Capítulo 17

Rafe apareció en la biblioteca la mañana siguiente, alrededor de las once, con el abrigo abotonado cojo y la mochila colgando de cualquier manera de una mano. Apestaba a tabaco y a Guinness rancia, y no mantenía del todo bien el equilibrio.

– Vaya -dijo, balanceándose ligeramente y repasándonos a todos de arriba abajo-. Hola, hola, hola.

– ¿Dónde has estado? -siseó Daniel.

Su voz traslucía un matiz de tensión e ira, poco disimulado. Había estado mucho más preocupado por Rafe de lo que había dado a entender.

– Aquí y allá -contestó Rafe-. Yendo y viniendo. ¿Cómo estáis?

– Pensábamos que te había ocurrido algo -intentó decir Justin con un susurro que se quebró y se convirtió en un pitido demasiado alto y demasiado agudo-. ¿Por qué no nos telefoneaste? ¿Tanto te costaba enviarnos un mensaje?

Rafe volvió la vista para mirarlo.

– Estaba ocupado en otros asuntos -replicó, tras una pausa de reflexión-. Y, además, no me apetecía.

Uno de La Pasma, los estudiantes maduros que siempre se autodesignan vigilantes de la biblioteca, alzó la vista por encima de su pila de libros de filosofía y nos mandó callar:

– ¡Silencio!

– Pues tienes el don de la oportunidad -terció Abby con frialdad-. No es el mejor momento para salir a correr detras de unas faldas; incluso tú deberías haberte dado cuenta de ello.

Rafe se balanceó hacia atrás sobre sus talones y la miró con cara de sorprendido.

– Vete a la porra -le espetó, en voz alta y con altanería-. Soy yo quien decide cuándo quiero hacer las cosas.

– No vuelvas a hablarle así a Abby -lo increpó Daniel, que ni siquiera fingió intentar hablar en voz baja.

Toda La Pasma soltó un «¡Chisssss!» unánime. Le di un tirón de la manga a Rafe.

– Siéntate aquí y habla conmigo.

– Lexie -dijo Rafe, logrando concentrar la mirada en mí. Tenía los ojos inyectados en sangre y necesitaba urgentemente lavarse el pelo-. No debería haberte dejado sola.

– Estoy bien -contesté-. Yo tan campante. ¿Quieres sentarte y explicarme cómo te ha ido la noche?

Alargó la mano; sus dedos recorrieron mi mejilla, mi cuello y se deslizaron a lo largo del escote de mi jersey. Vi los ojos de Abby abrirse como platos a sus espaldas y escuché un frufrú inquieto en el cubículo de Justin.

– Dios, eres tan dulce -dijo Rafe-. No eres tan frágil como pareces, ¿verdad? A veces pienso que el resto de nosotros somos justo al revés.

Uno de La Pasma había reclutado a Atila, que es el guardia de seguridad más encabronado del universo conocido. Evidentemente él se había alistado a aquel trabajo con la esperanza de poder romperle la crisma a delincuentes peligrosos pero, puesto que éstos escasean en las bibliotecas universitarias corrientes, se entretiene en hacer llorar a los novatos.

– ¿Te está molestando este joven? -me preguntó.

Intentaba imponerse a Rafe, pero la diferencia de altura le estaba acarreando problemas.

La fachada se erigió en un abrir y cerrar de ojos: Daniel, Abby y Justin adoptaron una pose distendida al tiempo que fría e impostada; incluso Rafe se enderezó, apartó la mano de mí con un latigazo y, en un instante y sin esfuerzo aparente, recobró la sobriedad.

– No pasa nada -le aclaró Abby.

– No te he preguntado a ti -le recriminó Atila y volvió la cabeza-. ¿Conoces a este tipo?

Me hablaba a mí. Le dediqué una sonrisa angelical y contesté:

– A decir verdad, señor policía, este tipo es mi marido. Tenía una orden de alejamiento contra él, pero ahora he cambiado de opinión y nos disponíamos a encerrarnos en el servicio de las damas a retozar alegremente.

Rafe empezó a reírse por lo bajo.

– No se permite la entrada de caballeros en el aseo de las damas -repuso Atila alarmado-. Y estáis molestando a los demás.

– No te preocupes -intervino Daniel. Se puso en pie y agarró a Rafe por el brazo (y aunque a simple vista pareciera un gesto inocuo, vi que le apretaba con fuerza)-. Ya nos íbamos. Todos.

– ¡Suéltame! -gritó Rafe, intentando zafarse de la mano de Daniel.

Daniel tiró de Rafe, con brío, dejando atrás a Atila y recorriendo la larga góndola de libros, sin volver la vista para comprobar si el resto de nosotros los seguía.


Recogimos nuestros enseres y salimos a toda prisa bajo la lluvia de amonestaciones de Atila. Encontramos a Daniel y a Rafe en el vestíbulo. Daniel tenía las llaves del coche colgando de un dedo; Rafe estaba apoyado distraídamente en un pilar, enfurruñado.

– Bien hecho -felicitó con ironía Abby a Rafe-. En serio. Ha sido una lección magistral de modales.

– No empieces.

– Pero ¿qué estamos haciendo? -preguntó Justin a Daniel. Justin cargaba con las cosas de Daniel, además de con las suyas; parecía preocupado y agobiado-. No podemos irnos sin más.

