hice lo que los niños cotillas hacen desde el amanecer de los tiempos: decidí que necesitaba un silencioso vaso de agua. Justin ni siquiera cesó su canturreo cuando atravesé el descansillo; en la planta baja no se veía luz bajo la puerta de Rafe. Me abrí camino hasta la cocina palpando las paredes. La cristalera estaba abierta, sólo un dedo. Fui al fregadero, lentamente, sin hacer ni un solo frufrú con el pijama, y coloqué el vaso bajo el grifo, lista para abrirlo si alguien me sorprendía.

Estaban en el balancín. La luz de la luna iluminaba el patio; era imposible que me vieran al otro lado del vidrio, en la cocina a oscuras. Abby estaba sentada de lado, con la espalda apoyada en el brazo del columpio y los pies reposados en el regazo de Daniel; éste sostenía una copa en una mano mientras la otra descansaba tranquilamente sobre los tobillos de Abby. La luz de la luna bañaba el cabello de Abby, palidecía la curva de su pómulo y se sumergía en los pliegues de la camisa de Daniel. Un pinchazo, rápido y fino como una aguja, me atravesó, un destello de dolor puro y destilado. Rob y yo solíamos sentarnos así en mi sofá, durante noches eternas. El suelo frío mordía mis pies desnudos y la cocina estaba tan silenciosa que me dolían los oídos.

– Para siempre -dijo Abby. Su voz denotaba incredulidad-. Seguir así para siempre. Fingir que no ha pasado nada.

– No creo que nos quede otra opción -replicó Daniel-. ¿Y tú?

– ¡Por el amor de Dios, Daniel! -Abby se pasó las manos por el cabello, con la cabeza reclinada hacia atrás, un destello de su blanca garganta-. Pero ¿es que esto es una opción? Esto es una locura. ¿De verdad es lo que quieres? ¿Es así como quieres que sea el resto de nuestras vidas?

Daniel volvió la vista hacia ella; yo sólo veía su nuca.

– En un mundo ideal -dijo con voz pausada-, no. Me gustaría que las cosas fueran distintas, algunas cosas.

– ¡Uf, no! -exclamó Abby, frotándose las cejas como si empezara a notar un dolor de cabeza-. Mejor no tocar ese tema.

– No se puede tener todo, ¿sabes? -continuó Daniel-. Cuando decidimos vivir aquí sabíamos que tendríamos que hacer sacrificios. Lo habíamos previsto.

– Sacrificios sí -objetó Abby-, pero esto no. Yo esto no lo había previsto, Daniel, te lo aseguro. Nada de esto.

– ¿En serio? -preguntó Daniel sorprendido-. Yo sí.

Abby enderezó la cabeza de golpe y clavó la mirada en él.

– ¿De verdad? ¡Venga ya! ¿Habías previsto esto? Lexie y…

– Bueno, Lexie no -contestó Daniel-. No así. Aunque quizá… -Se refrenó y suspiró-. Pero el resto sí, pensaba que existía una clara posibilidad. Es inherente a la naturaleza humana. Y pensaba que tú también lo habías contemplado.

Nadie me había explicado que existía un resto de aquello, por no hablar de los sacrificios. Caí en la cuenta de que llevaba tanto rato conteniendo la respiración que la cabeza empezaba a darme vueltas; exhalé con sumo cuidado.

– No -dijo Abby cansinamente, con los ojos hacia el cielo-. Llámame tonta.

– Nunca haría algo así -la tranquilizó Daniel, mirando con una sonrisa triste en dirección al sendero-. Dios sabe que soy la última persona en el mundo con derecho a juzgarte por no darte cuenta de la obviedad.

Le dio un trago a su bebida, un destello de ámbar pálido al inclinar el vaso, y, en aquel momento, por la caída de sus hombros y por el modo en que cerró los ojos al tragar, lo supe. Yo había percibido que aquellas cuatro personas se sentían seguras en su propia fotaleza encantada, con todo lo que querían al alcance de las manos. Me había deleitado en aquel pensamiento. Pero algo había sorprendido desprevenida a Abby y, por algún motivo, Daniel estaba acostumbrándose a ser terrible e inexorablemente infeliz.

