Capítulo 8

Dios, aquella primera semana. Sólo de pensar en ella me gustaría darle un mordisco como si fuera la manzana más roja y lustrosa del mundo. En medio de una investigación suprema por homicidio, mientras Sam se abría camino minuciosamente entre cabronazos de toda índole y Frank intentaba exponer nuestra situación al FBI sin que lo tildaran de lunático, lo único que se suponía que yo debía hacer era vivir la vida de Lexie. Me generaba una sensación de júbilo, pereza y osadía que me recorría de los pies a la cabeza, como hacer campana en la escuela en el día más esplendoroso de la primavera sabiendo que tus compañeros tienen que diseccionar ranas.

El martes regresé a la universidad. Pese al abanico de nuevas oportunidades de meter la pata que se abría ante mí, me apetecía. Me encantaba el Trinity, al menos la primera vez que estudié allí. Aún conserva sus seculares y elegantes piedra gris, ladrillo rojo y adoquines; se perciben las oleadas de estudiantes perdidos que fluyen a través de la plaza frontal, junto a uno mismo, la propia impronta impresa en el aire, archivada, guardada. De no haber sido porque alguien decidió echarme de la universidad, podría haberme convertido perfectamente en una estudiante sempiterna como aquellos cuatro. En vez de ello, y probablemente impulsada por esa misma persona, me hice policía. Acariciaba el pensamiento de que aquello cerraba el círculo, que me devolvía a reclamar el puesto que había perdido. Se me antojaba una victoria extraña, pospuesta, rescatada contra todo pronóstico.

– Probablemente deberías saber -me informó Abby en el coche- que la fábrica de los chismorreos está que echa humo. Se rumorea que participabas en la compra de un enorme cargamento de cocaína que se fue al traste; también que te apuñaló un inmigrante ilegal (con quien te casaste por dinero y a quien luego empezaste a hacer chantaje), y que tenías un ex novio maltratador a quien se le fue la mano dándote una paliza. Prepárate para lo que se avecina.

– Además -añadió Daniel, al tiempo que adelantaba a un todoterreno Explorer que bloqueaba dos carriles-, supongo que también se contempla la posibilidad de que los agresores hayamos sido nosotros, por separado o en múltiples combinaciones y por varios motivos. Nadie nos lo ha dicho a la cara, por supuesto, pero la inferencia es inevitable. -Dobló en la entrada del aparcamiento del Trinity y sostuvo en alto su tarjeta de identificación para el guarda de seguridad-. Si la gente te pregunta, ¿qué piensas explicarles?

– Aún no lo he decidido -contesté-. Había pensado decir que soy la heredera perdida de un trono y una facción rival vino en mi busca, pero que aún no sé por qué dinastía decantarme. ¿Tengo aspecto de Romanov?

– Sin duda -respondió Rafe-. Los Romanov son una sarta de tipos raros sin barbilla. A mí me parece una buena idea.

– Sé amable conmigo o le explicaré a todo el mundo que viniste tras de mí con una cuchilla de carnicero en pleno ataque de ira provocado por el consumo de drogas.

– No tiene gracia -observó Justin.

Justin no había cogido su coche (me dio la sensación de que querían hacer piña, sobre todo en aquellos momentos), de manera que viajaba en el asiento trasero, junto a mí y Rafe, rascando motas de roña de la luna de la ventanilla y limpiándose los dedos en su pañuelo.

– Bueno -opinó Abby-, no tenía gracia la semana pasada, eso es cierto. Pero ahora que has vuelto… -Volvió el rostro hacia mí y me sonrió por encima del hombro-. Brenda Cuatrotetas me preguntó, con ese aire de cotilla confidente tan propio de ella, si era «uno de esos juegos que salen mal». La dejé con la palabra en la boca, pero ahora creo que podía haberle alegrado el día.

– Lo que más me asombra de ella -intervino Daniel, mientras abría su puerta- es que esté tan convencida de que nosotros somos de lo más interesante. Si supiera la verdad…

Cuando descendimos del coche, entendí por vez primera qué había querido decir Frank al explicar la reacción que aquellas cuatro personas suscitaban en los extraños. Mientras recorríamos la larga avenida que separa las canchas de deportes, ocurrió algo, un cambio tan sutil y definitivo como el agua solidificándose en hielo: se acercaron aún más y caminaron hombro con hombro al mismo paso, con las espaldas rectas, las cabezas erguidas y una expresión inmutable en su rostro. Para cuando llegamos al edificio de Lengua y Literatura, la fachada se había erigido por completo y era ya una barricada tan impenetrable que casi podía verse, fría y resplandeciente como un diamante. Aquella semana en la universidad, cada vez que alguien intentaba mirarme abiertamente, avanzando por los estantes de la biblioteca hasta el rincón donde se hallaban nuestros cubículos, fisgoneando tras un periódico en la cola a la hora del té, esa barricada se desplegaba a mi alrededor como una formación de escuderos romanos, plantando cara al intruso con cuatro pares de ojos imperturbables, hasta que éste retrocedía. Conocer los rumores iba a resultar un gran problema; incluso Brenda Cuatrotetas se quedó con la palabra en la boca, asomada sobre mi escritorio, y se limitó a preguntarme si le dejaba un bolígrafo.

La tesis de Lexie resultó ser mucho más entretenida de lo que había imaginado. Los fragmentos que Frank me había entregado trataban, básicamente, de las hermanas Brontë, de Currer Bell [14] en el papel de enajenada encerrada en un ático y liberándose de la recatada Charlotte, aunque fuera mediante un seudónimo; no era exactamente una lectura agradable, dadas las circunstancias, pero más o menos lo que uno esperaría. Sin embargo, justo antes de morir, Lexie había estado trabajando en un tema mucho más ameno: Rip Corelli, famosa por Vestida para matar, resultó ser un heterónimo de Bernice Matlock, una biblioteclaria de Ohio que había llevado una vida intachable y en su tiempo libre había escrito novelillas escabrosas que eran auténticas obras maestras. Empezaba a gustarme cómo funcionaba la cabeza de Lexie.

Me había preocupado que su supervisor pretendiera que fuera a visitarlo para llevarle material con sentido académico; Lexie no era ninguna tonta, sus planteamientos eran inteligentes y originales y estaban muy meditados, y yo llevaba años sin practicar. Lo cierto es que la cuestión del supervisor venía preocupándome desde hacía tiempo. Sus alumnos de las tutorías no apreciarían la diferencia: cuando uno tiene dieciocho años, la mayoría de las personas mayores de veinticinco no son más que ruido blanco adulto genérico, pero alguien que hubiera pasado tiempo cara a cara con ella constituía una historia aparte. Mi primera reunión con él me sosegó. Era un tipo huesudo, amable e incoherente que se había quedado tan conmocionado por todo aquel «incidente desafortunado» que prácticamente no se atrevía a mirarme a los ojos, y me recomendó que me tomara todo el tiempo que necesitara para recuperarme y que no me preocupara en absoluto por los plazos de entrega. Se me ocurrió que podía pasarme unas cuantas semanas acurrucada en la biblioteca leyendo acerca de investigadores privados curtidos y damas que eran una fuente de problemas.

Y por las noches estaba la casa. Prácticamente cada día dedicábamos un tiempo para adecentarla, una o dos horas, a veces sólo veinte minutos: lijar las escaleras, vaciar una caja del tesoro del tío Simon, subir por turnos a la escalera de mano para cambiar los viejos y frágiles portalámparas de las bombillas… A las tareas más fastidiosas, léase frotar las manchas de los inodoros, les dedicábamos el mismo tiempo y esmero que a las interesantes; mis cuatro compañeros trataban la casa como si fuera un instrumento musical maravilloso, un Stradivarius o un Bosendorfer que hubieran encontrado en una cueva del tesoro perdida en el amanecer de los tiempos y lo anduvieran restaurando con un amor paciente, encandilado y absoluto. Creo que la vez que vi más relajado a Daniel fue cuando estaba tumbado boca abajo en el suelo de la cocina, con sus pantalones viejos y raídos y una camisa de leñador, pintando los zócalos y riendo de alguna anécdota que le contaba Rafe, mientras Abby se inclinaba sobre él para mojar su pincel y la coleta le azotaba pintura sobre la mejilla como si fuera un látigo.