– ¿Por qué no?

Se produjo un breve silencio de sorpresa. Nuestra rutina estaba tan engranada que todos nosotros habíamos llegado a contemplarla como una ley de la naturaleza y ni siquiera se nos había ocurrido que pudiéramos romperla si se nos antojaba.

– Y entonces ¿qué haremos? -pregunté.

Daniel lanzó las llaves del coche al aire y las cazó al vuelo.

– Vamos a regresar a casa y pintar el salón -explicó-. Últimamente hemos pasado demasiado tiempo en esa biblioteca. Un poco de bricolaje nos sentará bien.

A oídos de cualquier extraño, aquello habría sonado de lo más raro (podía oír a Frank susurrarme: «Por todos los santos, son puro rock and roll, ¿cómo consigues seguirles el ritmo?»). Pero transcurrido un momento todo el mundo asintió, incluso Rafe. Yo ya me había percatado de que la casa era su zona de seguridad: cuando la situación se tensaba, uno de ellos encauzaba la conversación hacia algo que había que arreglar o redecorar, y todo el mundo volvía a serenarse. Íbamos a tener un serio problema cuando la casa estuviera concluida y no tuviéramos que enmasillar grietas o limpiar manchas del suelo para utilizarla como nuestro Lugar Feliz.

Funcionó otra vez. Sábanas viejas cubriendo el mobiliario y ráfagas de aire frío entrando por las ventanas abiertas de par en par, ropa vieja, trabajo duro y olor a pintura, una melodía ragtime como música de fondo, la excitación traviesa de saltarse las clases y la casa hinchándose como un gato agradecido por la atención recibida: exactamente lo que necesitábamos. Para cuando acabamos con el salón, Rafe se mostraba más avergonzado que beligerante, Abby y Justin se habían relajado lo suficiente como para mantener una larga y distendida discusión sobre si Scott Joplin era o no un buen compositor y todos en general estábamos de mucho mejor humor.

– ¡Me pido ducharme la primera! -anuncié.

– Cédele a Rafe el honor -sugirió Abby-. «A cada uno según sus necesidades.»

Rafe le hizo una mueca. Estábamos despatarrados sobre los guardapolvos, admirando nuestro trabajo e intentando recabar energías para movernos.

– Una vez que se seque la pintura -anunció Daniel-, tendremos que decidir si queremos poner algo en las paredes.

– Yo vi unos letreros de hojalata antiguos en el trastero de la planta de arriba… -comenzó a decir Abby.

– Me niego a vivir en un pub de los años ochenta -la interrumpió Rafe. Por el camino se le había pasado la borrachera, o bien los efluvios de la pintura habían conseguido que los demás estuviéramos lo bastante colocados para no notarla-. ¿Es que no hay ningún cuadro o algo sencillamente normal?

– Los que quedan son todos horribles -aclaró Daniel. Estaba apoyado en el respaldo del sofá, con salpicaduras de pintura blanca en el cabello y su vieja camisa de leñador, con aspecto más feliz y relajado del que había tenido desde hacía días-. Paisaje con venado y perros de caza… y esa clase de cosas, y no particularmente bien ejecutadas, para más inri. Algún tataratatarabuelo con pretensiones artísticas, supongo.

– No tenéis corazón -los reprendió Abby-. Las cosas con valor sentimental no tienen por qué distinguirse también por su mérito artístico. Se supone que son bazofia. De otro modo, sería puro exhibicionismo.

– ¿Por qué no utilizamos algunos de esos diarios viejos? -propuse. Estaba tumbada boca arriba en el suelo, sacudiendo mis piernas en el aire para examinar las nuevas manchas de pintura en el mono de trabajo de Lexie-. Me refiero a los antiguos de verdad, con el artículo sobre los quintillizos de Dionne y el anuncio de ese potingue para engordar. Podemos cubrir con ellos las paredes y barnizarlos encima, como las fotografías de la puerta de Justin.

– Eso es mi dormitorio -opinó Justin-. Un salón debe exhibir elegancia. Grandeza. No anuncios.

– Escuchad -dijo Rafe, sin venir a cuento, mientras se recostaba apoyado en un codo-, sé que os debo una disculpa. No debería haber desaparecido, sobre todo no sin deciros dónde estaba. La única excusa que tengo, y no es que diga mucho a mi favor, es que estaba enfadado porque ese capullo saliera impune de la comisaría. Lo siento.

Estaba de lo más encantador, y Rafe podía ser un auténtico encanto si se lo proponía. Daniel asintió con gesto grave.

– Eres un idiota -dije yo-, pero te queremos igualmente.

– Perdonado -lo disculpó Abby, estirándose para coger sus cigarrillos, que estaban en la mesa de juegos-. A mí tampoco me entusiasma demasiado la idea de que ese tipejo ande suelto.

– ¿Sabéis qué me pregunto? -añadió Rafe-. Me pregunto si Ned lo contrataría para que nos asustara.

Hubo un instante de silencio sepulcral. La mano de Abby se detuvo con un pitillo a medio sacar del cajetín y Justin se congeló a medio sentarse. Daniel resopló.

– Dudo sinceramente que Ned tenga el intelecto suficiente para tramar algo tan complejo -señaló con acidez.