– ¿Cómo crees que está Lexie? -preguntó Daniel.

Abby cogió uno de los pitillos de Daniel y abrió el encendedor con fuerza.

– Parece estar bien. Un poco callada y ha perdido peso, pero es lo mínimo que puede esperarse.

– ¿Crees que está bien?

– Está comiendo y se está tomando los antibióticos.

– No me refiero a eso.

– No creo que debas preocuparte por Lexie -lo reconfortó Abby-. A mí me da la impresión de estar bastante estable. Yo diría que, básicamente, ha olvidado todo el episodio.

– Sí, pero en cierta medida -replicó Daniel- eso es precisamente lo que me inquieta. Temo que se lo haya estado guardando todo y un día de éstos estalle. ¿Qué sucederá entonces?

Abby lo observaba mientras el humo ascendía lentamente dibujando volutas bajo la luz de la luna.

– Bueno -respondió Abby alegremente-, no sería el fin del mundo si Lexie estallara.

Daniel sopesó su respuesta mientras hacía girar su vaso en actitud meditativa, con la mirada perdida en la hierba.

– Dependería mucho de la forma que adoptara ese estallido -observó él-. Creo que no estaría mal estar preparado.

– Lexie es el último de nuestros problemas -sentenció Abby-. Justin… No sé, sabía que Justin tendría problemas, pero es mucho peor de lo que imaginaba. Él nunca pensó que pudiera ocurrir algo así, como yo. Y Rafe no ayuda en nada. Si no deja de ser tan capullo, no sé qué… -Vi como fruncía los labios al tragar-. Y luego está esto. Yo no lo estoy teniendo fácil, Daniel, y no me ayuda que a ti te parezca importarte un carajo.

– Eso no es cierto -se defendió Daniel-. A mí me importa muchísimo, a decir verdad. Pensaba que lo sabías. Sencillamente no veo qué podemos hacer ninguno de nosotros.

– Podría irme -propuso Abby. Observaba a Daniel con expresión reconcentrada. Sus redondos ojos reflejaban gravedad-. Podríamos irnos.

Tuve que resistirme a la tentación de tapar el micrófono con la mano. No estaba del todo segura de lo que estaba ocurriendo ante mis ojos, pero si Frank escuchaba aquello, no albergaría dudas de que aquellos cuatro planeaban alguna huida espectacular y yo acabaría amordazada en el armario ropero mientras ellos tomaban un avión rumbo a México. Deseé haber tenido el sentido común de comprobar el alcance exacto del micrófono. Daniel no miraba a Abby, pero tenía la mano apretada alrededor de sus tobillos.

– Sí, podrías -convino finalmente-. Yo sería incapaz de mover un dedo para retenerte. Pero ésta es mi casa, ya lo sabes. Y espero… -tomó aire-, espero que tú también la consideres la tuya. Yo no puedo irme.

Abby recostó la cabeza contra la barra del balancín.

– Sí. Ya lo sé. Yo tampoco. Es sólo que… En fin, Daniel. ¿Qué podemos hacer?

– Esperar -contestó Daniel con parsimonia-. Confiar en que todo vuelva a su cauce, a su debido tiempo. Confiar el uno en el otro. Hacer todo cuanto esté en nuestra mano.

Una corriente de aire se deslizó sobre mis hombros y me di la vuelta, al tiempo que abría la boca para empezar a explicar mi cuento del agua. El vaso chocó contra el grifo y se me cayó al fregadero; se estrelló con tal estrépito que podría haber despertado a todo Glenskehy. No había nadie.

Daniel y Abby se quedaron petrificados; volvieron el rostro hacia la casa.