Eran personas muy táctiles. En la universidad nunca nos tocábamos, pero en casa siempre había alguien tocando a alguien: la mano de Daniel sobre la cabeza de Abby al pasar por detrás de su silla, el brazo de Rafe sobre el hombro de Justin mientras examinaban juntos algún hallazgo del cuarto trastero, Abby recostada en el balancín sobre mi regazo y el de Justin, los tobillos de Rafe sobre los míos mientras leíamos junto a la chimenea… Frank había realizado comentarios insidiosos y predecibles acerca de homosexualidad y orgías pero, pese a haber activado la alerta máxima para detectar cualquier tensión sexual (el bebé), no era eso lo que percibía. Era algo más inquietante y más poderoso: no tenían fronteras, no entre ellos, o no del modo en que la mayoría de personas las tenemos. En un hogar normal y corriente, suele compartirse un nivel bastante elevado de disputa territorial: tensas negociaciones por el mando a distancia del televisor, reuniones para determinar si el pan se compra por separado o se comparte… La compañera de piso de Rob solía sufrir un ataque de ira que le duraba tres días si él le cogía un poco de su mantequilla. Pero respecto a estos cuatro, hasta donde yo alcanzaba a ver, todo, excepto, gracias al cielo, la ropa interior, pertenecía a todos. Los muchachos sacaban prendas aleatorias del armario para orear la ropa, cualquiera que les fuera bien, y yo nunca logré saber qué camisas y qué camisetas pertenecían oficialmente a Lexie y cuáles a Abby. Arrancaban hojas de papel de los cuadernos de los demás, se comían las tostadas que había en el plato más cercano, daban sorbos al vaso que tuvieran más a mano…

Me guardé de no mencionarle nada de esto a Frank, puesto que lo único que habría hecho es sustituir los comentarios relativos a las orgías por tenebrosas advertencias acerca del comunismo, y lo cierto es que a mí me gustaban aquellas fronteras desdibujadas. Aquellas cuatro personas me recordaban a algo cálido y consistente que no conseguía ubicar con exactitud. Había un gran chubasquero verde del tío Simon que pertenecía a cualquiera que saliera a la intemperie bajo la lluvia; la primera vez me que me lo puse para salir a dar mi paseo de costumbre me provocó un extraño escalofrío embriagador, como el que se siente al darle la mano a un chico por primera vez.

Finalmente, el jueves acerté a poner el dedo en la llaga. Los días empezaban a alargarse con el verano y lucía una noche clara, cálida y agradable; tras la cena, sacamos una botella de vino y una bandeja con bizcocho al jardín. Yo había confeccionado una guirnalda de margaritas e intentaba abrochármela alrededor de la cintura. Para entonces ya había echado por la borda la idea de no beber, pues la juzgaba impropia de mi personaje y habría hecho que los demás se acordaran del apuñalamiento y les provocara tensiones; además, al margen de lo que pudiera provocar en mi organismo la mezcla de antibióticos con la bebida, también podía salvarme la vida en cualquier momento. Así es que allí estaba yo, feliz y ligeramente achispada.

– Más bizcocho -me pidió Rafe, dándome un golpecito con el pie.

– Cógelo tú mismo. Estoy ocupada.

Había desisitido ya de abrocharme la guirnalda de margaritas con una mano y, en su lugar, se la estaba colocando a Justin.

– Eres una gandula, ¿lo sabes?

– Mira quién fue a hablar. -Me pasé un tobillo por detrás de la cabeza (hice mucha gimnasia de pequeña y aún soy muy flexible) y le saqué la lengua a Rafe por debajo de la rodilla-. Soy activa y estoy sana. Mira.

Rafe arqueó una ceja perezosamente.

– Me estás excitando.

– Eres un pervertido -le dije, con toda la dignidad de la que fui capaz dada mi postura.

– ¡Para! -me reprendió Abby-. Se te abrirán los puntos y estamos todos demasiado borrachos para llevarte a urgencias.

Había olvidado por completo mis puntos imaginarios. Por un segundo pensé en dar por concluida la velada, pero decidí que era mejor no hacerlo. El largo atardecer, los pies descalzos, el cosquilleo de la hierba y seguramente la bebida aturdían mis sentidos y me hacían comportarme como una boba. Hacía mucho tiempo que no me sentía así, y me gustaba. Con una esforzada maniobra, volví la cabeza hacia donde estaba Abby.

– Estoy bien. Ya no me duelen.

– Quizá sea porque hasta ahora no habías estado haciéndote nudos con las piernas -intervino Daniel-. Compórtate.

Normalmente soy alérgica a las órdenes, pero no sé por qué consideraba las suyas entrañables.

– Sí, papá -repliqué y, al sacarme la pierna de detrás de la cabeza, me desequilibré y me caí sobre Justin.

– ¡Aparta! -dijo, dándome un empujoncito sin demasiada energía-. Madre mía, pero ¿cuánto pesas?

Me retorcí hasta encontrar una postura cómoda y me quedé tumbada con la cabeza en su regazo, con los ojos entrecerrados para contemplar la puesta de sol. Justin me hacía cosquillas en la nariz con una hierbecilla.

Parecía relajada, al menos eso esperaba, pero el cerebro me iba a toda máquina. Acababa de caer en la cuenta, con aquel «Sí, papá», de a qué me recordaba aquella pandilla: a una familia. Quizá no a una familia propiamente dicha -aunque cómo podría yo saberlo-, sino a una familia salida de un millón de cuentos infantiles y series televisivas de antaño, la clase de familia cálida y reconfortante que se perpetúa en el tiempo, sin que nadie envejezca, hasta que uno empieza a preguntarse acerca de los niveles hormonales de los actores. Aquella pandilla contaba con todos los personajes: Daniel era el padre distante, pero afectuoso; Justin y Abby se turnaban en el papel de madre protectora y hermano mayor altivo; Rafe era el hermano mediano, el adolescente malhumorado, y Lexie, la última incorporación, la hermana pequeña y caprichosa a quien se mimaba o se tomaba el pelo alternativamente.

Probablemente ellos no supieran mucho más que yo sobre familias de la vida real. Debería haberme dado cuenta desde el principio de que ésa era una de las características que tenían en común: Daniel era huérfano, Abby había crecido en una familia de acogida, Justin y Rafe eran exiliados, y Lexie Diossabequé no debía de estar precisamente unida a sus padres. Se me había pasado por alto porque ésa era también mi propia situación. De manera consciente o inconsciente, entre todos habían recopilado hasta el último fragmento que habían encontrado y habían montado su propio collage, una imagen improvisada de lo que era una familia, y luego se habían convertido en eso.

Apenas tenían dieciocho años cuando se habían conocido. Los miré por debajo de mis pestañas: Daniel sostenía una botella a contraluz para comprobar si quedaba vino, Abby quitaba hormigas de la bandeja del bizcocho, y me pregunté qué habría sido de ellos si sus caminos no se hubiesen cruzado.

Un montón de ideas se agolparon en mi mente, todas ellas neblinosas y aceleradas, pero decidí que estaba demasiado cómoda para intentar darles forma. Podían aguardar unas cuantas horas, hasta el momento de mi paseo.

– Sírveme un poco -le pedí a Daniel, alargándole mi copa.


– ¿Estás borracha? -me preguntó Frank cuando lo telefoneé-. Sonabas como una cuba hace un rato.

– Cálmate, Frankie -contesté-. Me he tomado un par de copas de vino en la cena. Con eso no basta para que me emborrache.

– Eso espero. Quizá pienses que estás de vacaciones, pero no es así. Mantente alerta.