Yo había abierto la boca para preguntar: «¿Quién es Ned?», pero la había vuelto a cerrar, velozmente, no sólo porque era obvio que yo tenía que saber de qué hablaba, sino porque lo sabía. Me habría dado de bofetadas por no haber caído en la cuenta antes. Frank siempre usa diminutivos para aludir a las personas que le desagradan, nuestro Sammy, el pequeño Daniel, y, como una idiota, a mí no se me había ocurrido la posibilidad de que pudiera haber escogido al tipo equivocado. Hablaban de Eddie el Bobo. Eddie el Bobo, que había estado merodeando por aquellos senderos bien entrada la noche en busca de alguien, que había afirmado no haber conocido nunca en persona a Lexie, era N. Estaba segura de que Frank escuchaba mi corazón palpitar a través del micrófono.

– Probablemente no -convino Rafe, apoyándose sobre sus codos y contemplando las paredes-. Cuando hayamos acabado con esto, deberíamos invitarlo a cenar.

– Por encima de mi cadáver -cortó Abby, con una voz cada vez más tensa-. Tú no tuviste que tratar con él, pero nosotros sí.

– Y del mío -se sumó Justin-. Ese tipo es un filisteo. Se pasó toda la noche bebiendo Heineken, obviamente, y luego no dejó de eructar y, como es natural, le parecía hilarante cada vez que lo hacía. Y toda esa murga sobre cocinas hechas a medida y deducciones fiscales y la Sección Loquesea. Con una vez basta, muchísimas gracias.

– No tenéis corazón -los reprendió Rafe-. Ned ama esta casa. Se lo dijo al juez. Creo que le debemos la oportunidad de comprobar con sus propios ojos que el viejo hogar familiar está en buenas manos. Dame un pitillo.

– Lo único que Ned ama -apuntó Daniel con acritud- es la idea de seis apartamentos para ejecutivos completamente amueblados en un terreno espacioso y el potencial de un desarrollo urbanístico posterior. Y tendrá que pasar por encima de mi cadáver para que eso se haga realidad.

Justin hizo un repentino movimiento entrecortado, que disimuló alargando la mano para coger un cenicero y se lo pasó a Abby deslizándolo por el suelo. Se produjo un silencio embarazoso, penetrante. Abby encendió su cigarrillo, agitó la cerilla en su mano para apagarla y le lanzó el cajetín a Rafe, que lo atrapó con una sola mano.

Nadie miraba a nadie. Un abejorro tempranero entró dando tumbos por la ventana, se suspendió en el aire sobre el piano en un rayo de sol y volvió a salir dando topetazos.

Yo quería decir algo (ya que, a fin de cuentas, ése era mi papel, distender momentos como aquél), pero sabía que nos habíamos internado en una especie de marisma traidora y complicada donde un paso en falso podía acarrearme serios problemas. Ned parecía cada vez más un capullo (aunque jamás hubiera visto un apartamento para ejecutivos, me hacía una idea aproximada de cómo era) pero, fuera lo que fuese lo que ocurría, era mucho más profundo y siniestro que eso.

Abby me observaba por encima de su cigarrillo con ojos fríos y curiosos. Le devolví una mirada de angustia, lo cual no requirió mucho esfuerzo por mi parte. Al cabo de un momento se estiró para sacudir la ceniza en el cenicero y dijo:

– Si no encontramos nada decente para colgar en estas paredes, quizá deberíamos probar algo distinto. Rafe, si encontramos fotografías de murales viejos, ¿crees que serías capaz de pintar alguno?

Rafe se encogió de hombros. Una sombra de mirada beligerante que podía interpretarse como «No me culpéis a mí» empezaba a cubrir de nuevo su rostro. La oscura nube eléctrica había vuelto a aposentarse sobre aquella estancia.

A mí el silencio no me incomodaba. La cabeza me daba vueltas, no sólo porque Lexie hubiera tenido algún motivo para verse con el archienemigo, sino porque Ned era a todas luces un tema tabú. Durante tres semanas, su nombre no se había mencionado ni una sola vez; la primera referencia a él había dejado a todo el mundo descolocado, y yo era incapaz de imaginar por qué. Una cosa era cierta: Ned había perdido; la casa pertenecía a Daniel, puesto que tanto el tío Simon como un juez así lo habían dictaminado, y, siendo así, Ned no debería haber suscitado nada más serio que una risotada y unos breves comentarios insidiosos. Habría vendido mi mayor órgano por descubrir qué diablos sucedía allí, pero sabía que no me convenía preguntar.


No fue necesario hacerlo. La mente de Frank, aunque yo no estaba segura de que aquello me gustara, había corrido paralela a la mía, paralela y a toda velocidad.

Salí a dar mi paseo tan pronto como pude. Aquella nube no se había disipado; como mucho, había ganado en densidad y ahora presionaba desde las paredes y los techos. La cena había sido una pesadilla. Justin, Abby y yo habíamos hecho cuanto estaba en nuestras manos por mostrarnos parlanchines, pero Rafe se había enfurruñado de lo lindo y Daniel había caído en el ensimismamiento, limitándose'a responder con monosílabos. Yo necesitaba desesperadamente salir de aquella casa y pensar.