– Hola -los saludé, abrí la puerta de un empujón y salí al patio. El corazón me latía con fuerza-. He cambiado de opinión, no tengo sueño. ¿Os vais a quedar despiertos?

– No -contestó Abby-. Yo me voy a la cama.

Abby apartó los pies del regazo de Daniel, pasó junto a mí rozándome y se adentró en la casa. Un momento después la escuché subir corriendo las escaleras, sin preocuparse por no pisar el escalón que crujía.

Me acerqué a Daniel y me senté en el patio, junto a sus piernas, con la espalda apoyada en el asiento del balancín. Sin saber muy bien por qué, no quería sentarme a su lado; lo habría considerado demasiado violento, como si la proximidad exigiera un intercambio de confidencias. Transcurrido un instante alargó una mano y la colocó, con suavidad, sobre mi cabeza. Tenía una mano tan grande que abarcaba todo mi cráneo, como si fuera una niña.

– Bueno -dijo en voz baja, casi para sí mismo. Su vaso se hallaba en el suelo, a mi lado, y le di un sorbo: whisky con hielo, los cubitos casi derretidos.

– ¿Discutíais Abby y tú? -pregunté.

– No -respondió Daniel. Movió el pulgar, sólo un poco, entre mi cabello-. No hay ningún problema.

Permanecimos allí sentados un rato. Era una noche tranquila, la brisa apenas ondulaba las briznas de hierba y la luna parecía una vieja moneda de plata flotando en medio del cielo. El frío de las losas del patio a través de mi pijama y el aroma tostado del cigarrillo sin filtro de Daniel se me antojaban reconfortantes, me infundían seguridad. Dejé caer mi espalda levemente contra el asiento del columpio, iniciando con ello un balanceo regular y suave.

– Huele -me invitó Daniel con voz queda-. ¿Hueles eso? -Un primer y tenue perfume a romero emanaba del jardín de hierbas, apenas una nota en el aire-. Romero; sirve para recordar -añadió-. Pronto tendremos tomillo y melisa, menta y tanaceto, y algo que creo que podría ser hisopo, aunque resulta difícil de determinar a juzgar sólo por las referencias del libro, durante el invierno. Este año será un poco caótico, claro está, pero lo podaremos todo hasta volver a darle forma y replantaremos las hierbas donde deban estar. Esas viejas fotografías nos serán de gran ayuda; nos darán una idea del diseño original, de dónde va cada cosa. Son plantas resistentes a las heladas; se escogen tanto por su fortaleza como por su belleza y utilidad. El año que viene…

Me habló de viejos jardines de hierba: de cómo se disponían con sumo cuidado para garantizar que cada planta tuviera todo lo necesario para florecer, del equilibrio perfecto que exhibían al contemplarlos, de su fragancia y de su uso, de su utilidad y de su belleza, sin poner nunca en riesgo una planta en beneficio de otra. El hisopo servía para aliviar los catarros de pecho y para curar el dolor de muelas, me aseguró; la manzanilla se usaba en cataplasmas para reducir las inflamaciones o en infusión para evitar tener pesadillas; la lavanda y la melisa se esparcían por las casas para conferirles una agradable fragancia, y la ruda y la pimpinela se utilizaban en ensaladas.

– Tenemos que probarlo alguna vez -dijo-, una ensalada shakespeariana. El tanaceto sabe a pimienta, ¿lo sabías? Pensaba que se había muerto hacía tiempo, porque estaba todo reseco y quebradizo pero, cuando lo podé hasta las raíces, descubrí un levísimo resquicio de verde. Se recuperará. Es asombrosa la testadurez que muestran algunas cosas para sobrevivir a las circunstancias más adversas, la fuerza irresistible de las ganas de vivir y crecer…

El ritmo de su voz me arrastraba, como olas regulares y suaves. Apenas si escuchaba sus palabras. «Tiempo», creo que dijo en algún lugar tras de mí, o quizá fuera «tomillo», nunca he estado segura. «El tiempo todo lo cura, sólo hay que permitírselo.»

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