Merodeaba por un camino lleno de baches, colina arriba desde lacasucha en ruinas. Había estado reflexionando, y mucho, sobre cómo había acabado Lexie en aquel lugar. Todos habíamos dado por supuesto que corría en busca de cobijo y no consiguió llegar a Whitethorn House ni al pueblo, bien fuera porque el asesino le impedía el paso bien porque se sentía desfallecer, de manera que se había guarecido en el escondrijo más cercano que conocía. La existencia de N había cambiado eso. Partiendo del supuesto de que N fuera una persona, y no un pub o un programa radiofónico o un juego de póquer, habían tenido que acordar encontrarse en algún sitio, y el hecho de que no hubiera ninguno marcado en la agenda indicaba que siempre se citaban en el mismo. Y si se citaban de noche, en lugar de por la mañana, entonces aquella casucha era la opción ideal: un refugio íntimo y cómodo resguardado del viento y de la lluvia y sin nadie que pudiera acercarse sigilosamente. Es posible que aquella noche Lexie se dirigiera allí, mucho antes de que alguien le saliera al paso, y simplemente prosiguiera su camino, como si llevara puesto el piloto automático, después de que N le tendiera la emboscada; o quizás albergara la esperanza de que N se encontrara allí para ayudarla.

Era la clase de pista con que sueñan los detectives, pero era lo único que tenía, de manera que había decidido invertir gran parte de mi caminata vagando por los alrededores de aquella casucha, con la esperanza de que N apareciera alguna noche para ayudarme. Había encontrado un tramo del sendero desde donde disfrutaba de una vista lo bastante clara para poder avistar si había alguien en la casucha mientras hablaba con Frank o con Sam, ocultarme tras los árboles en caso necesario y estar lo suficientemente aislada como para que ningún granjero me oyera hablar por teléfono o viniera tras de mí con su fiel escopeta.

– Estoy alerta -le aseguré-. Tengo algo que preguntarte. Refréscame la memoria: ¿el tío abuelo de Daniel falleció en septiembre?

Escuché a Frank hojear unos papeles; o bien se había llevado el expediente con él a casa o bien seguía en el trabajo.

– El tres de febrero. A Daniel le entregaron las llaves de la casa el diez de septiembre. Supongo que el trámite para obtener la autenticación de un testamento lleva su tiempo. ¿Por qué?

– ¿Puedes averiguar de qué murió y dónde estaban estos cinco aquel día? Y una pregunta, ¿por qué costó tanto obtener la validez del testamento? Mi abuela me legó mil dólares y tardé sólo seis semanas en recibirlos.

Frank silbó.

– ¿Acaso piensas que metieron bajo tierra al tío abuelo Simon para conseguir la casa? ¿Y que luego Lexie se acobardó?

Suspiré y me pasé la mano por el pelo, intentando encontrar las palabras para expresarlo.

– No exactamente. En realidad, no. Pero actúan de un modo raro con respecto a la casa, Frank. Los cuatro. Hablan de ella como si fuera de su propiedad, y no sólo Daniel. «Deberíamos plantearnos instalar vidrios dobles, tenemos que tomar una decisión sobre el jardín de las hierbas…» Y todos, sin distinción, se comportan como si fuera algo para siempre, como si pudieran dedicar años a remodelarla porque van a vivir ahí toda su vida.

– Bah, no son más que unos críos -comentó Frank en tono tolerante-. A esa edad todo el mundo piensa que los amigos de la universidad son para siempre. Dales unos años y vivirán en casitas adosadas en zonas residenciales y dedicarán las tardes de los domingos a comprar tarima para el jardín en el centro de jardinería local.

– No son tan jóvenes. Y ya los has oído hablar: están demasiado vinculados a esa casa y entre ellos. No hay nada más en sus vidas. No creo que mataran al tío abuelo, es sólo una hipótesis más. Siempre hemos creído que ocultaban algo. Y considero que merece la pena comprobar todo lo que suene raro.

– Cierto -convino Frank-. Lo haremos. ¿Quieres saber a qué he dedicado el día?

Aquel trasfondo de emoción en su voz… Pocas cosas ponían de tan buen humor a Frank.

– Cuenta, cuenta -lo alenté.

Su emoción dio paso a una sonrisa tan grande que casi pude oírla.

– El FBI ha encontrado unas huellas dactilares que encajan con las de nuestra joven.

– ¡¿Qué?! ¡¿Ya?!

Los tipos del FBI nos ayudan mucho cuando los necesitamos, pero suelen ser exasperantemente lentos.

– Tengo amigos.

– Venga -dije-. ¿Quién es?

Las rodillas me temblaban. Tuve que apoyarme en un árbol.

– May-Ruth Thibodeaux, nacida en Carolina del Norte en 1975. Informaron de su desaparición en octubre de 2000. Se la busca por el robo de un coche. Las huellas dactilares y la fotografía coinciden.

Me quedé sin aliento.

– ¿Cassie? -dijo Frank transcurrido un momento. Lo oí darle una calada al cigarrillo-. ¿Sigues ahí?

– Sí. Así que May-Ruth Thibodeaux. -Pronunciar su nombre hizo que se me erizara el vello de la nuca-. ¿Qué sabemos de ella?

– Poca cosa. No hay ningún dato hasta 1997, cuando se trasladó a Raleigh desde algún punto en mitad de la nada, alquiló un apartamento piojoso en un barrio de mala muerte y consiguió un empleo sirviendo mesas en una cafetería abierta toda la noche. En algún momento tuvo que estudiar, ya que luego logró entrar directamente en un curso de posgrado en el Trinity, pero parece más bien autodidacta o formada con profesores particulares; su nombre no consta en el registro de ningún instituto local. No tiene antecedentes. -Frank soltó el humo-. La noche del diez de octubre de 2000 cogió el coche de su prometido para ir a trabajar, pero no apareció en la cafetería. Él presentó una denuncia por desaparición un par de días más tarde. Incordiaron un poco al novio, por si acaso la había asesinado y la había arrojado a la cuneta, pero tenía una coartada firme. El coche apareció en Nueva York en diciembre de 2000, en la zona de estacionamiento prolongado del aeropuerto Kennedy.

Frank estaba satisfecho de sus pesquisas.

– Bien hecho, Frank -me salió de manera espontánea-. Un gran avance.

– Estamos aquí para complacer -replicó Frank, intentando sonar modesto.

Al final, Lexie era sólo un año más joven que yo. Cuando yo andaba jugando a las canicas bajo la suave lluvia en un jardín de Wicklow, ella campaba a sus anchas en algún pueblecito caluroso, brincaba con los pies descalzos hasta el camión de los helados e iba dando tumbos en la parte posterior de una camioneta por carreteras polvorientas, hasta que un día se subió a un coche y no dejó de conducir.

– ¿Cassie?

– Sí.

– Mi contacto va a seguir indagando, para comprobar si se granjeó enemigos de consideración por el camino, alguien que hubiera podido seguirla hasta aquí.

– Suena bien -opiné, intentando ordenar mis pensamientos-. Me interesa averiguar cuanto podamos. ¿Cómo se llamaba su prometido?

– Brad, Chad, Chet, una de esas chorradas americanas… -Más frufrú de papeles-. Mi hombre realizó un par de llamadas telefónicas y el tipo no ha dejado de ir a trabajar ni un solo día en meses. Está descartado que saltara el charco para asesinar a su ex. Chad Andrew Mitchell. ¿Por qué quieres saberlo?

No había ninguna N.

– Simple curiosidad.

Frank esperó, pero yo soy buena aguantando los silencios.

– De acuerdo entonces -dijo finalmente-. Te mantendré al corriente. Es posible que su identificación nos conduzca a un callejón sin salida pero, aun así, sienta bien tener alguna noción de quién era la víctima. Resulta más fácil hacerse una idea de ella, ¿no crees?

– Claro -respondí-. Desde luego.

No era verdad. Después de que Frank colgara me quedé un buen rato apoyada contra aquel árbol, observando cómo el contorno roto de la casucha se iba desvaneciendo y reapareciendo lentamente a medida que las nubes tapaban la luna, pensando en May-Ruth Thibodeaux. En cierto sentido, devolverle su nombre, su ciudad natal y su pasado me hizo darme cuenta de algo: había sido real, no sólo una sombra proyectada por mi mente y la de Frank; había estado viva. Durante treinta años podíamos habernos tropezado cara a cara.