Lexie se había citado con Ned al menos en tres ocasiones, y seguro que había tenido serios problemas para hacerlo. Los cuatro móviles capitales: sexo, dinero, odio y amor. La posibilidad del sexo me produjo arcadas; cuanto más sabía de Ned, más me aferraba a la idea de que Lexie jamás le habría puesto la mano encima. En cambio, el dinero… Necesitaba dinero, dinero rápido, y un tipo rico como Ned habría sido mucho mejor comprador que John Naylor con su cutre empleo de granjero. Si había estado citándose con Ned para debatir qué chucherías podía desear éste de Whitethorn House, cuánto estaría dispuesto a pagar, y luego algo hubiera salido mal…

Hacía una noche inquietante: inmensa y oscura y ventosa, con ráfagas de viento rugiendo entre las colinas, un millón de estrellas y la luna ausente. Volví a embutirme la pistola en la faja, trepé a mi árbol y pasé allí un rato largo, contemplando la fuerza negra y sombría de la maleza a mis pies, aguzando el oído para captar cualquier sonido extraño, por leve que fuera, pensando en telefonear a Sam.

Al final marqué el número de Frank.

– Naylor sigue sin aparecer -dijo, sin ni siquiera un hola-. Espero que te andes con ojo.

– Tranquilo, Frank -lo reconforté-. De momento no ha dado señales de vida.

– Bien. -Su voz tenía un deje ausente que me indicó que tampoco era Naylor quien le preocupaba-. Mientras tanto, tengo algo que podría interesarte. Ya sabes que tus amiguitos se han pasado toda la tarde criticando al primo Eddie y sus apartamentos para ejecutivos, ¿verdad?

Por un segundo, todos mis músculos se tensaron en señal de alerta, hasta que recordé que Frank no sabía nada de N.

– Sí -contesté-. El primo Eddie parece un diamante en bruto.

– No lo sabes bien. Cien por cien puro yuppie descerebrado; no se le ha ocurrido ni una sola idea en la vida que no implique su verga o su bolsillo.

– ¿Crees que Rafe estaba en lo cierto al pensar que había contratado a Naylor?

– En absoluto. Eddie no se codea con las clases inferiores. Tendrías que haberle visto la cara cuando oyó mi acento; creo que temía que fuera a atracarle. Pero lo de esta tarde me ha hecho recordar algo. ¿Recuerdas que me dijiste que los Cuatro Fantásticos se comportaban de un modo extraño con respecto a la casa? ¿Que parecían demasiado apegados a ella?

– Uf -bufé-. Sí.

– A decir verdad, casi se me había olvidado-. Pero tal vez dramaticé un poco. Cuando uno dedica muchos esfuerzos a un lugar, se apega a él. Y, además, es una casa muy bonita.

– Sí que lo es -convino Frank. Algo en el tono de su voz activó todas mis campanillas de alarma; me pareció ver su fiera sonrisa sardónica-. Es bonita. Pero hoy estaba aburrido, Naylor sigue volando con el viento y no parezco llegar a ningún lado con Lexie-May-Ruth-Princesa-Anastasia-Fulanita de los Palotes, y puesto que me he llevado un chasco en unos catorce países hasta el momento, estoy sopesando la posibilidad de que científicos locos la concibieran en una probeta en 1997. Así que, para demostrarle a mi chica, Cassie, que confío plenamente en su instinto, he llamado a mi amigo en la oficina del Registro de la Propiedad y le he pedido que me pusiera al corriente sobre Whitethorn House. ¿Quién te quiere a ti, amor mío?

– Tú -contesté.

Frank siempre ha tenido un espectro espectacular de amigos en lugares improbables: mi amigo de los muelles, mi amigo del Gobierno del condado, mi amigo que regenta una tienda de artículos de sadomasoquismo. En la época en la que echamos a rodar todo este asunto de Lexie Madison, «mi amigo en el Registro Civil» se aseguró de que estuviera oficialmente inscrita, por si a alguien le picaba la curiosidad y empezaba a husmear, mientras que «mi amigo el de la furgoneta» me ayudó a trasladarme a la habitación amueblada en la que viví. Supongo que soy más feliz no sabiendo qué complejo sistema de trueque pone en práctica.

– Mejor será que sea así -añadí-, después de todo esto. ¿Y?

– ¿Y recuerdas que me dijiste que actuaban como si fueran los propietarios?

– Sí. Bueno, no, pero lo supongo.

– Pues tu instinto no te traicionó en esta ocasión, pequeña. Son los propietarios. Y tú también lo eres, ya que nos ponemos.

– Deja de hacerme la pelota, Frankie -le reprendí. El corazón me latía con fuerza, despacio, y percibí un extraño y oscuro estremecimiento entre los setos: ocurría algo-. ¿Qué buscas?

– Cuando el testamento del viejo Simon se dio por auténtico, Daniel heredó la casa el diez de diciembre. El día quince de diciembre, la propiedad de la casa se transfirió a cinco nombres: Raphael Hyland, Alexandra Madison, Justin Mannering, Daniel March y Abigail Stone. Feliz Navidad.