Súbitamente tuve la sensación de que debería haberlo sabido; nos separaba un océano, pero sentía que debería haber advertido su presencia desde siempre, que de vez en cuando debería haber apartado la vista de mis canicas, de mis libros de texto o del expediente del caso que me ocupara, como si alguien hubiera pronunciado mi nombre. Ella recorrió todos esos miles de kilómetros hasta llegar tan cerca de mí que pudo deslizarse en mi antiguo nombre, como si se tratara del abrigo heredado de una hermana mayor, como si fuera la aguja de mi compás, y casi lo consigue. Se encontraba a sólo una hora de distancia en coche y yo debería haberlo intuido; debería haber sabido, cuando aún era posible, dar ese último paso y encontrarla.


Las únicas sombras de aquella semana procedieron del exterior. Estábamos jugando al póquer, era viernes por la noche: a aquella panda les encantaba jugar a las cartas hasta altas horas de la madrugada, sobre todo al Texas hold'em y al no, o al piquet si sólo les apetecía jugar a dos. Las apuestas se limitaban a monedas de diez peniques deslustradas sacadas de un tarro gigante que alguien había encontrado en el ático, pero eso no era óbice para no tomarse las partidas en serio: todo el mundo empezaba con el mismo número de monedas y, cuando alguien lo perdía todo, no se le permitía pedir un nuevo préstamo a la banca. Lexie, como yo, había sido una jugadora de cartas bastante aceptable; sus jugadas no siempre tenían lógica pero, según parecía, había aprendido a que la impredecibilidad del juego fuera en su favor, sobre todo en las manos importantes. El ganador escogía el menú de la cena del día siguiente.

Aquella noche sonaba Louis Armstrong en el tocadiscos y Daniel había comprado una bolsa de tamaño familiar de Doritos, junto con tres salsas diferentes para todos los gustos. Nos íbamos pasando por la mesa los varios cuencos desportillados y utilizábamos la comida para distraernos los unos a los otros; con quien mejor funcionaba la táctica era con Justin, que se desconcentraba por completo si pensaba que alguien iba a manchar con salsa la madera de caoba de la mesa. Yo acababa de barrer a Rafe cara a cara (en las manos flojas intentaba despistarnos con las salsas y, en cambio, si tenía una buena baza se comía los Doritos a pares; un consejo: nunca jueguen al póquer con un detective) y me estaba regodeando de ello cuando le sonó el móvil. Apoyó la silla sobre las patas traseras, alargó el brazo y cogió el teléfono, que descansaba en la estantería.

– ¿Sí? -preguntó, mientras me enseñaba el dedo anular. Entonces volvió a apoyar las patas delanteras y se le mudó el semblante; se le congeló y devino esa máscara inescrutable y altanera que llevaba en la universidad y entre extraños-. Papá -saludó.

Sin un solo pestañeo, los demás se acercaron a él; podías palpar la tensión en el ambiente, una tensión que se condensaba a medida que los otros se inclinaban sobre su hombro. Yo estaba a su lado y eso me permitió oír los bramidos que salían del teléfono: «… Hay un empleo… Es una oportunidad… ¿Has cambiado de idea?».

Las aletas de la nariz se le hinchaban y deshinchaban como si estuviera oliendo algo nauseabundo.

– No me interesa -dijo.

El volumen de la diatriba le obligó a cerrar los ojos bruscamente. Pillé lo suficiente como para saber que leer teatro todo el día era cosa de maricas y que alguien llamado Bradbury tenía un hijo que acababa de ganar su primer millón y que Rafe, en general, era un desperdicio de oxígeno. Sostenía el teléfono con los dedos pulgar e índice, a varios centímetros de su oreja.

– Por todos los diablos, cuelga -susurró Justin, con una mueca inconsciente de agonía-. Cuélgale y punto.

– No puede -murmuró Daniel-. Es evidente que debería hacerlo, pero… Algún día…

Abby se encogió de hombros.

– Pues entonces… -dijo.

Arqueaba los naipes y se los pasaba de mano a mano con destreza y agilidad; lo hizo cinco veces. Daniel le sonrió y enderezó su silla; estaba listo para continuar.

Aún se oían alaridos por el teléfono; la palabra «imbécil» se repetía con frecuencia en lo que parecía un amplio espectro de contextos. Rafe tenía el mentón gacho, como si caminara contra un vendaval. Justin le tocó el brazo; abrió los ojos de repente, nos miró estupefacto y enrojeció como la grana.

El resto de nosotros ya había hecho sus apuestas. Yo tenía una mano que parecía un pie (un siete y un nueve, y ni siquiera del mismo palo), pero era plenamente consciente de lo que estaban haciendo los demás. Estaban intentando recuperar a Rafe, y la sensación de formar parte de eso me resultó embriagadora, tan delicada que casi me dolió. Por una milésima de segundo me vino a la mente la imagen de Rob enganchándome el tobillo con su pie por debajo de nuestras mesas cuando O'Kelly me sermoneaba. Agité mis cartas en el aire en dirección a Rafe y le dije articulando para que me leyera los labios:

– Sube la apuesta. -Pestañeó. Levanté una ceja, le puse mi mejor sonrisa pícara de Lexie y susurré-: A menos que temas que vuelva a darte una patada en el culo.

Su mirada gélida se desvaneció, sólo un poco. Consultó sus cartas: luego depositó con cuidado el teléfono en la estantería que había a su lado y deslizó una moneda de diez peniques hacia el centro de la mesa.

– Porque soy feliz donde estoy -le dijo al teléfono.

Su voz sonaba casi normal, pero aún seguía sonrojado por la ira.

Abby le sonrió tímidamente y, con gesto de experta, desplegó tres cartas en abanico en la mesa y les dio la vuelta.

– Lexie tiene una escalera -dijo Justin, mientras me escudriñaba con los ojos-. Conozco esa mirada.

Según parecía, el teléfono había invertido mucho dinero en Rafe y no tenía planeado ver cómo lo tiraba por el retrete.

– Nada de eso -aventuró Daniel-. Tal vez tenga algo, pero no una escalera. Voy yo.

Yo estaba muy lejos de tener una escalera, pero eso era irrelevante; ninguno de nosotros pensaba cerrar, no hasta que Rafe colgara. El teléfono pronunció una larga diatriba acerca de «un trabajo de verdad».

– Es decir: un trabajo en un despacho -nos informó Rafe. La rigidez empezaba a abandonar su columna vertebral-. Y algún día, si sé jugar mis cartas y tengo una idea creativa y actúo con más inteligencia, que no con más diligencia, quizás incluso podría aspirar a un despacho con ventana. O si apunto un poco más alto, ¿no es cierto? -preguntó al auricular-. ¿Tú qué crees?

Le hizo un gesto a Justin que indicaba «veo tu apuesta y la doblo».

El teléfono, que evidentemente sabía cuándo lo estaban insultando, aunque no estuviera seguro de exactamente cómo, profirió un comentario agresivo acerca de la ambición y de que ya era hora de que Rafe madurara de una vez por todas y empezara a vivir en el mundo real.

– ¡Hombre! -exclamó Daniel, levantando la vista de su manga-. He ahí un concepto que siempre me ha fascinado: el mundo real. Sólo un subgrupo muy concreto de personas utiliza ese término, ¿os habéis dado cuenta? A mi entender, me parece obvio que todo el mundo vive en el mundo real: todos respiramos oxígeno real, comemos alimentos reales y la tierra que pisamos es igual de real para todos. Pero es evidente que esas personas esgrimen una definición mucho más circunscrita de la realidad, una que me resulta profundamente enigmática, y sienten una necesidad imperiosa, por no decir patológica, de delimitar a los demás con dicha definición.

– No son más que celos -observó Justin, mientras sopesaba sus cartas y deslizaba otras dos monedas más hacia el centro de la mesa-. ¡Envidia cochina!

– Nadie -dijo Rafe al teléfono, al tiempo que nos hacía un gesto con la mano para que bajáramos la voz-. La televisión. Me paso el día viendo series, comiendo bombones y fabulando con el desmoronamiento de la sociedad.

La última carta era un nueve, que al menos me daba una pareja.

– Bueno, sin duda en algunos casos los celos intervienen -comentó Daniel-, pero en el caso del padre de Rafe, si la mitad de lo que dice es cierto, podría permitirse llevar la vida que quisiera, incluida la nuestra. ¿De qué debería estar celoso? No, creo que esa forma de pensar entronca con la moralidad puritana: el énfasis en encajar en una estructura jerárquica estricta, el elemento del odio hacia uno mismo, el horror ante todo lo placentero, artístico o irreglamentario… Sin embargo, siempre me he preguntado cómo ese paradigma realizó la transición de convertirse en la frontera, no sólo de la virtud, sino de la propia realidad. ¿Puedes activar el altavoz, Rafe? Me interesa escuchar su opinión.

Rafe lo miró con los ojos como platos, como preguntándole: «¿Estás loco?», y negó con la cabeza; Daniel pareció vagamente desconcertado. El resto de nosotros empezaba a soltar risitas.

– Está bien -replicó Daniel con educación-, si eso es lo que prefieres… ¿Qué te resulta tan divertido, Lexie?

– Lunáticos -le dijo Rafe al techo en voz baja, extendiendo los brazos para englobar al teléfono y también a nosotros, que para entonces ya nos estábamos tapando la boca con las manos-. Estoy rodeado de lunáticos. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Es que acaso me burlaba de los desvalidos en una vida pretérita?

El teléfono, que a todas luces se preparaba para un colofón apoteósico, informó a Rafe de que podía llevar «una vida digna».

– Ponerme tibio de champán en el distrito financiero -nos tradujo Rafe- y beneficiarme a mi secretaria.

– ¿Y qué hay de malo en eso? -gritó el teléfono, lo bastante alto como para que Daniel, desconcertado, retrocediera contra el respaldo de su silla con una sincera y atónita mirada de desaprobación.

Justin estalló en un ruido a medio camino entre un estornudo y un chillido; Abby estaba colgada del respaldo de su silla con los nudillos metidos en la boca, y yo me reía a carcajada limpia, tanto que tuve que esconder la cabeza bajo la mesa.

El teléfono, con una espectacular indiferencia hacia la anatomía básica, nos llamó pandilla de hippies pichas flojas. Cuando por fin logré recuperar la compostura y saqué la cabeza al exterior en busca de aire, Rafe había puesto sobre la mesa un par de jotas y andaba agarrando el bote, con un puño en alto y sonriendo. Me di cuenta de algo. El móvil de Rafe se había apagado a unos cincuenta centímetros de mi oído y yo ni siquiera había parpadeado.


– ¿Sabéis lo que es? -preguntó Abby sin más, unas cuantas manos más tarde-. Es la satisfacción.

– ¿A cuento de qué viene eso? -preguntó Rafe, entrecerrando los ojos para examinar la pila de Daniel.

Había desconectado el teléfono.

– El tema ese del mundo real. -Abby se inclinó hacia un lado, sobre mí, para acercarse el cenicero. Justin acababa de poner Debussy, que se entremezclaba con el leve sonido de la lluvia sobre la hierba en el exterior-. Toda nuestra sociedad se basa en la insatisfacción: todo el mundo quiere siempre más, está insatisfecho con sus hogares, con sus cuerpos, con su decoración, con su ropa, con todo. Dan por descontado que ése es el auténtico sentido de la vida: no estar nunca satisfecho. Si uno está perfectamente feliz con lo que tiene, en especial si lo que tiene no es en absoluto espectacular, entonces se vuelve peligroso. Está infringiendo las reglas, socavando la sagrada economía, desafiando todas y cada una de las ideas preconcebidas sobre las que se edifica la sociedad. Por eso el padre de Rafe arremete con un ataque de desprecio cuando su hijo le dice que es feliz. A su modo de ver, somos unos subversivos, unos traidores.

– Creo que te acercas mucho -observó Daniel-. No son celos. Es miedo. Es fascinante. A lo largo de la historia, hasta hace cien años, cincuenta si me apuras, la insatisfacción se consideraba una amenaza para la sociedad, el desafío a las leyes naturales, el peligro que debía exterminarse a toda costa. Y ahora es la satisfacción. ¡Curiosa inmersión!

– Somos revolucionarios -comentó Justin con desenfado, sumergiendo un Dorito en el tarro de la salsa, en una imagen diametralmente opuesta a la revolución-. Nunca imaginé que fuera tan fácil.

– Somos una guerrilla sigilosa -puntualicé en tono de sorna.

– Tú lo que eres es una chimpancé sigilosa -bromeó Rafe, lanzando tres monedas al pozo.

– Sí, pero satisfecha -apostilló Daniel dedicándome una sonrisa-. ¿No es cierto?

– De hecho, si Rafe deja de acaparar la salsa de ajo, seré la chimpancé sigilosa más satisfecha de toda Irlanda.

– Así me gusta -observó Daniel, con un leve cabeceo-. Eso es exactamente lo que quería oír.


Sam nunca preguntaba. «¿Cómo va?», decía, en nuestras conversaciones telefónicas a altas horas de la noche. Y cuando yo le contestaba: «Bien», cambiaba de tema. Al principio me relataba fragmentos de su parte de la investigación, que consistía en comprobar escrupulosamente mis antiguos casos, la lista de alborotadores de los uniformados locales y a los profesores y alumnos de Lexie. No obstante, al ver que sus pesquisas no le llevaban a ningún puerto, dejó de hacerlo. En su lugar, empezó a contarme otras cosas, trivialidades de la vida cotidiana. Había visitado mi apartamento un par de veces, para ventilarlo y asegurarse de que no resultara demasiado obvio que estaba vacío; el gato de los vecinos había tenido una camada en la parte baja del jardín, me explicó, y la indeseable señora Moloney, del piso de abajo, había dejado una nota en el coche de Sam informándolo de que el parking era «sólo para inquilinos». No se lo confesé, pero todo aquello me quedaba a años luz, como si perteneciera a un mundo perdido en la memoria y tan caótico que el mero hecho de pensar en ello me agotaba. A veces, me costaba un poco recordar de quién me estaba hablando.

Sólo una vez, el sábado por la noche, me preguntó acerca de los demás. Yo erraba por mi sendero particular y me recosté en un seto de espino, sin apartar la vista de la casucha. Llevaba un calcetín de Lexie atado alrededor del micro, cosa que me confería un atractivo aspecto con tres tetas, pero así conseguía que Frank y su tropa sólo entendieran en torno al diez por ciento de la conversación.

En cualquier caso, hablaba en voz baja. Prácticamente desde el mismo momento en que había salido por la puerta trasera, había tenido la sensación de que alguien me perseguía. No era por nada en concreto, o al menos nada que no pudiera achacarse al viento, a las sombras proyectadas por la luna y a los sonidos nocturnos del campo; pero podía percibir esa corriente eléctrica de bajo nivel en la nuca, donde el cráneo se une a la columna vertebral, que sólo se activa cuando los ojos de alguien se posan en ella. Tuve que hacer acopio de toda mi voluntad para no volver la vista; si por casualidad alguien merodeaba por allí, no quería que supiera que lo había descubierto, al menos no hasta que decidiera qué iba a hacer yo al respecto.

– ¿Y nunca vais al pub? -quiso saber Sam.

No estaba segura de qué me estaba preguntando. Sam sabía exactamente en qué empleaba mi tiempo. Según me había explicado Frank, entraba a trabajar a las seis de la mañana para revisar todas las cintas. Y eso me enfurecía, aunque no hubiera razón para ello, pero la idea de sacarlo a relucir me enervaba aún más.

– Rafe, Justin y yo fuimos al Buttery el martes, después de las tutorías -expliqué-. ¿Te acuerdas?

– Me refiero al del barrio… ¿Cómo se llama? Regan's. Está en el pueblo. ¿Acaso nunca van allí?

Pasábamos por delante del Regan's en el coche, durante el trayecto de ida y vuelta de la universidad: era un pequeño pub rural desvencijado, apretujado entre la carnicería y el ultramarinos, con bicicletas sin candar apoyadas contra la pared por las tardes. Nunca nadie había sugerido que fuéramos a tomar algo allí.

– Es más fácil tomar unas copas en casa, si nos apetece -contesté-. El trayecto a pie hasta el pueblo es largo y todo el mundo fuma, salvo Justin.