Lo que más me sorprendió en un primer momento fue la abrasadora osadía de aquel gesto: la pasión y la confianza que requería, ladrar y morder, apostar el futuro a las cartas del presente, sin medias tintas, tomar todos tus mañanas y ponerlos de manera tan deliberada y tan simple en las manos de las personas a las que más querías. Pensé en Daniel en la mesa, con sus anchas espaldas y tieso en su camisa blanca impoluta, en el giro preciso de su muñeca al avanzar de página; en Abby friendo beicon con el albornoz puesto; en Justin desafinando en voz alta mientras se preparaba para meterse en la cama, y en Rafe espatarrado en la hierba y contemplando el sol con los ojos entrecerrados. Y todo aquel tiempo, apuntalándolo todo, aquella realidad. Ya antes había vivido momentos en los que los había envidiado, pero esto era algo demasiado profundo como para ser objeto de envidia: era tan sobrecogedor que asustaba.

Entonces caí en la cuenta. N, precios de billetes de avión, «Tendrá que pasar por encima de mi cadáver para que eso se haga realidad». Había estado perdiendo el tiempo con cajitas de música y soldaditos de plomo intentando imaginar cuál podía ser el precio de un álbum fotográfico familiar. Había creído que, esta vez, Lexie no tenía nada que vender.

Quizás hubiera estado negociando con Ned y los otros lo habían descubierto. ¡Maldita sea! No era de extrañar que la sola mención del nombre del primo hubiera hecho que toda la estancia se quedara congelada. Me faltaba el aliento.

Frank continuaba hablando. Lo oí moverse, caminar de arriba abajo por la sala a grandes zancadas.

– El papeleo para hacer algo así habría llevado meses; el pequeño Daniel debió de iniciar los trámites prácticamente el mismo día que le entregaron las llaves. Sé que aprecias a esas personas, Cassie, pero no me negarás que todo esto suena rarísimo. Esa casa vale dos millones de libras fácilmente. ¿En qué diablos piensa ese chico? ¿Acaso cree que van a seguir viviendo juntos toda la vida, en una gran y feliz comuna hippie? Si te soy sincero, no me importa en qué piensa, lo que quiero saber es qué fuma.

Frank se lo había tomado a la tremenda porque se le había pasado por alto: durante toda la investigación, aquellos maricas de clase media habían conseguido dárselas con queso en este asunto.

– Sí -contesté, con suma cautela-, es raro. Pero es que son raros, Frank. Y sí, con el tiempo va a ser complicado, cuando alguno de ellos decida casarse o algo por el estilo. Pero como muy bien has dicho, son jóvenes. Aún no piensan en esas cosas.

– Sí, claro, pues el pequeño Justin no va a casarse a corto plazo, a menos que se produzca un cambio fundamental en la legislación…

– Deja de decir clichés, Frank. ¿Qué problema hay?

Aquello no implicaba que tuviera que ser uno de ellos cuatro, no necesariamente; las pruebas seguían apuntando a que a Lexie la había apuñalado alguien que había conocido fuera de la casa. Ni siquiera significaba que se estuviera planteando vender su parte. Quizás había llegado a un acuerdo con Ned y luego había cambiado de opinión y le había dicho que se echaba atrás; quizás hubiera estado jugando con él todo el tiempo («odio»), tirando de la cuerda para vengar el hecho de que él hubiera intentado quedarse con la casa… Ned había deseado Whitethorn House con la suficiente intensidad como para escupir sobre la memoria de su abuelo; ¿qué no habría hecho entonces si había tenido una parte de la casa tan cerca que casi podía saborearla y luego Lexie le había arrebatado la zanahoria? Intenté reconstruir aquella agenda en mi pensamiento: las fechas, la primera N justo unos días después de la primera falta de la regla, y la caligrafía apretada, con el bolígrafo casi traspasando el papel, que indicaba que no estaba jugando.

– Bueno -suspiró Frank al fin, con esa nota perezosa en su voz que denota el mayor de los peligros-. Si me lo preguntas, esto podría darnos el móvil que andábamos buscando. Yo diría que hemos dado en el clavo.

– No -lo corté tajantemente, quizá de manera un tanto impulsiva, pero Frank se abstuvo de hacer ningún comentario-. Nada de eso. ¿Dónde está el móvil? Si todos hubieran querido vender y ella se hubiera opuesto, entonces quizá sí, pero estos cuatro antes se arrancarían sus propios dientes con unas tenazas oxidadas que vender esa casa. ¿Qué podían ganar asesinándola?

– Si uno de ellos muere, su parte revierte en los otros cuatro. Quizás alguien pensara que tener un cuarto de esa encantadora mansión sería mucho más atractivo que poseer una quinta parte. Eso descarta al pequeño Daniel: si hubiera querido todo el pastel, podía habérselo quedado sin más desde el principio. Pero sigue dejándonos como posibles sospechosos a los tres pequeños indios.

Me retorcí para darme la vuelta sobre la rama. Me alegraba que Frank se alejara del objetivo pero, por algún motivo que no alcanzaba a comprender, me molestaba que lo hiciera tanto.

– Pero ¿para qué? Como ya te he dicho, no quieren venderla. Quieren vivir allí. Y eso pueden hacerlo al margen del porcentaje que posean. ¿Crees que uno de ellos la mató porque le gustaba más la habitación de Lexie que la suya?