Los pubs siempre han sido el corazón de la vida social irlandesa, pero cuando entró en vigor la prohibición de fumar, muchas personas optaron por beber en casa. La ley en sí no me molesta, pero me confunde la idea de que no se debe ir a un pub y hacer algo perjudicial para tu salud, cuando obedecer a ciegas es lo más perjudicial que puedo concebir. Para los irlandeses, las reglas siempre habían supuesto desafíos, siempre se había aplicado el «hecha la ley, hecha la trampa», y este cambio repentino al modo ovejuno me inquieta, porque temo que nos estemos convirtiendo en otra nación, posiblemente Suiza.

Sam soltó una carcajada.

– Llevas demasiado tiempo en la gran ciudad. Te garantizo que en el Regan's no se prohibe fumar a nadie. Y está a menos de un kilómetro por las carreteras secundarias. ¿No te parece raro que nunca les apetezca ir allí?

Me encogí de hombros.

– Es que son raros. No son nada sociables, por si no te has percatado de ello. Y, además, quizás el Regan's sea un sitio espantoso.

– Quizá -contestó Sam, pero no sonaba convencido-. Fuiste a Dunne's en el Stephen's Green Centre cuando te tocó el turno de comprar comida, ¿me equivoco? ¿Adónde van los demás?

– No lo sé. Justin fue a Marks and Sparks [15] ayer, pero no tengo ni idea sobre los demás. Frank dijo que Lexie compraba en Dunne's, así que yo compro en Dunne's.

– ¿Y qué me dices del estanco del pueblo? ¿Lo ha visitado alguno?

Hice memoria. Rafe había ido a comprar cigarrillos una tarde, pero había salido por la puerta trasera para dirigirse a la gasolinera que abre hasta la madrugada, en la carretera de Rathowen, no en dirección a Glenskehy.

– No desde que yo llegué. ¿Qué tienes en mente?

– Nada, es sólo que… -respondió Sam pausadamente-. Me pregunto qué pasa con el pueblo. Vivís ahí en el caserío. Daniel desciende de la familia que lo construyó. En la mayoría de los lugares, nadie se preocupa por eso, o al menos ya no, pero de vez en cuando, dependiendo de la historia… Me preguntaba si alguien tendría alguna rencilla en este sentido.

Hasta donde alcanza la memoria viva, los británicos dominaban Irlanda bajo un sistema feudal: entregaban caseríos a familias angloirlandesas a modo de favores políticos y luego les permitían utilizar las tierras y a los lugareños a su antojo, lo cual englobaba cualquier cosa imaginable. Tras lograr la independencia, el sistema se desmoronó; aún quedan algunos excéntricos obsoletos y desvaídos pululando por aquí, la mayoría viven en cuatro estancias y abren el resto de la finca al público para poder pagar sus astronómicas facturas, pero la mayoría de los caseríos han sido adquiridos por empresas y reconvertidos en hoteles, balnearios o lo que sea, y a casi todo el mundo se le ha olvidado qué eran en el pasado. Sin embargo, aquí y allá, donde la cicatriz histórica es más profunda de lo habitual, la gente aún recuerda.

Y eso es lo que ocurría en Wicklow. Durante cientos de años se habían planeado rebeliones a menos de un día de distancia a pie de donde yo estaba sentada. Aquellas colinas habían luchado del bando de los guerrilleros, ocultándolos en la maraña de la noche de unos soldados que avanzaban a trompicones; casuchas como la de Lexie habían quedado desiertas y bañadas en sangre cuando los británicos se afanaron en disparar contra todo aquél a la vista hasta encontrar al último de los rebeldes escondidos. Todas las familias tenían anécdotas que contar.

Sam estaba en lo cierto. Yo llevaba demasiado tiempo absorta en la gran ciudad. Dublín es una metrópoli moderna hasta la histeria; todo lo anterior a la banda ancha se ha convertido en un chiste pintoresco y vergonzoso; incluso se me había olvidado cómo era vivir en un lugar con memoria. Sam viene del campo, de Galway, y sabe de esto. Las últimas ventanas en pie de la casucha estaban iluminadas por la luz de la luna, lo cual le confería un aspecto fantasmal, enigmático y temible.

– Podría ser -opiné-. Aunque no veo qué relación podría tener con nosotros. Una cosa es mirar con desprecio a los muchachos del caserío hasta que dejen de aparecer por el estanco, y otra muy distinta es apuñalar a uno de ellos porque el terrateniente fue malvado con tu bisabuela en 1846.

– Probablemente. De todos modos, lo comprobaré, por si acaso. Vale la pena descartar todas las opciones.

Me apoyé ruidosamente contra el seto y noté una rápida vibración a través de las ramas cuando algo salió disparado.

– Vamos…, ¿tan chiflados crees que están?

Se produjo un breve silencio.

– No digo que estén chiflados -concluyó Sam finalmente.

– Estás diciendo que uno de ellos podría haber matado a Lexie para vengar una fechoría perpetrada por un antepasado de Daniel hace siglos. Y yo lo que digo es que, si es eso lo que ha ocurrido, como mínimo el asesino necesita salir mucho más y buscarse una novia a la que no trasquilen cada verano.

No estaba segura de por qué aquella idea me molestaba tanto o, por expresarlo en otros términos, de por qué me estaba comportando como una capulla insolente. Tenía algo que ver con la casa, creo. Había dedicado muchos esfuerzos a esa casa (habíamos pasado la mitad de la tarde arrancando el papel mohoso de las paredes del salón) y empezaba a sentirme vinculada a ella. La idea de que se convirtiera en diana de un odio tan visceral hacía que me hirviera la sangre.

– Hay una familia donde yo me crié… -empezó a explicar Sam-. Los Purcell. Su bisabuelo o lo que sea era un terrateniente en aquellos tiempos. Uno de los malos: solía prestar el dinero para el arriendo a las familias que carecían de recursos y se cobraba los intereses con las esposas y las hijas y, luego, cuando se aburría de ellas, los dejaba a todos en la estacada. Kevin Purcell creció con todos nosotros; no tenía hermanos y no existían rencillas; pero cuando todos nos hicimos algo mayores y empezó a salir con una de las chicas del pueblo, una pandilla de muchachos le propinó una paliza de órdago. No estaban locos, Cassie. No tenían nada en contra de Kevin; era un tipo genial y no le hizo nada malo a aquella chica. Pero… algunas cosas no se solucionan, por mucho que uno intente aparcarlas. Hay cosas que no se olvidan.

Las hojas del seto me pinchaban y se retorcían contra mi espalda, como si hubiera algo moviéndose, pero cuando me di la vuelta comprobé que todo estaba quieto como en una fotografía.

– Eso es diferente, Sam. Ese Kevin hizo el primer movimiento: empezó a salir con esa chica. Estos cinco no hicieron nada. Simplemente viven aquí.

Otra pausa.

– Eso podría ser suficiente, dependiendo del caso. Yo sólo lo comento.

Parecía desconcertado.

– Está bien -contesté más calmada-. Tienes razón, merece la pena comprobarlo. De hecho, quedamos en que nuestro hombre probablemente fuera un lugareño. Perdona por ser tan estúpida.

– Ojalá estuvieras aquí -dijo Sam de repente, con dulzura-. Por teléfono es demasiado fácil confundirse, crear malentendidos.

– Ya lo sé, Sam -contesté-. Yo también te echo de menos. -Era verdad. Intentaba no hacerlo, puesto que ese tipo de cosas sólo logra distraerte, y distraerse podía suponer desde echar a perder el caso hasta conseguir que me asesinaran pero, cuando estaba sola y cansada, intentando leer en la cama tras una larga jornada, se me hacía difícil-. Sólo faltan unas semanas.

Sam suspiró.

– Menos, si encuentro algo. Hablaré con Doherty y Byrne para ver qué me pueden decir. Pero entre tanto… cuídate, ¿de acuerdo? Por si acaso.

– Lo haré -contesté-. Mañana me pones al corriente… Que duermas bien.

– Felices sueños. Te quiero.

La sensación de estar siendo observada seguía pellizcándome la nuca, ahora con mayor intensidad, con más cercanía. Quizá se debiera simplemente a que estaba interiorizando la conversación con Sam pero, de repente, quise comprobarlo. Ese escalofrío eléctrico procedente de algún lugar en la oscuridad, las historias de Sam, el padre de Rafe, todo ello presionándonos por todos lados, en busca de puntos débiles, a la espera del momento preciso para atacar: por un segundo olvidé que yo formaba parte de los invasores y quise gritar: «¡Dejadnos en paz!». Desenrollé el calcetín del micrófono y me lo embutí en la faja, junto con el teléfono. Luego encendí la linterna para contar con el máximo de visibilidad y puse rumbo a casa, a un paso tranquilo y desenfadado.

Conozco muchas tretas para desembarazarse de un perseguidor, sorprenderlo in fraganti o darle la vuelta a la tortilla; la mayoría de ellas están concebidas para aplicarlas en las calles de una ciudad, no para un lugar en medio de la nada, pero pueden adaptarse. Mantuve la vista fija en el frente y aceleré el paso, hasta que fue imposible que alguien estuviera demasiado cerca sin ser descubierto o delatarse por el ruido en el sotobosque. Luego viré bruscamente y me adentré por un camino perpendicular, apagué la linterna, corrí quince o veinte metros, me colé, con todo el sigilo posible, a través de un seto y llegué a un prado donde podía correr a mis anchas. Me quedé quieta, agazapada, oculta entre los matorrales, y esperé.

Veinte minutos sin oír nada, ni el crujir de un guijarro ni el frufrú de una hoja. Si de verdad alguien me seguía, era infinitamente paciente o inteligente, idea que no me reconfortaba demasiado. Al final volví a atravesar el seto. Hasta donde mis ojos alcanzaban a ver no había nadie en el sendero, en ninguna dirección. Me sacudí todas las hojas y ramitas que pude de la ropa y puse rumbo a casa, a paso ligero. Las caminatas de Lexie duraban en torno a una hora; no pasaría mucho tiempo antes de que los demás empezaran a preocuparse. Por encima de los setos se apreciaba un resplandor recortado contra el cielo: la luz de Whitethorn House, tenue y dorada y directa a través de virutas de humo de leña como neblina.


Aquella noche, mientras leía en la cama, Abby llamó a mi puerta. Llevaba un pijama de franela a cuadros rojos y blancos, la cara lavada y la melena suelta sobre los hombros; no aparentaba tener más de doce años. Cerró la puerta a sus espaldas y se sentó a lo indio cerca de mi cama, con sus pies bajo las rodillas para que no se le enfriaran.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo.

– Claro -contesté, rogando al cielo por conocer la respuesta.

– Está bien. -Abby se remetió el cabello por detrás de las orejas y miró hacia la puerta, tras ella-. No sé cómo plantear esto, así que voy a ir directa al grano y, si quieres, puedes decirme que me meta en mis asuntos. ¿El bebé está bien?

Debí de quedarme patidifusa. Se le curvó el labio hacia arriba por una de las comisuras, dibujando una sonrisita irónica.

– Lo siento. No quería desconcertarte. Simplemente me lo preguntaba. Siempre hemos ido sincronizadas, pero el mes pasado no compraste chocolate… y luego vomitaste aquel día… Simplemente me lo imaginé.

La mente me iba a mil por hora.

– ¿Lo saben los chicos?

Abby se encogió de hombros.

– Lo dudo. Al menos no han mencionado nada.

Eso no descartaba la posibilidad de que al menos uno de ellos lo supiera, que Lexie se lo hubiera dicho al padre (bien que iba a tener el niño o que iba a someterse a un aborto), y que él hubiera perdido los estribos: a Abby no se le había pasado por alto. Esperó. Aguardaba mi respuesta.

– El niño no sobrevivió -le expliqué, lo cual, a fin de cuentas, era cierto.

Abby asintió.

– Lo siento -lamentó-. Lo siento de veras, Lexie. ¿O…?

Arqueó una ceja discretamente.

– No pasa nada -respondí-. No estaba segura sobre qué decisión tomar al respecto, de todos modos. Así ha sido más fácil.

Volvió a asentir y me di cuenta de que había acertado: Abby no se mostró sorprendida.

– ¿Se lo vas a decir a los chicos? Si prefieres, puedo hacerlo yo.

– No -repliqué-. No quiero que lo sepan.

La información es munición, dice Frank siempre. El embarazo podía resultarme de utilidad en alguna ocasión; no tenía intención de echar esa baza por la borda. Creo que fue en aquel momento, en el preciso instante en que me di cuenta de que estaba guardándome un bebé muerto como si se tratara de una granada de mano, cuando entendí en qué me había convertido.

– Está bien. -Abby se puso en pie y se remangó los pantalones del pijama-. Si en algún momento te apetece hablar de ello, sabes dónde encontrarme.

– ¿No vas a preguntarme quién era el padre? -inquirí.

Si todo el mundo sabía con quién se acostaba Lexie, entonces me había metido en un buen follón, pero no tenía la sensación de que así fuera; Lexie parecía haber vivido la mayor parte de su vida según lo dictaran las necesidades. Pero Abby… Si alguien podía adivinarlo, sin duda era ella. Ya de cara a la puerta, giró sobre sus talones y encogió un solo hombro.

– Supongo que -empezó a decir en un tono de voz esmeradamente neutro-, si quieres decírmelo, probablemente lo harás.


Cuando se hubo ido, con un arpegio de pies descalzos casi inaudible en su descenso por las escaleras, dejé mi libro donde estaba y me senté a escuchar cómo los demás se preparaban para meterse en la cama: alguien abrió un grifo en el cuarto de baño; debajo de mí, Justin canturreaba sin el menor sentido del ritmo para sí mismo «Gooooldfinger…»; las tablas del suelo crujían mientras Daniel deambulaba tranquilamente por su dormitorio. Poco a poco, los ruidos fueron amortiguándose, se volvieron más tenues e intermitentes, hasta acabar fundiéndose en el silencio. Apagué la lámpara de la mesilla de noche: Daniel vería a través de su puerta si la dejaba encendida y por aquella noche ya había cubierto mi cupo de conversaciones privadas. Incluso después de que se me acostumbraran los ojos a la oscuridad, lo único que conseguía ver era la masa tenebrosa del armario, la joroba del tocador y un destello apenas perceptible en el espejo, cuando me movía.

Había invertido grandes dosis de energía en no pensar en el bebé, en el bebé de Lexie. Cuatro semanas, había dicho Cooper, ni siquiera medía un centímetro: una piedra preciosa diminuta, una única mota de color deslizándose entre los dedos, a través de las grietas… y había desaparecido. Un corazón del tamaño de un puntito de purpurina y vibrante como un colibrí, alimentado por un millón de cosas que ya nunca sucederían.

«Y luego vomitaste aquel día…» Un niño con una voluntad férrea, despierto y reacio a que lo pasaran por alto, extendiendo ya sus dedos como filamentos para tirar de ella. Por algún motivo, no imaginaba un bebé con piel aterciopelada, sino un rorro de uno o dos años, compacto y desnudo, con la cabeza llena de rizos, sin rostro, alejándose de mí corriendo por un prado en un día de verano, dejando una estela de risas tras de sí. Quizá Lexie se hubiera sentado en aquella misma cama un par de semanas atrás fabulando con esa misma imagen.

O tal vez no. Empezaba a tener la sensación de que la voluntad de Lexie había sido más férrea que la mía, como si se tratara de una persona dura como la obsidiana, nacida para resistir, no para combatir. Y en tal caso, de no haber querido imaginarse a su hijo, ese minúsculo cometa del color de una joya ni siquiera habría surcado por un segundo sus pensamientos.

Anhelaba con todas mis fuerzas saber si habría deseado tenerlo, como si creyera que aquélla sería la llave que desentrañaría toda la historia. Nuestra prohibición contra el aborto no cambia nada: una larga y silenciosa letanía de mujeres toma un ferry o un avión cada año rumbo a Inglaterra y regresa a casa antes de que nadie la eche en falta. No había nadie en el mundo que pudiera aclararme cuáles eran los planes de Lexie; probablemente ni siquiera ella estuviera segura. Estuve a un tris de saltar de la cama y deslizarme al piso de abajo para echarle otro vistazo a su agenda, por si acaso se me había pasado algo por alto, tal vez un punto de tinta diminuto oculto en un rincón de diciembre, en fecha prevista de su período, pero habría sido una pérdida de tiempo y, de todos modos, ya sabía que en aquellas páginas no había nada. Me senté en la cama, sumida en la oscuridad, abrazada a mis rodillas, y me quedé un buen rato escuchando la lluvia y notando el paquete de las baterías clavándose justo en el lugar donde debería encontrarse la herida de la puñalada.