– O una. Abby es una buena chica, pero no la descarto. Por una vez, tal vez el móvil no fuera económico; quizá Lexie sencillamente estaba volviendo majareta a alguien. Cuando la gente comparte una casa acaba desquiciándose mutuamente. Y recuerda que existe una posibilidad nada desdeñable de que se estuviera tirando a uno de los muchachos, y todos sabemos lo feo que puede ponerse un asunto así. Si estás de alquiler, no tiene mayor trascendencia: unos gritos, unas cuantas lágrimas, una reunión de todos los inquilinos y uno de los dos de patitas en la calle. Pero ¿cómo se procede en el caso de una multipropiedad? No pueden echarla y dudo mucho que ninguno de ellos pudiera costearse comprarle su parte…

– Desde luego -repliqué-, salvo porque yo no he notado la menor tensión dirigida contra mí. Al principio, Rafe estaba enojado conmigo porque no era consciente de cuánto los había trastornado mi apuñalamiento, pero eso es todo. Si Lexie le había estado tocando tanto las pelotas a alguien tanto como para que quisiera asesinarla, no se me habría pasado por alto. Estas personas se quieren, Frank. Tal vez sean raros, no lo discuto, pero les gusta ser raros juntos.

– Entonces ¿por qué no nos dijeron que todos son propietarios de esa casa? ¿A qué viene tanto puñetero secretismo si no ocultan nada?

– No te lo dijeron porque no se lo preguntaste. De haber estado en su lugar, incluso aunque fueras inocente como un bebé, no le habrías dicho a la policía nada que no te preguntara, ¿me equivoco? Es posible que ni siquiera te hubieras mostrado dispuesto a someterte a horas de interrogatorios, tal como ellos sí hicieron.

– ¿Sabes como quién hablas? -preguntó Frank tras hacer una breve pausa. Había dejado de caminar-. Hablas como un abogado defensor.

Volví a girarme hacia el otro lado y apoyé los pies en la rama. Me estaba costando mantenerme quieta.

– Venga ya, Frank. Hablo como una detective. Y tú hablas como un maldito obseso. Pase que no te gusten estos cuatro. Pase también que hagan vibrar tus antenas. Pero eso no significa que cada cosa que descubras se convierta automáticamente en una prueba de que son asesinos desalmados.

– Diría que no estás en posición de cuestionar mi objetividad, cariño -replicó Frank.

El vago arrastrar de las palabras había vuelto a apoderarse de su voz e hizo que se me tensara la espalda contra el tronco del árbol.

– ¿Qué diablos se supone que significa eso?

– Significa que yo estoy fuera y mantengo la perspectiva, mientras que tú estás metida hasta el cuello en el meollo y me gustaría que no lo olvidaras. También significa que creo que hay un límite de tolerancia para esgrimir «lo encantadoramente excéntricos que pueden ser» a modo de excusa para defenderlos.

– ¿A qué viene todo esto, Frank? Tú los habías descartado desde el principio; hace dos días te habrías abalanzado sobre Naylor como un buitre…

– Y sigo haciéndolo, o lo haré tan pronto como ese maldito capullo se materialice. Pero me gusta diversificar mis apuestas. No borro a nadie de la lista, a nadie en absoluto, hasta que estén definitivamente descartados. Y estos cuatro no lo están. No lo olvides.

Hacía rato que debería haber regresado a casa.

– Está bien -claudiqué-. Hasta que Naylor reaparezca me concentraré en ellos.

– Hazlo. Yo también lo haré. Y no bajes la guardia, Cassie. No sólo fuera de la casa; dentro también. Hablamos mañana -dijo y colgó.

El cuarto motivo capital: amor. De repente me acordé de los vídeos del teléfono móvil: un picnic en Bray Head el verano anterior, los cinco tumbados en la hierba bebiendo vino en vasos de plástico, comiendo fresas y discutiendo cansinamente si Elvis estaba o no sobrevalorado. Daniel se había sumido en un largo monólogo absorto acerca del contexto sociocultural hasta que Rafe y Lexie habían sentenciado que todo estaba sobrevalorado, salvo Elvis y el chocolate, y le habían empezado a lanzar fresas. Se habían ido pasando el teléfono con cámara de mano en mano; los fragmentos estaban deshilvanados y la imagen temblaba. Lexie con la cabeza apoyada en el regazo de Justin y éste colocándole una margarita tras la oreja; Lexie y Abby sentadas espalda con espalda contemplando el mar, con el cabello mecido por el viento y los hombros alzándose en hondas respiraciones sincronizadas; Lexie riéndose a la cara de Daniel mientras le quitaba una mariquita del pelo y se la enseñaba en la mano, Daniel agachando la cabeza sobre su mano y sonriendo. Había visto aquel vídeo tantas veces que casi lo creía un recuerdo propio, titilante y dulce. Aquel día habían sido felices, los cinco.

Se respiraba amor entre ellos. Un amor tan sólido y simple como el pan, real. Y era agradable vivir rodeada de él, en un elemento cálido a través del cual nos movíamos con facilidad y el cual inhalábamos con cada respiración. Pero Lexie se estaba preparando para hacerlo estallar en mil pedazos. De hecho, más que estarse preparando, estaba empeñada en lanzarlo por los aires: aquella caligrafía furiosa en la agenda, mientras en el vídeo se la veía descendiendo del ático riendo y cubierta de polvo. De haber vivido un par de semanas más, los otros cuatro se habrían despertado una mañana y habrían descubierto que se había largado, sin una nota ni un adiós, sin remordimientos. Se me pasó por la cabeza que Lexie Madison había sido peligrosa, bajo aquella superficie luminosa, y quizás aún lo fuera.