Hubo una noche especial; la del domingo, si no me equivoco. Los muchachos habían apartado el mobiliario del salón contra las paredes y estaban empleándose a fondo con el suelo armados de una lijadora, una enceradora y elevadas dosis de testosterona. Abby y yo habíamos decidido que se las apañaran solitos y habíamos subido al cuarto trastero situado junto a mi dormitorio para seguir explorando los tesoros del tío Simon. Yo estaba sentada en el suelo, medio sepultada bajo retales de tela viejos, escogiendo los que no estaban agujereados por las polillas; Abby registraba un gigantesco montón de cortinas espantosas, murmurando: «Basura, basura, basura… Éstas podríamos lavarlas… Basura, basura, ¡madre mía!, basura… pero ¿quién diablos compró esta porquería?». La lijadora zumbaba ruidosamente en la planta baja y la casa transmitía una sensación de ajetreo y aposentamiento que me recordó a la sala de la brigada de Homicidios en un día tranquilo.

– ¡Guau! -exclamó Abby de repente, sentándose sobre sus talones-. Mira esto.

Sostenía en alto un vestido de un color azul como el huevo de un petirrojo, con diminutos lunares blancos, cuello y fajín también blancos, pequeñas mangas casquillo y una falda con vuelo confeccionada para dejar las piernas a la vista al girar sobre una misma, en pleno baile.

– ¡Caray! -repliqué al tiempo que intentaba desenmarañarme de mi mar de retales y me dirigía hacia ella para contemplarlo más de cerca-. ¿Crees que pertenecía al tío Simon?

– Dudo que tuviera figura para llevarlo, pero lo comprobaremos en el álbum de fotos. -Abby sostuvo el vestido con el brazo alargado y lo examinó-. ¿Quieres probártelo? No creo que tenga polillas.

– Pruébatelo tú. Tú lo has encontrado.

– A mí no me sentaría bien. Mira. -Abby se puso en pie y se colocó el vestido por encima-. Es para alguien más alto. La cintura me quedaría por el trasero.

Abby debía de medir en torno al metro cincuenta y dos, pero se me olvidaba: me resultaba difícil pensar en ella como alguien de baja estatura.

– Pero es para alguien más flaco que yo -dije, comprobando la cintura del vestido contra la mía- o para alguien que llevara un corsé de aquellos que constreñían de verdad. Yo lo reventaría.

– Quizá no. Te adelgazaste en el hospital. -Abby me lanzó el vestido sobre el hombro-. Pruébatelo.

Me miró sorprendida cuando me encaminé a mi habitación a cambiarme: era evidente que eso no encajaba con mi carácter, pero no había nada que yo pudiera hacer, salvo esperar que lo achacara a que me avergonzaba que me viera el vendaje o algo así. De hecho, el vestido me sentaba más o menos bien; me iba tan ceñido que la venda hacía un bulto, pero no había nada extraño en ello. Comprobé rápidamente que el cable no se viera. El espejo me devolvió la imagen de una mujer ansiosa, traviesa y atrevida, lista para lo que fuera.

– Te lo dije -comentó Abby cuando salí a enseñárselo. Me hizo girar sobre mí misma y me ató una lazada más grande con la cinta-. Vamos a que te vean los chicos. Se van a quedar boquiabiertos.

Bajamos las escaleras corriendo y gritando:

– ¡Mirad lo que hemos encontrado!

Y para cuando llegamos al salón, la lijadora estaba apagada y los muchachos nos esperaban.

– ¡Guau! ¡Qué guapa estás! -gritó Justin-. ¡Nuestra jovencita jazzera!

– Perfecto -comentó Daniel con una sonrisa-. Te queda perfecto.

Rafe pasó una pierna por encima de la banqueta del piano y deslizó un dedo por el teclado, con una fantástica floritura de experto. Entonces empezó a tocar, una melodía suave e insinuante con un leve swing de trasfondo. Abby soltó una carcajada. Luego volvió a apretarme la lazada del vestido, se dirigió al piano y empezó a cantar:

– De todos los hombres que he conocido, y he conocido a unos cuantos, hasta que te encontré me sentí sola…

Había oído a Abby cantar antes, pero sólo para sí misma, cuando pensaba que nadie la escuchaba, nunca de aquella manera. Tenía una voz sensacional, esa clase de voz que ya no se oye hoy en día, un contralto magnífico y auténtico que parecía sacado de las películas bélicas del pasado, una voz para clubes nocturnos llenos de humo y una melena con ondas al estilo años veinte, pintalabios rojo y un saxofón azul. Justin dejó la lijadora en el suelo, chocó sus tacones y me hizo una reverencia.

– ¿Me concede el honor? -preguntó y me tendió la mano.

Dudé un instante. ¿Qué pasaría si Lexie tenía dos pies izquierdos? ¿Qué si era una bailarina experta y mi torpeza me dejaba en evidencia? ¿Qué si Justin me apretaba demasiado contra él y notaba el paquete de baterías bajo el vendaje…? Pero siempre me ha chiflado bailar y me parecía que hacía siglos que no lo hacía o no había querido hacerlo, tanto que ni siquiera recordaba la última vez. Abby me guiñó el ojo sin saltarse ni una nota y Rafe tocó un nuevo riff. Yo tomé la mano de Justin y le permití arrancarme del marco de la puerta.

Justin bailaba bien: pasos delicados y su mano firme sobre la mía mientras me hacía girar describiendo lentos círculos alrededor del salón, con las tablas de madera lisas y cálidas y polvorientas bajo mis pies descalzos. Y debo decir que yo tampoco había perdido el tranquillo: no andaba pisoteando a Justin ni haciéndome la zancadilla; mi cuerpo se bamboleaba guiado por sus movimientos seguros y ágiles, con tal soltura que parecía que me había pasado la vida bailando y no podría equivocarme ni aunque lo intentara. Estrías de luz solar refulgiendo en mis ojos, Daniel apoyado en la pared y sonriendo con un pedazo de papel de lija olvidado en su mano, mi falda revoloteando como una campana mientras Justin me apartaba de él para hacerme dar una vuelta y volvía a agarrarme. Abby: «¿Cómo podría explicar lo que siento por ti?». Olor a barniz y motas de serrín alzándose en leves volutas a través de las largas columnas de luz. Abby con una mano en alto y la cabeza vencida hacia atrás, con el cuello expuesto y la canción entrelazándose en el techo y llenando las estancias desnudas de techos desconchados y proyectándose al resplandeciente cielo del atardecer.

Entonces recordé cuándo había sido la última vez que había bailado así: Rob y yo en el terrado de la ampliación que hay bajo mi apartamento, la noche antes de que todo se fuera a pique. Ni siquiera me dolió. Hacía mucho tiempo de aquello, y yo me había abotonado hasta arriba mi vestido azul y era intocable y aquello era algo dulce y triste que le había ocurrido a alguna otra mujer tiempo atrás. Rafe subía el ritmo y Abby se bamboleaba más rápidamente, chasqueando los dedos: «Podría decir bella, bella, incluso wunderbar, y así, en todos los idiomas, lo magnífica que eres expresar…».

Justin me agarró por la cintura, me levantó y me hizo girar en el aire, con el rostro encendido y riendo a carcajada limpia junto a mi oído. Las paredes del amplio y desnudo salón reverberaban la voz de Abby, como si hubiera un técnico armonizándola en cada rincón, y nuestros pasos sonaban y resonaban hasta que pareció que toda la estancia estaba abarrotada de parejas bailando, que la casa invocaba a todas las personas que habían bailado en su seno en el decurso de siglos de veladas primaverales, muchachas preciosas despidiendo a apuestos muchachos que partían rumbo a la guerra, damas y caballeros de pelo cano irguiendo sus espaldas mientras en el exterior su mundo se desintegraba y uno nuevo aporreaba sus puertas, todos ellos magullados y riendo, dándonos la bienvenida a su largo linaje.

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