Descendí de la rama colgándome de ambas manos, salté y aterricé en el sendero con un golpazo. Me embutí las manos en los bolsillos y eché a andar (moverme me ayuda a pensar). El viento se batía contra mi gorra y se me colaba por las lumbares con tal fuerza que casi me despegaba del suelo.

Necesitaba hablar con Ned sin demora. A Lexie se le había pasado por alto dejarme instrucciones sobre cómo diablos se ponían en contacto. No se comunicaban por móvil: lo primero que Sam había hecho era solicitar registros de sus llamadas telefónicas y no había en ellos números sin identificar, ni de entrada ni de salida. ¿Una paloma mensajera? ¿Notas en el hueco de un árbol? ¿Señales de humo?

No disponía de mucho tiempo. Frank no tenía ni idea de que Lexie había conocido a Ned ni de que estaba preparada para largarse de la ciudad; yo sabía que al final daría con alguna buena razón por la que había decidido no mencionarle aquella agenda; como él siempre dice, el instinto funciona más rápido que la mente. Sin embargo, seguro que no sería algo que se tomara a la ligera. Le estaría dando vueltas como un pit bull y tarde o temprano barajaría la misma posibilidad que yo. Yo apenas sabía nada acerca de Ned, aunque sí lo suficiente como para estar bastante segura de que, si acababa en una sala de interrogatorios con Frank soltándole la caballería, lo desembucharía todo en menos de cinco minutos. Jamás se me ocurrió, ni por un segundo, sentarme y aguardar a que eso ocurriera. Fuera lo que fuese que había estado sucediendo, necesitaba descubrirlo antes de que Frank se me adelantara.

Si quería citarme con Ned, sin que los otros lo descubrieran ni por asomo, ¿cómo me las apañaría?

Nada de teléfonos. Los móviles guardan un registro de llamadas y las facturas están detalladas, y Lexie no habría permitido que algo así se traspapelara por la casa y quedara a la vista de todos. Por otro lado, la casa no disponía de una línea de teléfono fijo. Tampoco había ninguna cabina a una distancia practicable a pie y las de la universidad eran arriesgadas: los teléfonos del bloque de Lengua y Literatura eran los únicos lo bastante cercanos como para utilizarlos durante una pausa ficticia para ir al baño pero, si casualmente alguno de los demás pasaba por allí en el momento menos oportuno, su plan se habría ido al traste, y era demasiado importante para dejarlo al azar. Tampoco podía haberse presentado a verlo. Frank había dicho que Ned vivía en Bray y trabajaba en Killiney; no había modo de que Lexie se hubiera dejado caer por allí y regresado sin que los demás la hubieran echado en falta. Y tampoco había cartas ni correos electrónicos; Lexie nunca, ni en un millón de años, habría dejado un rastro.

– Tía, ¿cómo diablos lo hacías? -pregunté en voz baja al aire.

La noté como un escalofrío sobre mi sombra en el sendero, la inclinación de su barbilla y su burlona mirada de soslayo: «No pienso decírtelo».

En algún momento había dejado de darme cuenta de lo perfectamente entretejidas que estaban sus cinco vidas. En la universidad siempre estaban juntos, en la biblioteca, la pausa para fumar del mediodía con Abby y a las cuatro de la tarde con Rafe, comida juntos a la una, y a casa juntos para la cena: la rutina estaba coreografiada con la precisión de una gavota, sin un minuto de tiempo perdido ni un minuto para mí misma, salvo…

Salvo ahora. Durante una hora cada noche, como una princesa encantada de un cuento de hadas, yo destrenzaba mi vida de la de los demás y volvía a encontrarme conmigo misma. De haber sido yo Lexie y haber querido contactar con alguien con quien nunca hubiera debido contactar, lo habría hecho durante mi caminata nocturna.

Habría no: había. Llevaba semanas aprovechando ese momento para telefonear a Frank y a Sam, para mantener mis secretos a buen recaudo. Un zorro atravesó el sendero ante mis ojos y se desvaneció en el seto, todo huesos y ojos luminosos, y yo sentí un escalofrío recorriendo mi espina dorsal. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que aquélla había sido mi propia y brillante idea, de que me estaba abriendo mi propio camino paso a paso, alerta en medio de la noche. Sólo entonces, al volver la vista y proyectarla hacia el otro lado de aquel camino, me percaté de que había estado poniendo mis pies alegremente y a ciegas sobre las huellas de Lexie, desde el principio.

– ¿Y qué? -grité, como un desafío-. ¿Entonces qué?

Para eso me había enviado Frank, para acercarme a la víctima, para colarme en su vida y, ¡ay!, lo estaba haciendo. Parte de toda aquella historia espeluznante no sólo era innecesaria sino también la moneda de cambio para una investigación por homicidio, y se supone que éstas no suelen consistir en una noche de risas. Me estaba convirtiendo en una mimada, con todas aquellas acogedoras cenas a la luz de la luna y artesanías, y me volvía irascible cuando la realidad me asestaba un nuevo golpe.

Una hora para ponerme en contacto con Ned. Pero ¿cómo?

Notas en el árbol hueco… Estuve a punto de soltar una carcajada en voz alta. Deformación profesional: sopesas todas las posibilidades más esotéricas y pasas por alto la más evidente. Cuanto más alta la apuesta, me había dicho una vez Frank, más baja la tecnología. Si quieres tomarte un café con un amigo, lo citas mediante una mensaje al móvil o al correo electrónico y punto; pero si crees que la poli o la Mafia o la Santísima Inquisición te persiguen, le haces una señal a tu contacto colgando una toalla azul en el tendedero. A Lexie, con el tiempo a contrarreloj y tras haber empezado a sentir nauseas matutinas, las apuestas le debían parecer a vida o muerte.

Ned vivía en Bray, a sólo quince minutos de distancia en coche, salvo en horas punta. Probablemente la primera vez ella se hubiera arriesgado a llamarlo por teléfono desde la universidad. Pero después de aquella primera cita lo único que necesitaba era un lugar seguro de contacto, en algún punto de aquellas sendas, que ambos pudieran comprobar cada par de días. Seguramente yo habría pasado por delante de ese lugar una docena de veces.

De nuevo ese escalofrío, en la comisura de mi ojo: un destello de una sonrisa astuta, y luego nada.

¿En la casucha? El equipo técnico la había revisado como moscas sobre la mierda, había espolvoreado cada centímetro en busca de huellas con resultado negativo. Y Ned no había aparcado el coche en ningún sitio cerca de aquella casita el día que yo lo había perseguido. Pese a que, por suerte para todos, esa clase de trastos monstruosos no están concebidos para transitar por este tipo de caminos, al menos habría aparcado lo más cerca posible del punto de contacto. Habría estacionado en la carretera principal a Rathowen, ni siquiera cerca de un desvío. Arcenes anchos, hierbas altas y zarzas, la oscura carretera descendía hasta desaparecer sobre la cima de la montaña, y el mojón, desgastado e inclinado como una lápida diminuta.

Ni siquiera me había dado cuenta de que había dado media vuelta y corría a toda prisa. Los otros seguramente aguardasen mi regreso de un momento a otro y lo último que quería es que se preocuparan o salieran a buscarme, pero aquel asunto no podía esperar hasta la noche siguiente. Ya no corría contra una fecha límite hipotética e infinitamente flexible; corría contra la mente de Frank, y contra la de Lexie.

Tras las angostas sendas, el arcén parecía más ancho y desnudo, expuesto, pero la carretera estaba desierta, sin un solo destello de faros de coche en ninguna dirección. Cuando saqué mi linterna, lo primero que vi fueron las letras del mojón, borrosas por el paso y las inclemencias del tiempo, proyectando sus propias sombras inclinadas: «Glenskehy 1828». La hierba se arremolinaba y lo envolvía por efecto del viento, con un sonido similar a un largo silbido de aliento.

Aguanté la linterna bajo la axila y aparté la hierba con ambas manos; estaba mojada y tenía los bordes afilados, con unos dientes aserrados que rasgaban mis dedos. A los pies de la piedra vi un destello carmesí.

Por un momento, mi mente no procesó lo que mis ojos veían. Hundido profundamente en la hierba, colores resplandecientes como piedras preciosas y figuras diminutas se deslizaban fuera del haz de la linterna: el brillo de la ijada de un caballo, el destello de un abrigo rojo, una melena de rizos empolvados y la cabeza de un perro volviéndose en busca de refugio. Entonces mi mano tocó algo metálico, mojado y arenoso y las figuras temblaron y aparecieron en su lugar, y yo solté una carcajada, un grito ahogado que me sorprendió incluso a mí. Una pitillera, vieja y oxidada y posiblemente robada del alijo del tío Simon; la escena de caza barroca y maltrecha estaba pintada con un pincel fino como una pestaña. La policía científica y los refuerzos habían peinado palmo a palmo un radio de un kilómetro y medio alrededor de la casucha, pero aquello quedaba fuera de su perímetro. Lexie les había ganado la partida, había reservado aquello para mí.

La nota estaba escrita en papel pautado arrancado de algún tipo de carpesano. Parecía la caligrafía de una persona de diez años y, al parecer, Ned había sido incapaz de discernir si estaba escribiendo una carta comercial o un mensaje de móvil: «Querida Lexie, h intentado contactar contigo xa s asunto d q hablábamos. Sigo muy interesado. Ponte en contacto conmigo cuando puedas. Gracias, Ned». Me habría apostado lo que fuera a que Ned había estudiado en una escuela privada con precios astronómicos. Papá no había hecho una buena inversión.

«Querida Lexie […] Gracias, Ned»… Lexie hubiera deseado estrangularlo por dejar un rastro tan explícito, por muy bien escondido que estuviera. Saqué mi encendedor, me acerqué a la carretera y prendí fuego a la nota; cuando empezó a arder, la dejé caer al suelo y aguardé a que la llama se extinguiese. Luego extinguí las cenizas con el pie. Entonces saqué mi bolígrafo y arranqué una nota de mi cuaderno.

Llegados a aquel punto, escribir con la caligrafía de Lexie me resultaba casi más fácil que hacerlo con la mía. «11 jueves – hablamos.» Nada de cebo: Lexie ya había echado el anzuelo por mí y aquel tipo había picado de verdad. La pitillera se cerró con un nítido sonido metálico apenas perceptible y volví a esconderla entre las hierbas, notando que mis pisadas se superponían a la perfección a las de Lexie, con los pies plantados en los mismos puntos en los que sus huellas hacía tiempo que se habían desvanecido.

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